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EL GRAN NARBONE

Cuéntase a los presentes que había un Rey y tenía un hijo. Este hijo, queriéndose casar, mandó pintores por todos los Reinos 4 para que pintaran las caras de las muchachas más bonitas de toda condición. El primer pintor que volvió traía el retrato de una hija de lavandera que tenía una belleza rara. En cuanto la vio, dijo el hijo del Rey:

—¡Quiero ésta!

Y partió a la ciudad donde vivía la muchacha acompañado por una escolta de sirvientes y soldados.

La muchacha volvía de lavar: llevaba un fardo de ropa sobre la cabeza. El Reyecito tiró el bulto al río de un manotazo y dijo:

—Yo me caso contigo y serás Reina. —La cogió de la mano y dijo—: Vamos a ver a tu padre. —La muchacha rompió a llorar.

El padre se enfureció.

—Tomaos el pelo entre vosotros, señores, y dejad a la gente pobre con sus problemas.

—Palabra de honor —insistió el Príncipe—, quiero a tu hija por mujer, y tú tendrás una renta de Papa.

Le dejó una suma de dinero, hizo vestir a la muchacha con todo el lujo de una Reina, y partió. En Palacio, después, de la boda, hicieron un baile de ocho días. Después se retiraron a sus aposentos y se querían.

Entre tanto, al padre del Príncipe le declararon la guerra: y quien se la declaró era el Rey de África. El hijo marchó en defensa del Reino: partió y confió su mujer a su padre, como su vida. Fue a la guerra y en la primera batalla resultó vencedor.

Dejémoslo en la guerra y volvamos a su mujer. Había un Ministro del Rey a quien le gustaba la Princesa. Pero no bien empezó a arrimarle el ala, la Princesa le dio una bofetada que lo dejó dando vueltas.

El Ministro se puso verde y fue a hablar con el Rey.

—Majestad, Su Señoría ve que su nuera se entiende con el cocinero y otras personas…

El Rey escribió al hijo, y el hijo respondió: «Haz lo que quieras de mi mujer».

El Rey le mostró la carta al Ministro.

—¿Qué condena le damos?

—Majestad —dijo el Ministro—, contratemos a dos esbirros, se la entregamos, y que la lleven a un bosque y la maten.

Así se hizo. La Princesa no sospechaba nada; sabía que debía ir al campo y se había vestido con sus joyas. En cierto momento les dijo a esos dos:

—¿Pero adónde vamos?

—¡Adelante y calladita! —le dijeron. Y uno sacó un cuchillo y empezó a pincharla para obligarla a caminar. Llegaron a un lugar oscuro y quisieron matarla.

—¿Por qué tienen que matarme? —sollozaba la pobrecita—. ¡Tomad mis joyas, con tal de que no me matéis!

Los esbirros tomaron las joyas y la dejaron con vida. La Reina se quedó sola y amargada. Pasó un pastor de cabras. Ella le dio una propina y le pidió ropas de hombre. Su vestido de Princesa lo ocultó debajo de una morera y trazó una señal en el tronco para acordarse del lugar.

Reanudó su camino vestida de hombre y encontró cuatro ladrones.

—¿Quién va? —dijeron los ladrones.

—Un perseguido por la Justicia —dijo la Princesa.

—¿Pero quién eres?

—El Gran Narbone.

—Oh, te hemos oído nombrar, hemos sabido de tus hazañas… —Y la llevaron a una caverna. Se reunieron otros ladrones, una veintena, y al enterarse de que era el Gran Narbone, una persona tan valerosa, le hicieron muchas reverencias y lo nombraron Jefe.

—Ya que me concedéis el honor de hacerme Jefe —dijo Narbone—, os diré lo que debe hacerse: firmemos un pacto de sangre.

—Sí, señor —dijeron los ladrones. Y todos se abrieron un tajo en el brazo y firmaron con su sangre su obediencia al Jefe.

En ese instante entró el centinela y dijo que estaban a punto de pasar doce plateros con sus cargas.

—¿Quién hará este robo? —se preguntaron los ladrones.

—Voy yo con otros dos —dijo Narbone.

Los plateros, cogidos por sorpresa, hicieron fuego, pero los ladrones hicieron más fuego que ellos, así que los plateros escaparon dejando doce fardos con objetos de oro (fue el Gran Narbone quien los puso en fuga).

Los ladrones se adueñaron de los fardos y gritaron:

—¡Viva el Gran Narbone!

El Príncipe volvió de la guerra, se encerró en sus aposentos, y lloraba. Fueron los nobles a consolarlo.

—Príncipe, ¿por qué lloráis? Os vais a arruinar los ojos. Venid con nosotros al campo, a divertiros.

Van al campo de cacería y los secuestran los ladrones. Los llevan a la caverna.

—¿Sois el Príncipe, verdad? —preguntó el Gran Narbone—. ¿Y el Ministro de vuestro padre sigue con vida?

—Claro que sí —dijo el Príncipe.

—Escribidle una carta de inmediato y mandadlo buscar —dijo el Gran Narbone—. Que venga a la caverna de la Gran Montaña.

El Príncipe escribió y el Ministro no pudo negarse a ir. Los ladrones estaban al acecho; en cuanto vieron al Ministro lo prendieron y lo llevaron a la caverna. El Jefe Gran Narbone ordena preparar un gran festín e invita a todo el mundo: los veinticuatro ladrones, con el Príncipe veinticinco, con el Ministro veintiséis y con él veintisiete. Mientras comían, le dice:

—Decidme, señor Ministro, ¿cómo era esa historia de la mujer del Príncipe?

—Yo no sé nada…

—No, sin temblequeos: contádselo todo al Príncipe. ¿Qué queríais hacerle a esa mujer? —Y como el Ministro se negaba a hablar, el Gran Narbone lo encañonó con la pistola y le dijo—: ¡Si no hablas te quemo!

El Ministro contó todo entre balbuceos.

—Majestad —le dijo al Príncipe el Jefe de los ladrones—, ¿oísteis la historia de vuestra mujer? —Y sacando una cuchilla le cortó la cabeza al Ministro y la puso en medio de la mesa.

—Ya veis, Majestad, cómo ha acabado este desalmado. Ahora podemos seguir comiendo. ¡Que el cuerpo lo echen fuera de la caverna! —Y siguió comiendo con las manos ensangrentadas.

Concluido el almuerzo, pidió permiso, fue hasta la morera y recogió sus vestidos de Princesa. Cuando el Príncipe la vio entrar y reconoció a su mujer, se puso a llorar tiernamente y le pidió perdón.

La Princesa solicitó gracia para los ladrones, y todos a caballo, con la carroza del Príncipe y la Princesa en medio, fueron a Palacio. ¡Imaginaos las fiestas! Los ladrones volvieron ricos a sus pueblos y nunca más fueron ladrones.

Ellos vivieron felices y contentos,

Y nosotros seguimos metidos aquí dentro.

(Provincia de Agrigento)

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