Capítulo XXV
AL sur de los Pirineos, octubre de 1123
Todo empezó a temblar. Un ruido muy diferente al del trueno y que parecía salir de las entrañas de la tierra los dejó paralizados.
Aldo alzó la vista y enmudeció. Las palabras se le atragantaban y no llegaban a la boca. Tardó varios segundos en reaccionar ante la espeluznante imagen que se ofrecía a sus ojos. El ensordecedor rugido procedía de una avalancha blanca que descendía por la ladera, arrastrándolo todo a su paso.
Por fin, pudo gritar.
—¡Hacia el río! ¡Corred hacia el río!
Era inútil porque el estruendo ahogaba cualquier otro sonido, salvo el del trueno que, tras un nuevo relámpago, explotó sobre sus cabezas. Lucila parecía petrificada, las piernas no le respondían. Aldo la agarró por el brazo y tiró fuerte logrando arrastrarla. En el último momento, la mujer cogió su bolsa de badana, no quería dejarla atrás. El cantero se zambulló en la gélida corriente y comenzó a chapotear aguas abajo, justo en el momento en que fray Remigio y su escolta, un revoltijo de hombres y caballos que se agitaba en posturas grotescas, eran tragados por el alud; nadie pudo escuchar ni los desesperados gritos de los hombres ni los relinchos estentóreos de los brutos. Una mezcolanza de lodo, piedras y nieve constituiría el frío sudario que formaría su tumba hasta que el deshielo, cuando llegase, dejara sus cuerpos a la vista de los hombres.
—¡No sé nadar! —gritó Lucila desesperada, apretando la bolsa contra su pecho.
—¡Agárrate a mi cuello!
—¡No! ¡No puedo! ¡Me ahogaré!
—¡Agárrate fuerte! —Aldo saltó a la suave corriente, remansada en la amplia curva del meandro, sin soltar la muñeca de su esposa. Comprobó que hacía pie.
—¡Lucila, trata de tocar el suelo!
El agua los cubría hasta el pecho. El pintor avanzó tanteando para no caer en una poza que los engullese, pero su esposa, atemorizada, se resistía.
—¡Lucila, por el amor de Dios, no tengas miedo y suelta esa bolsa de una vez!
—¡Jamás!
Aldo supo que de nada servirían sus requerimientos.
—¡Está bien! Pero no te detengas, son sólo siete u ocho varas, tenemos que ganarla otra orilla.
En el centro del cauce Lucila perdió pie, pero Aldo logró sujetarla. Mientras braceaba con desesperación y tragaba agua, el pintor logró tirar de ella y asirse a un tocón que crecía junto a la otra ribera. Ganar la orilla resultó relativamente fácil.
La nieve llegaba ya al bosquecillo, los robles no fueron un valladar para la avalancha. Los más endebles de aquellos árboles, que poco antes parecían desafiar a la naturaleza, fueron arrancados de cuajo. Aldo miró aguas abajo, donde Arnulfo chapoteaba sin dificultad, gracias a su envergadura, pero el cantero no buscaba la orilla y avanzaba por el centro de la corriente. Tenía que salir del cauce; si no lo hacía, el río sería su tumba. Gritó con toda su fuerza:
—¡Arnulfo, sal del agua! ¡A la otra orilla!
El estruendo de la nieve hacía estériles sus esfuerzos.
Si el cantero no se percataba, cuando la avalancha de nieve que arrastraba el alud llegase al río sus aguas se convertirían en un turbión que lo arrastraría todo a su paso.
Desde la ribera opuesta, Aldo hizo un último intento al que colaboró Lucila. Los dos gritaron con desespero para alertar a su amigo, pero fue en vano. La tromba de nieve cayó como una catarata sobre el cauce. Lo último que Lucila y Aldo vieron fue el cuerpo de su amigo perderse arrastrado por el torrente.
—¡Dios mío! —exclamó Lucila angustiada. Las lágrimas aparecieron en sus ojos y resbalaron por sus mejillas hasta convertirse en un llanto incontenible. Aldo, con la mirada perdida en el río, guardó silencio, con el corazón oprimido por el dolor.
