148
GRÀTTULA-BEDDÀTTULA

Una vez había un mercader con tres hijas ya mayorcitas: la primera Rosa, la segunda Giovanna, y la tercera Ninetta, la más bonita de las tres.

Un día al mercader se le presentó un buen negocio y volvió a casa pensativo.

—¿Qué pasa, papá? —preguntaron las muchachas.

—Nada, hijas mías: se me ha presentado un gran negocio, y no puedo ir por no dejaros solas a vosotras.

—¿Y su señoría se preocupa? —le dijo la mayor—. Su señoría encárguese de dejarnos provisiones para todo el tiempo que vaya a estar ausente, haga tapiar las puertas con nosotras dentro y cuando Dios quiera nos volveremos a ver.

Y eso fue lo que hizo el mercader: compró provisiones en cantidad, y dio órdenes a uno de sus sirvientes para que todas las mañanas llamara a la hija mayor desde la calle y le hiciera los recados. Al despedirse preguntó:

—Rosa, ¿qué quieres que te traiga?

Y ella:

—Un vestido color cielo.

—¿Y tú, Giovanna?

—Un vestido color diamante.

—¿Y tú, Ninetta?

—Yo quiero que su señoría me traiga un racimo de dátiles en un tiesto de plata. Y si no me lo trae, que la nave no pueda andar ni para adelante ni para atrás.

—¡Ah, desgraciada! —le dijeron las hermanas—. ¿Pero no te das cuenta de que puedes hacer que caiga un hechizo sobre tu padre?

—Pero no —dijo el mercader—, dejadla en paz, que esto son cosas de niña.

El mercader zarpó y desembarcó en el sitio indicado. Hizo ese gran negocio, y luego fue a comprar el vestido para Rosa y el vestido para Giovanna, pero el racimo de dátiles para Ninetta se le olvidó. Cuando se embarca y se encuentra en medio del mar, lo sorprende una terrible borrasca: rayos, relámpagos, truenos, agua, olas, y el barco no podía andar ni para adelante ni para atrás.

El capitán se desesperaba.

—¿Pero de dónde ha salido este temporal?

Entonces el mercader, que se había acordado del hechizo de su hija, dijo:

—Capitán, me olvidé de cumplir un encargo. Si queremos salvarnos, giremos el timón.

Que sí que no, en cuanto giraron el timón el tiempo cambió y volvieron a puerto viento en popa. El mercader desembarcó, compró el racimo de dátiles, lo plantó en un tiesto de plata y regresó a bordo. Los marineros izan las velas, y en tres días de plácido viaje la nave llegó a destino.

Entre tanto, mientras el mercader estaba de viaje, las tres muchachas se encontraban en la casa con las puertas tapiadas. No les faltaba nada, e incluso había un pozo en el patio y siempre podían ir a sacar agua. Ocurrió que un día a la mayor se le cayó el dedal en el pozo.

—No os angustiéis, hermanas —dijo Ninetta—. Bajadme al pozo y os traeré el dedal.

—¿Bajar al pozo? ¿Estás bromeando? —le dijo la mayor.

—Sí, voy a bajar a buscarlo.

Y las hermanas la bajaron.

El dedal se balanceaba a flor de agua y Ninetta lo alcanzó, pero al alzar la cabeza vio un resquicio en la pared del pozo, por donde se veía una luz. Quitó un ladrillo y en el otro lado vio un hermoso jardín con toda clase de flores, árboles y frutos. Desprendiendo los ladrillos abrió una entrada y se introdujo en el jardín, y allí tenía las mejores flores y las mejores frutas a su disposición. Se llenó el delantal, salió otra vez al fondo del pozo, volvió a colocar los ladrillos, gritó a las hermanas:

—¡Subidme! —Y volvió arriba de lo más campante.

Las hermanas la vieron salir de la boca del pozo con el delantal lleno de jazmines y cerezas.

—¿De dónde has sacado tantas cosas buenas?

—¿Qué os importa? Mañana me bajáis de nuevo y cogemos el resto.

Ese jardín era el jardín del Príncipe de Portugal. Cuando vio que le habían saqueado las eras, el Príncipe empezó a lanzar rayos y centellas contra el pobre jardinero.

—Yo no lo entiendo. ¿Cómo es posible? —atinó a decir el pobre jardinero, pero el Príncipe le ordenó que de ahí en adelante tuviese más cuidado, si no, pobre de él.

Al día siguiente Ninetta ya estaba lista para bajar al jardín.

—Muchachas, ¡bajadme! —dijo a sus hermanas.

