Capítulo XV
BARCELONA, primavera de 1919
La ciudad vivía tiempos agitados. Los efectos del final de la Gran Guerra habían empezado a notarse mucho antes de lo que todos pensaban. El panorama de bonanza que el conflicto bélico había proporcionado a la industria textil era ya un recuerdo. La actividad del puerto de Barcelona bajó en pocos meses de forma alarmante. Cataluña dejaba de ser la aprovisionadora de los bandos contendientes. En los años anteriores, el trabajo había desbordado todas las previsiones, los centros fabriles de las riberas del Llobregat y del Besos no habían dado abasto para satisfacer la demanda de una Europa en guerra desde 1914. A pesar de todo, el malestar había estallado en varias ocasiones y los enfrentamientos entre los sindicatos y la patronal habían sido frecuentes. Los grandes beneficiarios fueron las acomodadas familias de la burguesía propietaria de las grandes industrias, mientras que los salarios continuaron siendo bajos y las condiciones laborales penosas. Los disturbios y las huelgas llegaron a ser algo cotidiano. Los pedidos de las potencias beligerantes, aunque importantes, empezaron a decrecer y la patronal no se mostró dispuesta a renunciar a sus beneficios.
A lo largo de 1918, el ambiente se había caldeado y la caja de los truenos se destapó en el popular barrio del Clot, donde unos individuos asesinaron a un conocido industrial. En los días siguientes a su muerte, la ciudad fue testigo de nuevos crímenes. Otros seis empresarios resultaron asesinados, sin que la policía barcelonesa pudiese hacer nada por impedirlo. El sector más radical del empresariado tomó su propia iniciativa, al considerar que las autoridades eran incapaces de garantizarles una protección adecuada.
Barcelona se había convertido en una de las ciudades más peligrosas de Europa. El pistolerismo patronal y sindical, que fue la denominación que se dio a la práctica del asesinato llevado a cabo por matones contratados a sueldo por razones laborales y políticas, la había teñido de rojo. En la esquina de cualquier calle o plaza podía vivirse un tiroteo y ver cómo una bala perdida acabase con la vida de alguien que simplemente pasaba por allí.
La huelga de la Canadiense había crispado a la ciudad porque el conflicto fue exacerbándose. Al ser despedidos los escribientes, los trabajadores de otras secciones se pusieron en huelga. Cinco días más tarde, los despedidos eran dos mil y los sindicatos respondieron con otra medida de presión: los lectores-cobradores de los contadores del consumo de energía eléctrica se declararon en huelga. El único empleado que acudió al trabajo fue asesinado en plena calle, acusado de esquirol. La empresa endureció su postura y los sindicatos amenazaron con cortar el fluido eléctrico de la ciudad. La tensión llegó al máximo cuando los trabajadores cumplieron su amenaza y dejaron Barcelona sin electricidad; cuarenta y ocho horas después era toda Cataluña la que estaba a oscuras.
La luz de los candelabros proyectaba extrañas sombras, a las que colaboraban los labrados perfiles del exquisito mobiliario. El ambiente reinante era propio de una reunión de conspiradores del siglo anterior. Algo clandestino que no podía salir a la luz del día.
—¡Esto no puede continuar así ni un minuto más! ¡Es el caos!
Quien se expresaba en tales términos era Joan Cambra, el más joven de la nutrida reunión convocada a toda prisa por el presidente de la patronal catalana en un palacete del barrio de Pedralbes. Allí estaban Carles Amatllé, Isidre Casanovas, Jaume Muntaner, Agustín Obiols, Joan Raventós, Jaume Codorniu, Pere Codina, Fernando Pallares, Lluís Plandiura, Jordi Milà… También asistía el nuevo gobernador militar de la ciudad, el general Martínez Anido.
—Desde luego, algo hay que hacer. No podemos permanecer con los brazos cruzados —señaló Amadle.
Sus palabras levantaron un coro de asentimientos y fue Raventós quien se dirigió al militar.
—¿Qué piensa su excelencia?