Poco a poco la naturaleza se serenó. La nieve ya no era el huracán desatado hacía unos minutos, ahora fluía mansamente hasta que, perdido el impulso cobrado con la pendiente, acabó por detenerse. La tormenta se alejaba. De vez en cuando, un relámpago iluminaba un paisaje que se había transformado y los truenos se escuchaban en la lejanía, perdidos entre los encajonados valles de aquellas montañas. Sólo entonces se percataron de que estaba nevando otra vez.
La tarde declinaba y la luz disminuía. No podían permanecer allí, mojados, helados y sumidos en las cavilaciones de un suceso que les había salvado la vida y privado de un amigo, cuyo deambular en busca del maestro Benito los había conducido hasta aquellos parajes. Tenían que seguir el curso del río si querían llegar a Martinet.
—Lucila, tenemos que irnos, no podemos perder un minuto. La noche se acerca y hemos de llegar a esa aldea, aún tenemos por delante casi dos leguas de camino.
Echaron a andar pegados a la ribera del río, en medio de una nevada que llegaba en oleadas. Aldo no podía apartar de su mente la escena de fray Remigio y quienes lo acompañaban sepultados por el alud. Instintivamente, se llevó la mano al grueso cinturón de piel, donde guardaba bien protegido lo que aquel fanático buscaba. También estaba viva en su retina la última imagen de Arnulfo, cuando el grandullón se hundió en el torbellino de agua, nieve y lodo, arrastrado por la corriente.
Era el crepúsculo cuando vislumbraron Martinet. Fue una suerte porque si hubiesen tardado unos minutos más y la noche se hubiese cerrado definitivamente, la pequeña aldea hubiese quedado oculta a sus ojos y se habrían extraviado en medio de las tinieblas. Hacía rato que el aullido desgarrado de un lobo, respondido en la lejanía por otros congéneres, anunció los peligros de una noche en la que sobrevivir sin un lugar donde cobijarse era casi imposible.
La llegada de la noche suponía en el mundo de los campesinos el final de toda actividad fuera de sus viviendas. Las gentes cerraban postigos y atrancaban puertas y ventanas. Las sombras que llegaban con la noche eran el dominio del diablo que, a partir de ese momento, campaba a sus anchas. Nadie se arriesgaba a abandonar el cobijo de sus casas y exponerse a caer en sus garras.
Se toparon con un campesino que echaba los cerrojos de su establo. El aldeano se puso en guardia y trató de escabullirse.
—Por favor —suplicó Lucila, pero el aldeano aceleró el paso—. Sólo buscamos un lugar donde pasar la noche.
Sus palabras se perdieron en la oscuridad.
—¿Sois peregrinos? —preguntó una voz de mujer desde una ventana entornada.
Aldo iba a responder, pero Lucila se adelantó:
—Sí, vamos a Compostela, a rezar ante la tumba de Santiago.
—Continuad calle abajo —les indicó la voz que surgía de la oscuridad, sin que su autora se asomase—. Preguntad en la última casa a la derecha, no tiene pérdida. Es la que tiene la fachada de piedra.
Un suave ruido les indicó que el postigo acababa de cerrarse. Alguien que no se había atrevido a mostrarse les había facilitado una valiosa información. Siguieron las indicaciones y al poco vieron un tenue resplandor.
—¡Es una hospedería! —exclamó Lucila.
—¿Por qué lo sabes?
—Porque tiene encendida una candelilla sobre el dintel de la puerta. He oído decir que es la forma de advertir a los peregrinos que se trata de un albergue.
