Capítulo XXXVII
EL amplio ventanal del restaurante daba a una terraza cuyos toldos tamizaban la intensa luz del cielo de Jerusalén. El ambiente que se respiraba era tranquilo, había pocos clientes y el silencio apenas lo rompían los apagados murmullos de alguna conversación.
—Barlow te ha engañado.
El comisario masticó pausadamente el trozo de pescado que se había llevado a la boca.
—¿Por qué estás tan segura?
La antigua agente del Mossad se limpió la comisura de sus labios con la servilleta y dio un sorbo al vino de su copa.
—Porque es muy poco probable que un agente del Mossad revele su pertenencia a la organización, pero lo que jamás haría es revelar la de otro agente.
—¿Estás segura?
—Es un código básico. —Miriam dejó vagar la mirada por el ventanal. Un soplo de brisa agitó las palmeras—. ¿Cómo has dicho que se llama la sociedad propietaria del inmueble donde retuvieron a Julia Strozzi?
—OFEL.
—Aguarda un momento.
—¿Qué vas a hacer?
—Discúlpame.
Miriam salió a la solitaria terraza y marcó un número en su teléfono móvil. Al cabo de unos minutos, regresó con una expresión de triunfo brillando en sus ojos. Natán estaba dando cuenta del último bocado de su comida.
—¿Sabes quién es el otro propietario de OFEL?
—Ni idea.
—La Hermandad del Templo.
El comisario dejó el cubierto sobre el plato.
—¿Cómo es posible que el Estado de Israel y esa gente sean socios?
Miriam se encogió de hombros.
—Te lo he dicho más de una vez. ¡Si te contara algunas de las cosas que he visto, me dirías que he perdido el juicio! Supongo que será consecuencia de presiones políticas muy fuertes, ya sabes lo mediatizado que está el gobierno.
—¡Pero han utilizado esa sociedad para cometer un delito!
—Por lo que me has dicho, lo que habéis visto después de una minuciosa inspección no encaja con la descripción de la propiedad.
—Así es, sólo hay un taller de reparaciones y un sótano. No sé cómo bloquean el acceso al resto de la finca.
—Siempre tendrán una explicación y, si la investigación profundiza, no encontraréis ese pequeño templo, ni muchos otros detalles que aparecen en la declaración de Julia Strozzi, lo que abrirá un mar de dudas sobre su testimonio. Barlow te dijo que todo aquello era parte del atrezzo de una obra de teatro.
—¿Y qué?
—Que se desmonta con la misma facilidad con que se ha montado.
—¿Quién es ese Barlow?
—No lo sé, pero me lo imagino.
Ahora fue Natán quién se limpió cuidadosamente las comisuras de sus labios y dio un sorbo a su vino.
—¿Qué imaginas?
—Detrás del secuestro de esa joven está la Hermandad del Templo, puedes darlo por seguro. Daniel Alessi es un fanático de esa secta, no un agente del Mossad. Joseph Barlow también pertenece a esa hermandad.
—¿Entonces por qué no interrogaron a fondo a Julia Strozzi?
—Porque estabas haciéndolo tú por ellos y les pasabas la información a través de Barlow.
—¡No puede ser!
—Sí puede ser. Cuando se les estropeó el plan que habían trazado de obtenerla por la vía de seducir a esa joven, montaron otro paralelo que les ha salido perfecto.
—¿Quieres explicarte?
Antes de responder, Miriam dio un largo sorbo a su vino.
—Organizaron el secuestro y paralelamente pusieron en marcha una investigación policial que han dirigido de principio a fin.
—¡Eso es imposible!
—Reconócelo, Moshe. Sólo has sido un peón manejado a su antojo. Lamento decírtelo, pero ha sido así. Han aprovechado uno de sus muchos contactos en el Ministerio del Interior para cargarte con el interrogatorio. Lo planificaron todo para que llegases unos minutos tarde al American Colony. En ese momento, aparece Barlow y te ofrece un trato para conducirte por donde a ellos les ha interesado. Te permiten identificar el coche del secuestro, pero no puedes hacer nada porque han denunciado el robo, lo visten con la presencia del mismísimo Jacobson en la comisaría y luego te indican dónde está la secuestrada —el rostro de Natán expresaba una creciente contrariedad—. Tú continúas un interrogatorio que a ellos se les había puesto muy cuesta arriba.
—¡Podían haber forzado a Julia Strozzi a confesar! —protestó Natán con poca convicción.