Martínez Anido se tomó unos segundos, consciente de que todos estaban atentos a sus palabras. Disfrutaba viendo a los representantes de algunas de las familias más poderosas de Barcelona pendientes de un gesto suyo. Se atusó una de las guías de sus mostachos y comentó:
—Que la situación es complicada.
—¡Eso ya lo sabemos! —gritó con la voz descompuesta Jaume Muntaner.
El militar lo miró desafiante y otra vez mantuvo el silencio durante unos segundos.
—Me han preguntado qué pienso de la situación, no qué medidas podrían tomarse para hacerle frente.
Muntaner agachó la cabeza y farfulló una disculpa.
—¿Qué harías tú? —le preguntó Obiols a Martínez Anido en un tono casi familiar, aprovechando que les unía una vieja relación, y con el propósito de rebajar la tensión.
—Militarizaría la Canadiense —respondió sin pestañear.
—¿Qué quieres decir cuando hablas de «militarizar»?
—Muy simple. El ejército se haría cargo de las instalaciones y las pondría en funcionamiento. El Cuarto Regimiento de Zapadores está cualificado para asumir una misión de esas características.
—La respuesta de los trabajadores sería salvaje. ¡Considerarían a los soldados unos esquiroles! ¡El remedio puede ser peor que la enfermedad! —protestó un preocupado Raventós.
Martínez Anido lo midió con la mirada.
—Se equivoca usted. Un soldado es un soldado. Cumple órdenes y, en el ejército, las órdenes no se discuten —se puso de pie y paseó la vista sobre los presentes—. Si quieren luz, las tropas a mis órdenes pueden proporcionársela, pero no me gustan las medias tintas.
Hubo todavía un momento de vacilación. El rechazo a ciertas situaciones relacionadas con ejército era una realidad que estaba a flor de piel en una ciudad como Barcelona, donde en la memoria de todos estaban vivos los acontecimientos de la Semana Trágica motivada por el embarco de reservistas con destino a Marruecos.
—En buena medida, ustedes tienen la culpa de la situación a que hemos llegado, en la que los anarcosindicalistas son los dueños de la calle.
—¡Encima nosotros somos los culpables! —protestó Plandiura.
—¡Por supuesto! ¡No se puede andar con paños calientes! Tenemos que enseñarles a esa gentuza quién manda aquí.
A la mayor parte de los reunidos les agradó escuchar que el gobernador militar hablaba como uno de ellos, pero nadie se atrevía a dar un paso que podría significar una conmoción en la ciudad.
—¡Ustedes deciden! —los retó.
—Yo estoy a favor —afirmó Pallares.
Eso era lo que la mayoría esperaba escuchar.
—¡Y yo!
—¡Y yo!
—¡También yo!
En pocos segundos, el asentimiento fue generalizado. Martínez Anido hinchó el pecho y se atusó otra vez una de las guías de su mostacho. Estaba satisfecho.
El anfitrión tiró de un borlón y sonó una campanilla. Mientras los reunidos formaban corrillos, el mayordomo se acercó discretamente hasta el dueño de la casa.
—¿Ha llamado el señor?
—Champagne y unos canapés, Honorio. Lo antes posible.
—Ya estaba previsto, señor.
—¡Qué sería de esta casa sin ti!
En uno de los corrillos donde la conversación era muy animada, Fernando Pallares comentaba a Lluís Plandiura:
—Me han dicho que andas tras unas excelentes piezas románicas, aunque no me han concretado más.
—Eso no es una novedad —señaló Raventós.
—Bueno… bueno, en cierto modo sí lo es.
Plandiura dio una chupada a su cigarro e introdujo los pulgares por las sisas de su chaleco, en una actitud característica cuando se encontraba cómodo. Y, desde luego, se sentía en su medio cuando se hablaba de arte, algo que para él, lo mismo que sus actividades industriales, era un negocio del que obtenía importantes dividendos.
—¿En qué sentido es una novedad?
Dio otra chupada a su cigarro y dejó que el humo saliese lentamente de su boca.
—Unos norteamericanos están vivamente interesados en las pinturas del ábside de una pequeña iglesia perdida en las estribaciones del Pirineo.
