Capítulo VI

JERUSALÉN, julio de 2007

 

En una cafetería de la avenida El Saraya, a pocos pasos de la iglesia de la Redención y cerca de la del Santo Sepulcro, dos parejas de jóvenes italianos discutían acaloradamente en torno a una mesa. Los ajados planos que había sobre la mesa y las mochilas que se apilaban bajo ella señalaban su condición de turistas.

—¡Eso son leyendas!

El que había alzado la voz era un joven con la cabeza afeitada. Así disimulaba una alopecia que a sus veintiocho años había hecho estragos en su cabello. Era experto en sistemas informáticos y trabajaba para la sección de tarjetas de crédito y cajeros automáticos de la Banca Nazionale del Lavoro. Se llamaba Lorenzo Togliatti.

—A veces las leyendas tienen un fondo de verdad que el paso del tiempo ha ido llenando de adornos, pero su núcleo central responde a un hecho histórico.

Quien respondía era Paola Nanni, una joven de piel bronceada, melena castaña y unos grandes ojos negros; era licenciada en historia y trabajaba en el Archivo Histórico Municipal de Florencia. Se había especializado en las luchas medievales entre los güelfos y los gibelinos, nombres que recibieron en Italia los partidarios de los papas y de los emperadores de Sacro Imperio Romano Germánico. Esas luchas fueron particularmente cruentas en Florencia en los años centrales del siglo XIII, hasta que en 1266 los partidarios del papa lograron imponerse y expulsaron a los gibelinos de la ciudad.

—Lo último que me quedaba por escuchar es a una historiadora defendiendo las leyendas como fuente fidedigna de información.

Paola, sin alterarse, dio un sorbo a su té.

—Una pregunta, Lorenzo.

—Dispara.

—¿Tú crees que la Biblia es un libro histórico?

El joven informático se encogió de hombros con la duda impresa en su mirada.

—¿A qué te refieres exactamente?

—No sé… —Ahora fue ella la que se encogió de hombros, haciendo que el escote de su camisa se abriese momentáneamente, dejando ver el profundo canal que formaban sus pechos—. A cosas como si, por ejemplo, hubo en realidad un diluvio universal que asoló la Tierra o que el patriarca Abraham estuvo ahí cerca, en el monte Moria, con un puñal en la mano dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac, siguiendo las instrucciones que le había dado Yavéh, o que Moisés sacó a los israelitas de Egipto y los condujo hasta las puertas de esta tierra, que entonces se llamaba la Tierra Prometida. A eso me refiero, a esas cosas de las que habla la Biblia. Te concreto más: ¿responden esas historias a algo que realmente ocurrió o, por el contrario, se trata de un invento de quien las escribió?

—¿Por qué dices que Moisés condujo a los judíos hasta las puertas de la Tierra Prometida? —preguntó Lorenzo sin dar respuesta a su amiga.

—No eran judíos, sino israelitas —matizó Paola—. Eso es como si para referirte a los italianos, dijeras los venecianos. Y cuando digo que los llevó hasta las puertas de la Tierra Prometida es porque, siempre según la Biblia, el castigo que Yavéh impuso a Moisés fue que vería esa Tierra, pero no entraría en ella.

—¿Por qué lo castigó? —Lorenzo no se cansaba de preguntar.

—Oye, que yo no…

—¡Por favor! —el informático juntó las manos en actitud teatral, como si implorase la respuesta.

—Durante el Éxodo…

—¿Te acuerdas de la historia del Éxodo?

Quien ahora preguntó fue Angelo Fallad, el otro de los varones del cuarteto. Un joven doctor en física que trabajaba como profesor ayudante en la facultad de Ciencias Físicas de la Universidad de Florencia. Sus conocimientos en el campo de la física cuántica eran más que notables, pero su formación humanística hacía aguas por todas partes. Era un claro ejemplo de los modernos sistemas de estudio, que buscan rápidas especializaciones para dar respuesta a las necesidades de un mundo científicamente muy complejo. Por lo general, se mostraba jocoso, extrovertido y hasta bromista.

