Capítulo IX

JERUSALÉN, mayo de 1123

 

Trabajaron sin descanso durante varias horas. Las reticencias del principio habían desaparecido. Mientras Aldo realizaba comprobaciones y medía distancias, Baldassare copió en un trozo de papel el texto que habían calcado y lo guardó junto a la copia obtenida con el carboncillo.

—¿Para qué lo copias?

—Para que la persona que lo traduzca tenga los dos textos.

—¿A quién vas a dárselo?

—A mi madre.

—¿Sabe griego?

—Es su lengua materna. Ella nació en Salónica y es allí donde mi padre la conoció.

—¿Cómo fue? —se interesó Aldo al comprobar que el joven tenía ganas de hablar.

—En uno de sus viajes, mi padre llegó hasta el Peloponeso en un barco chipriota. Por aquellas fechas no se encontraban vitelas en toda Italia, una epidemia había acabado con los corderos y hubo que buscarlas en lugares muy alejados. Tuvo que viajar hasta la península de la Calcídica para conseguirlas. No sé si sabes que las ovejas de Macedonia tienen fama por la finura de sus lanas. Los rebaños de la zona son propiedad del monasterio de Lavra, pero los monjes son muy celosos de todo lo suyo y no les gustan las visitas de extraños. Mi padre logró ganarse su confianza, pero sólo accedieron a satisfacer sus necesidades y venderle un ciento de pieles a cambio de que encuadernase una colección de valiosos códices. Cuándo los monjes descubrieron que era un excelente miniaturista, también le pidieron que ilustrase algunos volúmenes. Estaban tan satisfechos que apenas terminaba un trabajo ya le habían encargado otro; en realidad, deseaban que se quedase a vivir allí. Lo que era un viaje de algunas semanas se convirtió en una estancia de más de un año. Durante ese tiempo fue varias veces a Salónica a fin de adquirir materiales para encuadernar y pintar. Allí conoció a mi madre. Su nombre es Helena Calgopopas y era hija de un magister que enseñaba gramática, retórica y dialéctica a los jóvenes de las familias aristocráticas de la ciudad. Al principio, su padre se opuso enérgicamente a que su única hija contrajese matrimonio con un bárbaro; más tarde, fue cediendo al enterarse de que aquel joven sabía leer y escribir, y que trabajaba ilustrando y encuadernando códices para los monjes del Monte Athos. Mi padre me habló muchas veces de los valiosos códices que se guardan en la biblioteca del monasterio de Lavra. Se emocionaba mucho cuando me hablaba de aquel tiempo… —la voz de Baldassare se apagó.

Aldo lo miró y vio las lágrimas asomar a sus ojos.

—¿Te ocurre algo?

El muchacho dejó escapar un suspiro.

—No puedes imaginarte el sufrimiento que supone para mí ignorar que ha sido de él. Ni siquiera sé si vive o está muerto.

Aldo le pasó un brazo por el hombro y pensó que era mejor volver al trabajo. Dedicaron varias horas a medir la altura de la piedra porque el pintor no se mostraba satisfecho con el resultado. Lo hicieron tantas veces que hasta perdieron la cuenta, a pesar de que el resultado era siempre el mismo: faltaba menos de un dedo para que diese dos codos y medio. El que no fuese una medida exacta era lo que lo desconcertaba; por eso insistía una y otra vez, convencido de que se había producido algún error.

—¿Por qué insistes tanto en esta medida? —preguntó el muchacho cansado de repetir la operación.

—Porque no guarda la proporción.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Tenemos que la medida de la anchura es exacta: cuatro codos. Sin embargo, la altura no lo es. Ignoro por qué falta una pizca para que el resultado sea dos codos y medio. Es muy extraño porque aquí todo parece encajar con una precisión extraordinaria.

—¿Tiene eso algo de particular?

—No lo sé, pero Benelli ha insistido tanto en la exactitud…

—El error es muy pequeño —señaló Baldassare.

—Sin embargo, no debería producirse. Tengo la sensación de que se me escapa algo. ¿No te llama la atención, cuando Benelli quiere una reproducción tan exacta que considera el grosor de un cabello como un error imperdonable?

—¡Bah! Benelli exageraba.

A pesar de lo que acababa de decir, Baldassare se rascó la cabeza varias veces. Sin decir nada, se sentó en un escabel, tomó un cálamo y un pliego de papel, y se puso a hacer cálculos. Aldo lo miraba en silencio. Al cabo de unos minutos, después de hacer algunas comprobaciones, le entregó el papel al pintor.

—¿Qué es este galimatías de números?

—La explicación de ese supuesto error.

Aldo miraba alternativamente al muchacho y a las operaciones que había en el pliego, pero no entendía su significado.

—¿Puedes explicármelo?

