135
CANNELORA

Una vez un Rey cuya mujer no le daba hijos mandó promulgar un bando que decía:

«Quienquiera que sepa aconsejar al Rey y a la Reina un modo de tener hijos se convertirá en el más rico del Reino después del Rey. Pero quien dé consejos inservibles, perderá la cabeza en el acto».

Este bando incitó a muchos a hacer la prueba, y dieron consejos de todo tipo pero todos dejaron la cabeza en el intento.

Finalmente se presentó un pobre viejo, andrajoso y barbudo, y dijo al Rey:

—Majestad, haced pescar un dragón marino, haced cocinar el corazón por una muchacha joven, y ella, con sólo sentir el olor del dragón al freírse quedará encinta de un niño. Una vez que la joven haya cocinado el dragón, que la Reina se lo coma y ella también empezará a esperar un niño, y los dos niños nacerán al mismo tiempo.

El Rey, aunque no muy convencido, hizo todo lo que le había dicho el viejo: mandó pescar el dragón y se lo dio a cocinar a una hermosa muchacha campesina que apenas respiró el humo sintió que iba a ser madre. Los hijos de la Reina y de la cocinera nacieron el mismo día y parecían gemelos. Y ese mismo día la cama tuvo una camita, el armario un armarito, el arcón un cofrecito, la mesa una mesita…

El hijo de la Reina se llamaba Emilio y el de la cocinera Cannelora. Crecieron como hermanos, queriéndose mucho, y al principio la Reina también los quería mucho a los dos. Pero a medida que crecían empezó a disgustarle que entre su hijo y ese otro no hubiera diferencias e incluso llegó a sentir envidia del otro, que tal vez fuera más inteligente y afortunado que el verdadero Príncipe. Entonces explicó a Emilio que Cannelora no era su hermano sino el hijo de una cocinera y que no debían tratarse como iguales. Pero los dos niños se querían tanto que ni siquiera se preocuparon. Entonces la Reina empezó a maltratar a Cannelora; pero Emilio lo protegía y le cobraba cada vez más afecto. Y la Reina se roía las uñas de rabia.

Un día en que los dos se divertían fundiendo balas para cazar, Emilio sale un momento y la Reina se acerca al fogón. Al encontrar solo a Cannelora le arroja una bala incandescente, pensando que lo mataría. Pero le dio de refilón, sobre las cejas, y le produjo una profunda quemadura en la frente. La Reina estaba a punto de coger otra bala con la tenaza, cuando Emilio regresó y ella se fue como si nada hubiera pasado.

Cannelora se caló el sombrero sobre la frente y pese a que la herida le quemaba no dio a entender a Emilio nada de lo que había sucedido. Apretó los dientes y siguió fundiendo balas. Pero después dijo:

—Querido hermano, he resuelto irme para siempre de esta casa en busca de fortuna.

Emilio no comprendía el motivo.

—¿Pero por qué, hermano, no estás bien aquí?

Cannelora, con lágrimas en los ojos y el sombrero calado en la frente, dijo:

—Hermano, la fortuna no quiere que vivamos juntos. Debo dejarte.

Fueron inútiles todas las protestas de Emilio. Cannelora cogió su escopeta de dos cañones que había nacido de otra escopeta el día que cocinaban el corazón del dragón, y salió con Emilio al jardín.

—Querido hermano, aunque me duela hoy debo separarme de ti, pero te dejaré este recuerdo. —Hincó la espada en tierra e hizo brotar una fuente de agua límpida. Volvió a clavar la espada y junto al agua nació un mirto—. Cuando veas que el agua se enturbia y el mirto se marchita —dijo Cannelora—, será señal de que me sucede una desgracia. Después de estas palabras se abrazaron llorando, Cannelora montó a caballo, cogió a su perro de la correa y partió. Al cabo de un tiempo llegó a una encrucijada. Un camino conducía a un bosque sin salida, el segundo a otras partes del mundo. Donde se separaban los dos caminos había un huerto, y en el huerto dos hortelanos que reñían y estaban a punto de llegar a las manos. Cannelora entró en el huerto y preguntó cuál era el motivo de la riña.