—Sin duda, pero ¿adonde les hubiese conducido? —tras un breve silencio Miriam contestó su propia pregunta—: A torturarla primero y asesinarla después. Un problema muy serio. Sus amigos habrían denunciado su secuestro y tendrían que haber hecho frente a la acción policial. También su tía se hubiese puesto en guardia y no les convenía. Para qué complicarse la vida si tú podías hacerles el trabajo. Esos fanáticos son peligrosos, pero como tú bien sabes, siempre actúan en el límite de la ley.
—¡Maldita sea! —exclamó el comisario dejando la servilleta sobre la mesa.
—Para cuando descubrieras que Barlow no era periodista —prosiguió ella—, tenían preparada otra coartada: el secuestro lo había hecho el Mossad por razones de Estado y podían avalarlo con muchos detalles; además, no necesitaban mantener la farsa mucho tiempo porque el interrogatorio de la policía no debía resultar excesivamente complicado. Sólo una cosa ha escapado a su control antes de tiempo.
—¿Qué?
—Que se adelantase el regreso a Italia de Julia Strozzi. Me has dicho que Barlow se alteró mucho cuando se lo dijiste.
—Así es.
—Eso sólo puede significar una cosa.
—¿Qué?
—Que con toda la información que tú les facilitabas pensaban actuar en Italia antes de que Julia Strozzi regresase. Para ello disponían de cuarenta y ocho horas.
Natán recordó a Barlow haciendo una llamada inmediatamente después de comunicarle que el pergamino estaba escondido en una caja fuerte oculta en el desván de la casa de Florencia y también que al enterarse de que Julia Strozzi volaba hacia Roma canceló la cena.
—¡Hijo de puta!
Era las diez de la mañana cuando el vuelo de Lufthansa, procedente de Frankfurt aterrizaba en el aeropuerto de Florencia. En el pasaje iba Moshe Natán acompañado por otro agente.
El taxi los llevó por el centro, a pesar de que la vía Torre del Gallo quedaba en la zona sur y hubiese resultado más fácil bordear el casco urbano. El taxista siempre tendría como excusa mostrar los tesoros arquitectónicos de su hermosa ciudad. Al pasar por detrás del Baptisterio, frente al Duomo, cedió el paso a dos vehículos de bomberos que hacían sonar sus sirenas con intensidad, enfilaban la Pelliceria. El taxista murmuró algo entre dientes y continuó su camino hasta alcanzar la vía Ghibellina, luego giró a la derecha para cruzar el Arno por el puente de San Nicolo y subió las pronunciadas cuestas del camino de Michelangelo. Al tomar una curva, casi se estrellan contra un utilitario que había invadido parte del otro carril. El comisario se fijo en la joven que iba al volante. Era Julia Strozzi y tenía la cara desencajada.
—¡Rápido, dé la vuelta! —ordenó al taxista.
—Pero…
—¡Dé la vuelta, rápido! ¡Siga a ese coche!
—Pero si no ha pasado…
—¡Coño! ¡Dé la vuelta y sígalo!
El taxista masculló algo entre dientes y aprovechó la entrada de una finca para cambiar de sentido. El coche de Julia había desaparecido entre las pronunciadas curvas del trazado. Un semáforo vino en ayuda de Natán.
—Allí está —señaló el agente que lo acompañaba.
—No lo pierda de vista —indicó al taxista.
—¿Hay propina? —preguntó con descaro.
—Si no lo pierde, sí.
En la plaza de Francesco Ferrucci, justo antes de cruzar de nuevo el Arno, lograron situarse dos coches más atrás.
—Aquí vamos bien —señaló Natán.
El tráfico discurría con lentitud por la vía paralela al río. Dejaron atrás la calle de la Zecca Vecchia y el coche de Julia aprovechó un hueco para aparcar junto a la Biblioteca Nacional. Mientras ella se apeaba, el comisario pagaba la carrera y cumplía con la propina.
—No la pierda de vista, Ariel.
Julia caminaba deprisa, nerviosa. Sacó de su bolso el teléfono e hizo una llamada.
—¿Dónde estás?
—En la esquina de la plazuela de los Uffizi, junto al cordón policial.
—¡Estoy ahí en dos minutos!