—¡No pretenderán llevarse el ábside! —exclamó Pallares.
Plandiura se encogió de hombros.
—No sería la primera vez. Hace algunos años se llevaron el palacio renacentista de los marqueses de los Vélez, lo desmontaron piedra a piedra; lo pagó un magnate de la industria del petróleo para donarlo a un museo de los Estados Unidos.
—¡Qué barbaridad! ¡Qué forma de malgastar el dinero! —señaló Pere Codina—. ¡Eso debió de costar una fortuna!
—No creas que es una forma de tirar el dinero —señaló el industrial y marchante—. El gobierno de los Estados Unidos promulgó una ley en virtud de la cual se desgravan impuestos cuando se hacen donaciones de obras de arte a los museos públicos.
—¡Estos yankees están locos! ¡Cargar con las piedras del ábside!
—En realidad, lo que van a llevarse son las pinturas, no las piedras. Esa es la novedad.
—¡Llevarse las pinturas y dejar las piedras! ¡Desvarías, Plandiura! ¿Cómo van a conseguirlo?
En los ojos del industrial, para quien el coleccionismo era una obsesión, brilló un destello de desdén. Estaba reunido con una parte importante de los hombres que controlaban la ciudad, pero estaban apegados de tal forma a sus fábricas y sus negocios que su mundo estaba limitado a las hilaturas, las ferrerías, la fabricación de papel y la impresión, al comercio o a las manufacturas. Se encogió de hombros, como si hablase de algo cotidiano.
—Despegándolas de la pared.
—¡Anda ya!
—Hablo en serio, muy en serio. Unos italianos conocen la forma de hacerlo que, al parecer, es algo muy antiguo. Pueden despegarlas sin que sufran el menor daño y volver a colocarlas en otro lugar. La única condición es que el sitio donde vayan a parar reproduzca la forma del lugar donde fueron arrancadas.
—Supongo que ésta es la razón por la que han aparecido esos artículos de mosén Gudiol en La veu de Catalunya.
—¡Ese cura es un incordio! —protestó Plandiura.
—Tengo entendido —señaló Raventós— que Cambó ha tomado cartas en el asunto, instigado por Puig i Cadafalch y algunos otros integrantes del Institut d'Estudis Catalans.
Poco a poco, la conversación había atraído la atención de alguno más de los reunidos. El mayordomo dirigía con la mirada y gestos casi imperceptibles a las doncellas que pasaban ya bandejas con el champagne y los canapés por todo el salón. En otro de los corrillos, Martínez Anido, acompañado por el dueño de la casa, era el centro de atención. El militar explicaba cómo pensaba restablecer la normalidad en el suministro de energía eléctrica.
—Nosotros estamos cumpliendo escrupulosamente la legalidad —señaló Plandiura—. El dueño de esas iglesias y de lo que contienen es el obispo de Urgell y su ilustrísima está de acuerdo en que se lleve a cabo la operación, que va a reportar a las arcas de la diócesis la bonita suma de quince mil pesetas. Una cifra muy importante para una diócesis tan pequeña.
—¡Será legal, pero eso es un expolio! —comentó Agustín Obiols, uno de los que se habían incorporado al grupo.
—¿Un expolio? Expolio es dejarlo allí, abandonado, al alcance de cualquiera. ¡La gente ha hecho barbaridades! —se defendió Plandiura—. Algunas iglesias, en las que desde hace años no hay culto, sirven hoy de establos para el ganado de los aldeanos o se utilizan como graneros. En algunos sitios han servido de refugio a quienes no tienen otro lugar donde cobijarse. ¡Se han encendido fogatas!
—Sin embargo, a pesar de todo eso, las pinturas se han mantenido allí. Eso forma parte del patrimonio histórico de nuestra tierra y no debe salir al extranjero. He escuchado que detrás de esa operación están unos marchantes norteamericanos que, en realidad, representan a un museo, creo que de Boston. Yo estoy de acuerdo con quienes protestan contra ese tráfico.
—¿Lo dice por el arquitecto y por el mosén de Vic? —Plandiura se mostraba retador.