—Encontré dos piastras —dijo uno—, y éste quiere una porque estaba conmigo cuando la encontré.

—Yo la vi primero —dijo el otro—, o por lo menos la vimos al mismo tiempo.

Cannelora sacó cuatro piastras de su bolsillo y le dio dos al que había encontrado las dos primeras y dos a su compañero. Los hortelanos no sabían cómo agradecérselo, y le besaron la mano. Cannelora se fue tomando por el camino que conducía al bosque. Entonces el hortelano que había juntado las cuatro piastras le gritó:

—Señorito, no vaya por ahí que se meterá en un bosque de donde es imposible salir. Mejor tome por el otro camino.

Cannelora le dio las gracias y tomó por el otro camino. Avanzó un trecho y se encontró con unos muchachones que atormentaban a golpes a una serpiente. Ya le habían cortado la punta de la cola para ver cómo se movía sola.

—¡Dejadla en paz, pobre animal! —gritó Cannelora, y la serpiente con la cola tronchada escapó.

Cannelora llegó a un gran bosque y se hizo de noche. Hacía tanto frío que uno se quedaba helado; por todas partes se oían los aullidos de las fieras. Cannelora ya se daba por muerto. Y de pronto aparece una hermosa muchacha en la espesura, con una luz en la mano, y toma la mano de Cannelora.

—¡Estás muerto de frío! —le dice—. Ven a calentarte y a descansar en mi casa. —Cannelora creía estar soñando. Siguió a la muchacha sin poder pronunciar palabra, y cuando llegaron a la casa ella dijo—: ¿Te acuerdas de la serpiente que salvaste de esos muchachones que la golpeaban? La serpiente soy yo. Mira: como señal de la punta de la cola que me troncharon, me falta la punta del meñique de la mano izquierda. Y ahora te salvo como tú me salvaste a mí.

Cannelora estaba muy contento. Esa Hada encendió el fuego, puso la mesa y cenaron juntos. Luego se fueron a dormir, cada uno a su cuarto. Por la mañana el Hada lo abrazó, lo besó y le dijo:

—Sigue tu camino. Todavía sufrirás, pero llegará el día en que estaremos juntos y felices.

Cannelora no entendió lo que quería decir, pero volvió a abrazarla y besarla y partió con lágrimas en los ojos. Llegó a un bosque y entre los árboles vio una cierva con cuernos de oro. La apuntó con la escopeta pero la cierva no se quedaba quieta ni un instante y tuvo que perseguirla. Así llegó a una gruta en lo más profundo del bosque. En ese momento estalló un gran temporal; caían unos copos de granizo grandes como huevos, y Cannelora se refugió en la gruta. Mientras estaba en la gruta oyó una vocecita fuera, en medio de la lluvia:

—¿Me dejas entrar, joven, que quiero guarecerme?

Cannelora miro hacia fuera y vio una serpiente. Sabía que ayudar a las serpientes le traía buena suerte y dijo:

—Entra, ponte cómoda.

—Sabes —dijo la serpiente—, tengo miedo de que el perro me muerda. ¿No podrías atarlo?

Cannelora lo ató.

—Mira —dijo la serpiente—, el caballo podría pisotearme con los cascos.

Cannelora sujetó el caballo.

—Escucha —dijo la serpiente—, me da miedo que tengas la escopeta cargada. ¿Y si, por una razón u otra, se escapa un tiro y me mata? A mí me asusta.

Cannelora tuvo la bondad de descargar la escopeta y dijo:

—Bueno, ahora puedes entrar sin temor.

La serpiente entró y de pronto se convirtió en un Gigante. Cannelora, con el perro y el caballo atados y la escopeta descargada, no podía defenderse. El Gigante con una mano lo agarró del pelo y con la otra puso al descubierto una tumba que había en la gruta y lo sepultó vivo.

En casa del Rey, entre tanto, el joven Emilio no tenía paz. Cada día iba al jardín para mirar la fuente y el mirto y un día vio el agua turbia y el mirto marchito.

