Capítulo XVI

PUERTO de Génova, junio de 1123

 

Mientras aguardaba para desembarcar, Aldo observaba desde la altura que le proporcionaba la galera. Después de una maniobra dificultosa y recogidos los remos, la nave se aproximó al muelle. Unos marineros echaron las anclas para fijarla y otros tendieron unos tablones a modo de pasarela. En medio del fárrago producido en el puerto por el atraque de la galera, abandonó el barco con su bolsa de cuero al hombro. Tenía hambre y decidió que lo primero que haría sería buscar un sitio donde comer algo, aunque los tugurios de los puertos no tenían fama de acogedores.

Echó a andar pendiente de todo lo que se movía a su alrededor, de posibles delincuentes al acecho de mercancías y viajeros.

Se detuvo ante una puerta de la que salía un fuerte olor a fritanga y a vino agrio. No parecía el sitio más recomendable, pero era lo único que veía; al fin y al cabo, sólo se trataba de saciar la sed y sosegar su estómago que reclamaba algo que digerir.

Después de tantos días en alta mar, sus pulmones notaron la pestilencia y el impacto de una atmósfera cargada de humo nada más entrar. El local estaba lleno de gentes de mar: marineros, pescadores, carpinteros de ribera y calafates, también algunas mujeres que se movían con mucha desenvoltura entre los parroquianos. Una de las pocas mesas vacías estaba cerca de la puerta. Allí tomó asiento y dejó su bolsa en el suelo.

El mesonero se acercó, restregándose las manos en el mandil que cubría su voluminosa barriga, en un intento inútil de limpiárselas.

—¿Comida y bebida? —preguntó con tono poco amigable.

Aldo supo que se había equivocado, pero le pareció mal rechazar la oferta, aunque decidió que su estómago aguantase un poco más.

—Sólo bebida.

—¿Vino o cerveza? —recitó el mesonero.

—Cerveza —el mesonero asintió con un gruñido y se alejó con andares de oca, balanceando su cuerpo.

La cerveza era un líquido oscuro y de olor penetrante. El mesonero, antes de dejarla sobre la mesa, extendió la palma de la otra mano.

—Medio sueldo.

A Aldo le pareció un robo, pero prefirió guardar silencio y pagó tan exorbitante precio por algo que costaba en cualquier sitio menos de la tercera parte.

Dio un sorbo a la cerveza y pensó en fray Remigio. No se podía quitar de la cabeza al cisterciense. Que hubiese abandonado la galera en Nápoles, sólo podía deberse a que había alterado sus planes y Aldo no encontraba otra razón para aquel cambio que las diferencias que los habían enfrentado durante el viaje. Luego reflexionó sobre su situación: no era halagüeña, estaba sin trabajo, casi sin dinero y no se olvidaba de la amenaza del fraile. No sabía hacia donde encaminaría sus pasos, pero desde luego no permanecería en aquella ciudad.

Dio otro trago y al levantar la vista se encontró que tenía delante, a un paso, a una de las mozas que, sin el menor pudor, le mostraba, palpándoselos, unos voluminosos pechos donde se señalaban unas grandes venas azules. La miró a la cara y ella se pasó la lengua por los labios en actitud lasciva.

—¿Me invitas?

Aldo negó con un movimiento de cabeza, pero ella insistió.

—Lo siento, me marcho enseguida.

—¿Por qué tanta prisa? ¿Acaso no te gustan? —la moza se puso zalamera.

Hizo ademán de acercarse, pero Aldo la detuvo con la mirada. Entonces, se agitó los pechos con las manos, como si ofreciese una mercancía. El pintor no pudo evitar que su entrepierna se alterase. Había pasado cerca de seis semanas en alta mar. A su mente llegó la imagen de Zulema, la joven con la que había aliviado sus soledades en Jerusalén, donde todo lo relacionado con el sexo se veía de forma muy distinta a como se contemplaba en Occidente. Allí había más permisividad, fuera de ciertos círculos donde el integrismo ponía barreras a casi todo.