Empapados hasta los huesos, ateridos y entristecidos, se acercaron al lugar. Efectivamente, la casa donde alumbraba el farol tenía la fachada de piedra. Se trataba de una pequeña construcción donde acogían a los peregrinos que hacían el viaje a la tumba del apóstol Santiago. Era uno de los muchos establecimientos que se encontraban a lo largo de la ruta que conducía hasta Compostela. Una buena parte estaban atendidos por ordenes religiosas y hasta contaban con un pequeño local para cuidar a los enfermos. Otros dependían de las autoridades locales e incluso algunos habían surgido como una forma de ganarse la vida. La ruta, según se decía, comenzaba algunas leguas más al oeste, en Jaca, pero la realidad era que los peregrinos ya llevaban muchas jornadas de camino cuando llegaban allí, donde se organizaban grupos para iniciar lo que propiamente se consideraba como el camino jacobeo.
La puerta estaba entornada, pero optaron por llamar. Sin embargo, no encontraron respuesta. Lucila asomó la cabeza y vio en la penumbra a una mujer que cruzaba con una jofaina en las manos y se perdió por una puerta.
—¡Por favor! ¡Por favor! —llamó inútilmente.
Aldo empujó la puerta y entraron a una sala con el suelo de tierra apisonada; en un rincón unos troncos crepitaban en una chimenea. En otro, una escalera con los peldaños de madera conducía a la planta de arriba. Escucharon unos suaves murmullos procedentes de la puerta por la que se había perdido la mujer de la jofaina.
—¿Quién vive? —preguntó el pintor sin obtener respuesta.
—Ven.
Lucila ya caminaba hacia la puerta que daba a una alcoba, alumbrada por varios candiles, tres mujeres se arracimaban alrededor de un jergón.
—¡Las vendas! —solicitó la que estaba inclinada sobre el camastro.
Aldo y Lucila permanecieron en silencio, observando desde el umbral. Una de las mujeres al volverse para dejar la jofaina, donde flotaba un paño sobre agua sanguinolenta, los miró extrañada. Ofrecían un aspecto lamentable: las ropas mojadas, agotados y ateridos de frío.
—¿Quiénes sois?
—Peregrinos —respondió Lucila.
—¿Cómo habéis entrado? —el gesto de la mujer era desabrido.
—La puerta estaba abierta. Hemos llamado, pero nadie ha respondido.
—Está bien. ¡Aguardad junto a la chimenea, estamos atendiendo a un herido! ¡Avivad el fuego con algún leño!
La mujer que se inclinaba sobre el lecho se hizo a un lado para colocar mejor la manta con que arropaba al herido, sacudido por fuertes espasmos. Lucila se llevó las manos a la boca.
—¡Dios mío!
Aldo miró a su esposa, que mantenía la mirada fija en el lecho.
—¿Qué te ocurre?
—¡Es Arnulfo!
La mujer que les había indicado que fuesen a calentarse a la chimenea, la miró sorprendida.
—¿Lo conoces?
—¡Santo Dios, está vivo! —Lucila se acercó al camastro seguida por Aldo.
El cantero tenía una herida en la frente y otra en el cuello, aunque por todas partes aparecían cortes y contusiones. Tenía el brazo derecho vendado, sujeto al pecho. Abrió los ojos y al ver el rostro de su amigo apuntó una sonrisa, balbuceó unas palabras ininteligibles y perdió el conocimiento.
—¿Lo conoces? —le preguntó de nuevo.
—Sí, se llama Arnulfo y es nuestro amigo. ¡Creíamos que había muerto! —exclamó Aldo alborozado—. Lo arrastró la corriente impulsada por el alud.
—¿Ha habido un alud?
—Sí, un par de leguas aguas arriba. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—¡Un milagro! —exclamó la mujer que lo había arropado, irguiéndose y remetiendo un mechón de cabello bajo la toca.
Lucila se acercó al lecho y acarició con dedos temblorosos el rostro tumefacto del cantero, cuyo cuerpo continuaba sacudido por los espasmos.
—¿Cómo ha sido? —preguntó el pintor.
—Lo encontraron malherido enredado en unos zarzales, junto al puente. Al parecer, lo había arrastrado la corriente. Tuvo suerte de que lo viesen unos pastores que pasaban por allí. Cuando lo trajeron a la hospedería parecía un Cristo. Tiene magulladuras y heridas por todo el cuerpo. Se las hemos limpiado y lo hemos vendado. Ya no podemos hacer otra cosa más que rezar.