—Mejor lo dejamos —se excusó Paola—. Yo no quiero…

—¡Por favor! —imploró otra vez Lorenzo.

—Se conoce como Éxodo a uno de los cinco libros del Pentateuco y también a un periodo de tiempo, que la Biblia fija en cuarenta años, durante el cual los israelitas deambularon por el desierto, antes de llegar a la Tierra Prometida. Durante esos años, se produjo, siempre según la Biblia, una gran cantidad de acontecimientos.

—¿Por ejemplo? —preguntó Angelo.

—Por ejemplo, en una ocasión en que la falta de agua había hecho que el pueblo protestase a Moisés, porque morían de sed, Yavéh le indicó que hablase a una roca y brotaría un manantial. Moisés dudó y usó su vara para golpear la roca dos veces y el agua manó abundante. Por esa duda, Yavéh le castigó sin entrar en la Tierra Prometida.

—¡Yavéh era un Dios vengativo! —exclamó Lorenzo.

—Un Dios justiciero —matizó Paola—. Y ahora, aclarada tu duda, te repito de nuevo, ¿crees que la Biblia es un texto histórico?

Antes de responder, Lorenzo dio un sorbo a su té.

—La verdad es que no sé que decir. Tengo entendido que hubo un diluvio que provocó grandes inundaciones y también que los israelitas salieron de Egipto hace más de tres mil años. Pero otras cosas resultan poco creíbles.

—Por lo que veo —indicó Paola—, das crédito a todo aquello que aparece en otras fuentes donde se habla de los mismos acontecimientos que se cuentan en la Biblia. Hay, por ejemplo, una leyenda sumeria que habla de un diluvio universal. Es la leyenda de Gilgamesh. También alguna fuente egipcia de la época del faraón Ramsés II señala que los israelíes abandonaron el país del Nilo. En mi opinión, esas corroboraciones deberían hacernos pensar que muchos otros pasajes bíblicos tienen también un fondo histórico.

—Hay cosas en la Biblia que no se pueden sostener —señaló Angelo.

—Como, por ejemplo…

—Todo lo referente a la creación y a los orígenes de la humanidad. Nadie, con un mínimo de sensatez, puede hoy sostener que hubo un paraíso terrenal donde habitó la primera pareja de la especie humana, o que Eva fue creada a partir de una costilla de Adán.

—Eso es cierto —aceptó Paola, que se había convertido, sin desearlo, en defensora de las «verdades bíblicas»—. Se puede entender como una forma de explicar los orígenes del genero humano, en un tiempo en que el evolucionismo no había tomado carta de naturaleza. Por lo que se refiere a la existencia del Edén, yo no estaría tan segura de afirmar que no existió, al menos como metáfora de un tiempo en que las cosas funcionaban de forma diferente. Según el Génesis, Adán y Eva fueron expulsados por no cumplir las condiciones que se les habían impuesto, tentados por el principio del mal, representado en una serpiente.

—¡Anda ya, Paola! ¡Eso no te lo crees ni tú!

Quien había exclamado con tanta vehemencia era Julia Strozzi, la joven que completaba el cuarteto y que hasta aquel momento había permanecido ajena a la conversación. Era licenciada en derecho por la prestigiosa Universidad de Bolonia y trabajaba en el departamento jurídico de unos grandes almacenes. Su piel estaba salpicada de pecas, tenía su cabello cobrizo y lacio anudado en una coleta; el color verde brillante de sus ojos le daba una nota de exotismo.

—Ni me lo creo, ni me lo dejo de creer. Lo que sostengo es que se trata de una forma de explicar la existencia del mal en el mundo, algo que muchas religiones han tenido dificultades para encajar en su teología. Algunas de las religiones de la antigüedad partían de la existencia de dos principios: uno del bien y otro del mal. ¡Fíjate que forma más simple de hacerlo!