—Lo digo por ellos y por De Brocà, por Goday, por Mas, por Doménech i Muntaner, por Pijoan y por la memoria de Prat de la Riba.
—¡Bah! —Plandiura hizo un claro gesto despectivo con la mano—. Toda esa gente lo único que quiere es afán de notoriedad.
—Es usted injusto.
—No lo creo. Dígame, Obiols, ¿qué han hecho por salvar eso que usted llama «el patrimonio histórico de Cataluña», aparte de escribir en revistas y periódicos, tomar algunas fotografías y darse bombo? ¿Qué han hecho? ¿Dígamelo?
—Nos han hecho ver que en esos valles perdidos hay un valioso patrimonio que forma parte de nuestro pasado. Nos han enseñado que el románico es una parte importante de nuestra historia. A ellos le debemos su descubrimiento.
—No estoy de acuerdo. En realidad, fueron ellos quienes levantaron la liebre. Hoy todo el mundo quiere un trozo de pintura o de madera de aquellos siglos. No vale decir que hay un frontal en tal lugar o una talla en tal otro, o pinturas en las paredes de determinada iglesia. ¡Si lo que quieren es proteger esas obras de arte, tienen que actuar, no limitarse a contarnos que existen!
—En eso he de reconocer que tiene usted una parte de razón. ¡Se ha debido actuar protegiéndolas de la depredación de gentes con pocos escrúpulos!
—¿Acaso me incluye entre esos depredadores por mi afición a coleccionar obras de ese tiempo?
Obiols no se mordió la lengua.
—Creo que usted podría ser un buen ejemplo.
—Otra vez he de contradecirle, amigo Obiols. Si no hubiese sido por algunos que, en lugar de hablar, escribir y denunciar, hemos actuado, esas obras de arte se hubiesen perdido para siempre. Si hoy conservamos muestras valiosas, es porque ha habido quien ha mostrado interés por conservarlas.
—Ése es el argumento que sirve de cobertura a sus intereses y le permite justificar los expolios —replicó Obiols—. Si ha llegado hasta sus manos es porque las obras han soportado el paso del tiempo. A usted y a los que se dedican al negocio de la compraventa de obras de arte les interesa sólo el negocio. Si no fuese así, no traficarían buscando un beneficio personal. Las obras deben permanecer en el entorno donde surgieron.
Al día siguiente, el Cuarto Regimiento de Zapadores se hizo cargo de la Canadiense y restablecieron el suministro eléctrico de Barcelona. Pero los problemas no desaparecieron. Hubo numerosos sabotajes y la respuesta de los sindicatos a la militarización fue ampliar la huelga. En cuarenta y ocho horas, Barcelona se quedó sin gas y sin agua corriente porque los trabajadores de ambas empresas iniciaron un paro.
Martínez Anido respondió con la militarización de los servicios.
—La orden de militarización —indicaba el gobernador militar a un capitán que se mantenía en posición de firmes— incluye a todos los trabajadores de los servicios básicos.
—¿Qué entendemos por servicios básicos, mi general?
—Agua, gas y electricidad. —El gobernador militar de Barcelona se atusó la guía de uno de sus mostachos y entrecerró los ojos—. Afecta a todos los trabajadores que militarmente se encuentren en la reserva.
—Entre los veintidós y los treinta y ocho años —recalcó el capitán.
—La orden de movilización señalará que el plazo para comparecer en sus puestos de trabajo es de cuarenta y ocho horas.
—¿Cuándo empiezan a contar, mi general?
—A partir de las ocho horas de mañana. Imprima el bando y tome las disposiciones necesarias para que esta misma tarde esté en todas las esquinas de Barcelona.
—¿Alguna más cosa más, mi general?
—Sí, que también se publique en El Brusi.
—¡A la orden, mi general!
El administrativo apenas podía controlar el temblor que agitaba sus manos mientras limpiaba sus lentes. Alzó las gafas y comprobó que los cristales estaban impolutos. Luego, como si fuese un ritual, acomodó las flexibles patillas en sus orejas. Se ajustó el cinturón y alisó las inexistentes arrugas de su camisa, se quitó los manguitos que guardó en el bolsillo de su pantalón y se pasó el dedo por el interior del cuello de la camisa, antes de golpear con los nudillos en la puerta del despacho del jefe de redacción. Lo hizo suavemente, como si temiese molestar.
