124
LA PRIMERA ESPADA Y LA ÚLTIMA ESCOBA

Había una vez dos mercaderes que vivían uno enfrente del otro.

Uno tenía siete hijos y el otro siete hijas mujeres. El de los siete hijos varones, cuando cada mañana abría el balcón y saludaba al de las siete hijas mujeres, le decía:

—Buenos días, mercader de las siete escobas.

Y el otro siempre se enfurecía; se encerraba en la casa y lloraba de rabia. Su mujer sentía pena al verlo en ese estado y cada vez le preguntaba qué le ocurría; pero el marido seguía llorando sin decir una palabra.

La menor de las siete hijas tenía diecisiete años y era bella como el sol, y el padre no veía sino por sus ojos.

—Si me quieres tanto como dices, padre mío —le dijo ella un día—, confíame tu pena.

—Hija mía —dijo el padre—, el mercader que vive enfrente todas las mañanas me saluda así: «Buenos días, mercader de las siete escobas», y yo todas las mañanas me quedo mirándolo y no sé qué responderle.

—¿Y eso es todo, papá? —dijo la hija—. Escucha lo que voy a decirte. Cuando él te diga eso, respóndele: «Buenos días, mercader de las siete espadas. Hagamos una apuesta: tomemos mi última escoba y tu primera espada y veamos quién es el primero en conseguir la corona y el cetro del Rey de Francia y en traerlos aquí. Si lo logra mi hija, me darás todas tus mercancías y si lo logra tu hijo, seré yo el que pierda sus mercancías». Eso debes decirle. Y si acepta, ¡a los papeles!, hazle firmar un contrato en seguida.

El padre escuchó este discurso con la boca abierta.

—Pero hija —dijo en cuanto concluyó—, ¿qué estás diciendo? ¿Quieres que pierda todo lo que tengo?

—Papá, no tengas miedo y déjalo de mi cuenta. Tú ocúpate de la apuesta, que del resto me encargo yo.

Por la noche el padre no pudo pegar ojo y no veía la hora de que amaneciese. Se asomó al balcón antes que de costumbre y la ventana de enfrente aún estaba cerrada. De pronto se abrió, salió el padre de los siete varones y le espetó, como todas las mañanas:

—Buenos días, mercader de las siete escobas.

Y él, sin perder tiempo:

—Buenos días, mercader de las siete espadas. Hagamos una apuesta: yo elijo mi última escoba y tú eliges tu primera espada, les damos un caballo y un saco de monedas a cada uno, y veamos quién logra traernos la corona y el cetro del Rey de Francia. Apostemos la totalidad de nuestra mercancía: si gana mi hija, yo me quedo con todo, si gana tu hijo, te lo quedas tú.

El otro mercader lo miró un poco a la cara, luego se echó a reír y por señas le preguntó si estaba loco.

—¿Qué? ¿Tienes miedo? ¿No confías en tus hijos? —exclamó el padre de las siete hijas. Y el otro, tocado en su orgullo, dijo:

—Por mí, acepto. Firmamos ahora mismo el contrato y que se pongan en marcha.

Y se apresuró a contárselo todo al hijo mayor. El hijo mayor, pensando que haría un viaje con aquella hermosa muchacha, se puso muy contento. Pero cuando en el instante de la partida la vio llegar vestida de hombre y montada en una yegua blanca, comprendió que no todo era diversión. De hecho, cuando los padres, una vez firmado el contrato, les dieron la señal de partida, la yegua partió a gran velocidad y su robustísimo caballo sólo podía seguirla a marchas forzadas.

Para llegar a Francia había que atravesar un bosque intrincado, oscuro, sin caminos ni senderos. La yegua se internó en él como si fuera su casa: doblaba a la derecha ante una encina, giraba a la izquierda ante un pino, saltaba sobre un seto de agrifolios y siempre precedía la marcha. El hijo del mercader, en cambio, no sabía por dónde ir con su enorme caballo: ya se daba con el mentón contra una rama baja y se caía de la silla, ya los cascos resbalaban en un pantano oculto por las hojas secas y la bestia terminaba en el suelo, ya se enredaban en un zarzal y no atinaban a liberarse. La muchacha ya había atravesado el bosque montada en su yegua y galopaba lejos de allí.