—¿Sabes qué es la sección áurea?

—¿Cómo has dicho?

—La proporción áurea, una medida a la que algunos denominan el número de Dios.

—¿El número de Dios? ¡Jamás he oído hablar de eso! —Aldo estaba cada vez más sorprendido con Baldassare.

—Es la proporción perfecta, la que guardan la altura y la anchura de esa piedra. —señaló el papel—. Eso es lo que he calculado. La anchura de cuatro codos se corresponde con una altura equivalente a dos codos y medio; para ser exactos un poco menos de dos codos y medio, por eso no encajan las medidas. Quien trazó en la piedra el marco de ese mapa sabía lo que estaba haciendo y lo tuvo en cuenta a la hora de realizar los cálculos.

—¡No me lo puedo creer!

—Créetelo, las medidas son perfectas.

Aldo se acariciaba suavemente la barba, reflexionando en silencio hasta que fijó su vista en un lugar del mapa, marcado por un punto.

—Si quién hizo este mapa se tomó tantas molestias para que las medidas fuesen tan precisas, que un aparente error es en realidad una prueba de su perfección, ha de ser porque desea representar algo con una precisión absoluta —comentó Aldo.

Baldassare iba a contestar cuando desde el fondo de la galería llegó un ruido de pasos y el murmullo de una conversación. Poco después apareció Benelli acompañado por el trío de esbirros, entre ellos Zechnás, con su inseparable látigo.

El mercader trató de mostrarse amable.

—¿Qué tal la jornada?

—Provechosa— respondió Aldo—. Hemos tomado las medidas del contorno y ya tengo las proporciones exactas que he de trasladar al papel, aunque todavía no he podido calcular la proporción en que habré de reducir la figura.

La afabilidad había desaparecido del rostro de Benelli.

—¿Pretendes decirme con toda esa palabrería que has necesitado todo un día para hacer unas simples medidas?

—¿Unas simples medidas? ¿Acaso no me habéis repetido un sinfín de veces que no puede haber el más pequeño margen para el error? Para asegurarme, he tenido que medir muchas veces —el tono de Aldo era desafiante, consciente de que mientras el mercader lo necesitase no corría riesgos.

—Tienes razón —concedió Benelli de mala gana.

—En tal caso, comprenderéis que he de asegurarme en todos los pasos del proceso. Arrastrar un pequeño error desde el principio, puede llevar a un final desastroso. Además, ya os lo he dicho: la prisa es mala consejera.

—Todo lo que dices es cierto, pintor, pero también estás advertido de que mi paciencia tiene un límite y puedo asegurarte que hoy has agotado una parte de ella. Mañana quiero que el progreso sea más palpable. De lo contrario, me veré obligado a tomar medidas.

 

 

 

El hortelano era hombre de pocas palabras y más aún si quien tenía delante vestía un hábito de fraile; para Ahmed un religioso suponía una amenaza, un peligro. Acababa de regresar de su huerto y se había encontrado con aquel monje a la puerta de su casa. No paraba de hacerle preguntas sobre el pintor, a quien llevaba dos días sin ver. Ahmed estaba muy nervioso y apenas respondía con monosílabos a las preguntas del cisterciense. Él no quería complicaciones, bastante tenía con doblar el espinazo todos los días para ganarse un sustento que casi siempre era escaso.

—¿Dices que suele venir temprano?

—Sí, siempre antes de la puesta de sol.

—¿Y dices que cuándo regresas de tu huerto siempre lo encuentras aquí?

—Casi siempre.

—¿Nunca se ha retrasado? Haz memoria.

—Nunca se retrasa, vuestro amigo es muy ordenado.

—¿La última vez que lo viste fue anteayer por la mañana?

—Sí, anteayer por la mañana.

—¿Seguro? —insistió el cisterciense.

—Sí, seguro, anteayer.

—¿Muy temprano?

—Muy temprano, sí.

La mujer del hortelano observaba inquieta, sin dejar de mirar a los dos frailes que acompañaban a fray Remigio, apartados a una distancia prudencial. Había salido al patio para recoger a sus dos hijos, unos rapaces que no levantaban un palmo del suelo. Tampoco a ella le hacían gracia los hombres que vestían hábito, le gustaban tan poco como los soldados que se veían hasta en el último de los rincones de la ciudad.

—¿Sabes adonde iba?

Ahmed agachó la cabeza y negó con un movimiento.

—No recuerdo habérselo oído decir.

El cisterciense supo que si no cambiaba de procedimiento no obtendría la información que deseaba. La víspera se sintió más molesto que inquieto con la ausencia de Aldo, que no había comparecido a su cita para cenar y despedirse. Sin embargo, conforme pasaron las horas, la inquietud se apoderó de su ánimo. El pintor parecía un hombre de palabra, estaba convencido de que había ocurrido algo muy grave.