—¿Hace mucho que lo trajeron?
—Poco más de una hora. Lo mejor es dejarlo reposar y que sea lo que Dios quiera.
—¿Podríais hervir un poco de agua? —solicitó Lucila.
—¿Para qué?
—Para preparar un ungüento. También necesito un mortero, ¿tenéis uno?
Las mujeres intercambiaron una mirada.
—¿Eres herbolaria?
—Sé algunas cosas sobre las propiedades de ciertas plantas.
La que preguntaba miró la bolsa de cuero que Lucila agarraba con fuerza.
Los cuidados de Lucila, las atenciones de las hospederas y su fortaleza física hicieron que la recuperación de Arnulfo resultase prodigiosa. Dos días más tarde ingería alimentos y, aunque con el cuerpo dolorido, daba pequeños paseos por la hospedería, donde eran los únicos acogidos. Se había establecido una relación de cierta cordialidad con las hospederas. Les explicaron que desde hacía algunos días ya no transitaban peregrinos, desaparecían con la llegada del otoño porque los pasos por las altas cumbres de los Pirineos se convertían en una peripecia peligrosa.
—Hasta la próxima primavera nadie asomará la nariz por estos pagos —señaló la mayor de las mujeres, mientras apuraba un tazón de caldo.
—¿Cómo es que la hospedería está a vuestro cuidado? —preguntó Aldo que sostenía el cuenco entre sus manos para calentárselas.
—El hospedero era mi esposo. Cuando murió el verano pasado, como los peregrinos no suelen dar grandes problemas, decidí continuar el negocio con la ayuda de mis hijas.
—¡Eres una madre muy joven! —exclamó Lucila que escrutaba en el rostro de las tres mujeres la diferencia de edad.
—Tenía doce años cuando contraje matrimonio, al año siguiente nació Ana y diez meses después Matilde.
—¿Este negocio os proporciona ingresos suficientes para vivir?
—No nos sobra, pero tampoco nos falta.
Cuando Arnulfo se recuperó, reemprendieron el camino después de haber confesado a las hospitalarias hospederas que su destino estaba mucho más cerca que el finis terrae de Compostela. Arnulfo les explicó que era cantero e iba tras los pasos de un maestro constructor lombardo, llamado Benito, y que Aldo era pintor. Las mujeres les informaron de que el valle de Boí estaba en tierras del rey de Aragón, más allá de Urgell, donde podrían proporcionales más datos sobre el lugar adonde se encaminaban.
El día que emprendieron la marcha hacía un sol radiante, después de cuatro días oscuros y tormentosos más propios del invierno que se avecinaba. Los parajes donde la nevada había sido menos intensa recuperaban los hermosos colores del otoño en que se daban la mano los verdes y una amplia gama de ocres, que iban desde el amarillo intenso de los álamos hasta los tonos rojizos de los ciruelos silvestres. El camino hasta Urgell discurría por un ameno valle regado por las aguas del Segre que bajaba crecido y ensanchaba conforme avanzaba hacia la ciudad desde la que su obispo gobernaba aquella comarca al sur de los Pirineos. A ambos lados se veían tierras de labor donde los campesinos recogían las últimas verduras. Los fundus de los labriegos se alternaban con extensiones de viñedo, dando un aspecto humanizado al paisaje.
Llegaron a Urgell con el sol todavía alto y encontraron alojamiento en una posada cerca del mercado. El ambiente, aunque no era comparable al de una ciudad como Perpiñán, distaba mucho de la monotonía rural que se respiraba en una aldea como Martinet. Había varias calles donde los artesanos ejercían sus actividades. Junto al cauce del río, que cruzaba la población, se veía una tenería donde se curtían pieles, dos batanes para dar textura a los paños de lana de los abundantes rebaños de la zona y cuatro aceñas para moler trigo propiedad del obispo, que gozaba del derecho de monopolio y cobraba elevadas maquilas a quienes molían allí su grano.
