Capítulo XIII

MAR MEDITERRÁNEO, mayo de 1123

 

El viaje se había convertido para Aldo en una pesadilla. Después de dejar a Helena y Baldassare en el istmo de Corinto, había perdido a unos valiosos aliados en su deseo de esquivar a fray Remigio. El interés del fraile por conocer detalles sobre su trabajo en casa de Benelli se había convertido en una obsesión malsana, estimulada por las reticencias de Aldo. El rechazo del pintor a hablar había aumentado ahora que sabía el verdadero significado del extraño mapa grabado en aquella galería. Con el paso de los días se había convertido en un pesado secreto con el que no sabía qué hacer.

Se había visto obligado a aguzar el ingenio para esquivar sus preguntas. Simulaba dormir, buscaba el contacto con otros pasajeros para no estar solo, incluso durante un par de días había fingido una enfermedad que no padecía.

Aunque fray Remigio siempre se había mostrado deferente, y gracias a su intervención había escapado de una muerte casi segura, era un clérigo y Aldo temía que su condición de religioso se impusiese sobre otras consideraciones. No tenía muy claro cuál sería su reacción si le confesaba lo que representaban aquellos grabados, y mucho menos después de que Baldassare le hubiese entregado el pergamino y el papel que ahora ocultaba en el fondo de su bolsa de viaje, junto a sus herramientas y el poco dinero que le quedaba después del regalo que había hecho al joven y a su madre.

Buscaba argucias para escabullirse de su acoso porque tampoco era capaz de mentirle. Su maestro le enseñó que la mentira ensuciaba el alma y que un alma sucia no podía expresarse limpiamente y eso repercutía en su trabajo. Gregorio le había repetido que la verdad debía ser su guía y tenía que resplandecer en toda situación y circunstancia. Recordaba que cuando entró como aprendiz no estaba muy de acuerdo. Sin embargo, el ejemplo de su maestro logró que aquellas ideas se abrieran paso en su mente, como una corriente de agua cristalina que modela las formas de la roca.

El tiempo demostró que su maestro tenía razón. Para Aldo, pintar se había convertido en un acto cargado de espiritualidad. Era mucho más que trazar líneas y aplicar colores. Pintar tenía algo de divino porque significaba crear y para ello se necesitaba la mejor disposición de ánimo. Pintar no era cubrir de figuras las paredes de los templos. Las imágenes que salían de sus manos tenían que conmover a quienes las mirasen, despertar en las personas sus mejores sentimientos y estimular la devoción de quienes las invocaban. Eso no era posible si las imágenes no eran limpias y la limpieza de ánimo estaba íntimamente ligada a la verdad. Esa verdad que le había costado la vida a Gregorio y a él lo había obligado a poner tierra de por medio para conservar la suya.

No quería mentir a fray Remigio, pero tampoco deseaba compartir con él un secreto como el que encerraba aquel mapa.

El reducido espacio de la galera se había convertido en una especie de cárcel rodeada de agua, de la que resultaba imposible escapar. El cisterciense, profundo conocedor de los recovecos del alma humana, estaba cada vez más obsesionado con la actitud esquiva de Aldo. Sabía que el pintor ocultaba algo y eso estimulaba su curiosidad. Conforme pasaban los días, una tensión sutil se fue interponiendo entre ellos, distanciándolos cada vez más.

La víspera de la arribada al puerto de Nápoles, la segunda de las escalas del viaje, fray Remigio sorprendió a Aldo acodado en la borda de babor, embebido en la contemplación del paisaje. El sol estaba todavía alto sobre el horizonte, poniendo unos hermosos reflejos dorados sobre las tranquilas aguas del Tirreno; soplaba una suave brisa que impulsaba las velas, sin necesidad de que los remeros tuviesen que bogar. En la nave había una tranquilidad inusual. Durante algunos minutos, los dos hombres no cruzaron una sola palabra, sumidos en sus pensamientos, con la mirada perdida en el infinito. El silencio se hizo cada vez más tenso, hasta que el cisterciense lo rompió:

—¿Por qué me rehuyes? —Aldo guardó silencio, como si no hubiese escuchado la pregunta. Fray Remigio insistió—. Desde hace muchos días te muestras esquivo, como si mi presencia te molestase. Cada vez que intento hablar de tu trabajo en casa de Benelli, has procurado desviar la conversación, como si te incomodasen mis preguntas. ¿Qué me ocultas? —Aldo permanecía mudo y fray Remigio continuó tejiendo su tela de araña para envolverlo con habilidad—. Me has dicho que quería una copia perfecta de un extraño dibujo, ¿no es así?

