Capítulo XIX

BARCELONA, primavera de 1919

 

La primavera continuaba desapacible: mucha lluvia y un frío excesivo para aquella época del año. La tensión social no disminuía, la huelga de la Canadiense se había cerrado en falso, tras la intervención del ejército, y los enfrentamientos entre la patronal y los sindicatos eran continuos. La ciudad trataba de aparentar que el pulso de la vida transcurría con normalidad, pero la muerte acechaba en cualquier esquina.

Enfundado en su abrigo, Puig i Cadafalch caminaba tan deprisa que a mosén Gudiol le costaba trabajo mantenerse a su altura. El clérigo había venido desde Vic acudiendo a la llamada urgente del arquitecto. Apenas intercambiaron unos saludos en casa de éste cuando, ante la imposibilidad de conseguir un taxi, decidieron hacer el recorrido a pie. Caminaron cerca de una hora. Los taxistas de Barcelona se habían sumado a las protestas de los trabajadores de las Hilaturas de Fabra y Coats.

Cuando el portero les franqueó la entrada del inmueble era casi de noche y había empezado a caer una lluvia muy fina.

—Tengan la bondad de aguardar un momento.

El portero se perdió por una puerta lateral e instantes después apareció un atildado mayordomo.

—Señor Puig, mosén Gudiol, tengan la bondad de acompañarme.

A ambos les extrañó que no se hiciese cargo de sus sombreros y guantes, ni los invitase a desprenderse de sus prendas de abrigo. Estaba claro que su presencia no era grata y que el frío recibimiento era consecuencia de la presión que Cambó habría ejercido para que Joaquim Folch los recibiese aquella misma noche. El mayordomo los condujo hasta una puerta de roble macizo, decorada con relucientes adornos de latón. Golpeó suavemente y giró la cabeza, como si necesitase hacerlo para escuchar la respuesta a su llamada.

—¡Adelante!

Abrió la puerta y anunció a los visitantes:

—El señor Puig y mosén Gudiol.

El presidente de la Junta de Museos de Barcelona los recibió con medida educación, pero exenta de cordialidad. Acababa de sostener con su mujer una fuerte discusión cuando le explicó que había de atender una visita antes de salir para el Liceo. Le había prometido que no le llevaría mucho tiempo, pero no podía negarle una petición a Cambó.

Los dos viejos compañeros de la misión a la «franja de Aragón» confirmaron muy pronto que el encuentro era obligado. Folch ya vestía el chaqué para asistir a la ópera y la expresión de su rostro denotaba contrariedad.

Después de unos saludos, poco más que protocolarios, fueron invitados a tomar asiento. Folch no se anduvo con rodeos:

—Bien señores, supongo que tanta urgencia estará justificada por un asunto de la máxima gravedad. —Le costaba trabajo disimular su malestar—. Me disponía a acudir con mi esposa al estreno de Madame Butterfly.

—Está más que justificada.

Dado el recibimiento, Puig no se molestó en presentar excusas. Entendía que el presidente de la Junta de Museos de la ciudad tenía obligaciones más allá de acudir al estreno de una ópera en el Liceo.

—En tal caso, no perdamos un instante. ¿De qué se trata?

El arquitecto miró al mosén invitándole a que plantease la cuestión. Gudiol carraspeó, aclarándose la garganta.

—Le supongo informado de lo ocurrido con las pinturas del ábside de Santa María de Mur.

—Por supuesto. Por lo que tengo entendido, el obispo de Urgell tiene en proyecto venderlas.

Folch apenas conocía a Gudiol, aunque había leído sus artículos en La Veu de Catalunya y sabía que era una de las personas más autorizadas para hablar de arte sacro medieval. También sabía del excelente trabajo que el clérigo realizaba desde hacía muchos años como conservador del museo diocesano de Vic.

—Ya las ha vendido —la voz del mosén sonó cortante, indicando la importancia de su presencia, aunque no fuesen bien recibidos.

—¿Van a desmontar el ábside para llevárselas?

—No, van a despegarlas de la pared.

—¡No diga tonterías! —el presidente de la Junta de Museos no había podido evitar que aflorase su malhumor.

El mosén no se alteró. Unió las puntas de sus dedos y se humedeció los labios con la lengua, los tenía algo resecos.

