Capítulo XXXV
EN el pasillo del área de observación donde estaba Julia, Natán se encontró a los amigos de la joven. El aspecto que ofrecían era lamentable: despeinados, con los ojos enrojecidos, después de una noche en vela, llenos de incertidumbres y angustiados; estaban deshechos, pero en sus semblantes podía percibirse la alegría de saber que su amiga había sido rescatada. Apenas les habían permitido compartir con ella unos minutos.
El comisario les dirigió unos escuetos buenos días. El agente que hacía guardia en la puerta lo saludó reglamentariamente. Al abrirla vio cómo Ruth conversaba con Julia.
—¿Qué tal, señorita Strozzi? ¿Recuperada?
La joven asintió.
—¿Le importaría ayudarme? —preguntó a Ruth—. Voy a necesitar su ayuda, mi italiano no es todo lo bueno que me gustaría en estos momentos.
—Muy bien, pero no la agobie. El trance ha sido duro. Debe saber que sostiene la misma versión que ayer. No encuentro una explicación para que deforme la realidad. —Suavizando su voz, le dijo a la joven—: Julia, el comisario Natán tiene que hacerte algunas preguntas. Será sólo unos minutos. Yo actuaré de intérprete.
Antes de comenzar, Natán preguntó a la psicóloga:
—¿No podría haber un error en el análisis?
—Es una posibilidad, por eso he solicitado uno nuevo. Me han asegurado que lo tendré —consultó su reloj— dentro de una hora.
—¿Le importa que grabemos la conversación? —preguntó directamente a la joven.
Julia no puso ningún inconveniente y Natán sacó una pequeña grabadora, la probó y la puso en funcionamiento.
El interrogatorio se prolongó durante veinte minutos. Julia explicó de forma detallada cómo acudió, acompañada por su amiga, al encuentro con Daniel Alessi, que les ofreció información sobre el Arca de la Alianza. Su versión coincidía en todo con la de sus amigos. Luego, se refirió al descubrimiento de la fotocopia de Il Corriere della Sera y cómo sospechó de sus verdaderas intenciones. A Natán le interesaba mucho todo lo relacionado con el artículo.
—¿Conocía su existencia antes de llegar a Israel?
—No tenía ni idea hasta que vi la fotocopia.
—¿Qué hizo cuando se marchó de la cafetería?
—Regresé al hotel en taxi.
—¿Y después?
—Llamé a una tía que vive en Florencia y le pedí que me enviase el artículo por internet.
—¿Llegó a recibirlo?
—Sí.
—¿Qué opina de la afirmación de su bisabuelo acerca de ese pergamino?
—Que el pergamino existe.
Cuando Ruth tradujo la respuesta, Natán la miró fijamente.
—¿Está segura de que ha dicho que el pergamino existe? Ruth le repitió la pregunta y obtuvo la misma respuesta.
—¿Por qué está tan segura?
El interrogatorio, a pesar de las dificultades del idioma, había transcurrido con agilidad hasta entonces. Ahora hubo una breve conversación entre las dos mujeres, mucho más larga que una pregunta y una respuesta.
—Julia dice que ha visto el pergamino.
—¿Cómo ha dicho?
—Dice que ella ha visto el pergamino. Ante mis dudas, ha insistido.
—Creo que esta chica está trastornada. No identifica la realidad y la confunde con fantasías de su imaginación.
—Yo no haría una afirmación tan contundente. Esta joven está bajo los efectos del shock que le ha producido el secuestro, pero nada más.
—Agente Amselem, ¿sabe lo que significa la respuesta que acaba de dar?
—Que su bisabuelo descubrió un pergamino en el que hay un mapa que señala el lugar donde los sacerdotes ocultaron el Arca y que ella asegura haber visto ese plano.
—¡Eso es imposible! ¡Está loca de remate!
—Entonces, ¿por qué someterla a las incomodidades de un interrogatorio? ¡Según usted, todo lo que diga será producto de una mente enferma!