—¿Pero estás chiflada o has bebido de más?

—No estoy ni loca ni borracha. Bajadme.

Y tuvieron que bajarla.

Desprendió los ladrillos y entró al jardín: flores, frutas, todas al delantal, y después «¡Arriba!». Pero mientras se iba, el Príncipe se había asomado a la ventana y la vio salir dando brincos como una liebre; corrió al jardín pero ya se había escapado. Llamó al jardinero:

—Esa muchacha ¿por dónde entró?

—¿Qué muchacha, Majestad?

—La que recoge las flores y las frutas de mi jardín.

—Yo no he visto nada, Majestad, se lo juro.

—Bueno, mañana me quedaré de guardia yo.

En efecto, al día siguiente, escondido detrás de un seto, vio que la muchacha se asomaba entre los ladrillos, entraba, se llenaba el delantal de flores y de frutas hasta el pecho. Sale de su escondite e intenta detenerla, pero ella, ágil como un gato, se mete por el agujero de la pared, lo cierra con los ladrillos y desaparece. El Príncipe mira la pared por todas partes pero no logra encontrar el sitio en donde los ladrillos están sueltos. Espera un día, espera dos, pero Ninetta, asustada por lo sucedido, no volvió a bajar al pozo. Al Príncipe aquella muchacha le había parecido bella como un Hada: perdió el sueño, cayó enfermo y ningún médico del Reino entendía nada. El Rey concertó una entrevista con todos los médicos, los sabios y los filósofos. Habla uno y habla el otro, finalmente tomó la palabra un tal Barbasabio.

—Majestad —dijo Barbasabio—, preguntad a vuestro hijo si le ha caído en gracia alguna jovencita. Porque entonces se explicaría todo.

El Rey hace llamar a su hijo y le pregunta: el hijo le cuenta todo: que si no se casa con esa muchacha no podrá conciliar el sueño.

—Majestad —dice Barbasabio—, ordenad tres días de fiesta en Palacio, y promulgad un bando para que los padres y las madres de toda condición os traigan a sus hijas so pena de muerte. —El Rey aprobó y proclamó el bando.

Mientras tanto el mercader había regresado del viaje, había hecho abrir las puertas, y había entregado los vestidos a Rosa y a Giovanna, y a Ninetta el racimo de dátiles en el tiesto de plata. Rosa y Giovanna no veían la hora de asistir a un baile y se pusieron a coser sus vestidos. Ninetta en cambio permanecía encerrada con su racimo de dátiles y no pensaba en fiestas ni en bailes. El padre y las hermanas decían que estaba loca.

Una vez promulgado el bando, el mercader llega a casa y se lo cuenta a sus hijas.

—¡Viva! ¡Viva! —dijeron Rosa y Giovanna. Pero Ninetta se encogió de hombros y dijo:

—Id vosotras, que yo no tengo ganas.

—Pero no, hija mía —dijo el padre—. Está de por medio la pena de muerte y con la pena de muerte no se juega.

—¿Y yo qué tengo que ver? ¿Quién sabe que tiene tres hijas? Diga que tiene dos.

Y «Sí que vienes» y «No, que no voy», la noche del primer baile Ninetta se quedó en casa.

No bien las hermanas salieron, Ninetta se volvió a su racimo de dátiles y le dijo:

—Gràttula-Beddàttula,

Sal fuera y viste a Nina

Y haz de ella la más bonita.

Ante esas palabras, del racimo de dátiles salió un Hada, después otra Hada, y muchas más Hadas todavía. Y todas llevaban vestidos y joyas incomparables. Rodearon a Nina, y una la lavaba, otra la peinaba, otra la vestía: en un instante la vistieron toda de pies a cabeza, con collares, brillantes y piedras preciosas. Cuando fue de oro de la cabeza a los pies subió a la carroza, fue al Palacio, subió las escaleras y dejó a todos boquiabiertos.

El Príncipe apenas la vio la reconoció; se apresuró a ir a ver al Rey y a contárselo. Luego se acercó a ella, le hizo una reverencia, y le preguntó:

—¿Cómo estás, señora?

—En verano igual que en invierno.

—¿Cómo te llamas?

—Por mi nombre.

—¿Y dónde vives?

—En una casa con puerta.

—¿En qué calle?

—En el callejón del polvo.

—¡Señora, que estoy muriendo!

—¡Si eso es lo que prefieres!