—Por lo que veo, no está al día en lo que se refiere al empleo de las técnicas que permiten trasladar una pintura al fresco de un lugar a otro sin que sufra el más mínimo daño.

Folch miró a Puig cuyo rostro era como el mármol. No le había gustado el recibimiento. Se dirigió al mosén.

—¿Le importaría explicarse?

—Los italianos dominan una técnica, creo que la llaman strappo, que les permite trasladar la pintura de una pared a un lienzo, donde queda adherida. Luego la despegan y la recolocan en una especie de bastidor donde se han recreado las formas de la pared original y las vuelven a colocar.

—¿Cómo ha dicho que se llama ese procedimiento?

—Strappo.

—¿Y dice usted que las pinturas no sufren deterioro?

—Al parecer no.

—¿Al parecer?

Gudiol se encogió de hombros.

—Yo no he visto cómo quedan al recolocarlas de nuevo, pero quien está despegándolas del ábside de Santa María de Mur, afirma que la técnica está sobradamente experimentada.

—¿Las pinturas están siendo arrancadas? —Folch se había puesto de pie.

—Empezaron hace cuatro días. Aunque tienen que montar andamiajes y trabajan con sumo cuidado, es posible que los italianos que han contratado para ese trabajo lo hayan concluido ya.

—¿Cómo se han enterado de que habían comenzado a despegarlas?

—Porque me llamó el párroco de la localidad, con quien mantengo una vieja amistad desde los tiempos del seminario. Él no es partidario de que se lleven los frescos.

—¿Entonces?

—El obispo no es de la misma opinión.

—Comprendo.

—Cuando hace algunas semanas tuve conocimiento del hecho —explicó el mosén—, mostré tanta incredulidad como usted. Las pinturas habían sido vendidas, aunque estaba convencido de que tendrían problemas para despegarlas. El mismo día que comenzaron la tarea de desprender los frescos, recibí aviso del párroco y decidí desplazarme hasta el lugar. He tenido ocasión de ver cómo esos italianos realizan su trabajo.

—¿Entiende ahora las razones por las que hemos planteado esta reunión con tanta urgencia? —apostilló el arquitecto.

Folch asintió con ligeros movimientos de cabeza. Su mujer podía poner el grito en el cielo, pero tendría que olvidarse de Madame Butterfly y de la velada en el Liceo. Aquella reunión iba a prolongarse mucho más de lo que él había previsto.

—Sin embargo, me temo que es muy poco lo que podemos hacer. Si las pinturas han sido vendidas por el obispo y las han despegado de las paredes…

—A estas alturas, el problema no es Santa María de Mur —lo interrumpió Puig.

—Explíquese, por favor —el tono de Folch empezaba a suavizarse.

—El problema son las pinturas del valle de Boí. Los ábsides de San Clemente y de Santa María de Taüll.

—¿También quieren comprarlas esos americanos?

—Ése es el rumor que corre. Comprenderá que no podemos quedarnos cruzados de brazos y llegar tarde, como nos ha ocurrido con este caso. La Junta de Museos tendría que hacerse cargo de esas pinturas.

—¿Está insinuando que las compremos?

—Así es. Habría que comprarlas y hacer lo mismo que han hecho los americanos.

—Discúlpenme un momento, por favor. ¡Pónganse cómodos! ¡Enseguida vuelvo!

Una vez solos, Gudiol preguntó a su amigo:

—¿Qué opina?

—Su actitud ha cambiado. Nos recibió de uñas, obligado por las presiones de Cambó, pero creo que la importancia del asunto ha influido en su ánimo.

—¿Cree usted que el dinero será problema?

—No me lo parece. Si las pinturas de Mur se han vendido por quince mil pesetas, éstas pueden tasarse por un precio similar, quizás algo más porque es posible que se establezca una puja con los americanos. Luego habrá que disponer de los fondos necesarios para pagarle a los italianos. Por cierto, ¿sabe usted cuánto cobra ese tal… ese tal? —Puig i Cadafalch no recordaba el nombre.

—Steffanoni, Franco Steffanoni.

—¿Sabe cuánto cobra Steffanoni?

—No tengo ni idea. Pero tal y como están las cosas, supongo que entre todos los gastos que esto pueda originar no bajaremos de los diez mil duros.