—No insistas. Me marcho enseguida, sólo he entrado para saciar la sed. —Aldo fijó su mirada en la cerveza y vio parte de su rostro reflejado en el líquido.

La moza iba a decir algo, pero un manotazo la apartó.

—¡Quita de ahí, zorra!

El empellón la obligó a echarse a un lado y trastabillar, a duras penas mantuvo el equilibrio. Lanzó una maldición y se escabulló rápidamente. El pintor, sobresaltado, alzó la vista y se encontró con un individuo cuyo rostro estaba velado por una capucha, pero vestía un hábito que le resultaba familiar. Lo tenía tan cerca que su simple presencia era ya una amenaza. La angustia hizo que por un instante le faltase el aire para respirar.

—¡Te dije que te arrepentirías!

Fray Remigio lo señalaba con un dedo acusador.

Aldo miró hacia la puerta y comprobó que había otros tres sujetos con aire de facinerosos, pendientes de él. Supo que cualquier intento de ofrecer resistencia era inútil. Dio un salto y volcó la mesa, sorprendiendo al fraile. Corrió hacia una puerta que había al fondo de la taberna, descartando la salida hacia el puerto, bloqueada por los individuos. Zigzagueó por entre las mesas con la agilidad que le daba subir y bajar a los andamios para pintar las bóvedas de las iglesias, dejando a su paso un coro de voces maldicientes que lo insultaban. Aprovechó el desconcierto momentáneo para conseguir cierta ventaja. Antes de salir llegaron hasta sus oídos los gritos descompuestos del cisterciense:

—¡Ése es! ¡Ése es el ladrón de las reliquias!

Se sorprendió, pero no había tiempo para reflexiones. Salió a toda prisa y se encontró en un patio donde había un cobertizo en el que se apilaba un montón de leña y junto a él una zahúrda donde gruñían varios cerdos, hostigados por dos rapaces, que mortificaban a los animales con unas varas de mimbre. El patio estaba cercado por un muro de tapial, de una altura no mayor que su cuerpo. Lo salvó con facilidad y salió a un descampado lleno de desperdicios, cuyos límites estaban señalados por unas estacas unidas con cuerdas. Sin pensárselo, echó a correr sobre la hierba todavía verde hasta llegar a las cuerdas. Pasó por debajo y tomó una senda que llevaba a una calleja por donde se extendían las edificaciones.

A su espalda escuchaba la voz de fray Remigio, que seguía acusándolo de ladrón de reliquias, pero llegaba hasta sus oídos cada vez más apagada.

—¡Al ladrón! ¡Al ladrón de las reliquias!

Corrió calleja arriba, consciente de que si alcanzaba con cierta ventaja el laberinto de calles que se extendía más allá de la zona del puerto, tendría alguna posibilidad de escapar, jadeando, con dificultades para respirar y el sudor empapando su frente, se adentró en un dédalo de callejas siguiendo el trazado que le parecía más complicado, en un intento por despistar a sus perseguidores. Al entrar en un estrecho callejón, su olfato percibió un olor nauseabundo. Allí había una o varias curtidurías y el hedor provenía de las corambres de los animales en descomposición y de los cueros preparados para curtir. El sudor empapaba ya su camisa. Se detuvo a tomar resuello y comprobó cómo algunas personas lo miraban, pero sin prestarle demasiada atención. Las carreras y las persecuciones debían de ser frecuentes en aquella zona de la ciudad. Aguzó el oído y le llamó la atención no escuchar a sus perseguidores. Hasta allí no llegaba el ruido de sus gritos. Eso lo alarmó. ¿Estarían tendiéndole una trampa? El no conocía la ciudad. ¿Habrían tomado un atajo y lo aguardaban sigilosamente para sorprenderlo nuevamente? No era posible que los hubiese despistado en tan poco tiempo, ni que fray Remigio hubiese renunciado tan fácilmente a una presa que se presentaba apetitosa. No tenía idea exacta del tiempo que llevaba corriendo, pero no podía ser mucho; estaba fatigado, pero no exhausto.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que su bolsa se había quedado en el tugurio. ¡Eso explicaba que la persecución hubiese cesado tan pronto! ¡Eso era lo que quería fray Remigio!

