Capítulo XXIII

SUR de Francia, octubre de 1123

 

Cuando llegaron a la aldea, aún quedaban tres horas de luz pero no era posible proseguir el camino. La noche les habría sorprendido ascendiendo el monte o en alguna de las alturas rocosas, y aquél era el dominio de los lobos y también de los osos, que todavía no se habían acomodado en sus madrigueras de invierno.

Era aconsejable pasar la noche allí y afrontar el paso de los montes al día siguiente. Habían ajustado la cena: una sopa de ajos y cebolla, una rebanada de pan y un trozo de queso, y el alojamiento en la camareta de un establo. Mucho más hubieron de ofrecer para conseguir un guía que los llevase al otro lado, a pesar de que se trataba de un pastor que vivía a caballo entre las dos laderas y partía al día siguiente hacia el sur.

—La suerte ha estado de vuestra parte —comentó un anciano desdentado, mientras se esforzaba para roer con las encías un trozo de pan—. Si os hubieseis retrasado un día, no habríais encontrado quien os condujese por los pasos. Pedro los conoce bien, os llevará a vuestro destino.

—¡Bien que lo cobrará! —exclamó Lucila.

—Vais a recibir mucho más —protestó el viejo—. ¡Imagínate que hubieseis tenido que pasar aquí todo el invierno!

—¿Todo el invierno? ¡Exageras!

—No lo creas. Cuando caen las primeras nieves es una locura arriesgarse a cruzar esos riscales y eso va a ocurrir de un día para otro.

—¿Tan pronto?

—El invierno llegará pronto este año —sentenció el anciano.

—¿Nadie se atreve a cruzar?

—Con las nevadas en puertas, no son muchos los que se arriesgarían. Quien os lleve al otro lado tiene que hacer el camino de vuelta y podría quedarse cortado al otro lado. ¡Habéis apurado demasiado el tiempo! ¡Menos mal que Pedro estaba aquí!

 

 

 

El tiempo había cambiado igual que el paisaje. Las temperaturas suaves del otoño se habían vuelto invernales aquel diez de octubre, en que Aldo, Lucila y Arnulfo tenían previsto acometer la parte más dura de su viaje: la que los conduciría al otro lado de la cordillera que se alzaba ante ellos como una muralla poco menos que infranqueable.

Los despertó el gruñido de los cerdos de una zahúrda próxima, excitados ante los despojos que les arrojó un joven porquero. Por la puerta del establo se coló una ráfaga de frío, acompañada por los silbidos del muchacho que llamaba a las vacas por sus nombres. Apenas clareaba y todavía faltaba para que el sol anunciase un nuevo día.

En la pequeña aldea la jornada comenzaba antes del amanecer. Había que limpiar los establos, ordeñar las ovejas y las vacas, hacer el queso y preparar el forraje. No podían permitirse el lujo de que la salida del sol los sorprendiese con los ojos cerrados. A los pocos minutos, cuando la aurora ahuyentaba las últimas sombras de la noche y los viajeros aún se desperezaban somnolientos, la llamada del pastor acabó por despabilarlos.

—¡Vamos, vamos! ¡Arriba, que los días son cada vez más cortos! —gritaba mientras batía palmas.

Llevaba razón. En aquella época del año, las horas de luz disminuían rápidamente. No podían desaprovecharlas si deseaban llegar al otro lado de las montañas antes de que la noche los atrapase en alguno de los perdidos collados que configuraban el duro paisaje de aquellos picos que parecían desafiar las alturas del cielo.

Arnulfo saltó del altillo y Lucila se incorporó, agitó su negra cabellera de la que colgaban algunas briznas de pajas. Estiró los brazos y comprobó que le dolían todos los huesos de su cuerpo, después de una noche cobijada bajo una ligera manta, acurrucada junto a su marido, sobre la escasa paja que les habían proporcionado para esparcirla a modo de colchón. No había pasado frío, confortada con el calor de los animales, lo que había compensado el denso olor que impregnaba el lugar. Aldo se desperezó y la miró, vislumbrando su silueta, apenas insinuada en la penumbra. Tuvo que reprimir sus deseos de abrazarla, la besó suavemente en los labios y la ayudó a bajar. Recogieron sus hatos y desayunaron un tazón de leche recién ordeñada, acompañada de una rebanada de pan con manteca. Pedro no dejaba de urgirles para ponerse en camino.