—¡Adelante! —la voz sonó desagradable.
—¿Da usted su permiso?
—¡Adelante! —fue casi un grito.
El hombre cerró la puerta procurando que el picaporte no hiciese ruido. Antes de abrir la boca, se encontró con la pregunta:
—¿Qué están haciendo?
—Aún no han tomado decisiones, don Joaquín.
El periodista, cuya monda cabeza brillaba sudorosa, sacó del bolsillo de su chaleco el reloj que colgaba de una gruesa cadena de plata y estiró la mano para mejorar su visión. Ya habían dado las siete de la tarde.
—¿Qué hacen esos malditos cajistas? —preguntó, como si no hubiese escuchado la respuesta anterior.
—Siguen reunidos. Echan discursos, discuten, aplauden y silban, según les parece lo que escuchan.
—¿Ninguno trabaja?
—Ninguno, don Joaquín; de allí no se mueve nadie.
—¿Y en los talleres?
—Tampoco hay actividad. Están esperando a ver qué hacen los cajistas.
—¡Maldita sea! ¡La hora que es y todo el mundo de brazos cruzados! ¡Me temo que mañana…! —no terminó la frase porque alguien llamaba a la puerta con mucha energía—. ¿Quién es?
Por toda respuesta, se abrió la puerta: eran cuatro individuos.
El jefe de redacción de El Diario de Barcelona, conocido popularmente como El Brusi, se puso de pie.
—¿Qué tripa se os ha roto?
—Ninguna, pero queremos hablar con usted.
—¿Qué pasa?
—Estamos dispuestos a que mañana salga el periódico…
—Entonces, ¿cuál es el problema? —lo interrumpió don Joaquín.
—Todavía no he terminado —se le encaró el sindicalista.
—¿Qué tienes que añadir?
—Sacaremos el diario, pero sin el bando de militarización.
—¿Cómo dices?
—Que el bando de militarización no sale.
—¡Eso no es posible!
—¿Por qué no? Si cuando a ellos les conviene utilizan la censura, nosotros también podemos hacerlo.
—¡Soy yo quien dice lo que se publica y lo que no!
El sindicalista miró a sus acompañantes. Los tres negaron con un ligero movimiento de cabeza.
—Ya conoce nuestras condiciones. Con la hora que es, no dispone de mucho tiempo. Si quiere salir a la calle, será sin bando.
—En cinco minutos os comunicaré mi decisión. ¡Ahora fuera! —señaló la puerta con el brazo extendido, tratando de aparentar un dominio de la situación que no tenía.
Martínez Anido era como un león enjaulado. Aquellos desarrapados estaban echándole un pulso. Había tenido que poner soldados junto a los bandos para evitar que fuesen arrancados por los piquetes de huelguistas y se había encontrado que en las páginas de El Brusi no aparecía el bando de militarización. El semblante de la media docena de militares pendientes de sus órdenes indicaba la crispación que se vivía en la ciudad.
—¡Quiero un escarmiento!
—¿Puede precisar, mi general? —preguntó un comandante.
—¡Los que no acudan a sus puestos de trabajo, detenidos!
—¡A la orden, mi general!
—¿Alguna duda?
—¡Ninguna, mi general!
—Pues, en tal caso, que cada cual cumpla con su obligación. Barcelona tiene que estar a pleno rendimiento en veinticuatro horas.
—¿Da vuecencia su permiso, mi general? —era un joven teniente.
—Dígame, Parga.
—Disculpe, mi general, pero ha habido un tiroteo en la Diagonal.
—¿Qué ha ocurrido?
—Las noticias son confusas, mi general. Pero, al parecer, un grupo de pistoleros ha acribillado un coche. Las noticias… las noticias…
—¿Qué ha pasado?
—Parece ser que todos los ocupantes han muerto o están malheridos. No podría precisarle.
—¡Esto no puede continuar así ni un minuto más!