Descansaron un par de días para que Arnulfo acabara de recuperarse. El cantero, muy mejorado, aprovechó para visitar la cofradía de los lombardos. Conocía las costumbres de las logias de canteros y lo hizo el sábado poco antes de la oración. Era el momento establecido para las reuniones semanales. En ellas se rezaba en común, se hablaba del trabajo, y se cobraba la soldada de la semana, descontada la cuota para los gastos de la cofradía y el mantenimiento de viudas y huérfanos. Era el día en que se reunían sus compatriotas. Sabía que allí recibiría la información que necesitaba.
Lo acogieron con cierta reticencia: los desconocidos no eran bien recibidos, pero todo cambió cuando fue identificado por un viejo conocido de Arnulfo, Bartolomeo de Cremona, con el que había trabajado en dos iglesias de Pavía. Después de un efusivo abrazo, lo presentó a sus compañeros y, tras unas palabras de bienvenida, los dos viejos amigos hicieron un aparte.
—Benito está en Taüll —le dijo Bartolomeo.
—¿En Taüll? ¿Dónde queda eso? Me habían dicho que estaba en Boí.
Bartolomeo dio un largo trago a la cerveza de su cuerno, chasqueó la lengua y pasó su musculoso brazo por el hombro de su viejo amigo.
—Bueno, se trata de dos aldeas muy cercanas una de otra. La distancia que las separa no llega a media legua. Estuve por allí hace poco. A la zona se le conoce como el valle de Boí, aunque algunos lo llaman el valle de los lombardos. Benito está trabajando en una de las dos iglesias que allí se levantan.
—¿Dos iglesias en una aldea?
El amigo de Arnulfo se encogió de hombros.
—¡Esto es como una epidemia, amigo mío!
—No te entiendo.
—Mira a tu alrededor.
Arnulfo paseó la mirada. En el local había más de una treintena de hombres. Hablaban en voz alta, reían, gesticulaban. Unos bebían vino que sacaban de un enorme tonel, encajado entre cuñas y escoltado por seis más pequeños a cada lado. Todos tenían rotulado un nombre: Pedro, Juan, Andrés, Bartolomé, Santiago, Tomás… El más grande estaba bautizado con el nombre de Jesucristo. Otros preferían la cerveza que llenaban en grandes cuernos de una cuba gigantesca. Varios de ellos, vistiendo unos amplios mandiles se afanaban en asar grandes trozos de carne en unas parrillas.
—¿Todos son canteros?
—¡Canteros lombardos, Arnulfo! Faltará alguno, pero desde luego por una razón de peso. En esta zona trabajamos cerca de medio centenar. Se están levantando iglesias por todas partes. Aquí no damos abasto. Si te quieres quedar con nosotros, mañana mismo te incorporas a la cofradía.
—Te lo agradezco, pero me debo a la llamada del maestro Benito.
—A estas gentes —comentó Bartolomeo—, les gustan los campanarios que levantamos, nunca los habían visto tan altos. Esas torres tienen para ellos un valor muy importante.
—¿Hay alguna razón especial?
—La hay.
—Cuéntamela.
—Escogen cuidadosamente el sitio donde desean que se alce el campanario y eso determina el emplazamiento del templo. Lo hacen con el propósito de que desde las ventanas de uno puedan verse las del otro y así poder avisarse, en caso de peligro. Están montando una red de campanarios que les permiten mandar mensajes de un sitio a otro.
—¿Para qué?
—¡Los moros, Arnulfo, los moros! Están a pocas leguas viajando hacia el sur, aunque el rey Alfonso les arrebató Zaragoza hace poco. A pesar de todo, sus jinetes atacan por sorpresa. Esa red de campanarios constituye un sistema de seguridad.
Arnulfo se acarició el mentón. Aún le escocían algunas heridas.
—¿Qué tal el trabajo para los pintores?
—Los esperan como agua de primavera, casi los subastan. ¿Por qué lo dices?
—Por un amigo que viene conmigo.
—¿Es bueno?
—¡El mejor!
—¡Vamos, Arnulfo!