—Es una suma importante, pero a poco que un par de instituciones estén dispuestas a colaborar… El dinero es algo muy relativo. Una cifra como ésa no está al alcance de la inmensa mayoría de la gente, pero es poco más que una minucia en otros ambientes. Aquí lo importante es la voluntad de quienes tienen la posibilidad de salvar esas pinturas. Ahí es donde tenemos que sumar esfuerzos y crear un clima favorable para su traslado a Barcelona.

—¿Cómo cree que reaccionarán los vecinos?

—Cuando estuvimos por allí, aunque de eso hace ya más de diez años, usted pudo comprobar, igual que yo, su deseo de colaborar con nosotros. ¿Recuerda cómo insistían para que nos llevásemos las tallas del descendimiento?

—Eso es cierto, pero en estos años las cosas han cambiado mucho. Los aldeanos, que antes despreciaban ese patrimonio, han tomado conciencia de su importancia y se muestran reacios a perderlo. Ahora, sólo a regañadientes aceptan que las tallas o las pinturas salgan de su terruño.

—Supongo que ahí el papel de los párrocos será muy importante, su influencia es muy grande.

El mosén hizo un gesto de duda.

—No lo crea. Aunque es cierto que en aquellos valles la situación no es comparable a la que se vive en Barcelona, donde el descrédito de la Iglesia y sus ministros es palpable. Hoy la autoridad del párroco no tiene nada que ver con lo que fue en otros tiempos. La secularización lo invade todo y eso que llaman la razón le está ganando la batalla a la fe.

El regreso de Folch interrumpió la conversación. Sus dos visitantes hicieron ademán de ponerse de pie.

—Por favor, por favor, sigan sentados. Discúlpenme, pero tenía que atender una obligación ineludible.

—¿Madame Butterfly?—preguntó Gudiol sin el menor reparo.

Folch dejó escapar un suspiro.

—He tenido que informar a mi mujer que, a diferencia de lo que pensaba en un principio, la reunión va para largo. Acudir al estreno de la ópera de Puccini tendrá que esperar a mejor ocasión.

—No sabe cuánto lo lamento —se excusó Puig i Cadafalch—, pero como comprenderá el asunto no admite demoras. Podríamos encontrarnos con una situación parecida a la de Santa María de Mur, viendo cómo algunas de las piezas más importantes de nuestro patrimonio histórico terminan muy lejos de Cataluña.

—Tiene toda la razón. ¿Les apetece una copa? ¿Un oporto? ¿Un jerez?

—Un jerez no me vendría mal —aceptó Gudiol.

—¿Y usted?

—También jerez, por favor.

El anfitrión sirvió las copas. Gudiol mojó los labios y paladeó el vino con delectación.

—¿Qué le parece?

—Excelente.

—Se trata de un vino de producción muy limitada al que algunos afortunados tenemos acceso. Es un placer compartirlo con ustedes.

Puig dio un sorbo a su vino y comprobó que eran ciertas las excelencias proclamadas por el anfitrión, sin dejar de pensar en lo complicado que es el ser humano. Apenas veinte minutos atrás, Joaquim Folch los había recibido fríamente, en cumplimiento de lo que se había tomado como una penosa obligación que las circunstancias le imponían. Ahora los invitaba a compartir aquel pequeño tesoro reservado a paladares exquisitos.

—Supongo que, dadas las urgencias, habrán trazado algún plan de actuación.

El mosén dio otro sorbo a su vino y Puig dejó la copa sobre la mesa.

—Como usted dice, todo va tan deprisa que apenas hemos tenido tiempo de nada —señaló el arquitecto—. Sobre todo porque el Institut d'Estudis Catalans no dispone de fondos para hacer frente a una operación que requiere de una importante dotación económica. Esa es una de las razones de nuestra precipitada visita, por cuya premura le reitero nuestras disculpas.

—No se preocupe. Dígame, ¿tienen hecha alguna valoración concreta de cuánto podría suponer la actuación?

El arquitecto y el mosén intercambiaron una mirada. Ambos vacilaban ante la perspectiva de deslizarse por un terreno que desconocían. Aunque tenían la referencia de Santa María de Mur, ignoraban el precio que podían alcanzar los frescos de Taüll. Si se organizaba una puja, la suma podía dispararse hasta cifras imprevisibles. Todo dependería de hasta dónde los norteamericanos estuvieran dispuestos a llegar. Luego estaba el trabajo de despegar las pinturas de su emplazamiento original y no tenían ni idea de los honorarios de Franco Steffanoni y su equipo de ayudantes. Ni siquiera sabían si el italiano estaría dispuesto a permanecer más tiempo en Cataluña.

