156
LA ESPOSA QUE VIVÍA DEL AIRE
Vivía en Mesina un Príncipe tan rico como avaro, que dos veces al día hacía servir la mesa con una rebanada de pan, una loncha de longaniza finita como una hostia y un vaso de agua. Tenía un solo camarero y le daba dos tarjas por día, un huevo y un pan que apenas alcanzaba para mojarlo en el huevo. Así ocurría que ningún camarero lo aguantaba más de una semana; a los pocos días todos se le iban. Una vez contrató a un camarero que era un pícaro rematado, que si el patrón se las sabía todas, él era capaz hasta de robarle los zapatos y las medias mientras corría.
Este camarero, llamado Sor Giuseppe, cuando vio de qué iban las cosas, fue a ver a una carbonera que tenía su tienda al lado del palacio, una mujer adinerada madre de una hermosa muchacha, y le dijo:
—Señora, ¿queréis que vuestra hija se case?
—Dios quisiera que encontrara un muchacho normal, Sor Giuseppe —respondió la mujer.
—¿Y el Príncipe qué os parece?
—¿El Príncipe? ¿No sabes que es un piojoso? Con tal de no gastar dinero se dejaría arrancar un ojo.
—Señora, si me hacéis caso, os arreglaré el matrimonio. Sólo tenéis que decir que vuestra hija vive del aire.
Sor Giuseppe se presentó al Príncipe:
—Señor amo, ¿por qué Su Señoría no se casa? Ya tiene sus añitos y el tiempo pasa y no ha de volver…
—¡Ah! ¡Me quieres matar! —exclamó el Príncipe—. ¿No sabes que para mantener una mujer el dinero se te escurre como el agua? Sombreros, vestidos de seda, plumas, mantas, carrozas, teatros… No, Giuseppe, déjame en paz.
—¿Pero no sabe Su Señoría que la hija de la carbonera, una linda muchacha, vive del aire? Y ella ya tiene dinero, y no ama el lujo ni las fiestas ni los teatros.
—Pero ¿qué dices? ¿Cómo puede vivir del aire?
—Tres veces al día coge un abanico, se da aire, y así se quita el hambre. Y se le pone una cara mofletuda que parece que se estuviera comiendo un bistec.
—Bueno, tráela para que la vea.
Sor Giuseppe lo arregló todo y a los ocho días se celebraron las bodas y la carbonera se convirtió en Princesa.
Todos los días se sentaba a la mesa, se abanicaba, y el marido la observaba con mucho placer. Después la madre, a hurtadillas, le mandaba pollo asado y costillitas y la Princesa y el camarero se daban un atracón. Pasó un mes, y a la carbonera empezó a molestarle eso de tener que poner dinero siempre de su bolsillo, así que se quejó al camarero:
—Pero bueno, hombre, ¿hasta cuándo tendré que pagarlo todo yo? ¡Ese cretino del Príncipe también podría poner algo!
Sor Giuseppe dijo a la Princesa:
—¿Sabes lo que tienes que hacer? —(porque delante de los otros él la llamaba «Princesa» y «Su Señoría» de aquí y «Su Señoría» de allá; pero cuando estaban solos la tuteaba)—. Dile al Príncipe que te agradaría ver sus riquezas, aunque sólo fuese para quitarte la curiosidad. Si él dice que tiene miedo de que alguna moneda se te pegue a los zapatos, di que estás dispuesta a ir descalza.
La Princesa empezó a rogar al Príncipe, pero él torcía la boca y no había forma de convencerlo. Y ella insistía, diciendo que estaba dispuesta a ir descalza, aunque así fuera, y al fin obtuvo su consentimiento.
—Rápido —le dijo entonces Sor Giuseppe—, úntate de cola todo el borde de la falda. —Y la Princesa así lo hizo.
