Capítulo XVII

JERUSALÉN, julio de 2007

 

El taxi las dejó ante la puerta de la residencia y cruzaron sigilosas el vestíbulo iluminado por una lamparilla. Subieron las escaleras para no utilizar el ascensor, un armatoste ruidoso que hubiese delatado su presencia, aunque las estrictas normas establecidas por las monjas no contemplaban la prohibición de llegar a aquellas horas. Al alojarse les habían entregado una llave de la residencia para entrar y salir libremente, porque la portería se cerraba a las once y la hermana portera no ocupaba otra vez su puesto hasta las ocho. Cosa muy distinta era que las dos fuesen a la misma habitación.

Paola abrió la puerta sin hacer ruido y las dos amigas entraron rápidamente. Nadie las había visto. Dejó el bolso sobre la mesa y fue al aseo para mirarse la ceja ante el espejo. Había mejorado y apenas quedaba una ligera hinchazón del tamaño de una moneda de veinte céntimos. Se quitó los zapatos y sentada en el baño se masajeó los pies, invadida por una creciente somnolencia después de los tres gin-tonics; desde la habitación le llegó la voz de Julia, que se comía el plátano que había en la bandeja.

—¿Qué piensas de toda esa historia?

—¿De la que nos ha contado Daniel?

—Claro.

—Una más de las que se cuentan en torno al Arca. Si se recopilasen todas, podría escribirse casi una enciclopedia.

—¿Por qué crees que despierta tanto interés?

—Porque es un objeto que siempre ha estado envuelto en un halo de misterio, eso ha hecho que despertase la atención de mucha gente y no sólo de los judíos. Ya te expliqué el interés que mostraron los nazis.

—No creo que la historia contada por Daniel sea una más de las muchas que circulan.

Paola se había puesto de pie y ajustaba la cintura de sus pantalones. Las palabras de Julia habían sonado como una rotunda afirmación.

—¿Por qué lo dices?

—Porque Daniel ha insistido varias veces en que para encontrar el Arca hay que seguir la Ruta de los Sacerdotes.

La archivera se miró otra vez en el espejo, observando con detenimiento su ceja tumefacta. Pensó que podía haber sido mucho peor.

—Eso no es decir gran cosa. Esa es una de las muchas pistas que se pueden rastrear a lo largo de los siglos. No veo que tenga nada de particular. Además, Daniel no ha sido muy explícito.

—¿Qué quieres decir?

—Que no ha dado razones de peso, ni siquiera detalles para fundamentar su insistente afirmación de que hay que seguir la Ruta de los Sacerdotes para encontrar el Arca —echó una última mirada al espejo y salió del minúsculo cuarto de aseo—. Pero olvidémonos de Daniel, lo que quiero es que me expliques la causa de tu repentino interés por todo este asunto. Te escurres como una anguila cada vez que te lo pregunto.

—¿Por eso has decidido cortar de forma tan brusca?

—La verdad es que me hubiese molestado que se la explicases a él antes que a mí. Por cierto, ¿a quién ibas a llamar cuando esperábamos en aquel descampado?

—A Angelo y a Lorenzo.

—¡Menuda ayuda!

Julia dio el último mordisco al plátano y dejó la piel sobre la bandeja.

—Bueno, ¿a qué se debe tu interés por el Arca?

—Ocurrió hace algunas semanas y fue algo fortuito.

Paola al escuchar aquello arrugó la frente y su ceja se resintió.

—¿Qué quieres decir con que ocurrió hace algunas semanas? ¿Fue una aparición?

—La verdad es que sí. Estas cosas suelen ocurrir de esa forma. —Julia se había sentado en el borde de la cama.

Paola, cada vez más sorprendida por el rumbo que prometía la explicación de su amiga, se sentó en la silla.

—Has logrado ponerme sobre ascuas.

—Verás, estaba en casa de mi tía Margherita pasando las vacaciones de Semana Santa. Vive en una hermosa villa cerca de la Torre del Gallo, que ha sido de mi familia desde hace ocho generaciones, creo que desde la época de las guerras napoleónicas. Allí vive sola desde la muerte de sus padres. La recibió como herencia y algún día pasará a mis manos porque soy su única sobrina. Ella me dice, con sorna, que menuda herencia me va a dejar.