—Voy a responder a su pregunta, agente Amselem: ¡Porque me lo han ordenado! ¡Alguien en las alturas del Ministerio del Interior está muy interesado en todas estas fantasías sobre el paradero del Arca de la Alianza! ¡Lo hago porque tengo que cumplir unas órdenes que son una pérdida de tiempo!
Julia los miraba extrañados, sin comprender qué provocaba su discusión.
—Creo que está muy excitado. ¿Qué le parece si damos el interrogatorio por concluido? Nadie podrá decir que no ha cumplido con su obligación.
Natán asintió.
—Una última pregunta, por favor.
—¿Qué quiere saber?
—Pregúntele si el pergamino realmente existe.
—¿Para qué? Si está loca.
—¡Porque quiero saber qué responde!
—Julia, el comisario quiere saber si ese pergamino existe o, por el contrario, ha desaparecido.
—¿Por qué está tan enfadado?
—Porque no da mucho crédito a tus respuestas.
—¿No cree que he visto el pergamino? ¿Piensa que estoy trastornada?
Ruth compuso su mejor sonrisa.
—La verdad es que no da mucho crédito a tus afirmaciones. ¿Qué respuesta hay para la última pregunta? ¿Existe o no existe?
—¿Tengo que contestar?
La psicóloga recolocó un mechón de pelo que caía sobre la frente de Julia.
—No tienes por qué hacerlo, aunque creo que sería conveniente.
Julia miró al comisario, sus ojos eran de un azul intenso, penetrantes y fríos.
—Dígale que lo vi hace mucho tiempo y que mi familia se lo vendió a un marchante por una importante suma. Más tarde, se enteraron de que el marchante había hecho un negocio redondo al venderlo a un coleccionista privado en los Estados Unidos.
Mientras escuchaba la traducción, Natán la miraba fijamente tratando de leer sus pensamientos.
—Pregúntele si sabe quién es ese marchante.
—Dice que no, y afirma que ha muerto.
La respuesta lo dejó desazonado, consciente de que la verdad se escurría entre sus dedos. ¿Estaba trastornada? ¿Había mentido al principio o lo había hecho al final?
Paró la grabadora y consultó la hora. Tenía que marcharse, si deseaba no retrasar su encuentro con Barlow. Se sentía mal. Agradeció a Julia su colaboración y le preguntó a Ruth si la joven permanecería mucho más tiempo en el hospital.
—Creo que en unas horas le darán el alta.
Al salir, se encontró en el pasillo con Williamson.
—¿Qué hace usted aquí?
—Tenemos variaciones sobre el caso Strozzi, señor.
Natán lo interrogó con la mirada.
—Nos ha llegado un nuevo informe de la Oficina de Propiedades Urbanas. El informe que nos facilitaron está anticuado, el funcionario que consultó los planos cometió un error y lo emitió sobre un documento desfasado.
El comisario resopló.
—¿Qué dicen ahora?
—Que la propiedad donde está ese taller de reparación de electrodomésticos está unida a otra mucho mayor. La nueva finca es considerablemente más amplia y da a dos calles, entre las dos fincas hay un patio y una importante diferencia de cota.
—¡Por todos los demonios! —el comisario volvió sobre sus pasos y entró en la habitación como un torbellino.
—¿Ocurre algo? —preguntó la psicóloga sobresaltada.
—Señorita Strozzi, le ruego que admita mis disculpas.
Ruth lo miró sorprendida.
—¿Qué ha pasado?
—Lamento haber dudado de sus facultades.
—No comprendo, señor.
—Acabo de recibir una información, según la cual esa joven entró al lugar donde la encontramos por un sitio diferente al que accedimos nosotros. Tuvo que subir unas escaleras y cruzar un patio, según nos han informado de la Oficina de Propiedades Urbanas; posiblemente, cruzó las galerías subterráneas a las que se refería y también he de suponer que es cierto que pasó por un pequeño templo.