—La montaña es muy traicionera.

Aún no había despuntado el sol cuando iniciaron la marcha abrigados con zamarras de piel, dispuestos a afrontar la dura ascensión. Su guía los condujo por veredas intrincadas y, en algunos tramos, peligrosas. Eran sendas escarpadas, poco transitadas, casi perdidas, que sólo conocían algunos pastores de la zona, pero que abreviaban el viaje. Después de cuatro horas de penosa ascensión por estrechos senderos, abiertos sobre precipicios insondables, el paisaje se había transformado. Primero los verdes pastizales fueron sustituidos por oscuros y frondosos bosques de pinos entre cuyas espesuras vieron fugazmente corretear algunos animales. Luego la vegetación se hizo cada vez más pobre hasta que acabó por desaparecer.

Cansado y sudoroso, Arnulfo indicó a Pedro que necesitaban un respiro y comer algo para reponer fuerzas, pero el pastor no se mostraba muy proclive a detenerse. Señalaba al cielo y repetía:

—Va a nevar, va a nevar.

Antes de iniciar la ascensión final que precedía a la bajada, más peligrosa que la subida, según les había anunciado el pastor, que se movía por aquellos desérticos parajes con mucha facilidad, hicieron una parada, comieron algo y recuperaron parte de sus menguadas fuerzas. En aquellas alturas el frío empezaba a morder con dureza. Las nubes eran cada vez más compactas y espesas, tanto que apenas podía distinguirse una persona a medio centenar de pasos.

Reanudada la marcha, el viento empezó a ulular con fuerza, el pastor movió la cabeza con gesto de preocupación. Lucila que caminaba a su lado, le preguntó:

—¿Ocurre algo?

—Esto no me gusta.

—¿El qué?

—El viento, el viento —repitió— y tampoco los animales.

—¿Los animales? ¿Qué pasa con ellos?

Sin dejar de caminar, Pedro extendió un brazo y trazó un arco señalando la zona.

—No se ve ninguno.

—¡Con este frío! —exclamó Lucila.

—No temen al frío.

—¿Entonces?

—Se avecina una tormenta y los bichos han buscado refugio.

Lucila se detuvo un momento.

—¿Qué pasa? —preguntó Arnulfo.

—Los animales, no se ve ninguno.

—¡Es verdad! ¡Es como si la vida hubiese desaparecido! —exclamó el cantero con un mal presentimiento.

—¡No os detengáis! —ordenó el pastor apretando el paso.

—¿Pasa algo? —preguntó Aldo.

—¡Tenemos que abreviar! ¡Si continúa así, tendremos tormenta muy pronto!

Aceleraron el paso y poco después llegaron a una garganta pétrea, distante no más de dos centenares de pasos donde el viento se encajonaba y su ruido ponía el vello de punta. Al otro lado, se encontraron con un amplio valle donde, para sorpresa de los tres viajeros, una tupida vegetación lo cubría todo como una gigantesca alfombra verde por la que serpenteaba un riachuelo de poco más de dos varas de ancho.

—Es muy traicionero —comentó el pastor.

—¿Quién? —preguntó Lucila.

—Ese río —señaló la pequeña cinta que zigzagueaba entre la hierba.

—¡Pero si es un hilo de agua!

—Cuando crece da muchos problemas. ¡Vamos, vamos! ¡Avivad el paso! —gritó cada vez más preocupado.

Ascendieron una pequeña pendiente, la última antes de iniciar el descenso. Entonces el viento amainó y comenzaron a caer los primeros copos; poco a poco, la nevada ganó en intensidad.

La bajada fue menos complicada de lo que habían temido, a pesar de que la nieve empezaba a acumularse en los ventisqueros y el peligro aumentaba. Sólo se sintieron a salvo cuando llegaron a la aldea, cuyas calles se agrupaban en torno a una pequeña iglesia de gruesos muros de piedra apenas desvastada y grandes lascas de pizarra formando un tejado a dos aguas con la inclinación muy pronunciada. La nieve ya había vestido el paisaje de blanco.