En un gesto instintivo, se palpó el ancho cinturón de cuero que ceñía sus calzonetas bajo la saya y que le servía de faltriquera: allí guardaba el pergamino y la carta que Helena Calgopopas le había entregado. Lo había ocultado junto a la mayor parte de su dinero para evitar que, después de lo ocurrido, alguien tuviese la tentación de rebuscar en su bolsa. Resopló, sabiendo que no podía permanecer parado. Echó a andar con paso decidido, pero sin correr. Era importante no llamar la atención, aunque allí cada cual estuviese pendiente de lo suyo.

El azar lo condujo hasta una plaza llena de gente; de grandes dimensiones y forma irregular, era el lugar donde semanalmente se organizaba el mercado. Si sus perseguidores habían tenido alguna posibilidad de capturarlo, acababan de perderla. Resopló otra vez con fuerza, tratando de serenarse y comenzó a pasear entre los puestos y tenderetes, como si fuese uno de los muchos compradores que allí se congregaban.

Algo más sosegado —aunque sin dejar de pensar en el hecho de que fray Remigio lo acusara de ladrón de reliquias—, caminó entre el gentío. Si el fraile lo hacía, era porque había visto la caña y pensaba que allí guardaba algo que fácilmente podía ser considerado como tal. Era su forma de probar que era un ladrón que se había apoderado de una valiosa reliquia de su propiedad. El muy canalla había tenido tiempo para calcularlo todo perfectamente. Acusarlo de ladrón de reliquias era la forma de justificar su persecución.

En la plaza, la muchedumbre era tal que le costaba trabajo abrirse paso entre los tenderetes. Las calles formadas por los puestos estaban llenas de compradores y sobre todo de mirones, hombres y mujeres creando un ambiente variopinto. Muchos se daban cita para charlar, también para hacerse con las últimas noticias que llegaban con los buhoneros, los caldereros y los arrieros que iban de pueblo en pueblo convertidos en correos de las noticias; alguno incluso llevaba recados orales o escritos de parientes, amigos o clientes de un lugar próximo. Tampoco faltaban entre la abigarrada concurrencia los que vagabundeaban o los delincuentes que buscaban una oportunidad en medio del barullo, cortar la bolsa de un incauto o robar alguna mercancía, aprovechando un descuido del vendedor.

Se alejó en dirección a un puesto de frutas, donde compró dos hermosas peras de piel amarilla y tersa, serían primicias de temporada. Después del esfuerzo, su apetito era mayor. Al pagar lamentó el medio sueldo que había desperdiciado en la cerveza.

Perdido entre la muchedumbre, mordisqueaba la fruta, pendiente de todo lo que ocurría a su alrededor, cuando lo alarmaron unos gritos. Notó cómo se aceleraban los latidos de su corazón, aunque no veía el hábito de fray Remigio. Llegó hasta un claro, de allí provenían los gritos; respiró tranquilo al comprobar que nada tenían que ver con él. Quienes gritaban lo hacían para mofarse y zaherir, arrojándoles inmundicias, a tres individuos que estaban apresados en el cepo. Alrededor de ellos se movía un sayón con un vergajo y les propinaba, de vez en cuando, un zurriagazo en sus desnudas espaldas.

—¿Qué han hecho? —preguntó a un individuo panzudo que parecía gozar con el espectáculo.

—A uno lo han sorprendido robando unas gallinas, a los otros dos unos quesos.

—¡Dale, dale fuerte! —gritó una mujer.

El sayón señaló con la punta del vergajo la espalda de uno de los ladrones.

—¡No a ése no! ¡Al de en medio!

Se acercó hasta él y le propinó un latigazo que estremeció al condenado.

—¡Otro, dale otro! —insistió la mujer.

