Capítulo XXIV

BARCELONA, mayo de 1920

 

El rostro de Puig i Cadafalch denotaba el cansancio acumulado, llevaba todo el día de viaje. A primera hora había tomado el tren hasta Vic. Allí, sentado en un banco de la estación, aguardó cerca de dos horas hasta que tomó el expreso que lo conduciría a Puigcerdà, en un incómodo viaje de más de cuatro horas y tal número de paradas que había perdido la cuenta. Eran las cinco de la tarde cuando puso el pie en el andén, portando una pequeña maleta. Rechazó los servicios de un mozo que se ofreció a llevarle su ligero equipaje y entró en la sala de espera. Nadie lo aguardaba. Había media docena de personas, un par de pilluelos que correteaban molestando. Salió al exterior y buscó en el bolsillo de su chaqueta el telegrama que había recibido la víspera.

 

Urge su presencia aquí. Inesperado giro negociaciones. Confirme llegada Puigcerdà mañana tren tarde. Aguardo estación. Saludos. Gudiol

 

También leyó la copia del que él había remitido.

 

Mañana. Tren tarde estaré en Puigcerdà. Saludos. Puig

 

Las conversaciones con el obispo de Urgell para adquirir los frescos de Taüll llevaban varios meses en punto muerto. Lo que parecía un asunto de pocas semanas, se había empantanado cerca de un año. Durante el penoso viaje no había dejado de pensar en lo que el mosén querría decir con la frase: «Inesperado giro en las negociaciones».

Iba a entrar de nuevo a la sala de espera, cuando vio al mosén. Llevaba el sombrero en la mano y el manteo recogido sobre el hombro. Se saludaron con un cálido apretón de manos.

—¿Qué tal el viaje?

—¡Horrible! —exclamó el arquitecto agitando su mano izquierda como si apartase un mal sueño—. A las siete de la mañana ya estaba en la estación de Sants. La espera en Vic ha sido tediosa. Luego he tenido la sensación de que el tren jamás llegaría a Puigcerdà. ¡Hemos tardado más de cuatro horas!

—Lo importante es que ya está usted aquí —se excusó el mosén.

—¿Cuál es su taxi?

—Aquél —Gudiol señaló un Ford T aparcado a pocos pasos.

—Si le parece, podemos ponernos en marcha. ¿Cuánto se tarda en llegar a Urgell?

—Hemos tardado algo más de dos horas. Hay unos cincuenta kilómetros.

Puig miró el reloj. Faltaba poco para las cinco y media. Eso significaba que podían estar en su destino mucho antes de las ocho, con las últimas luces del día.

—Aprovecharemos el viaje para que me explique que significa ese «inesperado giro negociaciones».

—Inesperado y extraño. Por eso he considerado imprescindible su presencia.

—¡Estoy sobre ascuas desde que recibí su telegrama!

Mientras el taxista colocaba en el maletero el pequeño equipaje del arquitecto, Puig tomó a su amigo del brazo y le susurró al oído:

—¿El taxista es de fiar?

—¿Qué quiere usted decir?

—Que si podemos mantener una conversación sin que luego se vaya de la lengua.

—Por eso no se preocupe. Antonio ha venido conmigo desde Vic.

Una vez que el vehículo se puso en marcha, Puig preguntó sin preámbulos:

—Bueno, usted dirá, ¿qué ha ocurrido?

Antes de responder, Gudiol dejó que su mirada vagase por el paisaje que se le ofrecía a través de la ventanilla. La carretera, muy estrecha, serpenteaba paralela al cauce de un pequeño río en cuya ribera se alzaban esbeltos álamos y copudos olmos. La primavera había explotado, vistiendo el paisaje de un verde intenso.

—Ayer por la mañana, cuando por enésima vez esperaba una respuesta a la oferta económica, el señor obispo me hizo un planteamiento desconcertante.

—¿Qué le dijo?

—Que las pinturas de Taüll podrían formar parte de una negociación en la que habrían de considerarse otras cuestiones.

—¿Otras cuestiones?

Puig observó que las manos del mosén que reposaban sobre su regazo se crisparon de forma casi imperceptible. Gudiol buscó cuidadosamente cada una de las palabras.

—Su ilustrísima necesitaría contar con ciertos apoyos para llevar a buen puerto sus aspiraciones eclesiásticas.

Ahora fue Puig quien posó sus ojos en el hermoso paisaje que desfilaba por la ventanilla. La naturaleza rebosaba de la vida recién estrenada.

—¿Podría ser un poco más explícito?

—Para el señor obispo, la diócesis de Urgell se ha quedado pequeña. En realidad, nunca se ha sentido cómodo en un destino que siempre consideró como una etapa transitoria en su carrera eclesiástica. Aspira a una mitra de mayor proyección y el tiempo que lleva aquí le resulta ya excesivo.