Para llegar a Francia había que cruzar una montaña sembrada de barrancos y precipicios. Había llegado a sus laderas cuando oyó que el hijo del mercader se acercaba al galope y estaba a punto de alcanzarla. La yegua subió la cuesta y, como si estuviera en su casa, da la vuelta y salta en medio de esos pedrejones y siempre encuentra el modo de llegar al desfiladero, y de allí desciende por los prados. El joven, en cambio, impulsaba a su caballo tirando de las riendas y cada tres pasos un desmoronamiento lo obligaba a retroceder. Terminó por dejar cojo al caballo.

La muchacha ya galopaba a lo lejos rumbo a Francia. Pero para llegar a Francia había que atravesar un río. La yegua, como si estuviera en su casa, sabía dónde había un vado y se arrojó al agua sin interrumpir su galope. Cuando llegaron a la ribera opuesta se volvieron y vieron que el joven venía con su pesado caballo y lo espoleaba para meterse en el agua. Pero no conocía los vados, y, en cuanto dejó de hacer pie, la corriente arrastró caballo y caballero.

En París, la muchacha vestida de hombre se presentó a un mercader que la tomó como asistente. Era el mercader que aprovisionaba el Palacio Real, y para llevar las mercancías al Rey decidió enviar a ese joven tan apuesto. Apenas lo vio, el Rey le dijo:

—¿Quién eres? Me pareces forastero. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Majestad —respondió el asistente—, me llamo Cortaplumas y era trinchador del Rey de Nápoles. Una secuela de infortunios me ha traído hasta aquí.

—¿Y si te consiguiera un puesto de trinchador en la Real Casa de Francia —dijo el Rey—, te gustaría?

—¡Dios lo quisiera, Majestad!

—Muy bien, hablaré con tu patrón.

El caso es que el mercader, aunque no de muy buena gana, cedió su asistente al Rey, que lo nombró trinchador. Pero cuanto más lo miraba, más crecía una sospecha que le había venido a la mente. Hasta que un día se confió a su madre.

—Madre, en este Cortaplumas hay algo que no me convence. Es de mano gentil y cintura grácil, sabe cantar, leer y escribir. ¡Es mujer, y me hace morir!

—Hijo mío, estás loco —respondía la Reina madre.

—Madre, te digo que es mujer. ¿Qué puedo hacer para saberlo con certeza?

—Hay una forma —dijo la Reina madre—. Ve a cazar con él; si persigue a las codornices es una mujer que sólo piensa en el asado; si persigue a los jilgueros es un hombre que sólo pone la cabeza en el placer de la caza.

Así que el Rey dio una escopeta a Cortaplumas y lo llevó a cazar con él. Cortaplumas montaba su yegua, que siempre había conservado. El Rey, para que cayera en la trampa, se puso a disparar sólo a las codornices. Pero cada vez que aparecía una codorniz la yegua se apartaba y Cortaplumas comprendió que no quería que disparase a las codornices.

—Majestad —dijo entonces Cortaplumas—, disculpadme el atrevimiento, ¿pero os parece una hazaña disparar a las codornices? Para el asado ya tenéis. Disparad a los jilgueros, que es más difícil.

Cuando el Rey volvió a casa, le dijo a su madre:

—Sí, disparaba a los jilgueros y no a las codornices, pero a mí no me convence. Es de mano gentil y cintura sutil, sabe cantar, leer y escribir. ¡Es mujer y me hace morir!

—Hijo mío, haz otra prueba —dijo la Reina—. Llévalo al huerto a recoger lechugas. Si las corta por las hojas es mujer, porque las mujeres somos más pacientes; si las arranca con raíz y todo, es hombre.

El Rey fue al huerto con Cortaplumas y se puso a recoger lechugas cortándolas por las hojas. El trinchador estaba a punto de hacer lo mismo cuando la yegua, que los había seguido, se puso a morder y arrancar plantas de lechuga enteras, y Cortaplumas comprendió que debía imitarla. Se apresuró a llenar un canasto de lechugas arrancándolas de raíz, con tierra y todo.

El Rey condujo al trinchador a los bancales del jardín.

—Mira qué hermosas rosas, Cortaplumas —le dijo. Pero la yegua señalaba otro bancal con los belfos.