El sayón le cruzó la espalda una y otra vez, hasta que de los labios del apaleado salió un alarido desgarrador.

—¿Por qué le pide que se ensañe con ése? —preguntó Aldo.

—Porque es a ella a quien le ha robado las gallinas.

Miró los rostros de los congregados y se alejó de allí apesadumbrado por la crueldad que anidaba en el corazón de una gente que disfrutaba con el sufrimiento ajeno. Se estremeció al pensar que también a él podían apresarlo por ladrón y aplicarle un tormento como el que estaban sufriendo aquellos desgraciados o quizás mucho peor. Alejó el pensamiento de su mente porque él no era un ladrón, el ladrón era su perseguidor. Su estómago agradeció las dos peras.

Decidió que lo mejor era poner tierra de por medio porque lo que había visto en los ojos de fray Remigio, cuando lo señalaba con el dedo, era maldad e ira. Trató de serenarse pensando que se habría entretenido rebuscando entre sus pertenencias, pero se imaginaba su cólera al no encontrar lo que buscaba.

Antes de abandonar el mercado, se detuvo junto a una pequeña fragua, donde un herrero hacía su trabajo ayudado por un muchacho que apenas levantaba cinco palmos del suelo y que no paraba de tirar de la cuerda de un fuelle para insuflarle aire a la masa de carbón. El herrero, utilizando unas largas tenazas, acababa de sacar de las ascuas un trozo de hierro incandescente. Era estrecho y alargado, como de una cuarta de longitud, y comenzó a golpearlo sobre el yunque. Estaba haciendo hojas de cuchillos;

varias de ellas podían verse sobre un gastado tejido de yute que había en el suelo. A base de martillazos, el hierro fue poco a poco tomando forma. Lo más trabajoso fue hacerle la punta. Cuando hubo concluido, el metal todavía conservaba un ligero tono anaranjado, que desapareció al introducirlo, sostenido por las tenazas, en un balde de agua renegrida. El metal chisporroteó un instante y desprendió una nubécula de humo.

—¿Cuánto quieres por un cuchillo? —preguntó Aldo.

El herrero, un tipo de baja estatura, fornido y de anchas espaldas, le respondió sin mirarlo.

—Una hoja dos sueldos; si te llevas dos, puedo dártelas por tres.

—Sólo necesito uno.

—Dos sueldos —repitió mientras con un atizador de punta curvada removía el carbón y avivaba el fuego.

—¿Afilado y con mango?

Ahora el herrero lo miró con descaro.

—¿Vas a comprarlo?

—Si lo afilas y le pones el mango, sí.

—Está bien, ¿cuál quieres?

Aldo señaló la hoja más pequeña.

—Ésa.

El herrero la cogió y, de un cajoncillo, sacó un trozo de madera que ya tenía hecha una hendidura. Con habilidad y precisión encastró la hoja y la fijó con unos remaches. Luego lo pasó una y otra vez por una piedra de afilar; cuando hubo concluido, el herrero pasó la yema de su dedo pulgar por su filo y asintió satisfecho.

—¿Qué te parece?

—Es lo que yo quería.

Antes de entregárselo extendió su mano, Aldo depositó los dos sueldos.

—Que tengas un buen día —le deseó el herrero, luego cambió el tono de voz y le gritó al chiquillo—: ¡Aire Bartolomé, aire! ¡Que ese fuego está flojo!

Mientras el rapaz redoblaba su esfuerzo con el fuelle, Aldo se alejó. Continuó su recorrido por el mercado, sin quitarse de la cabeza el percance que lo había dejado sin su bolsa, compañera de fatigas desde que se viera obligado a huir de Milán hacía ya cerca de dos años.

—¡Ladrón de reliquias! ¡Será rufián! —murmuró por lo bajo, pensando que desde hacía algunos años se había organizado un extraño comercio en torno a las reliquias. Aunque existían desde antiguo, habían cobrado un importancia extraordinaria a partir de que los cruzados se hubiesen apoderado de Jerusalén. Eran objetos que movían la devoción de las gentes mucho más que las vírgenes o los cristos que se representaban en las paredes de los templos.