—¡Pobre de mí! —dijo—. A mi hermano Cannelora le ha sucedido una gran desgracia. Tengo que recorrer el mundo hasta encontrarlo para ver si puedo ayudarlo.

Ni el Rey ni la Reina lograron detenerlo. Empuñó su escopeta, mandó el perro delante, montó a caballo y partió. En la encrucijada vio el huerto de esos dos hortelanos, y por casualidad encontró al que había juntado las cuatro piastras.

—¡Me alegro de verlo otra vez, señorito! —dijo el hortelano inclinándose y quitándose el sombrero—. ¿Se acuerda de las cuatro piastras que me dio la vez pasada? ¿Y que yo le advertí que ese camino era peligroso y que tomara por el otro?

—Sí que me acuerdo —dijo Emilio, dándole otras cuatro piastras y contento de saber que Cannelora había pasado por allí y había tomado ese camino. Al cabo también él llegó al bosque donde Cannelora había encontrado a la hermosa Hada a quien le faltaba la punta del meñique.

—¡Bienvenido, amigo de mi prometido! —dijo el Hada, presentándose a Emilio.

—¿Pero quién eres tú, Señora? —dijo Emilio maravillado.

—Soy el Hada que debe casarse con tu Cannelora.

—Entonces dime, ¿Cannelora vive? Si vive dime por favor dónde se encuentra, que quiero correr en su ayuda.

Al Hada se le cubrieron los ojos de lágrimas.

—Apresúrate, pues ahora sufre sepulto bajo tierra. Pero cuidado, no te dejes engañar por la falsa serpiente.

Y dicho esto, desapareció.

Emilio se armó de valor y siguió adelante. Llegó al bosque, siguió también a una cierva con los cuernos de oro, fue sorprendido por una tormenta y se guareció en la gruta. Vino la serpiente a solicitar refugio y él le dijo que sí. Y cuando le pidió que atara el perro ató el perro, y cuando le pidió que sujetara el caballo sujetó el caballo, pero cuando le pidió que descargara la escopeta Emilio se acordó del consejo del Hada y dijo:

—¿Conque quieres que la descargue?

Apuntó la escopeta y le disparó un par de veces. ¿Qué vio? En vez de la serpiente, yacía a sus pies un Gigante muerto, con dos agujeros en la cabeza que manaban sangre a chorros, y se oyeron varias voces que gritaban desde bajo tierra:

—¡Socorro, socorro, alma bendita! ¡Al fin has venido a salvarnos!

Emilio abre la tumba y de ella sale Cannelora, y detrás de él una hilera de Príncipes, Barones y Caballeros, sepultados en ese lugar hacía años y alimentados a pan y agua. Emilio y Cannelora se arrojaron el uno en brazos del otro. Luego cabalgaron con todos esos señores por el camino que conducía fuera del bosque.

Se dirigieron hacia la comarca del Hada sin la punta del meñique y la vieron salir a su encuentro seguida por un cortejo de Hadas bellísimas, aunque ella era la más bella de todas. Tomó a Cannelora de la mano y lo ayudó a apearse del caballo, lo abrazó y le dijo:

—Querido mío, han terminado nuestras aflicciones. Tú me salvaste de la muerte y yo te haré el hombre más feliz del mundo. Tú serás mi esposo.

Luego llamó a otra Hada, la que le seguía en belleza, y le dijo:

—Hermosa Hada, ve a dar un beso a Emilio, que es el amigo dilecto de mi esposo y además es Príncipe. Dale un beso y sé su esposa.

Y así hubo grandes festejos nupciales entre las Hadas. ¡Afortunado el que estuvo! Y todos volvieron a sus casas con sus mujeres, entre ellos Emilio y Cannelora, y en todo el Reino se celebró y a las muchachas pobres se les dieron medios para concertar matrimonios. ¡Pero yo no estaba, desgraciada de mí, y me quedé con las manos vacías!

(Basilicata)

Cuentos populares italianos
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