Como aún faltaba una semana para que el barco zarpase, decidió posponer su marcha y enterarse de lo que podía haberle sucedido. Dedicó toda la jornada a recabar información. Preguntó al canónigo del Santo Sepulcro que le había encargado el frontal, pero no obtuvo información de interés, sólo pudo corroborar que era persona muy cumplidora y ordenada en sus costumbres. Luego visitó al párroco de San Juan Bautista y allí obtuvo la información que lo condujo hasta la casa de Ahmed.

También el musulmán acababa de confirmarle que era hombre metódico, dedicado a su trabajo y de costumbres fijas. Lo alarmó que la víspera no hubiese regresado. Aquello confirmaba los peores augurios. Buscó entre sus ropas y sacó una moneda de oro. El hortelano necesitaría cultivar muchas verduras para ganarla.

—Será tuya si me facilitas información que me conduzca al paradero del pintor.

Ahmed lanzó una furtiva mirada a su mujer, que aguardaba a pocos pasos junto a la puerta, luego fijó su vista en la moneda que el fraile mostraba. El brillo del oro le despertó la memoria.

—Recuerdo que llevaba la bolsa con sus instrumentos colgada del hombro.

—¿Qué más recuerdas?

—También dijo que tenía un nuevo encargo.

El fraile asintió con ligeros movimientos de cabeza y se pasó la lengua por sus labios resecos.

—¿Dónde?

Ahmed agachó otra vez la cabeza.

—No lo sé, señor.

El fraile ocultó la moneda en su mano y el hortelano dirigió una mirada angustiosa a su mujer.

—Tu mala memoria va a hacerte un flaco favor.

—Señor, yo estaba pendiente de mis cosas, aparejaba mi jumento para irme a trabajar. —Ahmed hizo un esfuerzo por recordar—. Me comentó que no iba a pintar a un templo, sino a la casa de un mercader. No me dijo su nombre, pero sí que vivía cerca de la puerta de Jaffa, al otro lado de la ciudadela.

—¡Toma, te la has ganado!

Fray Remigio lanzó la moneda al aire y Ahmed la atrapó, como si cazase una mosca al vuelo. El hortelano respiró aliviado al verlos alejarse; entró en su casa, atrancó la puerta y mostró a su esposa el pequeño tesoro que tenía en la mano. Nunca había conseguido una ganancia tan fácil y jamás en su vida había poseído una moneda de oro.

Los monjes apretaron el paso porque la noche caía sobre Jerusalén, pero fray Remigio albergaba la esperanza de dar con el paradero de Aldo. Pensaba que en una zona tan delimitada como era la puerta de Jaffa no habría muchos mercaderes dispuestos a contratar los servicios de un pintor.

—¡Vamos! ¡Vamos! —urgía a sus compañeros.

Rodearon la ciudadela y preguntaron a un mendigo que pedía limosna junto al arco de la puerta del Bazar.

—¿Qué mercaderes viven por aquí?

El mendigo, extrañado, se quedó mirando al fraile.

—Una caridad, por el amor de Dios —suplicó extendiendo la mano.

—Si quieres esa limosna, dime cuáles son las casas de los mercaderes más importantes de este barrio.

—El más importante es un italiano, que el diablo confunda.

—¿Por qué?

—Porque tiene el corazón más duro que el pedernal. Si estuviera en su mano, haría que el Sol sólo saliese para él.

—¿Cómo se llama? —el fraile rebuscaba en su faltriquera.

—Marco Benelli o Betelli, no lo sé muy bien. Algunos lo conocen como el florentino.

—¿Sabes dónde vive?

El mendigo guardó silencio y alargó su sarmentosa mano.

Fray Remigio sacó dos monedas de cobre y se las puso en la palma, el mendigo las sopesó y negó con la cabeza. Todos los días no se presentaba una oportunidad como aquélla. El monje, contrariado, sacó una moneda de plata y se la mostró, el mendigo trató de cogerla, pero el fraile fue más rápido.

—¡Tendrás que ganártela!

—Os diré cuál es la casa de ese mal nacido.

—No, tendrás que acompañarnos y mostrárnosla.

Con mucha menos dificultad de la que era de esperar por su aspecto, el hombre se levantó y, sin decir palabra, echó a andar por la calleja hasta desembocar en una plaza de proporciones armoniosas, algo extraño en una ciudad tan abigarrada como Jerusalén. Uno de los laterales lo ocupaba una enorme mansión.

—¡Ahí la tenéis! Esa es la casa del florentino.

—¡Vamos! —ordenó fray Remigio a sus dos compañeros.

—¡Eh, mi moneda! —reclamó el mendigo.

El monje la lanzó al aire y el pordiosero, al igual que Ahmed, la atrapó al vuelo.