Mientras caminaba, vio la densa columna de humo negro que se alzaba junto al puente Vecchio. Conforme se acercaba a la calle de los Archibusieri percibió los destellos de las luces de un camión de bomberos que estaba de retén por si el fuego se avivaba. La gente se agolpaba junto a las cintas de protección. Vio que Paola le hacía señas con la mano y se abrió paso entre la gente que comentaba el incendio, hasta sus oídos llegaban algunos comentarios:
—¡Imagínate, con la cantidad de papeles y libros que había en la tienda! Podía haber ardido media manzana. Han logrado que el fuego no se extienda más allá de esa tienda de antigüedades.
Cuando llegó adonde estaba Paola, su amiga rompió a llorar.
—¿Cómo ha sido?
La archivera se encogió de hombros, el llanto no le permitía hablar.
Los dos israelíes disimulaban ante un quiosco, ojeando la prensa internacional.
—¿Ha ardido todo?
—Todo —contestó la archivera con dificultad.
—¿Fossatto estaba dentro?
Paola asintió y Julia dejó que su amiga se serenase. Al cabo de un rato, algo más serena, Paola le explicó:
—Hace un momento han sacado un cadáver, decían que estaba chamuscado, que era un amasijo de huesos renegridos.
—¡Santo Dios!
Julia se sintió mal porque su exclamación no estaba relacionada con la espantosa muerte del anticuario, sino con la pérdida del pergamino. Paola se consideraba culpable de la muerte de Marsilio. El anciano se había quedado allí para hacer la copia del pergamino, habría estado toda la noche trabajando y había pagado con su vida.
—Con tanto papel acumulado, una simple chispa ha bastado para convertir la tienda en un infierno.
—¡Abran paso! ¡Abran paso! —gritó un carabinieri apartando a los curiosos.
Unos sanitarios arrastraban una camilla con un cuerpo cubierto por una manta de amianto.
Paola se llevó la mano a la boca.
—¡Oh, no! También Maria estaba… —se le atragantó la frase al ver una tercera camilla—. ¡No es posible! —exclamó con un hilo de voz.
—¿Qué no es posible?
—¡Que haya tres cadáveres! —sin querer había alzado la voz—. En Sigillum sólo trabajaban Marsilio y Maria —susurró.
Julia arrugó la frente.
—Podría tratarse de un cliente.
—¿Antes de las siete de la mañana? No Julia, los coleccionistas no madrugan tanto.
—¿A las siete comenzó el incendio?
—Eso he escuchado. Yo me he enterado poco antes de las nueve. Decían que era cerca del Ponte Vecchio, sin precisar más. Tuve un mal presentimiento, vine y me encontré con que era la tienda de Marsilio. Fue entonces cuando te llamé. —Paola se sonó la nariz y añadió—: Pero si hay tres cadáveres algo no encaja, Julia. Esto es más que un incendio.
En aquel momento, Paola se dio cuenta de que su móvil llevaba un rato sonando, cuando lo cogió tenía una llamada perdida. Pulsó y, al ver el número, se llevó la mano a la boca.
—¡Es Maria!
Julia la miraba confusa. Tardó unos segundos en reaccionar.
—¡Llámala!
—Mejor nos alejamos un poco.
Natán y Ariel las vieron alejarse por la plazuela de los Uffizi hasta que se detuvieron bajo los soportales de la pinacoteca.
—Soy Paola Nanni, tengo una llamada tuya.
—¡Oh, Paola! —Maria estaba angustiada.
—Por un momento creí que tú también habías…
—¿También? ¿Qué quieres decir?
—Bueno, Marsilio…
—¿Podemos vernos? —la interrumpió.
—¿Dónde estás?
En lugar de responder, le preguntó por Julia.
—Está conmigo. ¿Dónde podemos vernos?
—En mi casa.
—Dame la dirección.
Paola repitió para memorizar.
—Luigi Boccherini, 6, segundo izquierda.
—No te entretengas, por favor.
El taxi las dejó en la puerta. Julia pagó la carrera. Paola pulsó el interfono. Nada más identificarse, Maria abrió la puerta. Ninguna se había percatado de que otro taxi concluía su carrera a pocos metros. Sus ocupantes las vieron entrar en el inmueble. El ascensor las llevó a la segunda planta.
—Pasad, pasad —las invitó Maria, que ya aguardaba en la puerta—. Vamos al salón.
—¡Pero… pero…! —Paola se llevó una sorpresa mayúscula al ver a Marsilio sentado en un sillón, con un aparatoso vendaje en la cabeza.
