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COLA PEZ
Una vez había en Mesina una madre que tenía un hijo llamado Cola[8] que se pasaba el día bañándose en el mar. La madre lo llamaba desde la orilla:
—¡Cola! ¡Cola! Ven a tierra, ¿qué haces? ¿Te crees que eres un pez?
Y él nadaba cada vez más lejos. A la pobre madre le daban retortijones de tanto gritar. Un día la hizo gritar tanto que la pobrecita, cuando ya no pudo más, le mandó una maldición:
—¡Cola! ¡Ojalá te conviertas en pez!
Se ve que ese día las puertas del Cielo estaban abiertas, y la maldición de la madre fue escuchada: en un instante Cola fue medio hombre y medio pez, con los dedos palmeados como un pato y la garganta de una rana. Cola nunca volvió a tierra y la madre se desesperó tanto que al poco tiempo murió.
El rumor de que en Mesina había alguien medio hombre y medio pez llegó a oídos del Rey; y el Rey ordenó a todos los marineros que si veían a Cola Pez le dijeran que el Rey quería hablar con él.
Un día, un marinero que navegaba en alta mar lo vio pasar nadando a su lado.
—¡Cola! —le dijo—. ¡El Rey de Mesina te quiere hablar!
Y Cola Pez nadó al Palacio del Rey sin pérdida de tiempo.
El Rey, al verlo, lo recibió con mucha amabilidad.
—Cola Pez —le dijo—, tú que eres tan buen nadador deberías dar una vuelta alrededor de toda Sicilia para decirme dónde el mar es más hondo y qué es lo que se ve ahí abajo.
Cola Pez obedeció y se puso a nadar alrededor de Sicilia. Al cabo de un tiempo regresó. Contó que en el fondo del mar había visto montañas, valles, cavernas y peces de todas clases, y que sólo había tenido miedo al pasar junto al Faro, pues allí no había podido encontrar el fondo.
—¿Y entonces Mesina sobre qué se levanta? —preguntó el Rey—. Debes bajar a ver sobre qué se sostiene.
Cola se zambulló y estuvo un día entero debajo del agua. Después subió a la superficie y dijo al Rey:
—Mesina se levanta sobre un peñasco, y ese peñasco está sostenido por tres columnas: una sana, una resquebrajada y una rota.
¡Ay, Mesina, Mesina,
Te derrumbarás un dial
El Rey se quedó pasmado, y quiso llevarse a Cola Pez a Nápoles para ver el fondo de los volcanes. Cola bajó y luego contó que primero había encontrado agua fría, después agua caliente y que en algunos lugares también había manantiales de agua dulce. El Rey no quería creerle y entonces Cola pidió que le dieran dos botellas y fue a llenar una con agua caliente y otra con agua dulce.
Pero el Rey se había quedado con ese pensamiento que no le dejaba en paz, que en el Cabo del Faro el mar no tenía fondo. Llevó a Cola Pez de vuelta a Mesina y le dijo:
—Cola, debes decirme qué profundidad tiene el mar aquí en el Faro, más o menos.
Cola descendió y permaneció dos días abajo, y cuando volvió a la superficie dijo que no había visto el fondo, porque había una columna de humo que surgía de debajo de un peñasco y enturbiaba las aguas.
El Rey, que no podía más de la curiosidad, dijo:
—Arrójate de la cúspide de la Torre del Faro.
La Torre estaba justo en el extremo del promontorio y en aquellos tiempos siempre había alguien de guardia, y cuando había mucha corriente tocaba una trompeta e izaba una bandera para avisar a las naves que se internaran en mar abierto. Cola Pez se lanzó desde arriba. El Rey esperó un día, dos, esperó tres, pero Cola Pez no aparecía. Finalmente emergió, pero estaba pálido como un muerto.
—¿Qué pasa, Cola? —preguntó el Rey.
—Pasa que estoy muerto de susto —dijo Cola—. ¡Vi un pez tan grande que sólo en la boca le cabía un barco entero! Para que no me engullera tuve que esconderme detrás de una de las tres columnas que sostienen Mesina.
El Rey lo escuchó con la boca abierta; pero aquella maldita curiosidad de saber a qué profundidad llegaba el Faro no se le había pasado. Y Cola:
—No, Majestad, no me vuelvo a tirar, me da miedo.
Al ver que no lograba convencerlo, el Rey se quitó la corona de la cabeza, tan llena de piedras preciosas que encandilaba los ojos, y la arrojó al mar.
—¡Ve a buscarla, Cola!
—¿Qué habéis hecho, Majestad? ¡La corona del Reino!
—Una corona como no hay otra en el mundo —dijo el Rey—. ¡Cola, tienes que ir a buscarla!
—Si ése es vuestro deseo, Majestad —dijo Cola—, bajaré. Pero el corazón me dice que no volveré nunca. Servidme un plato de lentejas. Si sobrevivo, subiré a la superficie; pero si veis subir las lentejas es señal de que no volveré nunca más.
Le dieron las lentejas y Cola se zambulló en el mar.
Espera que te espera; después de tanto esperar, las lentejas subieron a la superficie. A Cola Pez todavía lo están esperando.
(Palermo)