El Príncipe levantó una mesa del suelo, abrió un escotillón y la hizo descender. La joven se quedó boquiabierta, había pilas de doblones de doce onzas, una suma tan grande que los primeros Reyes del mundo no hubieran llegado ni a la mitad. Y mientras miraba con grandes «¡Oh!» de sorpresa, como quien no quiere la cosa agitaba la falda y las monedas se le pegaban en el borde. Cuando se retiró a su cuarto, se las despegó y juntó un buen montón que Sor Giuseppe se llevó a la carbonera. Así continuaron con sus atracones, mientras el Príncipe la veía agitar el abanico y se felicitaba de tener una mujer que vivía del aire.
Una vez que el Príncipe estaba paseando con la Princesa, se encontró con un sobrino a quien nunca veía.
—Pippinu —le dijo—, ¿conoces a esta señora? Es la Princesa.
—Oh, tío, no sabía que te hubieses casado.
—¿No lo sabías? Ahora ya lo sabes. Y quedas invitado a venir a casa dentro de ocho días.
Después de hacerle esta invitación, el Príncipe se lo pensó dos veces y se arrepintió. «¡Ahora quién sabe cuánto tendremos que gastar! ¡Qué mala idea he tenido!». Pero ahora no había nada que hacer: tenía que servirle un buen almuerzo. Al Príncipe se le ocurrió una idea.
—¿Sabes una cosa, Princesa? La carne es muy cara y comprarla cuesta un disparate. Pero en vez de comprarla la puedo conseguir yendo a cazar. Tomo el fusil, salgo cinco o seis días, y te traigo un montón de salvajina sin gastar un céntimo.
—Sí, sí, pero hazlo rápido —respondió ella.
No bien el Príncipe hubo salido a cazar, la Princesa mandó a Giuseppe en busca de un herrero.
—Maestro —le dijo al herrero—, hazme rápido una llave para este escotillón, que la perdí y ahora no puedo abrirlo.
En menos de lo que se tarda en decirlo tuvo una llave que abría a la perfección, bajó al recinto subterráneo y sacó unas bolsas de doblones. Con todo ese dinero hizo alfombrar los cuartos, hizo instalar muebles, lámparas, portales, espejos, tapices, todas las cosas que se usan en los palacios de los príncipes: hasta un portero con la librea hasta los pies y el bastón con la pelota en la punta.
Vuelve el Príncipe.
—¿Qué ha pasado? ¿No era ésta mi casa? —Se frota los ojos, se vuelve, camina para atrás—. ¿Pero qué le ha ocurrido? —Y continúa dando vueltas por todas partes.
—Excelencia —le dice el portero—, ¿qué busca Su Excelencia? ¿Por qué no entra?
—¿Esta es mi casa?
—¿Y de quién va a ser? Póngase cómodo, Excelencia.
—¡Ay! —exclamó el Príncipe dándose un manotazo en la frente—. ¡Jesús! ¡Mi mujer se ha gastado todo el dinero!
Entró a la carrera: vio las escaleras de mármol blanco, los tapices en las paredes.
—¡Ay! ¡Todo, todo, mi mujer!
Vio espejos, mesitas, sofás, divanes, poltronas.
—¡Ay! ¡Todo, todo, mi mujer!
Llegó a su cuarto y se tendió cuan largo era.
—¿Qué te pasa? —le dijo su mujer.
—Ay… —decía él con un hilo de voz—, todo, mi mujer…
La mujer, sin perder el tiempo, mandó llamar un notario y cuatro testigos. Vino el notario:
—Príncipe, ¿qué le ocurre? ¿Quiere hacer testamento? Diga…
—Todo… mi mujer…
—¿Cómo? ¿Cómo dice?
—Todo… mi mujer…
—¿Quiere dejárselo todo a su mujer? Sí, comprendo. ¿Así está bien?
—Todo… mi mujer…
Y mientras el notario escribía, el Príncipe murmuró un par de veces más y después murió.
La Princesa se quedó con todo, y cuando se quitó el luto se casó con el Sor Giuseppe, y así fue como el dinero del avaro terminó tragándoselo un pícaro.
(Palermo)