—¡Santo cielo! ¿Qué le ha ocurrido? —Paola se acercó al anticuario, que alzó la vista. Tenía los ojos enrojecidos.
—¿Qué me ha ocurrido? Me ha ocurrido de todo.
—¿Quiere explicarse? —le preguntó Julia.
—Tomad asiento, por favor —les ofreció Maria.
La voz de Fossatto sonaba temblorosa. El anticuario había perdido su seguridad de la víspera.
—A eso de las seis llegaron hasta mis oídos unos ruidos extraños. Como si alguien anduviese por la tienda. Agucé el oído, el silencio era absoluto. Un instante después, escuché otra vez un ruido. Procedía de la calle, donde los del servicio de recogida de basuras estaban vaciando los contenedores. Reemprendí mi tarea, estaba satisfecho porque la copia del pergamino llegaba a su fin. Unos minutos después se desató el vendaval.
—¿Qué pasó? —preguntó Paola.
—Se abrió la puerta de mi despacho y aparecieron dos individuos. Me parecieron gigantes, dos gorilas. Uno de ellos, en un correcto italiano, me exigió que le entregase el pergamino que usted me había dejado. Le dije que no sabía de qué me hablaba, pero no atendía. Me reclamaba el pergamino una y otra vez.
—¿Puede describirme a ese individuo? —le suplicó Julia.
—Alto, bien parecido, el pelo negro y…
—Un mechón de pelo canoso —se adelantó Julia.
—¿Lo conoce?
—Sí, se llama Daniel Alessi, es israelí y pertenece a una secta de fanáticos ultraortodoxos.
—Ése es el tipo que quería su pergamino.
—¿Se lo dio?
—Iba a hacerlo. El que lo acompañaba me encañonaba con una pistola, pero de repente aparecieron otros dos desconocidos; uno de ellos era una mujer y sorprendieron a quienes me amenazaban. Sin cruzar palabra, comenzó entre ellos una pelea feroz, algo terrible. Se propinaban toda clase de golpes. Por instinto de supervivencia busqué escabullirme, traté de salir a gatas del despacho y en el intento recibí un puntapié en la cabeza. —Fossatto se palpó el vendaje—. Lo logré a duras penas, aunque antes de salir, supe que todo acabaría en tragedia.
—¿Por qué?
—La lámpara de mi mesa había salido volando y un cable chisporroteaba. Era imposible que no prendiese en algún papel. Como pude, llegué hasta la calle y grité pidiendo auxilio, mientras en el interior seguían sacudiéndose. Poco después, antes de que nadie hubiese acudido a mi llamada, ya salía humo del despacho.
Fossatto se cubrió el rostro con las manos y comenzó a sollozar. Las tres mujeres lo contemplaban en silencio, aguardando a que se serenase. Después de unos sorbos de agua, Julia le preguntó:
—¿Qué pasó después?
—No lo recuerdo muy bien, sólo que el humo ya era fuego, salían llamaradas por la puerta. Todo estaba perdido y aquellas personas seguían peleando, al menos continuaban en el interior y el incendio prendía por todas partes. Acudió gente, no podría precisar cuánta. Estaba en estado de shock, viendo como toda una vida se convertía en cenizas. De repente, un bulto emergió de las llamas, salió a la calle y, ante la mirada atónita de los presentes, se perdió por el ponte Vecchio.
—¿Podría decirnos si era el del mechón?
Fossatto negó con la cabeza y rompió a sollozar de nuevo.
Paola y Julia ya tenían explicación para los tres cadáveres de las camillas.
Al cabo de algunos minutos, Julia comentó:
—Supongo que el pergamino y la carta…
Fossatto, que sostenía su cabeza entre las manos, con la mirada baja, farfulló sin levantar la vista:
—Todo se ha convertido en cenizas.
Al ver al comisario, Julia se quedó paralizada.
—¿Usted? ¿Qué hace usted en Florencia?
—Seguir una pista.
Julia no acababa de reponerse de la sorpresa.
—Pues me temo que ha llegado tarde.
—¿Por qué lo dice?
—Porque el pergamino ya es ceniza.
Natán la miró fijamente, sus ojos eran tan fríos como el acero.
—¿Ese incendio…?
Julia asintió. Ella y Paola echaron a andar, el comisario se puso a su lado.
—¿Está segura?
—¿De qué?
—De que el pergamino es ceniza.