—Pero señor, lo que nosotros vimos…
—¡Nosotros estamos equivocados! ¡Este caso es un cúmulo de despropósitos! Le aseguro que en este embrollo nada es lo que parece ser.
Julia los miraba expectante, sin saber lo que estaba ocurriendo, ni por qué el comisario le acababa de pedir disculpas.
Abandonaba la habitación, dejando estupefacta a la psicóloga cuando se volvió:
—Por favor, Ruth —ahora la llamó por su nombre de pila—. Permanezca junto a ella hasta que yo vuelva, aunque su turno haya acabado. Es un favor personal.
Ya en el pasillo del hospital, donde aguardaban Paola, Angelo y Lorenzo, indicó a Williamson:
—Dispóngalo todo para volver a ese taller de electrodomésticos: vamos a removerlo hasta sus cimientos. ¡Hay que encontrar la otra entrada a esa finca!
—Señor, he de informarle de algo más.
—¿Algo más? ¿Por qué no lo ha hecho?
—Usted no me lo ha permitido, señor.
—¡Hable, Williamson!
—También nos han informado sobre el propietario del inmueble.
—La Hermandad del Templo —aventuró el comisario.
—No señor. Ese inmueble pertenece a una sociedad de importación y exportación de bienes de equipo, se llama OFEL y tiene su sede en Tel Aviv. Es una sociedad con participación estatal.
—¿Cómo ha dicho?
—Que un porcentaje de la sociedad es propiedad del Estado, señor.
—¡Una tapadera!
—Eso mismo pienso yo, señor.
—¿Están seguros los de la Oficina de Propiedades Urbanas?
—Nos lo han confirmado, señor.
Llegó con unos minutos de adelanto a la cita, pero Barlow ya estaba allí. Natán trató de aparentar sosiego. El recibimiento del periodista fue poco afortunado:
—No puedo decir que me alegro de verlo.
—Tampoco yo. Creí que podía encontrarme con una nota y cincuenta shekels para pagar la consumición —le espetó.
—Tengo una razón para quejarme: la radio está dando la noticia de que hay pistas para encontrar el paradero del Arca de la Alianza. Usted no ha cumplido con su palabra.
—Supongo que Il Corriere della Sera tiene millones de lectores. Lo que dicen por la radio no va más allá de lo que aparece publicado en ese artículo. Y hablando de quejas, yo tengo algunas más: la primera y principal es que usted no ha dejado de mentir desde que me abordó en el vestíbulo del American Colony. Le advierto que, si lo que pretende es comenzar este encuentro poniéndome a la defensiva, se ha equivocado de cabo a rabo. La pelota está en su tejado, Barlow.
El periodista no esperaba tanta agresividad y decidió replegarse.
—¿No se sienta?
El comisario lo hizo de mala gana. Sólo entonces, el camarero se acercó.
—¿El señor va a tomar algo?
Miró a la mesa, Barlow estaba bebiendo cerveza.
—Un whisky.
—¿Con hielo, señor?
—Seco y póngalo doble.
—Muy bien.
—Lo veo agitado —comentó el periodista cuando el camarero se hubo retirado.
—¿Quién coño es usted, Barlow?
—Se lo dije anoche.
—Anoche me mintió. El corresponsal de la BBC se llama Barnes y en el Jerusalem Post no tienen ni puta idea de quién es usted. ¡Así que vaya diciéndome la verdad o lo pongo entre rejas! Y ahora no me pregunte de qué voy a acusarlo porque puedo hacerlo por media docena de cosas: desde identidad falsa a suplantación de personalidad. ¡Y tengo testigos! Entre otros, el agente al que ayer en el vestíbulo le dijo que se llamaba Joseph Barlow.
—Ese es mi nombre.
—¿De veras se llama Barlow?
—Sí, Joseph Barlow.
—Pero no es corresponsal de la BBC ni hace reportajes para el Jerusalem Post.
—Eso es cierto.
—Entonces, ¿quién es usted?
—Joseph Barlow.
—¡No me toque los cojones!