—Es cierto, pero ese planteamiento no sirve a las religiones monoteístas, que a la postre fueron las que impusieron sus criterios.

—Y Moisés, ¿es un personaje histórico? —preguntó Lorenzo.

—Todo apunta a que existió, que fue él quien sacó a los israelitas de Egipto y los condujo hasta la Tierra Prometida. Su historia está relacionada con algunos de los elementos más importantes de la religión judía.

—¿A qué te refieres en concreto?

Julia aplastó el paquete del que Angelo acababa de sacar y encender el último cigarrillo, buscó en su bolso y se proveyó de shekels para sacar de una máquina expendedora una cajetilla de Marlboro. Cruzó la cafetería sorteando las mesas, casi todas llenas de clientes, hasta el otro extremo del local, cerca de la puerta. Era esbelta, de cintura estrecha y busto generoso que realzaba la ajustada camiseta que vestía. Iba a introducir la primera moneda, cuando un muchacho palestino, que la había seguido con la mirada dirigirse hacia la máquina, le ofreció en un inteligible inglés para turistas:

—Señorita, rubio americano, doce shekels, en máquina quince —ya tenía dos cajetillas en la mano.

Julia vaciló.

—Dos por veinte shekels —insistió el joven.

Esa era la cantidad que llevaba en la mano. Lo miró y el muchacho le dedicó una sonrisa que puso al descubierto una dentadura blanca, perfecta. Cogió las dos cajetillas y le entregó las monedas.

—Gracias, señorita —se esfumó tan rápidamente como había aparecido.

Cuando regresó a la mesa donde estaban sus amigos, la conversación discurría por los mismos derroteros.

—¿De verdad tú te crees todo eso de las Tablas de la Ley y del Arca de la Alianza? —preguntaba Angelo con tono de sorpresa, mientras Lorenzo se estiraba sobre la silla y desentumecía los músculos de los brazos apretando las manos entrelazadas por detrás de la nuca.

—Por supuesto —afirmó Paola con rotundidad.

—¿Podrías explicármelo?

—Mejor en otro momento.

—Por favor…

—Angelo tiene razón, Paola —Julia, que rompía el precinto de la cajetilla, había acudido en ayuda del profesor—. ¿Qué mejor ocasión? ¡Estamos en el corazón de Jerusalén! ¡En plena Ciudad Vieja! Donde acontecieron muchas de las cosas que se cuentan en la Biblia.

Paola negó varias veces con la cabeza y dio un sorbo a su taza. El té se había enfriado.

—No puedo comprender cómo os negáis a aceptar cuestiones que, si no tuvieran el componente religioso que supone el hecho de que la fuente de información sea la Biblia, las asumiríais sin mayores problemas. ¿Por qué no ponéis en cuestión que la dinastía Julio-Claudia gobernó Roma en el siglo I, o que, en la segunda de las llamadas guerras Púnicas, los cartagineses estuvieron a punto de hacer sucumbir a Roma?

—Porque existen testimonios y restos que nos hablan de ello —exclamó Lorenzo.

Los labios de Paola esbozaron una sonrisa.

—¡Por el amor de Dios! ¿Queréis decirme qué es esto que tenemos a nuestro alrededor?

En torno a la mesa se hizo un silencio momentáneo.

—Jerusalén —prosiguió Paola—. Es una de las ciudades más antiguas de la tierra. Está cargada de historia. ¿Por qué dudar que Salomón levantó un templo para colocar el Arca de la Alianza? ¿No construían otros pueblos sus templos para poner en ellos las imágenes de sus dioses? Eso era algo que los israelitas no podían hacer. Para ellos la representación de la divinidad era una monstruosidad, algo que también sostienen los musulmanes.

—¿Quieres decir que para los judíos el Arca de la Alianza era algo similar a lo que para otros pueblos de la antigüedad eran sus dioses? —preguntó Lorenzo.

Paola meditó un instante la respuesta.

—Ésa es la pregunta más inteligente que he escuchado desde que nos hemos sentado.