Y así, hablando gentilmente, bailaron toda la noche, hasta que el Príncipe se quedó sin aliento mientras que ella seguía fresca como una rosa. Terminado el baile, el Rey, preocupado por su hijo, sin que nadie se diera cuenta dio órdenes de que los sirvientes siguieran a esa señora para ver dónde vivía. Ella subió a la carroza, pero cuando se dio cuenta de que la perseguían se sacudió las trenzas, y perlas y piedras preciosas cayeron en los adoquines. Los sirvientes se arrojaron sobre las perlas como gallinas a la hora de comer y ¡si te he visto no me acuerdo! La señora mandó fustigar a los caballos y se perdió de vista.

Llegó a casa antes que las hermanas; dijo:

—Gràttula-Beddàttula,

Ven aquí y desviste a Nina

Y déjala igual que antes.

Y se encontró desnuda y luego vestida con la ropa de costumbre.

Volvieron las hermanas.

—Ninetta, Ninetta, si supieras qué fiesta más bonita. Había una hermosa señora que se te parecía un poco. Si no hubiéramos sabido que estabas aquí, la habríamos confundido contigo…

—Sí, yo estaba aquí con mis dátiles…

—Pero mañana por la noche tienes que venir, sabes…

Mientras tanto, los sirvientes del Rey volvieron al Palacio con las manos vacías. Y el Rey:

—¡Traidores! ¡Por unos cuantos céntimos desobedecéis mis órdenes! ¡Ay de vosotros si mañana por la noche no la seguís hasta su casa!

La noche siguiente Ninetta tampoco quiso acudir al baile con sus hermanas.

—¡Con este racimo de dátiles ésta se va a volver loca! ¡Vámonos!

—Y se fueron. Ninetta se volvió a los dátiles:

—Gràttula-Beddàttula,

Sal fuera y viste a Nina

Y haz de ella la más bonita.

Y las hadas la peinaron, la vistieron con ropas de gala, la cubrieron de joyas.

En el Palacio todos la miraban y miraban, especialmente las hermanas y su padre. El Príncipe se le acercó de inmediato:

—Señora, ¿cómo estás?

—En verano igual que en invierno.

—¿Cómo te llamas?

—Por mi nombre —y así como la noche anterior.

El Príncipe, sin enojarse, la invitó a bailar. Bailaron toda la noche.

—¡Caramba! —le decía una hermana a la otra—. ¡Cómo se parece a Ninetta esa señora!

Mientras el Príncipe la acompañaba a la carroza, el Rey hizo una seña a los sirvientes. Cuando notó que la perseguían, Ninetta arrojó un puñado de monedas de oro: pero esta vez las arrojó a la cara de los sirvientes, y a uno le magulló la nariz, a otro le tapó un ojo, en fin, les hizo perder el rastro de la carroza y los obligó a volver a Palacio como perros apaleados, hasta tal punto que el Rey les tuvo piedad. Pero dijo:

—Mañana por la noche es el último baile: de una manera u otra hay que averiguar algo.

Mientras tanto Ninetta decía a los dátiles:

—Gràttula-Beddàttula,

Ven aquí y desviste a Nina

Y déjala igual que antes.

En un abrir y cerrar de ojos estuvo lista, y las hermanas cuando llegaron volvieron a decirle que se parecía mucho a esa señora tan bien vestida y enjoyada.

La tercera noche, igual que las anteriores. Nina fue al Palacio hermosa y deslumbrante como nunca. El Príncipe bailó con ella aún más tiempo, y se consumía de amor como una vela.

A cierta hora Ninetta quiso marcharse, pero fue llamada a comparecer ante el Rey. Toda temblorosa, se le acerca y le hace una reverencia.

—Muchacha —dice el Rey—, ya van dos veces que te burlas de mí. Una tercera no.

—¿Pero yo qué he hecho, Majestad?

—Has hecho que mi hijo se consuma por ti. No creas que escaparás.

—¿Y qué sentencia me espera?

—Te sentencio a ser la mujer del Príncipe.

—Majestad, yo no soy dueña de mi libertad: tengo padre y dos hermanas mayores.

—Que llamen al padre.

El pobre mercader, cuando oyó que el Rey lo llamaba, pensó: «Si te llama el Rey, por nada bueno ha de ser»[9] y se le puso la carne de gallina porque no tenía la conciencia del todo limpia. Pero el Rey le perdonó todas sus faltas y le pidió la mano de Ninetta para su hijo. Al día siguiente abrieron la Capilla Real para las bodas del Príncipe y de Ninetta.

Ellos se quedaron felices y sonrientes,

Y nosotros seguimos frotándonos los dientes.

(Palermo)

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