—Por nada del mundo haría yo tal cosa. —La llegada del camarero interrumpió momentáneamente la disputa—. He de confesarle una cosa —Barlow dio a su voz un tono compungido—. He sido yo quien ha filtrado a la radio la noticia de que un diario italiano sostiene que hay pistas sobre el paradero del Arca.
—¡Usted es un cabrón!
—¡No, comisario, soy un agente del Mossad!
Natán se quedó paralizado, como si lo hubiese fulminado un rayo.
—¿No estará mintiendo de nuevo?
—Es la verdad. Supongo que eso le explicará muchas cosas.
—¿Han estado ustedes detrás de la operación?
—Desde el primer momento.
—¿Por qué?
—Porque no podíamos dejar que el asunto de ese pergamino del que habla el artículo del señor Steffanoni crease un problema.
—¿Qué clase de problema?
—Lo normal es que todo este asunto no sea más que humo y ceniza, pero nunca se sabe. ¿Se imagina a la Hermandad del Templo con el mapa en su poder?
—El gobierno cree que tales cosas pueden sostenerse con un mínimo de rigor.
—Yo cumplo órdenes y no me inmiscuyo en lo que el gobierno crea o deje de creer. En todo caso, supongo que tiene la obligación de evitar tensiones en un momento en que la diplomacia está dando algunos pasos. Un soplo de viento puede romper un proceso muy complicado, donde se mide hasta la duración de un apretón de manos, la intensidad de una mirada o un simple gesto.
Natán dio un largo trago a su whisky y dejó escapar un bufido.
—Creo que debe contármelo todo.
Barlow asintió, dio un sorbo a su cerveza y empezó a hablar pausadamente.
—Cuando apareció ese artículo, sonaron algunas alarmas en las alturas. No tanto porque se le otorgase veracidad a su contenido, cuanto porque se barajó la posibilidad de que la Hermandad del Templo podría hacer algún movimiento y, tal y como están las cosas, decidió establecer un plan de actuación que neutralizase cualquier iniciativa.
—¿Quién ha raptado a Julia Strozzi?
—Nosotros.
—Eso explica muchas cosas, pero ¿por qué?
—Porque hubo que alterar el plan inicial. Todo marchaba sobre ruedas, hasta que un imprevisto lo estropeó todo. La joven sospechó del agente que había aparecido como persona versada en el Arca de la Alianza y estaba sonsacándole la información.
—¿Daniel Alessi es agente del Mossad?
—Sí.
—¡Pero si es uno de los elementos más radicales de esa pandilla de fanáticos!
—Es un agente del Mossad que hace el papel que se le ha encomendado.
Natán recordó el comentario que Miriam le había hecho. ¡Qué cosas no habría vivido ella!
—Esa sospecha —prosiguió Barlow— nos obligó a alterarlo todo sobre la marcha y decidimos raptarla para completar la información que ya nos había dado y que rompía nuestros esquemas iniciales.
—¿Qué significa que rompía sus esquemas iniciales?
—Trabajábamos con la hipótesis de que Julia Strozzi no supiese nada de ese pergamino del que habla el artículo de su bisabuelo. Pero en contra de lo que pensábamos, esa joven sostiene que el pergamino está en poder de su familia junto a una carta. El artículo de su abuelo no la menciona para nada, lo que hemos valorado como elemento principal para darle alto grado de crédito a su afirmación. Hay, además, otro detalle sumamente importante.
—¿Cuál?
—Julia Strozzi ignoraba la existencia del artículo de su bisabuelo.
—¿Significa eso que en el Mossad creen que hay un mapa que revela el paradero del Arca de la Alianza? —preguntó Natán con incredulidad.
—No, mi querido amigo, lo que creemos es que existe un pergamino donde hay un mapa; de ahí a que sirva para localizar el Arca de la Alianza hay un abismo.
—¿Entonces?