Aldo asintió de mala gana.

—¿Para qué la quería?

—No lo sé. Me dijo que lo reprodujese a escala más pequeña.

—Según me has dicho, el original estaba grabado en una piedra, ¿no es así?

—Así es.

—Una piedra excavada en una galería subterránea, ¿no es así?

—En efecto.

—¿Cómo era la piedra?

—Era plana y tenía trazadas unas líneas extrañas, ya os lo he dicho.

—¡Esas líneas tenían que representar algo! —exclamó el fraile.

—¡Por supuesto! —Aldo alzó la voz y llamó la atención de algunos pasajeros.

—¡No grites! Nadie tiene por qué saber de qué hablamos —lo reconvino el fraile.

—Habéis logrado irritarme con vuestro acoso.

—¿Acoso dices? —fray Remigio se separó un paso para medirlo con la mirada—. Tu irritación es la prueba de que tu espíritu está atormentado.

Aldo resopló con fuerza. Había tratado por todos los medios de evitar aquella situación. Cuando conoció a fray Remigio, le había parecido otra clase de persona. Sin apenas saber de él, lo había socorrido en su primera y dura travesía; le había ayudado en Jerusalén, donde un pintor desconocido tenía difícil abrirse camino y, sobre todo, lo había salvado de las garras de Marco Benelli.

Haciendo un esfuerzo trató de mostrarse conciliador:

—Fray Remigio, vos lo sabéis bien, hay cosas que es mejor no remover.

—¿Te refieres a tus vivencias en esa galería en las entrañas de Jerusalén?

—Así es.

—Sin embargo, no debe ser obstáculo para que me digas lo que había en esa piedra y Benelli deseaba que copiases con una precisión matemática.

Aldo barruntaba problemas. Sin embargo, decidió confiarle parte del secreto.

—Está bien, os diré lo que allí había representado, aunque no creo que os sea de gran utilidad. Aquellas líneas representaban una especia de mapa. Lo que Benelli deseaba que reprodujera con absoluta fidelidad era un mapa.

—¡Un mapa! —exclamó el fraile acariciándose el mentón—. ¿Pudiste saber qué representaba?

Aldo vaciló y el monje percibió sus dudas.

—Me marché de allí sin saberlo.

El cisterciense dejó vagar su mirada y, después de un reflexivo silencio, volvió a la carga.

—Pero ¿por qué deseaba Benelli una reproducción tan exacta?

—Tampoco lo sé.

—¿Hiciste la copia?

—No tuve tiempo.

—Supongo que conservarás en tu mente las líneas que allí había trazadas.

—La verdad es que no.

—¿No?

—No, casi todo el tiempo lo pasé midiendo las distancias y tomando notas para luego llevar el dibujo a un pergamino.

—¿Tenía el mapa alguna leyenda?

El interrogatorio le resultaba tan penoso que Aldo empezaba a arrepentirse de haber hablado.

—Sí, en el ángulo inferior izquierdo había una rosa de los vientos y una leyenda.

—¿Qué decía? —la pregunta rebosaba ansiedad.

—Estaba escrito en griego.

—¡No me mientas!

—¡No miento y no sé leer griego!

Fray Remigio lo miró con dureza.

—¿Acaso no te fías de mí?

Aldo explotó:

—¡De vos, sí; de vuestro hábito, no!

El cisterciense abrió desmesuradamente sus ojos y su boca se curvó dibujando una mueca desagradable. Le echó en cara la desconsideración que eso suponía a su condición de eclesiástico.

—¡Este hábito del que abominas ha sido providencial para ti!

El pintor estaba arrepentido de sus palabras, pero ya no tenía remedio.

—Lo lamento, no deseaba ofenderos. Sé que estoy en deuda con vos y es mucho lo que os debo. Pero… —le costaba trabajo hablar—, vos sois un hombre de iglesia.

Fray Remigio frunció el ceño.

—¿Y?

—Ya os lo he dicho: vuestro hábito, lamento decíroslo, no me inspira confianza.

La mirada fue torva.

—¿Qué quieres decir con eso?

Aldo no contestó, estaba pasando por un mal trance. La crisis con fray Remigio, que se había incubado durante semanas, estallaba de la peor forma posible.

—¿Quieres decirme qué significa eso de que mis hábitos no te inspiran confianza? —su tono era propio de un juez que exige respuesta a un reo.