—Pregúntele al anticuario propietario de la tienda. Está en el número seis, en el segundo izquierda.
—¿Ese incendio ha sido provocado?
—Pregúntele a él. Yo no estaba allí.
—¿Qué hacía el pergamino en poder de ese anticuario?
Julia lo fulminó con la mirada.
—¡Ya no estamos en Israel, comisario! ¡Esto es Italia! ¡Deje de molestarme o llamaré a la policía!
Natán y Ariel las vieron alejarse por la acera.
—¿Sabes qué es lo único bueno de todo esto?
Paola miró a su amiga.
—Dímelo tú.
—Que tía Margherita tiene dos millones de euros.
—¿No eran seis?
—Me parece que los compradores no acudirán hoy a hacerse cargo de la villa, ni se firmará esa escritura.
En el aeropuerto de Florencia una mujer atractiva, que vestía un elegante conjunto de Armani, pasaba por el control policial y los arcos de detección a la zona internacional. Tampoco el escáner de equipajes detectó nada anormal en el amplio bolso de piel negra. Faltaba todavía media hora para el embarque, por lo que decidió mirar en algunas tiendas, aunque no tenía propósito de comprar. Era una forma de matar el tiempo. No pudo evitar una mueca de dolor al coger el bolso para colgarlo de su hombro. El dolor que le producía la quemadura de su mano era insoportable.
Al final, en una tienda de diseño italiano, compró una corbata en tonos tostados, se la colocaron cuidadosamente en una funda, donde podía leerse: Boccioni. Firenze.
Cruzó la puerta de embarque y se acomodó en su asiento, como siempre que era posible en la fila donde estaba una salida de emergencia. Podía estirar las piernas.
Moshe Natán había tenido que improvisar una estrategia cuando vio cómo unos individuos de la compañía de seguros entraban en la casa. Dejó que transcurriese un cuarto de hora después de verlos salir. Luego, repitió las instrucciones a Ariel. Cuando éste pulsó el interfono, lo hizo como agente de la Assicurazione d'Italia. El comisario había visto el rótulo en las puertas del vehículo.
—Disculpe, me envía mi jefe. Ha estado aquí hace unos minutos recogiendo una declaración por el incendio de la tienda de antigüedades.
—¿Algún problema?
—Necesitaríamos confirmar ciertos datos de la declaración del señor Fossatto.
—Pase —le indicó Maria.
El anticuario repitió que primero aparecieron dos individuos cuando, sobre las seis de la mañana, trabajaba en la copia de un pergamino, cuya entrega le exigieron; instantes después aparecieron otros dos, uno de ellos era una mujer y se enfrentaron entre sí. Él aprovechó la ocasión para escabullirse. Sospechaba que el incendio lo había causado la lámpara de despacho que había sobre su mesa y confirmó que uno de aquellos individuos había logrado salir de entre las llamas de su tienda.
—¿Podría facilitarnos algún dato sobre esa persona?
—Ya le he dicho a su jefe que no puedo precisar, estaba conmocionado. Quizás fuese la mujer, pero no podría asegurarlo.
—¿Recuerda algún detalle de los asaltantes?
—También eso se lo he dicho a su jefe. Uno de ellos tenía un mechón de pelo canoso.
—Disculpe tanta molestia, pero estos detalles son sumamente importantes para la investigación. Es una práctica habitual de nuestra compañía. —Ariel mentía con aplomo.
—¿Algo más? —preguntó Fossatto en cuyo rostro se acumulaba el cansancio, después del interrogatorio de la policía, el de Julia Strozzi y los dos de la compañía de seguros.
—Una última cuestión. ¿Está seguro de que el pergamino ha ardido?
El anticuario miró al individuo que tenía delante.
—¿Por qué le interesa ese pergamino? Esa pieza no estaba asegurada.
El agente israelí perdió el aplomo.
—Bueno, verá…
—¿Este individuo se ha identificado convenientemente? —preguntó a Maria.
—Bueno… —titubeó la dependienta—. Ha dicho que era de la Assicurazione d'Italia. Yo… yo…
—¿Cómo se llama usted?
En lugar de responder, Ariel se levantó y abandonó el salón.
—¡Maria, llama a los carabinieri! ¡Este tío es un impostor!
Antes de que la dependienta reaccionase, el israelí ya bajaba las escaleras. Cruzó la calle y entró en la cafetería donde aguardaba su jefe, acodado en la barra y pendiente de la puerta.