—Entonces, lo que hacemos es evitar que alguien pueda manipular en su beneficio información muy sensible. Ya se lo he dicho: ¿se imagina a la Hermandad del Templo con ese pergamino en sus manos? ¿Se imagina la campaña en los medios de comunicación? ¿Se imagina las calles de Jerusalén? ¿Se imagina las presiones sobre el gobierno? Podríamos vernos al borde de un conflicto cuyas últimas consecuencias nadie estaría en condiciones de predecir.
Natán se pasó la mano por su rasposa mejilla.
—Julia Strozzi me ha dicho que ese pergamino ya no está en poder de su familia.
—¿Cómo? —se sorprendió Barlow.
—Afirma que lo vio hace tiempo, pero que su familia lo vendió a un marchante y éste a su vez a un coleccionista norteamericano. También me ha dicho que el marchante había muerto. Sospecho que improvisó esa historia sobre la marcha.
—¿Por qué?
—Porque cometí un error.
—¿Qué error?
—Pensé que estaba trastornada.
—¿Qué le hizo pensar tal cosa?
—Nos contó una historia acerca del camino por donde la habían llevado los secuestradores que no respondía a la realidad que teníamos ante nuestros ojos. Hablaba de galerías subterráneas, de escalinatas, de patios y hasta de un pequeño santuario. Lo que nosotros habíamos visto era un taller de electrodomésticos y un sótano. Pensamos que se trataba de alucinaciones, consecuencia de alguna droga que le hubiesen suministrado.
—No eran alucinaciones, comisario. Todo era real. Apenas dispusimos de seis horas para organizarlo todo. Con unos paneles recubrimos las paredes y colocamos unos grandes pebeteros. También unas puertas que simulaban ser de bronce, pero eran falsas: todo pertenecía al atrezzo de una obra de teatro. Había que hacerle creer que se trataba de una secta de fanáticos para infundirle pavor.
—¿Y las llamadas desde el Ministerio del Interior ordenándome el interrogatorio de Julia Strozzi?
—Estaban controladas por nosotros.
—Veo que es cierto lo que se dice de ustedes.
—Se dicen tantas cosas. —Barlow se encogió de hombros, pero no resistió la tentación de preguntar—. ¿Qué se dice?
—Que tienen ojos y oídos en todas partes.
—Ya sabe que los israelíes somos propensos a exagerar. Tendrá que volver a interrogar a esa joven para confirmar los datos que tenemos y, sobre todo, para ver si aportó datos sobre el paradero del pergamino. Es muy importante que sepamos todo lo que hay detrás de todo esto. Si el pergamino existe, hemos de saber dónde está. Probablemente se trate de algo sin interés, pero en las alturas no quieren riesgos de ninguna clase.
—¿Significa que volveremos a vernos?
—Me temo que tendrá que hacer ese pequeño sacrificio.
Natán apuró su whisky y se puso de pie, sin molestarse en hacer el intento por pagar.
—¿Cuándo y dónde?
—¿Qué le parece si lo invito a cenar? Una compensación por mis mentiras.
—Dígame dónde.
—¿Prefiere el pescado o la carne?
—Pescado.
—¿Le parece bien a las ocho en el Monte Sion?
—¿El que está cerca de la estación de ferrocarril?
—Ése.
—Allí estaré.
El aspecto de Julia era mucho mejor. Vestida con su ropa —una ajustada camiseta que resaltaba sus formas y un pantalón vaquero que le había traído Paola—, estaba sentada, conversando con Ruth. Sus amigos permanecían en el pasillo, como si montasen una guardia permanente. Estaban contentos porque el médico había dicho que Julia podría marcharse en el momento en que se resolviese el papeleo del alta médica: aproximadamente una hora.
—¿Qué tal, señorita Strozzi?
Natán trataba de mostrarse tranquilo, disimulando el desasosiego que le habían producido las revelaciones de Barlow. Se sentía una marioneta, un muñeco articulado de los que usan los titiriteros. Ofreció su mano a Julia que la estrechó con reticencia. Trató de dar a su voz un tono cordial. Tenía que ganarse su confianza. De lo contrario, todos sus esfuerzos se estrellarían contra un muro de silencio.