El arquitecto miró a Gudiol sin ocultar su sorpresa.

—¿Y qué tenemos nosotros que ver con las aspiraciones del señor obispo?

En aquel momento el coche dio una sacudida y los neumáticos chirriaron; el taxista había entrado demasiado deprisa en una curva muy pronunciada.

—¡Cuidado, Antonio! —gritó el mosén que se había echado encima de Puig.

—Disculpen, es que había gravilla suelta y las ruedas han derrapado.

Normalizada la situación, el arquitecto repitió la pregunta:

—Dígame, Gudiol, ¿qué tenemos nosotros que ver con las aspiraciones de su ilustrísima?

—Tal vez yo sea el culpable de que haya planteado la cuestión en esos términos.

—¿Usted?

—Sí. En las largas conversaciones mantenidas, he señalado más de una vez que son muchas las instituciones, empezando por la Mancomunitat, que están interesadas en que nuestro patrimonio no salga de Cataluña y que la venta de las pinturas de Santa María de Mur había levantado una oleada de protestas. Le he hablado del interés de la Junta de Museos de Barcelona y del propio Cambó en que esta operación se lleve a cabo felizmente. Le he reiterado, no sé cuántas veces, que todos verían con buenos ojos que su disposición fuese la mejor para llevarla a buen puerto.

—Sigo sin comprender.

—El obispo pretende que, si personas tan influyentes están interesadas en la operación, él la facilitará con sumo gusto a cambio de que ejerzan su influencia en ciertos círculos para que se colmen sus aspiraciones de ascender en el episcopado.

—¿Quiere que Cambó lo recomiende en las instancias vaticanas?

—Sabe que sus relaciones con el nuncio de Su Santidad son buenas y lo que pide es un empujoncito. Esa es la razón del telegrama que le puse ayer.

—Debería de haber sido más explícito.

Gudiol se encogió de hombros.

—No creo que estas cosas deban pregonarse. Lamento haberle obligado a venir con tanta premura, pero creo que el esfuerzo puede merecer la pena.

—¿Y la cuestión económica como queda? —preguntó el arquitecto.

—Su ilustrísima no ha sido muy claro, pero ha insinuado que, resuelta la cuestión principal, las posibles diferencias que nos separan se resolverán fácilmente.

—Tal y como me lo dice, eso no supone ningún compromiso por su parte.

—Ya le he dicho que no ha sido muy claro. Creo que usted podrá calibrar mejor sus pretensiones y entre ambos quizás podamos concretar mucho más.

—No sé si Cambó estará dispuesto a entrar en ese juego.

 

 

 

La estancia olía a cera y a incienso. Los postigos de las ventanas estaban ligeramente entornados, creando una atmósfera propicia al recogimiento. Mosén Gudiol y Puig i Cadafalch comentaban en voz baja, influidos por el ambiente, la fuerza de un san Miguel arcángel con las alas desplegadas y espíritu guerrero, cuya imagen llenaba un lienzo de grandes dimensiones en uno de los testeros.

Poco después del toque del ángelus, la puerta se abrió y un joven clérigo precedió a su ilustrísima. El obispo avanzó hacia donde estaban ellos. Su cabello era negro, aunque plateaba en las sienes; su recio rostro parecía más propio de un campesino que de un príncipe de la iglesia. Extendió la mano y les dio a besar su anillo episcopal.

—Bienvenidos a esta su casa —los saludó con una afable sonrisa.

—Ilustrísima —el mosén señaló a su amigo—, tengo el gusto de presentarle al señor Puig i Cadafalch, de quien ya le he hablado.

—Es persona conocida por sus relevantes méritos en el noble arte de la arquitectura —señaló el obispo, mostrándose cortesano—. Tengan la bondad de tomar asiento.

El joven sacerdote abrió los postigos y una luz tamizada se extendió por la habitación, luego encendió una lamparilla que iluminaba una pequeña imagen del Corazón de Jesús, colocó una campanilla de plata en una mesita, junto al sillón donde el obispo acababa de sentarse y se retiró tan silenciosamente como había entrado.

—¿Qué tal el viaje? Tengo entendido que llegó usted a Urgell ayer por la tarde.

—Más bien entrada la noche.

—Quiero agradecerle muy vivamente el interés que ha mostrado, acudiendo tan rápido a la llamada de mosén Gudiol. Supongo que su presencia significa que las negociaciones recibirán el impulso que todos deseamos.

—Me temo, ilustrísima, que no soy la persona indicada para dar ese impulso, que soy el primero en desear —las palabras de Puig sonaron corteses, pero secas y cortantes.

El obispo alzó sus negras y gruesas cejas e interrogó a Gudiol con la mirada.

—La urgencia del viaje no ha permitido al señor Puig realizar gestión alguna. En realidad, ayer, mientras veníamos de Puigcerdà, tuvo conocimiento de nuestra última conversación. —El mosén adoptó una actitud sumisa; era una forma de pedir disculpas.