Durante su estancia en Jerusalén fue testigo de la conmoción que producía el descubrimiento de una reliquia. En aquella ciudad, considerada santa por cristianos, musulmanes y judíos, los primeros parecían haberse vuelto locos, después de que las huestes de Godofredo de Bouillón se apoderaran de ella hacía poco más de veinte años.

Según le habían contado —aunque las versiones variaban—, en las semanas siguientes a su conquista, la ciudad se agitó ante el anuncio de un fraile visionario. Se trataba de una especie de anacoreta, al que algunos consideraban santo y otros tenían por un demente peligroso. Gritaba por calles y plazas que había sido agraciado con el don de la profecía, que tenía visiones celestiales y que un ángel de Dios le había comunicado la revelación de un gran secreto. A pesar de que muchos lo tenían por loco, su anuncio levantó una notable expectación. Cuando lo hizo público, muchos quedaron impresionados: el ángel le había indicado el lugar exacto donde estaba oculto uno de los maderos de la cruz donde fue crucificado el Salvador. Señaló el lugar exacto: delante del altar de la nave principal de un viejo templo. Las autoridades tomaron cartas en el asunto y, desde poco después del amanecer, un grupo de hombres excavó con frenesí durante varias horas, mientras ante la puerta de la iglesia se congregaba una muchedumbre que aguardaba expectante y nerviosa. La mayor parte estaba allí arrastrada por la fe y la devoción, pero también había algunos escépticos dispuestos a la diversión. Fueron tres horas intensas a lo largo de las cuales circuló toda clase de rumores, que hicieron aumentar la ansiedad. Los que habían acudido por pasar el rato se mofaban del loco, aunque en el fondo de su ánimo también deseaban ser testigos de un acontecimiento tan extraordinario. Era el mediodía cuando en la puerta del templo, que se alzaba sobre una escalinata fuertemente custodiada por un grupo de soldados, apareció un caballero rodeado de clérigos. La gente enmudeció al ver que entre sus brazos sostenía un madero.

Un murmullo se extendió hasta el último rincón de la plaza.

—¡Es la cruz del Salvador! ¡Es la cruz de Cristo!

—¡Es la cruz de Cristo! ¡La cruz de Cristo!

La gente caía de rodillas y se santiguaba, se daban golpes de pecho. Un grupo de monjes entonó plegarias y cánticos. Muchos no pudieron contener las lágrimas. Cuando el caballero alzó el madero por encima de su cabeza y se lo mostró a la muchedumbre fue la locura.

El sagrado madero recorrió en procesión las calles de Jerusalén y a partir de aquel día las visiones se multiplicaron. El descubrimiento de la cruz donde el Salvador había sufrido el suplicio de la crucifixión para redimir los pecados del mundo desencadenó una fiebre colectiva a la búsqueda de reliquias.

Jerusalén era la ciudad donde Jesús había vivido en carne mortal. Allí había predicado la palabra de Dios. También allí se había desatado su ira contra los mercaderes del templo y había celebrado la última cena, había sido juzgado por los sacerdotes y condenado por Pilatos. En las afueras de la ciudad estaba el huerto de Getsemaní, donde había orado, y el lugar de su crucifixión. Jerusalén era también la ciudad donde habían estado la Virgen y los doce apóstoles. Si se había conservado la cruz… ¿por qué no otros objetos de extraordinario valor? ¡Jerusalén, por fuerza, tenía que estar llena de reliquias de aquel tiempo extraordinario!