—¿Qué respondes? —el tono era de desafío.

—En cierto modo, sólo en cierto modo —matizó, levantando la mano con el dedo índice extendido—, podemos considerar que para los israelitas el Arca de la Alianza tenía un valor que podría asimilarse a las representaciones de las divinidades en otras religiones. Para ellos era todo un símbolo y, según se recoge en algunos pasajes de la Biblia, tenía poderes extraordinarios. Por eso, en más de una ocasión, la pusieron al frente de su ejército cuando iban a entrar en combate, como hicieron para apoderarse de Jericó. La Biblia también cuenta que, mucho antes de que la trasladaran a Jerusalén, en una de sus guerras contra los filisteos, éstos se apoderaron de ella y se la llevaron como botín a una de sus ciudades, cuyo nombre no recuerdo. La colocaron en uno de sus templos, dedicado al dios Dagón. Sin embargo, siempre según la Biblia, muy pronto los filisteos empezaron a tener problemas.

—¿Qué les pasó? —preguntó Lorenzo.

—A todos los que se acercaban al templo les salían ulceraciones y tumores. Los daños fueron tan graves que acabaron por devolvérsela a los israelitas.

—¡Eso es un cuento! —bufó Angelo.

—No lo sé, pero es lo que dice la Biblia, que dedica particular atención a este objeto que fue construido según un diseño facilitado a Moisés por el propio Yavéh. —Paola miró su taza de té—. En fin, creo que ya os he aburrido bastante con este asunto, pero desde pequeña he sentido pasión por lo que en el colegio nos enseñaban como Historia Sagrada.

Julia dio la última calada a su cigarrillo y lo apagó, aplastándolo en el cenicero. Desde que había regresado de comprar el tabaco había seguido con creciente interés lo que Paola contaba.

La archivera miró a su amiga.

—¿Qué más sabes del Arca de la Alianza?

—Bueno… no mucho más de lo que ya os he dicho.

—¿Te importaría contármelo?

—¿Tienes interés por alguna razón especial?

—Podría decirte que simplemente me interesa, pero tengo una razón especial.

—No sé mucho más.

—Cuéntame lo que sepas, por favor —suplicó Julia.

—En la Biblia se dice que cuando Moisés subió al monte Nebo para recibir las Tablas de la Ley con los diez mandamientos, parece ser que Yavéh también le dio instrucciones para hacer el Arca, donde deberían guardarse las tablas. No recuerdo ahora las medidas exactas, pero indicó que se construyese en madera de acacia, que fuese revestida con oro puro por dentro y por fuera, y que en sus esquinas tuviese unos aros por los que pasarían una especie de pértigas para poder transportarla, sin tocarla. El transporte únicamente podía hacerlo un grupo muy concreto, los levitas, pertenecientes a la tribu de Leví. Eran los encargados de todo lo relacionado con el culto a Yavéh. En la Biblia se señala que, si la tocaba quien no debía o simplemente se acercaba a ella, las consecuencias podían resultar fatales.

—¡Alguien ha dicho que el Arca de la Alianza es un objeto cargado de radiactividad que lo relaciona con los extraterrestres! —ironizó Angelo.

—¡Déjate de tonterías! —le gritó Julia, cada vez más interesada en la conversación—. Continúa Paola, por favor.

—Sé poco más.

—Todo lo que sepas, por favor, me interesa mucho.

—La Biblia también recoge un detalle muy llamativo que ha dado lugar a toda clase de especulaciones y que tiene relación con lo que Angelo acaba de decir.

—¿Con los extraterrestres? —preguntó Lorenzo después de encender un cigarrillo.

—No, con la radiactividad.

—¿Quieres explicarlo?

—Cuando Moisés bajó del monte Nebo, su cara resplandecía de una forma especial. Era tal el resplandor de su rostro que hería a la vista de quienes lo miraban. Era como si emitiese una luz especial. No recuerdo dónde he leído que tuvo necesidad de utilizar un velo.