—¿Hay alguna razón para que no lo hubiese puesto al corriente antes de emprender el penoso viaje desde Barcelona? —En la pregunta del obispo resonaba un fondo de reproche, pero le había servido en bandeja al mosén la mejor explicación que podía tener a su alcance.

—Supongo que su ilustrísima estará de acuerdo conmigo en que se trata de un asunto delicado que no convenía comentar por teléfono. Nuca se sabe qué oídos pueden estar a la escucha.

El obispo se retrepó en su asiento y asintió con ligeros movimientos de cabeza.

—Celebro su discreción. Ciertamente hay asuntos en los que la cautela es factor principal. —Enredó sus dedos en la cadena de la que colgaba su cruz pectoral y dirigiéndose a Puig le preguntó—: ¿Cuál es su opinión?

El arquitecto tardó unos segundos en responder. Desde que el mosén lo puso al corriente de la nueva situación, no había dejado de darle vueltas a la cabeza. Hubiese preferido cerrar un acuerdo económico que estuviese al alcance de sus posibilidades.

—Ignoro si el señor Cambó se mostrará proclive a la gestión que su ilustrísima solicita. En cualquier caso, sería conveniente que nos hiciese llegar también cuáles son las pretensiones económicas. Si su ilustrísima desea que ambas cuestiones formen parte de la misma negociación, creo que debería avanzarse conjuntamente.

El obispo no dejaba de juguetear con la cruz de rubíes que indicaba su dignidad episcopal. No estaba muy satisfecho con que el arquitecto no trajese una respuesta a sus planteamientos. Comprendía la discreción de que mosén Gudiol había hecho gala, pero hacerlo venir para no tomar ninguna decisión le parecía un esfuerzo poco útil.

—Mi deseo es que no ocurra como con Santa María de Mur y los frescos de Taüll se queden en Cataluña. Al fin y al cabo, aquí fueron pintadas, aunque mi criterio personal es que el patrimonio eclesiástico es universal.

Mosén Gudiol sostenía un punto de vista muy diferente y en diversas ocasiones había hecho pública su posición en algunos de sus artículos aparecidos en la prensa de Barcelona. Para él, como para Puig i Cadafalch y los integrantes del Instituí d'Estudis Catalans, estaba claro que las pinturas de las iglesias románicas eran patrimonio de Cataluña y en modo alguno, la jerarquía eclesiástica tenía derecho a disponer de él a su antojo, aunque los cánones contenidos en el concordato que regulaba las relaciones jurídicas de la Santa Sede y el gobierno de Alfonso XIII les concediese un amplio margen de maniobra.

—¿Podría su ilustrísima concretar los aspectos económicos?

El obispo carraspeó como si necesitase aclararse la garganta.

—Si se tienen en consideración las cuestiones que he planteado a mosén Gudiol, podríamos tomar como referencia Santa María de Mur, aunque habrá que tener presente que el mercado está removido. De un tiempo a esta parte, todo lo relacionado con el románico ha cobrado un valor extraordinario.

Puig sabía que eran quince mil las pesetas pagadas por los frescos del hermoso ábside, pero quiso que fuese el prelado quien concretase una cifra.

—¿Cuál fue la cantidad exacta?

—Quince mil pesetas. Partiremos del doble de esa suma, se trata de dos templos.

El arquitecto asintió con ligeros movimientos de cabeza.

—Sobre esa base creo que la cuestión económica no planteará problemas. Respecto a sus deseos nada puedo prometerle, salvo que haré cuanto esté en mi mano para que se cumplan las expectativas de vuestra ilustrísima.

—¿Estamos hablando de mucho tiempo?

—No podría precisárselo, pero, por el interés que todos tenemos en que este asunto se resuelva a gusto de las partes, intentaré que sea en el plazo más breve.

—¿Un par de semanas? —aventuró el obispo.

Puig hizo un gesto de ambigüedad.

—Ilustrísima, eso es algo que no está en mi mano, aunque dos semanas me parece poco tiempo. Digamos dos meses.

—Muy bien, sean dos meses.

—Otra cosa, ilustrísima.

—¿Sí? —El obispo apretó con fuerza los brazos del sillón, temiendo un añadido poco conveniente.

—Mientras todo se resuelve, su ilustrísima no tomará en consideración ninguna otra oferta que pretenda hacerse con las pinturas.

—Eso está acordado hace tiempo con el mosén. Puede tener la absoluta seguridad.

El obispo agitó la campanilla y al punto apareció el joven sacerdote que lo precedió a su llegada.

—Ramón, acompaña a nuestros visitantes.

El sacerdote asintió con un movimiento de cabeza y extendió su brazo hacia la puerta. El prelado les ofreció su mano para recibir el ósculo episcopal.