Se buscaba por todas partes, se excavaba con fervor y con interés. Se buscaban los objetos más variados: la túnica de Jesús que, según se decía, los soldados romanos se habían jugado a suertes con unos dados al pie de la cruz; también los dados con que se habían echado las suertes. La corona de espinas o alguna de las espinas que habían torturado la frente de Cristo; el sudario con que habían cubierto su cuerpo, después del descendimiento para llevarlo al sepulcro. ¡Tenía que estar en las ruinas de la iglesia del Santo Sepulcro! La misma iglesia que los musulmanes habían destruido pocos años antes y que había sido uno de los detonantes para desencadenar la cruzada. Había empeño en encontrar el paño de Verónica, la piadosa mujer que limpió el rostro de Jesús cuando caminaba, con la cruz a cuestas, camino del Calvario. Se buscaban dientes, cabellos, huesos, sin importar la parte del cuerpo de que procediesen con tal de que se afirmase que habían pertenecido a alguno de los apóstoles. No podían encontrarse huesos de la Virgen porque había subido al cielo llevada por un coro de ángeles, pero podían encontrarse gotas de su bendita leche.

Aldo había escuchado muchas otras historias, todas ellas extraordinarias y no menos asombrosas. En una caja, había aparecido el prepucio, consecuencia de la circuncisión, del Niño Jesús; gotas de su preciosísima sangre. Se había encontrado incluso una pluma del arcángel san Gabriel; habían aparecido dientes de leche de Jesús; copiosas lágrimas de san Pedro y otras cosas por el estilo, que despertaban la devoción y el fervor de las gentes porque a todas ellas se les atribuían poderes milagrosos. Si al pintor le hubieran contado que tales cosas ocurrían en Jerusalén, las habría negado sin concederles crédito, pero había sido testigo de ellas.

Ante la demanda, en Jerusalén habían aparecido buscadores profesionales. Aldo había escuchado que muchos grandes señores y algunos reyes tenían su propia colección y que entre ellos se había desatado una especie de competencia por tener las reliquias más importantes. Para su custodia, se encargaban costosos relicarios donde se exponían a la veneración de los fieles en fechas concretas.

Aldo sintió una profunda tristeza al pensar que algo relacionado con aquella fiebre malsana había llevado a fray Remigio por derroteros tan lamentables.

 

 

 

La furia del monje sólo era comparable a su decepción. Había registrado hasta el último rincón de la bolsa, pero allí no había nada, al menos nada de lo que él hubiese deseado encontrar.

—¡Sois una pandilla de ineptos! ¡Esto no es lo que buscaba! ¡Lo habéis dejado escapar!

Fray Remigio, nervioso, iba de un lado para otro y gritaba de forma desaforada. Había hecho un esfuerzo casi sobrehumano, atravesando media Italia a uña de caballo, para llegar a Génova antes que la galera. Se había deslomado haciendo jornadas de veinticinco leguas y todo aquel sacrificio había resultado baldío. En su locura culpaba a la cuadrilla de delincuentes que había contratado para apresar a Aldo.

—¡Sois una pandilla de ineptos! —repitió el monje fuera de sí.

El que parecía el jefe lo miró con descaro.

—¡Ya está bien de insultar, monje del diablo!

—¿Cómo has dicho? —fray Remigio se revolvió como una fiera acosada.

—¡Que ya está bien!

—¿Cómo te atreves?

—¡Deja de gritar de una maldita vez! ¡También a ti se te ha escapado! ¡Estaba delante de tus narices! Al contratarnos nos dijiste que lo más importante era su bolsa y ahí la tienes. Además, al rodar por el suelo, fuiste un estorbo que le proporcionó cierta ventaja. Nosotros no tenemos la culpa de que en esa bolsa no esté la reliquia que ese sujeto te había robado.

—¡Sois un hatajo de inútiles!

—¡Ya está bien fraile! ¡Ahora, afloja la mosca! Nosotros hemos cumplido nuestra parte —el bribón alargó la mano con la palma extendida.

—¿Pretendes cobrar? —fray Remigio lo miró desafiante.

—Por supuesto —en los labios del rufián se dibujó una mueca desagradable.

—¿No hablarás en serio?

Al percatarse del sesgo que tomaba la conversación, los otros matones se colocaron estratégicamente, cerrando a fray Remigio toda posibilidad de escapatoria. Si el cisterciense había pensado que sus hábitos eran un escudo protector, se había equivocado. Con gente de aquella calaña, su condición de religioso no le proporcionaba la más mínima ventaja. Si no lo remediaba, su cuerpo podía aparecer acuchillado en una de las inmundas callejas del barrio de los tintoreros. Retrocedió unos pasos buscando la protección de la pared que había a su espalda.

—Tranquilos, tranquilos —su tono de voz era diferente y con las manos hacía gestos de apaciguamiento.

 

 

 

Aldo abandonó el mercado después de comprar una vejiga de cerdo. Había un importante comercio con ellas porque algunos las utilizaban para confeccionar instrumentos musicales y otros para rellenar embutidos, pero él iba a utilizarla para algo muy diferente. Se marcharía de Génova al día siguiente, no deseaba tentar a la suerte, en cualquier rincón podía encontrarse de nuevo con fray Remigio.

Después de barajar varias opciones, descartó viajar hacia el este. La Lombardía era un lugar poco recomendable en sus circunstancias. Las autoridades de Milán estarían deseosas de atraparlo para dar con él un escarmiento a los patarinos; iría hacia el oeste, hacia Occitania.

Buscó dónde alojarse, algo que resultó mucho más complicado de lo que había previsto. Cerca del anochecer, cuando las calles se convertían en lugares poco recomendables, consiguió una escudilla de gachas de avena, un tasajo de carne ahumada acompañado de un mendrugo de pan negro y un jergón compartido en un albergue lleno de piojos y chinches por un precio que le pareció un robo; pero era lo que había.

Durante la cena conoció al individuo con quien compartiría la cama. Era un cantero, lombardo como él. Un tipo grandote, carrilludo, de rostro colorado, mirada inocente y muy hablador. Le explicó que había llegado procedente de Pavía y que al día siguiente se embarcaba en una galera con destino a las costas del Rosellón.

—¿Vas por algo en concreto?

—En realidad no voy al Rosellón. Allí es donde me dejará el barco. Luego he de continuar camino a pie hasta el lugar adonde voy a trabajar.

—¿Puede saberse dónde es?

—Está al inicio del Camino de Santiago, cerca de Jaca.

—¿Jaca? ¿Dónde está eso?

El cantero se encogió de hombros.

—Sólo sé que está al pie de los Pirineos.

—¿Cómo es que tienes trabajo tan lejos? —se interesó Aldo, que había despachado sus gachas de avena en un santiamén y atacaba con voracidad el tasajo de carne, con más grasa que fibra.

—El maestro Benito, que dirige las obras de una iglesia, necesita canteros. La paga es buena y hay trabajo para muchos meses. En Milán la competencia es feroz.

—¿Sabes si necesitan un pintor?

Arnulfo, que era el nombre del cantero, se encogió otra vez de hombros.

—Donde se levantan templos, hay que pintar las paredes. Tengo entendido que por toda la zona hay mucha actividad. El contramaestre me ha dicho que en la galera hay sitio para algunos pasajeros más. Si quieres…

Aldo no se lo pensó.

—Quiero.

Aún no había amanecido cuando dejaron el albergue y se encaminaron al puerto. Aldo llevaba el ánimo sobrecogido, temiendo un mal encuentro. Sin embargo, dos horas más tarde, los remeros bogaban para sacar la embarcación del puerto. Soplaba una brisa de levante que hincharía la vela de la nave en el momento que salieran a mar abierto. Vio con alivio difuminarse la costa, hinchó sus pulmones, aspirando la brisa marinera, y a su mente llegaron recuerdos de la primera vez que subió a un barco y de la ayuda de fray Remigio, que le permitió superar aquel difícil trance. Había protegido el regalo de Baldassare con la vejiga de cerdo y lo había guardado cuidadosamente en el doble fondo de su ancho cinturón junto a la escasa provisión de monedas que le quedaban. No sabía muy bien qué iba a hacer con aquella delicada vitela que ocultaba un secreto mucho más importante que la más valiosa de las reliquias y por el que mucha gente estaría dispuesta a matar y morir.