110
EL TIÑOSO

Un Rey no tenía hijos y eso lo entristecía. Víctima de esta tristeza, cabalgaba por un bosque cuando encontró un señor montado en un caballo blanco.

—¿Por qué tanta tristeza, Majestad? —preguntó el caballero.

—No tengo hijos —dijo el Rey—, y mi Reino se perderá.

—Si queréis tener un hijo —dijo el caballero—, firmad un contrato conmigo: cuando vuestro hijo tenga quince años, lo traeréis al bosque y me lo entregaréis.

—Con tal de tenerlo —dijo el Rey— me atrevería a cualquier pacto. Y así se firmó el pacto, y el Rey tuvo un hijo.

Era un niño de cabellos de oro y una cruz de oro en el pecho. Crecía día a día, tanto en estatura como en conocimientos. Antes de los quince años ya había completado todos sus estudios, y era experto en el arte de las armas. Cuando faltaban tres días para que se cumplieran los quince años, el Rey se encerró en su cuarto y se puso a llorar. La Reina no atinaba a explicarse el motivo de ese llanto, pero cuando el Rey habló del contrato que estaba a punto de vencer ella también lloró sin poder contenerse. El hijo veía a sus padres afligidos, sin comprender, y el padre dijo:

—Hijo, ahora te llevaré al bosque y te entregaré a tu padrino, que decretó tu nacimiento con un pacto.

Y así padre e hijo se internaron en el bosque con ánimo taciturno. Se oyó el repiqueteo de otros cascos; era el señor montado en su caballo blanco. El joven se fue con él y su padre, sin decir una palabra, se dio la vuelta llorando y emprendió el regreso. El joven continuó cabalgando junto al señor desconocido, atravesando lugares inexplorados del bosque. Al cabo llegaron a un inmenso palacio, y el señor le dijo:

—Ahijado, aquí vivirás y serás el amo. Sólo tres cosas te prohíbo: abrir este ventanuco, abrir este armario y bajar a las cuadras.

A medianoche el padrino partía en su caballo blanco, y no regresaba hasta el alba. Después de tres noches, el ahijado, cuando estuvo solo, sintió curiosidad por abrir el ventanuco prohibido. Lo abrió: por esa ventana se veía fuego y llamas, porque era la ventana del Infierno. El joven miró en el Infierno a ver si encontraba algún conocido; y reconoció a su abuela. También la abuela lo reconoció y gritó desde adentro:

—¡Mi nieto! Hijo mío, ¿quién te ha traído aquí?

Y el joven respondió:

—¡Mi padrino!

—No, hijo —dijo la abuela—. Ese no es tu padrino, es el Demonio. Huye, hijo. Debes abrir el armario y llevarte un cedazo, un jabón y un peine. Luego baja a la cuadra y encontrarás tu caballo. Huye, y cuando el Demonio te siga arroja esos tres objetos. Atravesarás el río Jordán y entonces ya no podrá alcanzarte.

Un minuto más tarde el joven huía en su caballo, llamado Rabanito. Cuando el padrino regresó y no lo encontró ni a él ni al caballo, ni los objetos del armario, la emprendió con las almas condenadas y armó un infierno en el Infierno. Luego empezó a perseguir al fugitivo. El caballo blanco del padrino corría cien veces más ligero que Rabanito y sin duda lo habría alcanzado, pero el ahijado arrojó el peine y el peine se transformó en un bosque tan intrincado que el padrino pasó las de Caín para atravesarlo. En cuanto lo atravesó y reanudó la persecución, el ahijado casi dejó que lo alcanzara antes de arrojar el cedazo: el cedazo se transformó en un pantano, y el padrino sólo pudo vadearlo con mucha dificultad, después de chapotear un buen rato. Casi lo había alcanzado por tercera vez cuando el ahijado tiró el jabón: y el jabón se transformó en una montaña resbaladiza, y dondequiera que el caballo hincaba los cascos retrocedía más de lo que avanzaba. Entre tanto el ahijado había llegado a la ribera del Jordán y espoleó a Rabanito para que se arrojara a la corriente. Rabanito lo llevó a nado hasta la otra orilla, y el padrino, que mientras tanto había atravesado la montaña pero no podía alcanzarlo porque ya cruzaba las aguas del Jordán, se desahogaba provocando un estallido de truenos, rayos, viento, lluvia y granizo. Pero el joven ya subía a la ribera opuesta y cabalgaba rumbo a la noble ciudad de Portugal. En Portugal, para que no lo reconocieran, el joven pensó en ocultar sus cabellos de oro, y en una carnicería compró una vejiga de buey. Se la encasquetó en la cabeza, y así parecía un tiñoso. Dejó a Rabanito atado en un prado, y nadie podía acercarse a robarlo porque el caballo, después de estar en las caballerizas del Demonio, se había cebado con carne de cristianos.