—Lamento interrumpir esta apacible conversación, pero he de hacerle a Julia unas preguntas —indicó a la psicóloga.
Cuando Ruth se lo dijo, Julia se puso en tensión.
—Pregúntele primero —propuso la joven— si podría hacer algo por adelantar nuestro regreso a Italia.
—Julia quiere saber si sería muy complicado adelantar su viaje de vuelta. Tanto ella como sus amigos desean regresar a Italia lo antes posible.
Natán vio la posibilidad de ganarse a la joven. Aunque sabía con qué compañía regresaba a Italia, le preguntó:
—¿Con qué compañía vuelan?
—Con Alitalia.
—¿Habría algún problema en hacerlo con El Al?
—Con tal de llegar a Roma lo antes posible, nos da igual la compañía, siempre que no haya un incremento en el precio de los billetes.
—Trato hecho —llamó a Williamson y le ordenó conseguir billetes en el primer vuelo que saliese para Roma. Los números de pasaporte y los nombres de los jóvenes entraban en el expediente. Mientras aguardaban, el comisario planteó de forma suave la cuestión que lo había llevado de nuevo al hospital.
—Dígale que, según informes que obran en nuestro poder, ella ha asegurado que el pergamino y una carta están en posesión de su familia.
Julia palideció al escuchar las palabras de Ruth.
—¿Han detenido a Daniel Alessi?
—Sí —fue la escueta respuesta del comisario.
Julia se dio cuenta de que mantener la versión de la venta a un marchante únicamente le traería problemas. Por su mente pasó la posibilidad de un careo con Daniel Alessi y lo que ello podía significar. Mentir a la policía era un delito. Por un momento, pensó en la posibilidad de negarse a responder.
—¿Qué hay de mi petición para adelantar el regreso a Italia?
—Se están haciendo gestiones.
—En ese caso, dígale al comisario que estoy dispuesta a contárselo todo, cuando tengamos cerrado el vuelo.
Natán llamó otra vez a Williamson y Julia pudo ver cómo se le iluminaba el rostro.
—Pueden tomar un vuelo de Alitalia que sale a las 19.40. Llega al aeropuerto de Roma a las 21.50, hora de Italia. El único problema es su alta médica.
—Ya se la han dado —indicó Ruth—. Julia aguarda únicamente a firmar los papeles. También ha llegado el segundo análisis y confirma el resultado anterior.
—Bien, en tal caso, dígale que ya puede contarme todo lo referente a ese pergamino.
Julia se sentía más fuerte y decidió meter presión. Las últimas horas habían sido muy complicadas. Se había sentido engañada, secuestrada, intimidada, vejada, abofeteada y hasta tenida por loca.
—No declararé hasta que no esté cerrado el embarque.
Era la forma de tomarse una pequeña venganza del comisario, a quien asociaba más a sus desdichas que a su liberación. La persona que había puesto el bálsamo a sus heridas había sido Ruth Amselem.
Natán estuvo a punto de gritar un no rotundo. ¿Quién era aquella mocosa para ponerle condiciones? Se había mostrado amable, había dado respuesta a su petición y su colaboración era una sarta de exigencias. Se contuvo porque podría cerrar aquel malhadado caso en pocas horas.
—Está bien, lo haremos como ella quiere.
En aquel momento, llegó una enfermera con los documentos de su alta médica. A partir de ese instante podía abandonar el hospital.
Eran las cinco y cuarto cuando cerraron el embarque en el vuelo de Alitalia. La policía había facilitado mucho los trámites. Habían tardado cerca de una hora en llegar desde el American Colony hasta el aeropuerto, que se sumaba la que necesitaron para ir del hospital Bikur Cholim al hotel, hacer los equipajes y saldar sus cuentas.
Julia caminaba muy seria hacia la comisaría del aeropuerto, donde iba a cerrarse el interrogatorio. El despacho era aséptico, impersonal; se sentaron en unas sillas de plástico color naranja, muy incómodas. Natán puso en funcionamiento su grabadora. Después de unas breves preguntas, siempre con Ruth como intérprete, llegaron a la cuestión del paradero del pergamino.