—¡Comisario, vámonos rápido!
—¿Qué ha ocurrido?
—Luego le cuento, hay que alejarse.
Natán dejó un billete de cinco euros sobre la barra y abandonaron el local. En la calle caminaron rápido, pero sin prisas. No era cuestión de llamar la atención; en el cruce con la vía Tosselli tomaron un taxi. Cuatrocientos metros más adelante se cruzaron con un coche de los carabinieri con la sirena encendida. Iba hacia Luigi Boccherini. Dejaron el taxi frente a la puerta principal de la estación de ferrocarril. Natán acalló las protestas del taxista por lo corto de la carrera con una sustanciosa propina.
—¿Qué ha sucedido?
—El anticuario ha sospechado al preguntarle por el pergamino. No era una pieza asegurada.
—Cuéntemelo con todo detalle.
—Estaba trabajando a eso de las seis de la madrugada.
—¿Trabajaba a esa hora?
—Eso ha dicho.
—Continúe.
—Estaba trabajando en la copia del pergamino.
—¿Qué pergamino? —lo interrumpió de nuevo.
—Se refería al pergamino, suponía que yo debía saber de lo que hablaba. Lo que le solicitaba era una confirmación de la declaración hecha a la compañía de seguros.
—Ya.
—Estaba haciendo una copia, cuando de improviso entraron dos individuos y le exigieron la entrega del pergamino.
—¿Se lo dio?
—No, apenas unos segundos después aparecieron otros dos desconocidos, uno de ellos era una mujer y, sin mediar palabra se enzarzaron en una pelea. El anticuario abandonó el lugar y logró salir a la calle, donde pidió ayuda a gritos. Muy pronto empezó el fuego que, con tanto papel acumulado, prendió con gran rapidez. Afirma que sólo salió uno de los cuatro. Lo que encaja con los tres cadáveres que sacaron los sanitarios.
—¿Algún dato sobre quién salió?
—No está seguro, pero cree que pudo ser la mujer. Me ha dicho que uno de los desconocidos tenía un llamativo mechón de canas.
—¿Quiere repetir eso?
—Ha dicho exactamente que uno de ellos tenía un mechón de pelo canoso.
—¡Alessi!
—¿Cómo dice, señor?
—¡Ese tipo del mechón es Daniel Alessi!
—¿El de la Hermandad del Templo?
—El mismo.
—¿Qué te ha dicho el notario?
Julia también se había preparado una manzanilla, como la que tomaba su tía Margherita todos los días después del almuerzo.
—Que si se cumple el plazo, que vence dentro de once días, y no aparecen, la casa vuelve a ser de nuestra propiedad.
—¿Y los dos millones cobrados?
Tía Margherita dejó escapar un suspiro.
—Nos los embolsamos. Así está reflejado en el contrato.
Julia Strozzi se sirvió la manzanilla. Sentía cierto remordimiento por no haber revelado a su tía los entresijos que se ocultaban en aquella historia. En varias ocasiones, había estado tentada de contarle lo que había detrás de aquella operación y quiénes eran los posibles compradores, pero no se había decidido. Mientras la cucharilla tintineaba disolviendo el azúcar, superó una nueva tentación. Era mejor que no tuviese noticia de la existencia del pergamino, ni de la conexión que había con el incendio de la tienda de antigüedades de la calle de los Archibusieri. Ella tampoco tenía una explicación clara de este último suceso. Estaba convencida, por la información de Fossatto, que uno de los individuos que llegaron en primer lugar era Daniel Alessi. No podía ser coincidencia el mechón de canas; además, encajaba con que la Hermandad del Templo hubiese perdido el interés por la casa. Lo que buscaban era el pergamino y ya sabían que no estaba allí. Eso significaba que también le habían seguido la pista desde que salió de Jerusalén o desde que llegó a Roma y, por eso, sabían que en Sigillum podían encontrar lo que buscaban. La habían visto entrar y habrían atado cabos. Pero ¿quiénes eran los integrantes de la segunda pareja? ¿Los que, según Marsilio, se enfrentaron sin mediar palabra en un despiadado cuerpo a cuerpo con Daniel Alessi y el que lo acompañaba? Tampoco sabía quién había sido el superviviente, aunque ya se había confirmado que era la mujer. La autopsia había revelado que los tres cadáveres pertenecían a tres varones. ¿Quién sería esa desconocida?