A Aldo le costó trabajo articular las palabras.

—Mis experiencias con algunos clérigos han sido lamentables.

—¡Sin embargo, no has tenido empacho en comer de su mano! —le gritó alzando el puño—. ¿Acaso no han sido clérigos quienes te han dado trabajo y sustento?

—A cambio les he proporcionado algo que ellos deseaban —sus palabras fueron poco más que un murmullo apagado.

—También llevan hábito quienes te han sacado de situaciones algo más que comprometidas —fray Remigio acompañó su recriminación agitando sus hábitos.

Aldo agachó la cabeza. Estaba abochornado, muchos pasajeros miraban con descaro. El cisterciense, dirigiéndose a los curiosos, exclamó en voz alta:

—¡La desconfianza es la moneda con que pagan los ingratos!

El fraile estaba convencido de que Aldo sabía mucho más de lo que le había dicho, incluso pensaba que tenía una copia del mapa, pero prefería ocultárselo.

—Fray Remigio yo… yo…

—¡Desagradecido! —fue como un escupitajo lanzado contra el rostro del pintor. Se ajustó el cíngulo y se recolocó la capa, luego ocultó sus manos en las amplias mangas de su hábito, le dirigió una mirada de desprecio y, antes de alejarse de su lado, lo amenazó en voz baja—. ¡Te arrepentirás, ya lo creo que te arrepentirás!

Aldo no pudo contener la náusea y comenzó a vomitar por la borda. En aquel momento deseaba morir.

 

 

 

Repuesto de los vómitos y del malestar que lo aquejó el resto de la jornada, gracias a una bebida de sabor nauseabundo que el capitán del barco le había facilitado, después de pagarle un precio exorbitante por media onza de un polvo de color indefinido que le sirvió para preparar una infusión, su ánimo entró en un estado de relativo sosiego. Era como si la bebida hubiese obrado un efecto milagroso no sólo en su cuerpo, sino también en su espíritu. Estaba más sereno y su mayor duda se centraba ahora en dilucidar si era razonable mantener aquel secreto que había despertado primero las ansias y luego las iras del fraile.

Antes de que anocheciese y cada cual buscase el mejor acomodo posible para pasar la noche bajo las toldillas de la galera y los más afortunados en la cabina de popa, trató de provocar un nuevo encuentro con fray Remigio. Estaba dispuesto incluso a mostrarle el regalo que Baldassare y su madre le habían hecho al despedirse. Sabía por experiencia que la noche suele ser mala consejera y que los problemas se agigantaban con las sombras. No quería afrontarla sin haber hecho las paces con el fraile.

Lo buscó sin éxito. Era como si el cisterciense se hubiese vuelto invisible. Preguntó a marineros y pasajeros, pero nadie le daba razón. Las últimas referencias lo situaban discutiendo con él. Con el ánimo cada vez más conturbado, pensó que su desaparición no podía tener más que una explicación. La galera era grande, su eslora medía unos sesenta y cinco codos y la manga alcanzaba los diez, pero no lo era tanto como para no encontrar a una persona. Su mente se llenó de negros pensamientos.

Acudió al capitán para que le abriese la cámara donde los pasajeros guardaban sus pertenencias más valiosas: estaba depositada su bolsa con sus reglas, escuadras y compases, y también guardaba allí el regalo de Baldassare.

—¡Esta tarde todo el mundo quiere revisar sus equipajes! —protestó el capitán.

—¿Todo el mundo?

—Ese fraile con quien has discutido esta tarde, ha venido tres veces. ¡No sé qué anda buscando!

—¿Fray Remigio ha estado en la cámara de los equipajes?

—Está allí.

La cámara era una pequeña bodega, situada en la popa, entre la cubierta y la planta donde estaban las bancadas de los remeros. Además de los equipajes, se guardaban las provisiones para el viaje y las mercancías de más valor. Era el único sitio donde Aldo no había buscado porque no se podía acceder sin una autorización expresa del capitán.

—¿Está solo?

El capitán lo miró extrañado.

—Nadie entra allí solo, bien lo sabes. Yo mismo lo he acompañado en las dos primeras ocasiones, ahora está el contramaestre. ¡Vamos acompáñame, antes de que vuelvan a echar las cadenas y cerrar los candados!

Al contramaestre, que ordenaba a dos marineros que apretasen las cuñas que fijaban al suelo unas tinajas con agua, lo sorprendió el grito del capitán:

—¿Dónde está el fraile?

—En la cámara.