—El manuscrito ha permanecido en poder de mi familia todo este tiempo…
—¿Se refiere a los ochenta años transcurridos desde que su bisabuelo escribió el artículo?
—Sí, aunque creo que nadie en mi familia, salvo yo, conoce su existencia.
—¿Por qué dice eso?
—Porque yo lo descubrí de forma casual hace muy poco tiempo y no se lo he dicho a nadie.
—¿Dónde lo encontró?
—En un escondrijo de la casa de mi familia, en Florencia.
—¿Su abuelo no era de Bérgamo?
—Sí, pero pasó los últimos años de su vida en Florencia —Julia miró el reloj y le dijo a Ruth que consideraba su acuerdo cumplido—. Supongo que ya puedo marcharme. Mis amigos estarán impacientes por cruzar el control policial y pasar a la zona de embarque.
—Dos preguntas más, por favor.
—Sólo dos —concedió Julia.
—¿Dónde está el escondrijo?
—En una caja fuerte, oculta en una de las paredes del desván de la casa. ¿Cuál es la última?
—¿Qué contienen el pergamino y la carta?
—En el pergamino hay un mapa, rotulado con el título de La Ruta de los Sacerdotes, como el artículo de mi abuelo. La carta explica el contenido del mapa…
Natán se puso de pie y ofreció su mano a Julia.
—Gracias por su colaboración.
La acompañaron hasta el control policial. Julia besó a Ruth y le agradeció su esfuerzo y dedicación, luego estrechó con frialdad la mano del comisario. Faltaba más de una hora para el embarque, la mitad de ese tiempo lo empleó en satisfacer la curiosidad de sus amigos. Luego, intentó hablar con su tía Margherita, pero sus llamadas no tuvieron respuesta.
Natán llegó con unos minutos de retraso al restaurante Monte Sion, media hora después de que hubiese despegado el vuelo de Alitalia con destino al aeropuerto internacional Leonardo da Vinci.
—¿Qué tal todo?
—Lamento el retraso, pero quería traerle una copia del interrogatorio. —El comisario dejó sobre la mesa una carpetilla con la trascripción. Barlow miró los folios con avidez. Los pasó rápidamente hasta llegar a las últimas preguntas.
—¿Una caja fuerte oculta en una de las paredes del desván de la casa?
—Eso ha dicho.
—¿Me disculpa un momento? Vaya pidiendo algo para beber.
Barlow salió del comedor y regresó unos minutos después.
—Bueno todo está en orden. La versión que teníamos coincide ahora con la suya, aunque la que me ha traído aporta nuevos datos de sumo interés.
—¿Qué piensan hacer?
El agente del Mossad se encogió de hombros.
—Eso se decidirá en otras instancias. ¿Cómo se encuentra Julia Strozzi?
Natán miró su reloj.
—Ya está volando hacia Roma.
Barlow se puso lívido.
—¿Cómo ha dicho?
Natán, sorprendido miró su reloj.
—Ha tomado el vuelo de Alitalia con destino a Roma. Ha despegado a las 19.40.
—¡No es posible! ¡Julia Strozzi no se marchaba hasta dentro de dos días!
—Cambió de planes y adelantó su regreso. De hecho, me gané su confianza porque le hemos ayudado en la gestión de su vuelo.
—¡Si en algo aprecia su trabajo, no se lo diga a nadie! Comisario, lamento decirle que la cena queda para otra ocasión.
Natán lo sujeto por el brazo cuando Barlow se ponía de pie.
—¿Quiere decirme qué demonios pasa ahora?
—Simplemente que contábamos con las cuarenta y ocho horas que esa joven iba a permanecer en Jerusalén para actuar con libertad en Florencia.
—Veo que se han tomado muy en serio lo de ese pergamino.
—¡Mucho más de lo que usted pueda imaginarse!