El comisario aguardaba sentado en la terraza, observando cómo los últimos rayos de sol ponían unos tonos dorados al atardecer. Era el primer día que el agobiante calor del verano de Jerusalén había dado paso a una tarde apacible, más propia del otoño. Bebía el segundo whisky cuando vio a Miriam Lajos. Llevaba gafas de sol y vestía un elegante traje negro de una pieza que marcaba sus curvas. Su único adorno era un collar de gruesas perlas que cercaba su cuello. Su pelo corto y su caminar decidido le daban un aire juvenil que era la envidia de muchas amigas de su edad. Colgado en bandolera llevaba un bolso de piel roja a juego con unos zapatos de medio tacón.
Moshe se puso de pie y la recibió con un beso en la mejilla. Entonces reparó en su mano derecha.
—¿Qué te ha pasado en la mano?
Miriam la extendió, tenía la palma fuertemente vendada.
—Un accidente doméstico. La bandeja del horno estaba demasiado caliente.
—Lo siento.
—No tiene importancia, en una semana será un recuerdo —se sentó y pidió al camarero una tónica con un dedo de Bombay Sapphire—. ¿Cómo va el caso Strozzi?
—Estoy fuera.
—¿Qué?
—Ordenes de arriba.
—¿Quieres explicarte?
—Fui a Florencia, pero llegué tarde. El pergamino de Julia Strozzi había ido a parar a manos de un anticuario con tienda en un pasaje cerca del puente Vecchio.
—¿Qué pasó?
—La tienda ardió en el momento en que Daniel Alessi y otro sujeto que habían entrado en el local con intención de apoderarse del pergamino se vieron sorprendidos por unos desconocidos, uno de ellos una mujer. La pelea, según el anticuario, fue terrible. Tres de ellos murieron en el incendio.
—¿Cómo sabes que Alessi era uno de ellos?
—Fue descrito con un mechón de cabello blanco.
El camarero llegó con la bebida acompañada de un cuenco de frutos secos. Miriam le indicó la cantidad de ginebra; apenas un toque para aromatizar la tónica.
—¿Se sabe algo del que se salvó?
—Sí. Era la mujer.
—¿Ya lo han averiguado?
—El anticuario lo indicaba en su declaración, aunque no estaba seguro. Las autopsias de los cadáveres lo han confirmado.
—¿La Hermandad del Templo siguió la pista de Julia Strozzi hasta Florencia?
—No pudieron controlarla en el vuelo de Jerusalén a Roma, pero es seguro que estaban aguardándola a su llegada al aeropuerto. Barlow debió de dar la alarma desde el mismo hotel Monte Sion. Recuerdo que se alejó para hablar por teléfono cuando le dije que ya volaba hacia Roma. Ya no le perdieron la pista.
—¿Cuándo fue Alessi a Florencia?
—Supongo que el día siguiente de que volase Julia Strozzi. Necesariamente estaba allí la víspera del ataque a la tienda de antigüedades. Sorprendieron al anticuario a las seis de la madrugada, según su propia declaración.
—¿Se sabe algo de quiénes atacaron a Alessi y a su correligionario?
—Nada, salvo que uno de los atacantes era mujer. Tampoco sé qué ha sido del pergamino, aunque todo apunta a que quedó reducido a cenizas en el incendio.
—Quizás sea lo mejor. —Miriam dio un sorbo a su gin-tonic—. ¿Te han dado alguna explicación para apartarte del caso?
—Necesidades del servicio. El caso pasa a manos de la INTERPOL. Mi entrada en Italia, donde ahora está el núcleo del caso, se hizo de una forma irregular… ¿Qué quieres que te diga? Vaguedades… La Hermandad del Templo no va a plantear reclamación alguna. No tienen defensa; los hechos los señalan, por primera vez, como delincuentes que allanan una propiedad privada con nocturnidad.
Miriam dio otro trago a su bebida, abrió su bolso, sacó un paquete y se lo dio.
—¿Qué es esto?
—Ábrelo y lo verás.
Rompió el envoltorio de fantasía y se encontró con una corbata de colores tostados, en la funda podía leerse: Boccioni. Firenze. Se miraron a los ojos, resultaba difícil decir qué mirada era más fuerte. Por fin Moshe le preguntó:
—¿Has estado en Florencia?
—Una breve escapada.
—¿Por qué razón?
—Asuntos de trabajo.
Moshe miró la mano vendada de Miriam, pero no dijo nada.