Folch los miró alternativamente.

—Por lo que veo, no tienen todavía un cálculo del costo de la operación.

Gudiol decidió que no era momento de vacilaciones.

—En realidad, tenemos una cifra que puede servir de referencia, aunque podría verse modificada de forma sustancial.

—¿Podría ser más concreto?

—Cincuenta mil pesetas.

Un ligero movimiento de las cejas de Puig i Cadafalch señalaron la sorpresa del arquitecto. Su amigo acababa de soltar la cifra que ellos habían estimado, sin más datos que los comentarios que acababan de hacer. Estaba claro que el mosén era un hombre de fe.

—Es una bonita suma —comentó Folch acariciándose el mentón.

A los dos les dio cierta seguridad que se hubiese limitado a hacer un simple comentario. Las instituciones nunca estaban sobradas de fondos y, a veces, cuadrar el presupuesto de ingresos y gastos suponía un verdadero quebradero de cabeza. Al menos no se habían encontrado con una negativa, ni siquiera con una exclamación de rechazo. El problema radicaba en que la cifra no tenía un fundamento sólido.

—¿Cree que se podría afrontar el gasto? —preguntó el mosén, que no estaba dispuesto a cejar en su empeño.

Antes de responder, Folch acarició de nuevo su mentón pulcramente rasurado, luego dio un sorbo a su vino y lo paladeó.

—Lo primero será hablar con los directores de los diferentes museos. La situación no es precisamente boyante, pero quizás podamos conseguir alguna ayuda de la Diputació o de la propia Mancomunitat. Cambó está muy interesado, ustedes lo saben mejor que yo.

Puig no supo si la alusión a Cambó era un recordatorio sobre la forma en que se había precipitado la reunión o deseaba señalarles que también ellos habrían de moverse.

—El principal problema está en que no disponemos de tiempo, Santa María de Mur ha levantado la veda. La rapidez será clave para llevar a buen puerto la operación. Si el obispo de Urgell comprometiese la venta de las pinturas con esos norteamericanos o con cualquier otro marchante, todos nuestros esfuerzos resultarían baldíos.

—¿En las cincuenta mil pesetas estarían incluidos todos los gastos?

Puig contuvo la respiración, pero el mosén no pareció alterarse.

—¿A qué se refiere?

—Me refiero a que si en esa suma está incluido el precio de la compra, los honorarios de los técnicos, el salario de los obreros, el coste del traslado de las pinturas hasta Barcelona… En fin, todo el gasto.

—Por supuesto, por supuesto —afirmó con rotundidad Gudiol—. Esa cifra lo incluye todo. Bueno —alzó las manos con las palmas extendidas como si se sacudiese una parte de la responsabilidad que estaba asumiendo—, siempre que no surja un imprevisto.

—¿Como por ejemplo…?

—Podríamos encontrarnos con otro comprador, dispuesto a mejorar el precio que ofrezcamos. En tal caso, esa cifra podría subir.

—Entiendo.

—Por eso es muy importante hacer una oferta de compra. Si logramos adquirir las pinturas, habremos cerrado el paso a posible competidores.

—¿Qué precio de compra es el que han calculado?

—Quince mil pesetas por cada una de las iglesias.

Folch mantuvo un silencio tan prolongado que Gudiol creyó necesario dar una explicación:

—Hemos partido de una cifra, tanto para San Clemente como para Santa María, similar a la que se ha pagado en Mur.

—Si hiciésemos de forma inmediata las gestiones de compra, ¿creen que conjuraríamos el peligro?

—Eso pensamos, y de ahí las urgencias. Todo lo demás podría hacerse con cierta tranquilidad.

Folch consultó su reloj. Si daba la reunión por concluida en aquel momento, podría llegar al segundo acto de la obra Madame Butterfly.

—En ese caso, inicien las gestiones de compra.

Dejó su copa en la mesa y se puso de pie. Puig y Gudiol lo imitaron. El arquitecto no daba crédito a la forma en que concluía una entrevista cuyos inicios no auguraban aquel final.

—Lamento las prisas, pero creo que todavía puedo dar satisfacción a los deseos de mi esposa. Espero que me comprendan.