Con la vejiga en la cabeza, el joven paseaba delante del palacio del Rey. Lo vio el jardinero y en cuanto supo que buscaba trabajo lo tomó como ayudante. La mujer del jardinero, cuando el marido lo trajo a casa, empezó a protestar porque en su vivienda no quería a un tiñoso. El marido, para contentarla, lo envió a una choza de madera que había allí cerca, diciéndole que nunca debía pisar su casa.

Por la noche el joven salió sigilosamente de la choza y fue a soltar a Rabanito. Se vistió con un atuendo rojo y de Rey, se quitó la vejiga de la cabeza y su cabellera de oro resplandeció bajo la luna. A caballo de Rabanito, se puso a hacer ejercicios en el jardín del palacio, saltando sobre setos y estanques, y hacía pruebas de destreza como la de arrojar al aire tres brillantes anillos que llevaba en el dedo corazón, el anular y el meñique, obsequio de su madre, y recogerlos con la punta de la espada.

Mientras tanto, la hija del Rey de Portugal estaba asomada a la ventana mirando el jardín bañado por la luna; y vio a ese joven caballero de cabellos de oro, vestido de rojo, haciendo todos esos ejercicios. «¿Quién podrá ser? ¿Cómo ha podido entrar en el jardín?», se dijo. «Me fijaré de dónde sale». Y así, antes del alba, vio que salía por una puerta que daba al prado donde el joven dejaba el caballo. Ella se mantuvo al acecho, pero poco después vio entrar por la misma puerta al tiñoso, ayudante del jardinero, y cerró la ventana para no ser vista.

A la noche siguiente se puso a esperar desde la ventana.

Y vio que el tiñoso salía de la choza, se metía por la puerta, y poco después entraba el caballero de los cabellos de oro, esta vez totalmente vestido de blanco, y reanudaba sus ejercicios. Antes del alba se fue y poco después regresó el tiñoso. La Princesa empezó a sospechar que el tiñoso tenía algo que ver con el caballero.

La tercera noche se repitieron los hechos de las noches anteriores; sólo que el caballero iba vestido de negro. La Princesa se dijo: «El tiñoso y el caballero son la misma persona».

Al día siguiente bajó al jardín y solicitó al tiñoso que le trajera flores. El tiñoso hizo tres ramilletes: uno grande, uno más o menos y uno pequeño; los puso en un cestito y se los llevó. El ramillete más grande estaba inserto en el anillo del dedo corazón, el ramillete más o menos estaba inserto en el anillo del anular, y el ramillete pequeño en el anillo del meñique. La Princesa reconoció los anillos y le devolvió el cestito lleno de doblones de oro.

El tiñoso devolvió el cestito al jardinero, con las monedas y todo. El jardinero empezó a discutir con su mujer.

—¿Ves? —le decía—. Tú no quieres que pise nuestra casa y la Princesa lo llama a su cuarto y le llena el cestito con doblones de oro.

Al día siguiente, la Princesa quiso que el tiñoso le trajese naranjas. El tiñoso le llevó tres: una madura, una más o menos y una verde, y la Princesa las puso en la mesa.

—¿Por qué traes a la mesa las naranjas verdes? —dijo el Rey.

—Las ha traído el tiñoso —dijo la Princesa.

—Traedme a ese tiñoso, a ver qué dice —ordenó el Rey, y cuando condujeron al tiñoso a su presencia le preguntó por qué había recogido tres naranjas en ese estado.

—Majestad —respondió el tiñoso—, usted tiene tres hijas: una casadera, la otra más o menos, y la última todavía puede esperar.

—Es justo —dijo el Rey, y proclamó un bando:

«Todos cuantos pretendan la mano de mi hija mayor que pasen desfilando, y el que sea favorecido con su pañuelo será el elegido».

Hubo un gran desfile debajo de las ventanas de Palacio. En primer lugar pasaron todos los hijos de familias reinantes, después todos los barones, después todos los caballeros, después la artillería y después los infantes. Ultimo entre los últimos, venía el tiñoso. Y la Princesa le dio el pañuelo a él.