—¡Yo he visto un cuadro donde Moisés aparece con el rostro velado! —exclamó Lorenzo.

—La representación más famosa sobre este hecho la tenemos en el Moisés de Miguel Ángel —indicó Paola.

Lorenzo golpeó la mesa como si hubiese hecho un extraordinario descubrimiento.

—¡Esa es la explicación de los cuernos del Moisés!

—¿Sabéis por qué Miguel Ángel representó el resplandor de Moisés de esa forma? —preguntó la archivera.

—¡Porque no tenía mucho margen para representar el resplandor en una escultura en mármol! —exclamó Lorenzo.

—Ésa puede ser una razón, aunque un genio como Miguel Ángel era capaz de representar una delicada veladura en mármol, pero hay otra mucho más interesante.

—¿Cuál?

—Cuando san Jerónimo tradujo la Biblia al latín, dando lugar a la llamada Vulgata, no hizo una interpretación correcta de la palabra aramea, donde se indicaba que el rostro de Moisés resplandecía, y lo tradujo por cuernos.

—¡No me digas!

—Sí, ésa es la razón de las protuberancias con que aparece representado en muchas pinturas y esculturas.

Julia, sorprendida por los conocimientos que Paola tenía sobre un tema que, de no haber sido por aquel viaje a Jerusalén, posiblemente jamás hubiese surgido entre ellas, no quería que la conversación se desviase.

—¿Sabes algo acerca del paradero del Arca?

—¡No me digas que no viste En busca del Arca perdida! —bromeó Angelo.

Julia le miró con fastidio. El físico se arrepintió de haber hecho el comentario al sentir en su brazo un pellizco finísimo y doloroso.

—También he leído algo de lo mucho que se ha escrito en relación con su paradero.

Paola se llevó instintivamente su taza a los labios, sin acordarse de que el té estaba tan frío que se había convertido en un brebaje repulsivo. Vio al camarero cruzar junto a una de las mesas próximas, un palestino con el pelo gris muy rizado, y alzó la mano:

—¿Alguien quiere tomar algo?

Todos negaron con movimientos de cabeza.

—Un té, por favor, con hierbabuena.

El camarero asintió con gesto amable.

—Continúa con lo del paradero del Arca —insistió Julia.

—Algunos piensan que se perdió con la destrucción del templo de Salomón, cuando Jerusalén fue conquistada por los babilonios. Pero muchos otros señalan que el Arca no se destruyó con el templo.

—Y tú, ¿qué opinas?

Paola hizo una mueca con los labios.

—Mi opinión carece de importancia, yo soy una simple aficionada.

—Para mí la tiene —Julia, que nunca había mostrado interés en aquellos asuntos, estaba desconocida.

—Pienso que el Arca se salvó de la destrucción.

—¿Por qué?

—Porque los israelitas son un pueblo de llorones.

—¿Qué quieres decir?

—Que a lo largo de su historia se han caracterizado por sus continuos lamentos. No lo digo sólo porque el profeta Jeremías haya quedado como modelo de personaje que se lamenta de su misión, sino porque esa actitud ha sido muy común entre ellos a través de los siglos. Tienen muchos días establecidos en su calendario litúrgico para lamentarse por pérdidas o sufrimientos, incluso hay una época del año dedicada específicamente a lamentarse.

—¡Anda ya! —exclamó Lorenzo.

—Hablo en serio. Son tres semanas, las que van del 17 de Tammuz al 9 de Av.

—¡Joder lo que sabes, tía! —Angelo se rascó la coronilla.

—¿Qué tiene que ver eso con el paradero del Arca? —Julia insistía.

—Que yo sepa, no hay una lamentación específica para llorar su pérdida. Estoy convencida de que si tal cosa hubiese ocurrido, habrían dedicado al menos un día del año a quejarse de ello.

Julia y los dos jóvenes asintieron con ligeros movimientos de cabeza, mostrando su conformidad con el planteamiento.