Arnulfo se detuvo ante el campanario. El pastor lo miró extrañado.

—¿Te pasa algo?

Arnulfo, embebido en sus pensamientos, no respondió. Toda su atención se concentraba en aquella torre esbelta y en sus paredes, donde se abrían grandes ventanales. La recorrían largas fajas de piedra y los distintos cuerpos estaban separados por pequeñas cornisas festoneadas con unos arquillos decorativos.

Aldo y Lucila lo observaban en silencio.

—¡No hay duda! —exclamó emocionado.

—¿De qué? —le preguntó el pintor.

—De la mano que ha hecho esta maravilla.

—¿Te refieres a la torre?

—Sí.

Pedro lo miraba un tanto amoscado y le preguntó a Lucila.

—¿Ha estado aquí antes?

—No.

—Entonces, ¿cómo sabe quien ha hecho la iglesia?

—¡Por las formas, por los detalles! ¡Son inconfundibles!

Aldo y Lucila se acercaron hasta el cantero.

—¡Aldo, fíjate, tiene su marca! ¡No hay duda! Esto es obra suya. ¡Mira, mira! —señalaba con el dedo uno de los bloques de piedra—. ¿Ves esa señal en la piedra?

—¿Esa horquilla de tres puntas?

—Ésa es su marca.

—¿Cómo se llama el maestro? —preguntó una voz a su espalda.

Todos se volvieron y se toparon con un individuo enteco, vestido con un hábito de negra estameña que tenía el rostro enjuto y severo y la barba tan larga que casi le llegaba al cíngulo con que ceñía sus vestiduras.

—Su nombre es Benito, Benito de Bérgamo —proclamó el cantero con orgullo.

—¡Por todos los santos! ¡Has acertado!

—Y tú, ¿quién eres?

—El sacristán de la parroquia. ¿Y vosotros? —Miró al pastor—. Tu cara me es familiar.

—Soy de Martinet, aguas abajo del Segre.

—¡Sé donde está Martinet! —exclamó desdeñoso.

Se acercó hasta el grupo dejando las huellas de sus pies marcadas en la nieve, que no dejaba de caer.

—Y vosotros, ¿quiénes sois?

—Viajeros —contestó el pastor.

—A ti no te he preguntado.

—Soy cantero —indicó Arnulfo.

—¿Lombardo?

—Así es. ¿Cuánto hace que se marchó el maestro?

El individuo se acarició la barba.

—Fue en la primavera pasada… No, fue después… —vaciló un momento—. No recuerdo bien, pero desde luego antes del verano del año pasado. El maestro Benito ya no estaba aquí por San Juan —miró a Aldo y le preguntó—. ¿Tú también eres cantero?

—No, soy pintor.

Se acarició de nuevo la barba y preguntó:

—¿Vais de paso?

—Buscamos al maestro Benito —respondió Arnulfo—. ¿Sabes adonde fue?

El sacristán se encogió de hombros.

—Tal vez el párroco os pueda dar razón.

A Pedro la conversación empezaba a ponerlo nervioso. El quería llegar a Martinet y aquello los estaba entreteniendo más de la cuenta.

—¿Dónde podemos encontrarlo? —preguntó el cantero.

—Seguidme.

Aldo, Lucila y Arnulfo echaron a andar, pero los detuvo la voz del pastor:

—¡Un momento! ¡No podemos entretenernos! ¡Todavía tenemos cuatro leguas hasta Martinet y aunque el camino es mejor, con esta nevada…!

—No será mucho rato —prometió Arnulfo.

—Ni mucho ni poco. Si no queréis seguir, yo doy por cumplido mi trabajo y quiero mi dinero. ¡Si os quedáis aquí, allá vosotros!

—¡Aguarda un momento!

Arnulfo tomó a Aldo por el brazo, se alejaron unos pasos y sostuvieron una breve conversación. Poco después, el pastor reemprendía la marcha con su dinero en el bolsillo, mientras ellos rodeaban la iglesia.

