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EL LENGUAJE DE LOS ANIMALES Y LA MUJER CURIOSA
Una vez había un joven casado que no pudiendo ganarse la vida en su pueblo emigró a otra región y se puso al servicio de un cura. Un día, trabajando en el campo, encontró un enorme hongo y se lo llevó al patrón. Y el cura le dijo:
—Vuelve mañana al mismo sitio, cava donde estaba el hongo, y tráeme lo que encuentres.
El campesino cavó y encontró dos víboras. Las mató y se las llevó al patrón. Aquel día al cura le habían traído anguilas, y le dijo a la sirvienta: —Da de comer a ese joven. Toma las dos anguilas más flacas y fríelas. La sirvienta se equivocó: frió las víboras y se las sirvió al campesino. El campesino se las comió y le gustaron.
Por allí andaban la gata y el perro del cura, y cuando terminó de comer el campesino oyó que conversaban.
—Yo tengo que comer más carne que tú —decía el perro.
Y la gata:
—No, soy yo quien debe comer más.
—Yo salgo con el amo —decía el perro— y tú te quedas en casa. Por lo tanto, yo tengo que comer más.
—Si sales con el amo es tu deber —decía la gata—, como el mío es quedarme en casa.
El campesino comprendió que al comerse las dos víboras había adquirido la virtud de comprender el lenguaje de los animales.
Bajó a la cuadra para dar cebada a las mulas, y las mulas parloteaban.
—A mí —decía la mula que siempre iba delante— tiene que darme más cebada que a ti, porque yo lo llevo en el lomo.
—Lo que te dé a ti —decía la otra mula— tiene que dármelo a mí, porque yo llevo la carga.
El campesino escuchó la conversación y dividió la cebada en partes iguales.
—¿Ves que él es justo, como yo decía? —dijo la segunda mula.
El campesino volvió arriba y la gata salió al encuentro y le habló:
—Escúchame —le dijo—: sé que tú nos entiendes cuando hablamos. Sabes que el amo estuvo buscando las víboras y la sirvienta le dijo que te las dio de comer a ti, por equivocación, y ahora el amo quiere saber si tú has adquirido la virtud de entender el lenguaje de los animales, porque él lo leyó en un libro de encantamientos, y te lo preguntará y tú debes decirle que no, y él insistirá y tú debes decirle siempre que no, porque si se lo dices morirás y la virtud pasará al amo.
El campesino, así advertido, se negó a contárselo al cura, pese a que éste no se cansaba de preguntarle. Finalmente el cura se hartó y lo echó. En el camino encontró un rebaño. Los pastores estaban desesperados porque todas las noches les faltaba una oveja.
—¿Cuánto me dais si os soluciono el problema? —preguntó el campesino.
—Si vemos que no vuelven a faltarnos las ovejas, te damos una yegua y una mula joven.
El campesino se quedó con el rebaño, y al anochecer se acostó fuera, en el pajar. A medianoche oyó voces: eran los lobos que llamaban a los perros:
—¡Eh, compadre Vito![19].
—¡Eh, compadre Cola! —respondían los perros.
—¿Podemos ir en busca de ovejas?
—No, no podéis —respondían los perros—. Hay un pastor acostado ahí afuera.
El campesino durmió afuera ocho días y oía que los perros advertían a los lobos de que no se acercaran; y por la mañana no faltaban ovejas. El noveno día hizo matar a los perros traidores y puso de guardia a otros perros. Por la noche los lobos volvieron a gritar:
—¡Eh, compadre Vito! ¿Podemos ir?
—Sí, venid —respondieron los perros nuevos—. A vuestros amiguitos los han matado. Venid que nosotros ladramos y no saldréis de aquí con un hueso sano.
A la mañana siguiente los pastores le dieron al campesino una yegua y una mula y él se marchó. Llegó a casa y su mujer le preguntó de quién eran las dos bestias.
—Nuestras —dijo él.
—¿Y cómo las conseguiste?
Pero el marido se calló la boca y no le explicó nada.
En una aldea vecina había feria, y el campesino decidió ir con su mujer. Los dos fueron montados en la yegua, y la mula los seguía.
—¡Mamá, espérame! —decía la mula.
—Vamos, camina —respondía la yegua—, que tú no llevas nada y yo llevo a dos personas en el lomo.
Al oír este diálogo el campesino se echó a reír. La mujer, curiosa, le preguntó:
—¿De qué te ríes?
—De nada —dijo el marido.
—Dime en seguida de qué te ríes, porque si no me bajo y me vuelvo a casa.
—Bueno —dijo el campesino—, te lo digo cuando lleguemos al Santo.
Llegaron, y la mujer empezó de nuevo:
—Ahora debes decirme de qué te reías. ¿Eh? ¿De qué te reías?
—Te lo digo cuando lleguemos a casa.
Entonces la mujer no quiso ir a la feria para volver a casa de inmediato. Y cuando llegaron:
—Dímelo ahora.
—Ve a llamar al confesor —dijo el marido—, y después te lo digo.
La mujer, sin pérdida de tiempo, se pone el velo y va a llamar al confesor y lo lleva corriendo a la casa.
El marido esperaba al confesor y pensaba: «Ahora tengo que decírselo, y moriré. ¡Triste destino! Pero antes me confesaré y tomaré la comunión, así moriré en paz».
Y rumiando estos pensamientos, les echaba afrecho a las gallinas. Las gallinas se arremolinaban para picotear el afrecho, pero el gallo las ahuyentaba brincando y aleteando. El campesino le preguntó:
—¿Por qué no dejas comer a las gallinas?
Y el gallo:
—Las gallinas tienen que hacer lo que digo yo, aunque sean muchas; no como tú que tienes una mujer sola y le haces caso en todo, y ahora le dirás que entiendes nuestro lenguaje y morirás.
El campesino reflexionó y luego le dijo al gallo:
—Tú tienes más cerebro que yo.
Cogió la correa, la mojó, se aseguró de que estuviera flexible, y esperó. Vuelve la mujer y le dice:
—Ya viene el confesor: dime de qué te reías.
El marido empuña la correa y azote va azote viene la dejó más muerta que viva. Llega el cura:
—¿Quién quiere confesarse?
—Mi mujer.
El cura tragó saliva y se fue. Al cabo de un rato la mujer volvió en sí y el marido le dijo:
—¿Has oído lo que tenía que decirte, mujer?
—No quiero saber nada más —dijo ella.
Y desde aquel día se le fue la curiosidad.
(Provincia de Agrigento)