Cuando supo que la hija había elegido al tiñoso, el Rey la echó de casa. Ella se fue a vivir a la choza del tiñoso. El tiñoso le cedió su cama y él se instaló en un catre junto al fuego, pues —explicó— un tiñoso no puede acercarse a la hija del Rey. «Entonces es un tiñoso de verdad», pensó la Princesa. «¡Madre mía, en qué lío me he metido!». Y ya estaba arrepentida.

Se declaró una guerra entre el Rey de Portugal y el Rey de España y todos fueron a combatir.

—¿Todos van a la guerra y tú que has cazado a la hija del Rey no vas? —le dijeron al tiñoso. Y ya habían maquinado darle un caballo cojo para que muriera en la batalla. El tiñoso aceptó el caballo cojo, fue al prado donde estaba Rabanito, y se vistió por completo de rojo, se colocó una coraza que le había regalado su padre y se fue a la guerra montado en Rabanito. El Rey de Portugal se encontraba cercado por sus enemigos: llegó el caballero vestido de rojo, dispersó a los enemigos y le salvó la vida. En cambio, a él ningún enemigo podía acercársele: daba estocadas a diestro y siniestro y su caballo espantaba a las otras bestias. De modo que ese día ganaron la batalla.

La hija del Rey iba todos los días al palacio para tener noticias de la guerra. Y le hablaron del caballero vestido de rojo, de cabellos de oro, que había salvado la vida al Rey y les había hecho ganar la batalla. «Es mi caballero», pensó ella, «el que veía de noche en el jardín. ¡Y yo fui a liarme con el tiñoso!». Volvió apesadumbrada a la choza y encontró al tiñoso dormido junto al fuego, acurrucado en su manto raído. La Princesa no pudo contener las lágrimas.

De madrugada el tiñoso se levantó, cogió el caballo cojo y se fue a la guerra. Pero antes, como de costumbre, pasó por el prado para reemplazar el caballo cojo por Rabanito y sus harapos por un vestido blanco y la coraza y para quitarse la vejiga de buey de los cabellos de oro.

También ese día, la batalla se ganó gracias a la intervención del caballero vestido de blanco.

La hija del Rey, cuando por la noche se enteró de esta nueva noticia y al volver encontró al tiñoso dormido junto al fuego, lloró con desconsuelo su mala suerte.

Al tercer día, el caballero de los cabellos de oro se presentó en el campo vestido totalmente de negro. Esta vez se encontraba en el campo el Rey de España en persona, con sus siete hijos varones. Y el caballero de los cabellos de oro se enfrentó a los siete sin ayuda de nadie. Mató a uno, mató a dos, finalmente los venció a todos, pero el séptimo le abrió un tajo en el brazo derecho antes de morir. Al concluir la batalla el Rey de Portugal quiso que lo atendieran, pero el caballero ya había desaparecido como las otras noches.

La hija del Rey sintió un gran dolor cuando supo que el caballero de los cabellos de oro había sido herido, pues siempre seguía amando a ese extraño. Y volvió a casa más resentida que nunca contra el tiñoso, que estaba acurrucado junto al fuego, y empezó a mirarlo con desprecio. Al mirarlo, se dio cuenta de que el manto desabotonado dejaba entrever un brazo con una venda, que debajo del manto había un precioso vestido de terciopelo negro, y que debajo de la vejiga de buey despuntaba un mechón de cabellos de oro.

El joven, a causa de la herida, no había podido cambiarse como las otras noches y se había tumbado en el catre medio muerto de cansancio.

La hija del Rey ahogó un grito de sorpresa, alegría y aprensión, todo al mismo tiempo, y salió sigilosamente de la choza para no despertarlo. Corrió a ver a su padre.

—¡Venid a ver quién ha sido el que ganó las batallas! ¡Venid a ver!

El Rey se dirigió a la choza de madera seguido por toda la Corte.

—¡Sí, es él! —dijo el Rey al reconocer en el presunto tiñoso al caballero. Lo despertaron y quisieron sacarlo en andas, pero la hija del Rey había llamado al cirujano para que le curara la herida. El Rey quería celebrar las bodas al instante, pero el joven dijo:

—Antes debo anunciárselo a mi padre y a mi madre, porque yo también soy hijo de Rey.

El padre y la madre vinieron y reencontraron al hijo que suponían muerto, y todos se sentaron juntos en el banquete nupcial.

(Abruzos)

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