Mosén Joaquín era orondo, tenía un rostro afable y en sus ojos, hundidos en unos prominentes mofletes, se adivinaba un punto de ironía. Llevaba más de veinte años entre los campesinos de la aldea, un puñado de labriegos y pastores que se ganaban el pan con muchas fatigas. Era buena persona, pero se tomaba el trabajo con calma.

—¿Para qué deseas conocer el paradero de Benito?

—El pasado verano tuve noticias suyas, deseaba que me incorporase a su cuadrilla. Me decía que la paga era buena y no faltaba trabajo, hay necesidad de buenos canteros para levantar iglesias por estas tierras.

—Todo eso es cierto —asintió el párroco, llenando varios cubiletes de un vino espeso y oscuro que ofreció a los dos hombres, ignorando la presencia de Lucila. Aldo no lo probó y Arnulfo comprobó que era demasiado ácido y estaba agrio, pero chasqueó la lengua y exclamó:

—¡Está bueno!

—El maestro Benito y su cuadrilla andan por el valle de Boí.

Las peludas cejas del cantero se aproximaron.

—¿Por dónde queda eso?

—A poniente, camino de Jaca, aunque bastantes leguas antes.

—¿Qué distancia habrá hasta ese valle?

—No podría decirlo. Nunca he ido hasta allí. —El párroco giró su mano varias veces como si calculase—. Pero a buen seguro hay más de quince leguas. Tres jornadas, aunque con este tiempo es posible que necesitéis alguna más. ¡Es mala época para ponerse en camino! —Alzó su cubilete y lo vació de un trago.

Con la colaboración de mosén Joaquín consiguieron hospedaje en casa de María, una viuda que prestaba algunos servicios al clérigo y que disponía de un pequeño aprisco en el corral de su vivienda, vacío tras la muerte de su esposo. La cena resultó animada y Arnulfo sintió como su sangre se alteraba cuando la mujer, aún de buen ver, le dedicó toda clase de atenciones. Ante aquel panorama, Aldo y Lucila se retiraron a descansar, mientras que Arnulfo apuraba el aguardiente con que María lo había obsequiado, era seco y fuerte, mucho mejor que el vino del mosén. No apareció por el aprisco.

El amanecer los sorprendió durmiendo. Un sol radiante se alzaba en el horizonte alumbrando un cielo azul del que habían desaparecido las nubes. La nieve había borrado los senderos, aunque los árboles de hojas amarillentas, que ponían tonos dorados al otoño, señalaban la ribera del río cuyo cauce fluía mansamente. Los esposos habían aprovechado la ausencia del cantero para convertir el aprisco en un nido donde saciar sus deseos. Arnulfo apareció exultante. La noche en los brazos de María había sido como un anticipo del paraíso.

Todo se retrasó aquella mañana. El cantero se hacía el remolón. Fue hacia el mediodía cuando emprendieron el camino hacia Martinet, pese a las protestas de Arnulfo dispuesto a permanecer algún día más en la aldea. Al final se impuso la cordura, los lugareños les recomendaron aprovechar la tregua que el tiempo les daba. Tras la primera nevada vendrían muchas otras y si la ventisca se prolongaba, los caminos podían quedar intransitables durante semanas. Por ahora les bastaba con seguir el curso del río para hacer las cuatro leguas que los separaban de su próximo destino.

 

 

 

La paz de la aldea se vio alterada por la llegada del fraile y cuatro soldados; con actitud amenazante rodearon a un individuo que, protegido bajo un chamizo, tensaba en un bastidor una piel de cordero y se disponía a quitarle los vellones con una afilada chaveta. El clérigo preguntaba por unos viajeros, dos hombres y una mujer.

—Han pasado por aquí.

—¿Cuándo? —le preguntó el clérigo que transmitía su nerviosismo a la cabalgadura que montaba.

—Creo que llegaron ayer, en plena nevada. Pero quien os puede dar más información es mosén Joaquín.

—¿Quién es mosén Joaquín?

—El párroco.

Fray Remigio tiró de las riendas de su caballo y enfiló hacia la iglesia, orientado por su esbelto campanario, seguido por los cuatro hombres que le había proporcionado el obispo de Perpiñán. Su presencia había hecho que la aldea quedase desierta, las puertas de las casas atrancadas y que la gente mirase por las rendijas de los postigos. Un grupo de soldados siempre infundía temor entre los vecinos de una aldea.