—En realidad —concretó Paola—, con lo que nos encontramos es con un silencio elocuente que se inicia a partir de la destrucción del templo.

El camarero llegó con el té, Paola le dio las gracias y aguardó a que se retirase. Julia no dejaba de mirar a su amiga, sorprendida por sus conocimientos en torno al Arca de la Alianza y otros aspectos de la historia de los israelitas. Angelo, como si hubiese adivinado sus pensamientos, le espetó a la archivera:

—¡Esto te lo has empollado la semana anterior al viaje para deslumbrarnos a los tres!

—¡Deja de decir estupideces, Angelo! ¡Esto no se improvisa en unos días! —clamó Julia.

Paola dio un sorbo a su té y se quemó la lengua.

—¡Brrrr! ¡Está que arde!

—Si no se destruyó, ¿qué crees que ocurrió? —el interés de Julia era insaciable.

—Según una tradición muy consolidada entre los especialistas, poco antes de que los babilonios se apoderasen de Jerusalén, el profeta Jeremías ordenó sacarla del tabernáculo del templo…

—Y eso ¿qué es? —preguntó Lorenzo.

—El corazón del templo, su lugar más sagrado, el sanctasanctórum, una habitación, al parecer de dimensiones reducidas, donde se custodiaba el Arca y en donde sólo podía entrar el sumo sacerdote en fechas muy señaladas.

—¿Qué dice esa tradición sobre lo que ocurrió con el Arca? —preguntó Julia.

—Que, siguiendo las instrucciones del profeta, la sacaron del tabernáculo como medida preventiva para evitar que cayese en manos de sus enemigos y la trasladaron fuera de Jerusalén, ocultándola en un lugar que consideraron seguro.

—¿Adonde la llevaron?

—¡Ésa es la pregunta del millón! —bromeó Angelo y Julia le dio otro pellizco.

—Esa misma tradición afirma que fue conducida hasta una gruta, al pie de una montaña. La entrada de la gruta fue disimulada con piedras y maleza.

—¿Dónde está esa gruta?

La pregunta de Julia se quedó sin respuesta. Un horrible estruendo sacudió la cafetería. Fue como un terremoto, los cristales de las ventanas saltaron hechos añicos.

En pocos segundos la confusión se apoderó del lugar. Por un instante el local se mantuvo en un silencio sobrecogedor. Era la manifestación más palpable del miedo. Luego el griterío lo inundó todo; se escuchaban lamentos y alaridos de pánico proferidos por quienes trataban de ocultarse ante un enemigo que no tomaba forma.

En la calle reinaba el caos. Frente a la cafetería había un coche ardiendo y la calzada estaba llena de cascotes y trozos de cristal procedentes de los edificios más próximos. Hasta el interior de la cafetería llegaban los quejidos y los gritos.

Alguna gente empezó a levantarse con cautela, como si temiese accionar algún mecanismo peligroso, pero la mayoría permanecía inmóvil, paralizada por el terror.

—¡Ha sido una bomba dejada en una papelera! —se escuchó gritar a alguien en la calle.

—¡No! —gritó otro individuo— ¡Estaba dentro de ese coche que arde!

—¡No, no! —replicó el primero—. Si hubiese estado dentro del vehículo, el coche se habría convertido en una bomba y los efectos hubiesen sido mucho peores.

Poco después, el ulular de las sirenas y las voces de mando de los militares que acordonaban el lugar lo inundó todo. Con una agilidad que revelaba mucha práctica, los soldados despejaron la zona. Mientras tanto, los equipos sanitarios atendían a los heridos en la misma calle, donde habían instalado un hospital de campaña.

Fue entonces cuando un ruido seco llenó el interior de la cafetería, justo en el momento en que la gente se incorporaba, levantaba algunas mesas y sillas o buscaba sus objetos personales esparcidos por el suelo. Una parte del techo se había desprendido. Una nube de polvo salió por las ventanas del establecimiento.

Se escucharon nuevos lamentos y los soldados tomaron posiciones por si era necesario intervenir.