—Hablo en serio.
—Pues no lo digas muy alto. Si el obispo se entera, podéis despediros de continuar viaje. ¡Es capaz de encarcelarlo!
—¿Bromeas?
—Hablo muy en serio. En el scriptorium episcopal tiene retenido a un iluminador; lo obliga a decorar un códice con escenas del Apocalipsis.
—¡Eso serán bulos! ¡La gente se inventa muchas historias!
—Si quieres un consejo, no comentes que tu amigo es pintor y mucho menos que es el mejor que has conocido. Si vuestro deseo es marchar al obispado de Barbastro, os conviene guardar silencio, por muchas razones.
Bartolomeo llenó su cuerno de cerveza y el cubilete de vino de Arnulfo y tiró de él sacándolo a la calle. Hacía frío, pero no quería que nadie escuchase lo que tenía que decirle.
—¿Por qué nos hemos salido? —protestó Arnulfo.
—En la cofradía reina la armonía, pero algunas veces surgen enfrentamientos. Procuramos que no afecte a su funcionamiento, sobre todo porque siempre hay alguna viuda o algún huérfano que atender. Cuando la situación se vuelve insostenible, se le busca trabajo a uno de los enfrentados en otra parte.
—Ocurre por todas partes. Lo he vivido en Perpiñán, donde he trabajado algunas semanas. Pero ¿me has sacado a la calle, con este frío, para decirme eso?
—No, te he sacado porque nadie debe escuchar lo que voy a decirte.
—¿Qué ocurre? —Arnulfo arrugó el entrecejo.
—Nada que deba preocuparte, pero debes estar advertido. Verás, aquí las rivalidades son muy fuertes entre los propios gobernantes cristianos. Fíjate hasta dónde llegan que en ocasiones alguno se ha aliado con los moros para luchar contra su rival.
—¿Es posible?
—Créelo. Una de las situaciones de mayor conflicto se vive en esta zona, a causa del enfrentamiento entre el obispo de Urgell y el de Barbastro.
—¿La lucha es entre obispos?
Bartolomeo se encogió de hombros.
—Como en muchos otros lugares, al fin y al cabo los obispos son como los condes. La tensión entre los prelados es tan fuerte que trabajar para uno indispone con el otro. No digas que vas al valle de Boí. El mayor litigio lo sostienen sobre esa tierra; unas veces, ha estado bajo la jurisdicción de Urgell y otras, bajo la de Barbastro.
—Y ahora, ¿de qué lado está?
—Ahora pertenece a Barbastro, pero a las apetencias que enfrentan a los dos prelados se suman turbios manejos políticos entre el rey de Aragón y el conde de Urgell, que también se disputan el control de esos valles, donde hay un floreciente negocio con la cría de corderos para obtener vitelas. Las rentas son sustanciosas. ¡Un verdadero lío!
—¿Para quién trabaja Benito?
—Quien ahora nombra los cargos eclesiásticos y cobra los diezmos es el obispo de Barbastro, se llama Ramón. La gente lo quiere, está al tanto de sus problemas que no son pocos. ¡La vida en estos valles no resulta fácil! Los inviernos son largos y duros, con frecuencia las aldeas se quedan aisladas semanas, incluso meses a causa de la nieve.
—¿Y éste qué tal es?
Arnulfo bajó el tono de voz y Bartolomeo se aseguró de que nadie escuchaba.
—¡Un mal bicho!
—Entonces, ¿por qué trabajas para él?
—Porque no lo conocía y ofreció unas condiciones excelentes. ¡Estoy ligado por un contrato que no cumple hasta dentro de nueve meses!
—¡Puedes largarte!
—Si estuviera solo, ya lo habría hecho, pero con mujer e hijos… Si tienes decidido encaminarte hacia Boí, no lo demores. Y le tu amigo el pintor, ni una palabra. Ahora, volvamos dentro.
Arnulfo lo sujetó por el brazo.
—¿Es cierto que tiene preso al iluminador?
—Tan cierto como que tú y yo estamos aquí.