—Uno es cantero y el otro pintor —indicó el párroco, tras de las presentaciones.

—¡Son ellos! —exclamó el fraile con los ojos enfebrecidos.

—¿Por qué los buscáis? —miró a los soldados, cuya presencia no resultaba tranquilizadora, a pesar de llevar en sus sobrevestes las armas de un obispo.

—¡Porque son unos delincuentes peligrosos!

Mosén Joaquín se rascó la papada y apretó los labios.

—A decir verdad, ninguno me lo pareció. En realidad, uno de ellos buscaba al maestro que construyó esta iglesia.

—¡Será su cómplice! —gritó el fraile fuera de sí.

—¿Benito cómplice de unos delincuentes? —el párroco torció el gesto—. ¡Os equivocáis! ¡Es un santo varón!

Fray Remigio se percató de su exceso. Obsesionado por la persecución, su irracional cólera lo llevaba a arrastrar por el lodo a todo lo que tuviese relación con Aldo. Trató de rectificar, al observar que el sacerdote se había puesto en guardia.

—Tal vez, me haya excedido. No conozco al tal Benito, pero puedo aseguraros que el pintor es un individuo de cuidado. ¡Muy peligroso! —añadió alzando la voz y el dedo índice de su mano derecha.

—Os veo muy excitado, fray Remigio.

—¡No es para menos!

—La cólera no suele ser buena consejera, sosegaos y tranquilizad vuestro espíritu.

El mosén se levantó con dificultad, se acercó a una alacena y sacó una cantarilla de barro.

—Tomad un vaso de vino, hace buena sangre.

El olor acre del vinazo impregnó la habitación. El cisterciense iba a rechazar la invitación con un exabrupto, pero lo pensó mejor. No podía seguir tentando a la suerte. Tenía que ganarse la confianza de aquel cachazudo clérigo. Tomó el vaso que le ofrecía y dio un buen trago; tuvo que controlarse para no escupir el vomitivo que bajaba por su garganta.

—¿Cuánto hace que partieron? —preguntó, pasándose el dorso de la mano por los labios para secárselos, pero sobre todo para ocultar la mueca de asco.

El párroco le respondió con otra pregunta:

—¿Cuál es la acusación que pesa sobre ellos?

—¡Ladrones!

—¿Qué han robado?

—¡Reliquias! ¡Son ladrones de reliquias!

—¡Santa Madre de Dios! —el párroco se santiguó y abandonó la actitud reposada que había mantenido hasta el momento. El mal solía disfrazarse de las formas más soterradas para llevar a cabo sus artimañas.

—¡Ya os he dicho que se trata de gente muy peligrosa! —bramó fray Remigio, alentado por la nueva actitud del mosén—. El peor de ellos es el pintor, lo vengo persiguiendo desde Jerusalén. Hace ya más de tres meses.

—¿Qué reliquia ha robado?

—No puedo decíroslo, pero sí os daré un detalle que os hará calibrar su importancia. Ese malvado la robó de uno de los túneles que se abren bajo las ruinas del antiguo templo de Salomón.

—¡Santa Madre de Dios! —repitió el párroco.

—Y ahora, ¿seríais tan amable de responder a mi pregunta?

—Partieron hará un par de horas y se dirigen a Martinet.

—¿Dónde queda eso?

—A unas cuatro leguas, siguiendo aguas abajo el curso del río. La nieve dificultará su marcha por lo que no podrán ir muy deprisa. Con la ayuda de Dios, es posible que los alcancéis antes de llegar.

 

 

 

Aldo, Lucila y Arnulfo avanzaban cada vez con más lentitud. La nevada había sido mucho más fuerte en los antepechos rocosos que protegían Puigcerdà. La nieve alcanzaba en algunos lugares más de un codo de espesor. Caminaban pegados a la orilla del río, donde la capa de nieve era menor y el ruido del agua proporcionaba el único elemento de vida en medio de un paisaje solitario. Conforme avanzó la jornada el cielo fue encapotándose.