—Las rosas pinchan —dijo Cortaplumas—. Recoged claveles y jazmines, no rosas.

El Rey estaba desesperado, pero no se daba por vencido.

—Es de mano gentil y cintura sutil, sabe cantar, leer y escribir. ¡Es mujer y me hace morir! —repetía a su madre.

—A estas alturas, hijo mío, sólo te queda llevarlo contigo a darse un baño.

Así fue que el Rey le dijo a Cortaplumas:

—Ven, vamos a bañarnos al río.

Una vez que llegaron al río, Cortaplumas dijo:

—Majestad, desnudaos vos primero.

Y el Rey se desnudó y se metió en el agua.

—¡Ven tú también! —le dijo a Cortaplumas. En eso se oyó un relincho brutal y apareció la yegua corriendo como enloquecida, con espumarajos en la boca.

—¡Mi yegua! —gritó Cortaplumas—. ¡Un momento, Majestad, que debo alcanzar a mi yegua desbocada!

Y salió corriendo.

Llegó al Palacio Real y fue a ver a la Reina.

—Majestad —le dijo—, el Rey acaba de desnudarse en el río y unos guardias quieren arrestarlo porque no lo reconocen. Me mandó a buscar su cetro y su corona para que le puedan reconocer.

La Reina cogió el cetro y la corona y se los entregó a Cortaplumas. No bien tuvo el cetro y la corona, Cortaplumas montó su yegua y se alejó al galope, cantando:

—Niña vine y niña me he marchado,

El cetro y la corona he conquistado.

Atravesó el río, atravesó el monte, atravesó el bosque y regresó a casa, y su padre ganó la apuesta.

(Nápoles)

Cuentos populares italianos
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
Motivo-inicio.xhtml
Foto-autor.xhtml
portadilla-1.xhtml
portadilla-2.xhtml
Sec0000-titulo.xhtml
Section0101.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml
Section0112.xhtml
Section0113.xhtml
Section0114.xhtml
Section0115.xhtml
Section0116.xhtml
Section0117.xhtml
Section0118.xhtml
Section0119.xhtml
Section0120.xhtml
Section0121.xhtml
Section0122.xhtml
Section0123.xhtml
Section0124.xhtml
Section0125.xhtml
Section0126.xhtml
Section0127.xhtml
Section0128.xhtml
Section0129.xhtml
Section0130.xhtml
Section0131.xhtml
Section0132.xhtml
Section0133.xhtml
Section0134.xhtml
Section0135.xhtml
Section0136.xhtml
Section0137.xhtml
Section0138.xhtml
Section0139.xhtml
Section0140.xhtml
Section0141.xhtml
Section0142.xhtml
Section0143.xhtml
Section0144.xhtml
Section0145.xhtml
Section0146.xhtml
Section0147.xhtml
Section0148.xhtml
Section0149.xhtml
Section0150.xhtml
Section0151.xhtml
Section0152.xhtml
Section0153.xhtml
Section0154.xhtml
Section0155.xhtml
Section0156.xhtml
Section0157.xhtml
Section0158.xhtml
Section0159.xhtml
Section0160.xhtml
Section0161.xhtml
Section0162.xhtml
Section0163.xhtml
Section0164.xhtml
Section0165.xhtml
Section0166.xhtml
Section0167.xhtml
Section0168.xhtml
Section0169.xhtml
Section0170.xhtml
Section0171.xhtml
Section0172.xhtml
Section0173.xhtml
Section0174.xhtml
Section0175.xhtml
Section0176.xhtml
Section0177.xhtml
Section0178.xhtml
Section0179.xhtml
Section0180.xhtml
Section0181.xhtml
Section0182.xhtml
Section0183.xhtml
Section0184.xhtml
Section0185.xhtml
Section0186.xhtml
Section0187.xhtml
Section0188.xhtml
Section0189.xhtml
Section0190.xhtml
Section0191.xhtml
Section0192.xhtml
Section0193.xhtml
Section0194.xhtml
Section0195.xhtml
Section0196.xhtml
Section0197.xhtml
Section0198.xhtml
Section0199.xhtml
Section0200.xhtml
Section0201-notas.xhtml
Section0202-bibliografia.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml