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UN BARCO CARGADO DE…

Un matrimonio tenía un hijo, y los dos eran muy devotos de San Miguel Arcángel: todos los años celebraban su día. Murió el marido y la mujer, con el poco dinero que le quedaba, todos los años seguía festejando el día de San Miguel Arcángel. Vino un año en que no supo qué vender para hacer la fiesta, así que se llevó al niño y fue a vendérselo al Rey.

—Majestad —le dijo al Rey—, ¿queréis comprarme a mi hijo? Dadme lo que queráis, aunque sean doce tarjas, con tal de que pueda festejar el día de San Miguel Arcángel.

El Rey le dio cien onzas y se quedó con el niño. Luego pensó: «Vamos a ver: esta mujer con tal de hacerle la fiesta a San Miguel Arcángel vende a su hijo, y yo que soy Rey no le hago nada». Entonces ordenó construir una capilla, compró una estatua de San Miguel Arcángel y le hizo una fiesta; pero concluida la fiesta tapó la estatua con un velo y no pensó más en el asunto.

El niño, que se llamaba Peppi, crecía en el Palacio y jugaba con la hija del Rey, que tenía su misma edad. Así crecieron juntos día a día, y cuando fueron mayores se enamoraron. Finalmente los Consejeros le dijeron al Rey:

—¿Majestad, qué sucede? ¿No querréis que vuestra hija sea la mujer de ese desgraciado?

—¿Y qué hago? —dijo el Rey—. ¿Lo echo?

—Haced lo que le decimos —dijeron los Consejeros—, mandadlo a negociar con un barco, el más viejo y maltrecho que haya. Que lo dejen solo en medio del mar. Así se ahogará y asunto concluido.

Al Rey le gustó la idea.

—Mira —le dijo a Peppi—, tienes que salir en viaje de negocios. Tienes tres días de plazo para cargar el barco.

El muchacho se pasaba la noche pensando qué debía cargar en el barco para hacer buenos negocios; la primera noche no se le ocurrió nada, la segunda tampoco, y la tercera, piensa que te piensa, llamó a San Miguel Arcángel. Apareció San Miguel Arcángel y le dijo:

—No te desalientes: dile al Rey que te cargue un barco de sal.

Al día siguiente Peppi se levantó muy contento.

—Y bien, Peppi —le preguntó el Rey—, ¿qué has pensado?

—Si Su Majestad es tan amable de cargarme un barco con sal…

Los Consejeros se alegraron.

—Bien, con esa carga el barco se hundirá antes.

El barco cargado de sal zarpó, y detrás llevaba atado un barco más pequeño.

—¿Y ése para qué es? —le preguntó Peppi al capitán.

—Ah, eso es asunto mío —respondió el capitán.

Y cuando estuvieron en medio del mar, el capitán bajó al barco pequeño, dijo «Buenas noches» y dejó a Peppi solo.

El barco hacía agua, el mar estaba picado, y no tardaría en hundirse, Peppi empezó a llamar:

—¡Madre santa! ¡Señor! ¡San Miguel Arcángel, socorro!

Y de pronto apareció un barco de oro macizo, con San Miguel Arcángel al timón. Le arrojaron una cuerda y Peppi ató su barco al de San Miguel Arcángel, que navegaba rápido como un rayo, y así llegaron a un puerto.

—¿Vienes en son de paz o en son de guerra? —le preguntaron los del puerto.

—En son de paz —dijo Peppi, y lo dejaron desembarcar.

El Rey de ese país quiso invitar a comer a Peppi y su compañero (no sabía que era San Miguel).

—Fíjate —le dijo San Miguel a Peppi— que en este país no saben lo que es la sal. —Y Peppi llevó una bolsita.

En la mesa del Rey empezaban a comer, y todo era desabrido como la paja.

—¿Pero por qué coméis así, Majestad? —dijo Peppi.

Y el Rey:

—Nosotros acostumbramos a comer así.

Entonces Peppi esparció un poco de sal en el plato de cada comensal.

—Majestad, probad ahora a ver qué os parece.

El Rey probó una cucharada y dijo:

—¡Ah, qué sabroso! ¿Tienes más?

—Un barco lleno.

—¿Y a cuánto lo vendes?

—Su peso en oro.

—Entonces lo compro todo.

—Trato hecho.

Después del almuerzo hicieron descargar toda la sal y la pesaron. En un platillo de la balanza ponían sal, en el otro el oro. Así Peppi llenó el barco de oro. Lo hizo calafatear y zarpó de nuevo.

La hija del Rey se pasaba los días en el balcón, escrutando el mar con el catalejo, esperando el retorno de su Peppi. Y cuando vio el barco corrió a ver a su padre:

—¡Papá, vuelve Peppi! ¡Papá, vuelve Peppi!

Cuando la nave llegó a puerto y Peppi, tras besarle la mano al Rey, empezó a descargar oro a manos llenas, los Consejeros se pusieron verdes.

—Majestad —le dijeron al Rey—, esto no marcha.

—¿Y qué hago? —preguntó el Rey.

—Mandarlo de viaje otra vez —respondieron.

Entonces el Rey, al cabo de unos días, le dijo que pensara en otra carga porque debía zarpar otra vez. Peppi reflexionó, y al fin llamó a San Miguel. Y San Miguel le dijo:

—Haz cargar un barco con gatos.