De repente, el cantero se hundió en la nieve hasta la cintura.

—¡Maldita sea!

Aldo y Lucila no pudieron contener una carcajada.

—¡Es que no miras por dónde vas! ¡No te fijas en dónde pones los pies!

Logró salir con gran esfuerzo y la ayuda de sus amigos. Se sacudió la nieve a manotazos y propuso muy serio:

—Creo que sería mejor que volviésemos sobre nuestros pasos.

La pareja intercambió una mirada cómplice.

—¿Tan dulces son los pechos de María o acaso es la suavidad de sus muslos? —comentó Aldo con un brillo burlón en sus ojos.

—Brrr… —Arnulfo dio un último manotazo y echó a andar—. ¡Prosigamos!

Si no avivaban el paso, la noche se les podría echar encima sin haber llegado a su destino y las nubes que encapotaban el cielo eran cada vez más densas y oscuras.

Después de más de tres horas de fatigosa marcha, se detuvieron en un recodo donde el río describía un pronunciado meandro. Allí, por esos caprichos que ofrece la naturaleza o por una configuración especial del terreno, apenas se había acumulado nieve y los árboles, un bosquecillo de grandes robles de grueso tronco cuyas hojas amarilleaban, eran un buen lugar para tomar un respiro. Frente a ellos, al otro lado de una estrecha llanura, se alzaba un majestuoso cerro de vertientes empinadas cubierto por una espesura blanca. En medio del paisaje destacaban acá y allá pequeños puntos oscuros salpicados por la ladera. Allí decidieron reponer fuerzas. Lucila se quedó cruzada de brazos, contemplando la majestuosidad del paisaje, mientras Aldo acondicionaba un lugar para encender fuego y Arnulfo buscaba unos leños.

—¿Qué serán esas manchas negras?

—La copas de los árboles.

—¡Anda ya!

—En serio, son las copas de los árboles. La nevada ha batido con mucha fuerza en esa ladera y la nieve se ha acumulado en una gruesa capa. Tiene tanto espesor que ha sepultado la vegetación. Lo que ves son las puntas de los árboles. Ese manto blanco ya no desaparecerá de ahí hasta la próxima primavera.

Arnulfo llegó resoplando.

—No se ve un alma. Es como si estuviésemos solos en el mundo. ¡Escuchad el silencio!

La soledad era absoluta y el silencio, sólo roto por el murmullo del agua que fluía en el cauce del río, impresionaba. Encendieron el fuego para mitigar el frío y sacaron las viandas: migas, queso, tasajo de carne y unos higos secos. Iban a comer cuando un destello luminoso lo inundó todo. Unos segundos después, un trueno retumbó entre los valles. Se prolongó tanto que los tres quedaron sobrecogidos. No había cesado el estruendo, cuando un nuevo fogonazo anunció que la tormenta cuajaba.

—¡Virgen Santísima, protégenos de todo mal! —imploró Lucila.

El relincho de un caballo rompió un momentáneo silencio. Los tres se pusieron de pie desconcertados. Fue Lucila quien vio a los jinetes.

—¡Mirad allí, son soldados! —los cinco jinetes estaban a un centenar de pasos.

Aldo centró su atención en el primero y comprendió el peligro que los amenazaba al reconocer a fray Remigio acompañado por un grupo de soldados. No acertaba a entender cómo el fraile había podido seguir sus pasos. Cogió su cachava y gritó:

—¡Corred! ¡A toda prisa, vamos!

Lucila y Arnulfo no se movieron.

—¡Corred os digo!

—¿Qué ocurre? —el cantero permanecía inmóvil.

—¡Son gente peligrosa!

—¿Cómo lo sabes? Sólo son un fraile y cuatro soldados —protestó Lucila.

—¡Por todos los demonios! ¿Qué es todo esto? —farfulló un confundido Arnulfo.

—¡Corred os digo, mientras les hago frente! —gritó Aldo una vez más.

Los caballos husmearon el peligro y se agitaron nerviosos cuando un nuevo relámpago brilló en el cielo y un nuevo trueno, aún más fuerte que los anteriores, estalló como si la cólera de Dios se desbordara por aquellos valles.

Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado.