Capítulo I

JERUSALÉN, mayo de 1123

 

Todo comenzó la víspera. Se sobresaltó al ser abordado por tres desconocidos cuando salía de la iglesia de San Juan Bautista, donde había trabajado las últimas semanas, pintando la bóveda del baptisterio. Eran individuos fornidos, cuya sola presencia intimidaba. Al verlos acercarse, Aldo sintió una punzada de temor; pensó que iban a robarle porque acababa de cobrar su trabajo.

—¿Eres Aldo de Brescia?

Asintió con un ligero movimiento de cabeza.

—Dicen que eres el mejor pintor de Jerusalén.

Aldo se encogió de hombros.

—Si lo dicen…

Echó a andar y el que preguntaba se situó a su lado, los otros dos unos pasos más atrás.

—No sólo lo dicen, yo lo afirmo.

—¿Por alguna razón? —Aldo alargó su paso.

—He visto la copia del Cristo que te encargó el patriarca Gormondo para su capilla privada. Entre la imagen que adorna el ábside de la iglesia del Santo Sepulcro y la copia que ha salido de tus manos, no se aprecian diferencias, salvo en el tamaño.

—Para copiar sólo se necesita paciencia y buen ojo —señaló con modestia el pintor.

—¿Sólo eso?

—Sólo eso.

—El caso es que mi amo quiere hacerte un encargo.

Sin dejar de caminar, Aldo lo miró de reojo, tratando de calibrar al individuo que andaba a su lado.

—¿Qué clase de encargo?

—No sabría decírtelo.

El pintor vaciló. Se detuvo y miró al desconocido a los ojos.

—¿No lo sabes?

—Mi amo ha ordenado que te buscara y te dijese que acudas mañana a un mesón que hay en la plazuela donde está la vieja mezquita Roja, una que tiene dos palmeras delante de la puerta.

—Conozco el sitio.

—Debes estar allí a la hora sexta.

—¿Por qué he de ir a ese mesón?

—Porque allí te concretarán el encargo. Lo que van a proponerte puede cambiar tu vida.

Aldo reinició la marcha.

—¿Tu amo es un clérigo?

—No.

—¿Quién es entonces?

—Mañana lo sabrás. Acude a la cita, no te arrepentirás.

Los desconocidos dieron media vuelta y se perdieron por una calleja.

Aldo los vio alejarse sumido en la incertidumbre. Movió la cabeza con gesto dubitativo y su pelirroja melena se agitó suavemente. Encaminó sus pasos hasta la Puerta de Sión y salió al campo. Como casi todos los días, se sentó en una peña al borde del camino que conducía a los huertos de extramuros y contempló la puesta de sol y la llegada del crepúsculo; le fascinaba ver cómo cambiaba la luz en tan pocos minutos, proporcionando al cielo tonalidades muy diferentes. Antes de anochecer regresó al recinto amurallado, junto a los hortelanos que volvían a sus hogares, al resguardo de los muros de la ciudad.

Contemplar el atardecer no lo había sosegado y la inquietud lo mantuvo en vela, hasta más allá de la medianoche. No lograba conciliar el sueño, sopesando si acudir a la cita. Podía ser una oportunidad para pintar con libertad y convertir en realidad alguno de sus sueños, algo imposible con los encargos de los clérigos, aferrados a modelos establecidos. Pero también podía tratarse de una trampa y que quienes lo habían perseguido tiempo atrás hubiesen dado con su paradero.

También la curiosidad alteraba su ánimo. Los clérigos siempre deseaban lo mismo: un Cristo y los evangelistas, la Virgen rodeada de ángeles o escenas de martirios de santos. Para sus sueños de pintor eran pocas las oportunidades de pintar fuera de las iglesias.

Esa posibilidad fue la que lo decidió. Acudiría a la cita.

 

 

 

Marchaba pegado a la pared en un intento vano por protegerse de un sol que castigaba sin clemencia, a pesar de que mayo apenas estaba mediado. Se había despistado en el dédalo de callejuelas y buscaba algún punto para orientarse. A su derecha apareció un callejón estrecho y maloliente; unas lonas mugrientas, tensadas de pared a pared, proporcionaban una sombra agradable. Al fondo se abría una plazuela de formas irregulares, por encima de los terrados y las pequeñas cúpulas de las casas vio el ramaje polvoriento de dos palmeras.

Se acercó receloso hasta una esquina donde por una puerta, apenas velada por un cortinón deshilachado y pringoso, salían gritos y olores. Supuso que aquél era el lugar de su cita, al ver a su derecha la cúpula roja que daba nombre a la mezquita. Una vieja columnata sostenía las deslustradas arcadas que daban acceso a un patio, el suelo era un erial donde los matojos resecos señalaban el abandono del lugar. Miró hacia el tugurio y tuvo la tentación de marcharse, pero pudieron más las últimas palabras de aquel desconocido: «Acude a la cita, no te arrepentirás».

Palpó con disimulo la daga que ocultaba bajo sus vestiduras y se dispuso a entrar. Iba a hacerlo cuando lo sorprendió la inesperada salida de un individuo que daba tumbos incontrolados; lo vio alejarse mientras llegaba hasta su nariz el olor acre del vino agrio con sabor a brea de los pellejos. Apartó el cortinón y recibió una vaharada nauseabunda. El lugar era sucio y oscuro, casi todas las mesas estaban ocupadas por soldados ebrios. El humo de los candiles que flotaba en el ambiente creaba una atmósfera densa, casi irrespirable. Empezaron a escocerle los ojos.

La soldadesca gritaba, vociferaba y maldecía, algunos hasta blasfemaban. Muchos compartían el vino con algunas mozas, que exhibían los senos sin pudor. Vio una mesa, cercana a una chimenea donde borboteaban dos grandes calderos colgados de unos ganchos; quienes se sentaban a su alrededor tenían un aspecto menos indecente y su actitud era menos grosera, pero no le prestaron la menor atención. Iba a marcharse cuando una mano se posó en su hombro, era como una garra. Al volverse se encontró un tipo desagradable: tenía los ojos saltones, barba de varios días y cubría su voluminosa barriga con un mandil mugriento. El sudor corría por su abundante papada hasta perderse en la frondosidad del pelaje que asomaba por la abertura de su saya. Era el mesonero.

—¿Buscas a alguien? —le preguntó enseñando unas encías casi desdentadas.

—Sí.

Una respuesta tan breve lo desconcertó.

—¿Sí… qué? —farfulló al cabo de unos segundos.

—Que busco a alguien. —Apartó la mano que aprisionaba su hombro y le sostuvo la mirada. El mesonero tenía ojos de rana—. Pero no lo veo por aquí.

—¿Entonces a qué has entrado?

—Lo siento, me he confundido.

—¿Vas a tomar algo? —más que una pregunta era un desafío.

—No.

—Lo mejor que puedes hacer es largarte con viento fresco, no queremos mirones.

Lo último que Aldo deseaba era un altercado. Abandonó el local con el humo agarrado a la garganta y el hedor metido en las narices.

La plaza continuaba solitaria y un airecillo agitaba suavemente las palmeras. Encaminó sus pasos hacia la calleja por la que se había perdido el borracho y avanzó pegado a las casas, en cuyas blancas paredes reverberaba la luz del mediodía. Fue entonces cuando le sorprendieron dos individuos. Uno de ellos, le amenazó con una gumía. Aldo buscó su daga de forma instintiva.

—¡Ni se te ocurra! —le gritó el otro.

—¿Qué queréis?

Había pegado su espalda a la pared. Si tenía que pelear era la posición más favorable para enfrentarse con dos enemigos a la vez, aunque tenía pocas posibilidades de salir bien parado.

—Soy yo quien hace las preguntas.

Sorprendido de que todavía no hubiesen intentado rebanarle el cuello, preguntó otra vez:

—¿Qué queréis?

—Tu nombre.

—¿Mi nombre? ¿Para qué?

—Eso no te importa. ¡Tu nombre! —insistió con tono amenazador.

Aldo vaciló y el desconocido aprovechó para colocarle por sorpresa la punta del puñal en el cuello.

—Por última vez, ¿cuál es tu nombre?

Al no responder, sintió como la punta de la gumía rasgaba su piel y un hilillo de sangre resbalaba por el cuello.

—Me llamo Aldo.

El individuo lo miró fijamente.

—¿Eres pintor?

—Ya os he dicho mi nombre. ¿Quiénes sois?

—¿Eres pintor? —insistió el desconocido.

—Sí.

Apartó la gumía de su cuello y le ordenó:

—¡Acompáñanos!

—¿Adonde? —quiso saber antes de mover un músculo, con la espalda aún pegada a la pared.

—A la cita que tenías concertada.

—¿Quiénes sois?

—Deja de preguntar y acompáñanos.

—Se me dijo que la reunión sería en ese… en ese… —Aldo señaló hacia la plazuela.

—No se te dijo eso —negó tajante el individuo.

—¡¿Cómo que no?! —Aldo había alzado la voz.

—Se te dijo que acudieses a este antro, no que ahí fuese a celebrarse la reunión. Ése no es lugar para mi amo.

—¿Adonde vamos?

—Ya te lo he dicho: a la cita que tenías concertada.

Aldo permanecía pegado a la pared.

—¿Era necesario que me amenazarais? —se llevó la mano al cuello.

—Lo lamento. En esta ciudad, la vida de un hombre no vale un ardite y teníamos que asegurarnos de que eras quien buscábamos. ¡Pero basta de palabrería, nuestro amo te espera!

El individuo echó a andar, pero al comprobar que Aldo no se movía, se detuvo contrariado:

—¿Qué te ocurre?

—Quiero saber adonde voy.

—¿No te fías de mí?

—¿Tengo algún motivo? No me moveré, si no me dices adonde vamos.

—Está bien —concedió el desconocido—. Voy a llevarte a presencia de la persona con quien tenías que verte.

—¿Quién es?

Los dos individuos se miraron, sorprendidos por la pregunta.

—Eres Aldo, el pintor, ¿verdad?

—Ya te lo he dicho.

—Y… ¿no sabes con quién vas a encontrarte?

—No.

Otra vez intercambiaron una mirada de duda.

—¿De veras no sabes con quién vas a reunirte?

—No, no lo sé. Quien me citó, se limitó a señalar el lugar y la hora.

Uno de los individuos comentó algo al oído del otro, que asentía con ligeros movimientos de cabeza.

—Voy a decirte el nombre de mi amo, pero te juro que si me has mentido y no eres el pintor que busco, no vivirás para contarlo.

—Soy quien te he dicho.

—Quien quiere verte es Marco Benelli.

Aldo apenas pudo contener su sorpresa.

—¿Marco el mercader?

—Sí. ¿Lo conoces?

—No, pero… ¿quién no ha oído hablar en Jerusalén de tu amo?

—Entonces, andando. Ya tienes satisfecha tu curiosidad.

—¿Adonde vamos?

—A su casa, la que está pegada a la muralla, junto a la puerta de Jaffa.

Aldo echó a andar. Estaba impresionado con que Marco Benelli desease una pintura de su mano.