El Rey, para darle los gatos a Peppi, emitió un bando:

«Todas las personas que tengan gatos, que los traigan al Palacio Real que el Rey los comprará».

Así se llenó el barco, que zarpó maullando por el mar.

Cuando estaban aún más lejos de la costa que la vez anterior, el capitán dijo «Buenas noches» y se fue. El barco empezó a hacer agua y Peppi llamó a San Miguel Arcángel. Apareció el barco de oro y como un rayo lo llevó a un puerto desconocido. Fue una embajada al puerto a preguntarle si venían en son de paz o en son de guerra.

—¡En son de paz! —dijeron, y el Rey los invitó a comer.

A la mesa, al lado de cada plato había una escobilla.

—¿Para qué sirven?

—Ahora lo veréis —dijo el Rey.

Sirvieron la comida, y de golpe apareció una cantidad de ratones que se subían a la mesa y metían el hocico en los platos; los comensales trataban de ahuyentarlos con las escobillas pero era inútil porque volvían, y eran tantos que no había manera de defenderse.

Entonces San Miguel le dijo a Peppi:

—Abre la bolsa que trajimos. —Peppi abrió la bolsa y dejó en libertad a cuatro gatos, que saltaron en medio de los ratones e hicieron una carnicería.

—Oh, ¡qué animalitos tan bonitos! —exclamó el Rey muy contento—. ¿Tenéis muchos?

—Un barco lleno.

—¿Y son caros?

—Cuestan su peso en oro.

—Trato hecho. —El Rey les compró todos los gatos, y en un platillo de la balanza ponían gatos y en el otro oro. De modo que Peppi, después de arreglar el barco, también esta vez volvió cargado de oro.

Cuando llegó a puerto la hija del Rey bailaba de alegría, los faquines descargaban oro y oro y oro, y el Rey estaba perplejo y los Consejeros rojos de rabia.

—A la tercera va la vencida —le dijeron al Rey—. Dejémoslo descansar una semana, y que vuelva a partir.

San Miguel, esta vez, cuando Peppi lo llamó, le dijo:

—Diles que te carguen un barco con habas.

Cuando el barco cargado de habas estaba a punto de naufragar, vino como de costumbre el barco de oro y Peppi desembarcó en un puerto acompañado por San Miguel.

El Rey de esa ciudad era una Reina y los invitó a almorzar a los dos. Después la Reina sacó los naipes y dijo:

—¿Echamos una partida?

Y se pusieron a jugar. La Reina era una gran jugadora, y a todos los hombres que perdían los hacía encarcelar en una mazmorra.

Pero San Miguel Arcángel no podía perder, y la Reina comprendió que si seguía jugando perdería todo lo que tenía.

—Os declaro la guerra —dijo entonces.

Fijaron la hora de la guerra, y la Reina reunió a todos sus soldados. San Miguel y Peppi estaban solos con sus dos espadas contra todos ellos, y se lanzaron al ataque. Pero San Miguel Arcángel provocó una ráfaga de viento y levantó una polvareda que se pegó a los ojos de los soldados. Nadie veía nada y San Miguel Arcángel se acercó a la Reina y la decapitó. Cuando se disipó la polvareda y todos vieron la cabeza de la Reina separada del tronco se alegraron, porque era una Reina que no la aguantaba nadie, y le dijeron a San Miguel:

—¡Queremos que Vuestra Señoría sea el Rey, Vuestra Señoría!

San Miguel respondió:

—Yo soy Rey de otra parte. Para el Rey arregláoslo entre vosotros.

A la cabeza de la Reina le hicieron una jaula de hierro y la colgaron en una esquina, y San Miguel y Peppi bajaron a la mazmorra para liberar a los prisioneros. Estaba llena de gente enmohecida, hambrienta, los muertos junto a los vivos. Peppi empezó a arrojarles puñados de habas y los prisioneros las devoraban como bestias. Así recuperaron las fuerzas. Después les hicieron un caldo de habas y los mandaron a casa.

En esa ciudad nunca habían visto las habas, y Peppi las vendió a peso de oro. Después, con el barco cargado de oro y una escolta de soldados a sus órdenes, puso las velas rumbo a su ciudad, y disparó salvas de cañón para anunciar su llegada.

Esta vez también entró en el puerto el barco de oro y el Rey recibió a San Miguel Arcángel. Durante el almuerzo San Miguel le dijo al Rey:

—Majestad, vos tenéis una estatua a la que una vez le hicisteis una fiesta y que después dejasteis que se llenara de telarañas. ¿Por qué? ¿Tal vez os falta dinero?

—Ah sí —dijo el Rey—. Es San Miguel Arcángel, no había vuelto a pensar en ella.

Y San Miguel:

—Vamos a verla.

Llegaron a la capilla, y la estatua estaba enmohecida.

—Yo soy San Miguel Arcángel —dijo el forastero— y te pido razones de la afrenta que me has hecho.

El Rey se hincó de rodillas y dijo:

—¡Perdón, dime qué puedo hacer! ¡La fiesta más hermosa!

—Harás la fiesta de bodas de tu hija y de Peppi —dijo el santo—, porque estos dos jóvenes se tienen que casar.

Así pues Peppi se casó con la hija del Rey y fue Rey a su vez.

(Salaparuta)

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