—¿Lo has dejado solo? —El capitán no disimulaba su cólera.

—Ha sido un instante, capitán. Las cuñas de estas tinajas se habían aflojado y…

El capitán no le dejó que completase su excusa.

—¡Mira qué está haciendo! —gritó con la voz descompuesta—. ¡Ese fraile lleva toda la tarde hurgando en la cámara!

El contramaestre obedeció sin rechistar. Aldo fue tras él y se quedó paralizado al ver a fray Remigio escudriñando en su bolsa. Su grito se escuchó en toda la cubierta.

—¡Quieto!

Al escucharlo, el capitán se acercó y el fraile, que había permanecido unos segundos agachado, anudando la bolsa de Aldo, se incorporó lentamente.

—¿Ocurre algo? —preguntó el fraile sin perder la compostura.

—¡Estáis hurgando en mi bolsa!

El cisterciense puso cara de comprender.

—Te equivocas, busco entre mis pertenencias.

—¡Esa bolsa no os pertenece! —gritó Aldo.

—¿A cuál te refieres?

—¡A ésa! ¡En la que estabais hurgando!

Algunos marineros se habían acercado atraídos por una nueva discusión.

—¿A ésa? —fray Remigio señaló con displicencia la bolsa de Aldo.

—Sí.

—No la he tocado, buscaba entre mis cosas —señaló una arqueta que había al lado.

—Veamos quién tiene razón —el capitán apartó a Aldo y al contramaestre de un manotazo y se acercó al monje.

—¿Es vuestra? —preguntó a Aldo alzando la bolsa de cuero.

—Sí, ésa es mi bolsa.

El capitán la miró atentamente.

—El cordón está flojo, pero anudado.

—Yo he visto como…

—Está anudado —lo interrumpió el capitán, como si pronunciase una sentencia.

—Pero yo he visto…

—No hay más que hablar —miró al contramaestre y le ordenó—. ¡Pon aquí a un hombre para que vigile!

Bastó un gesto con la cabeza del contramaestre para que uno de los marineros que ajustaban las cuñas se plantase ante la puerta.

—¡Nadie entra sin una orden expresa mía! ¿Lo has entendido?

—Sí, capitán.

—Ahora cada uno a lo suyo —batió palmas—. Vamos, vamos.

Aldo y fray Remigio cruzaron una mirada conscientes de que entre ellos acababa de abrirse un foso insalvable.

 

 

 

Al día siguiente, la galera atracó en el puerto de Nápoles. Aldo, afectado por los acontecimientos de la víspera, estaba aquejado de calenturas. Realizada la escala, el capitán aprovechó un viento favorable para salir del puerto y poner rumbo a Génova. Fray Remigio no estaba a bordo. Aldo lo supo dos días después, cuando salió del sopor de sus calenturas.

Algo mejorado de sus dolencias, afrontó el resto del viaje en unas condiciones penosas. El viento, que hasta entonces se había mostrado generoso, desapareció y la galera avanzó a golpe de remo. Lo que podían haber sido tres jornadas, a lo sumo cuatro, para llegar a su destino, se convirtieron en diez. La galera, impulsada por los remeros, avanzaba con mucha más lentitud.

Buscó una explicación para la extraña desaparición del fraile, pero no la encontró. El destino del fraile era Génova, y Nápoles quedaba muchas millas al sur.

Hizo algunas indagaciones entre el pasaje, pero fueron infructuosas. Sólo supo que aprovechó la escala para bajar a tierra y no había regresado. Poco antes de llegar a Génova, decidió preguntar al capitán que lo miraba con pocas simpatías después del incidente de la cámara de equipajes. Se limitó a decirle que había desembarcado en Nápoles, llevándose sus pertenencias. Aquella revelación le indicó que su desaparición no era fortuita. No regresó a bordo por propia voluntad. Había cambiado de planes y Aldo estaba seguro de que el cambio tenía que ver con la tensión generada entre ambos.

 

 

 

La galera avistó el puerto de Génova cerca del mediodía. El sol caía a plomo y la humedad hacía que el calor resultara insoportable. No soplaba ni una ligera ráfaga de viento y los remeros, bajo el látigo del cómitre, se esforzaban para poner punto final al viaje.

La maniobra de aproximación fue lenta. El capitán impartía las instrucciones desde el puente de mando, sin dejar de mirar las peligrosas aguas de la bahía. En los fondos arenosos de aquella rada reposaban centenares de galeras que se habían ido a pique en el último instante, después de superar las penalidades de un largo viaje.