—¿Por qué?

—Porque el dinero le viene justo y tiene que realizar malabarismos para hacer frente a los impuestos, al mantenimiento y a las reparaciones. Ha intentado venderla en varias ocasiones, pero no lo ha logrado.

—Conozco el lugar, fui una vez contigo.

—Es hermoso, ¿verdad?

Paola asintió, conservaba en su retina un atardecer dorado que proporcionaba unos tonos anaranjados al perfil de la ciudad. La villa estaba en un lugar cuyas vistas sobre Florencia eran un privilegio al alcance de muy pocos. Era como vivir en el campo, en contacto con la naturaleza, y estar a un tiro de piedra del piazzale Michelangelo, a pocos minutos del centro histórico de la ciudad.

—Cuéntame lo ocurrido.

—Estaba curioseando en el desván, algo que siempre me ha apasionado. Los desvanes son los guardianes del tiempo, allí entre trastos y cachivaches se amontonan los retazos del pasado. Cuando en mi infancia pasaba allí los veranos, solía quedarme traspuesta probándome vestidos de una época que desconocía o descubriendo el funcionamiento de extraños artilugios. Conservan objetos que a nosotros nos parecen inútiles, pero que quien los colocó allí pensaba que podían servir en algún momento. Antes, la gente tenía una filosofía de la vida muy diferente del usar y tirar de nuestro tiempo. Siempre que visito un lugar, aunque sea una maravilla, me atrae mucho conocer algo sobre las personas que lo habitaron y los hechos que en él tuvieron lugar. Cuando veo el dormitorio de un palacio, no puedo evitar pensar en cosas como: ¿Quiénes durmieron allí? ¿Cómo se hacían el amor? ¿Qué tipo de conversaciones mantenían?

—He de reconocer que puede resultar divertido, pero no acabo de comprender qué tiene que ver esa afición tuya con este repentino interés por el Arca de la Alianza.

Julia encendió un cigarrillo.

—Espero que no haya un detector de humos activado a estas horas —Paola miró su reloj y comprobó que eran cerca de las tres—, podríamos organizar un buen zafarrancho.

—Como te decía, estaba husmeando entre los trastos del desván en casa de tía Margherita cuando llamaron mi atención unas baldas repletas de libros, todos ellos polvorientos, encuadernados en piel algo desgastada, algunos eran muy antiguos. Hacía mucho tiempo que no subía al desván y he de reconocer que mi atención siempre se centraba en otras cosas: muebles antiguos, juguetes, vestidos, pinturas… Me acerqué, cogí un volumen al azar y lo ojeé: se trataba de una obra que no estaba escrita en italiano, tampoco en francés, ni español, pero era una lengua romance.

—¿Qué era?

—Más tarde supe que era catalán. La obra se titulaba Canigó, un poema épico sobre los orígenes históricos de Cataluña y su autor, un sacerdote llamado Jacint Verdaguer.

—Sigo sin entender la relación de todo eso con tu interés por el Arca de la Alianza.

—No seas impaciente. Cuando iba a colocar el libro en su sitio rocé algo y, ante mi asombro, la estantería se desplazó hacia abajo. Ante mis ojos apareció algo increíble.

—¿Qué apareció?

—¡La estantería servía para camuflar una caja fuerte!

—¿Qué hiciste?

—Durante un buen rato permanecí inmóvil. La caja fuerte era tan antigua que podía estar en un museo: era de fundición, su palanca de apertura era muy grande y en el centro sobresalía, desafiante, un dial numérico. Tiré de la palanca sin éxito y me concentré en el dial con idéntico resultado. No tenía ni idea de qué podía haber guardado allí, si es que había algo. Jamás había escuchado el menor comentario acerca de su existencia. Ni siquiera sabía cuál era el mecanismo por el que se había desplazado el panel que la ocultaba. Curioseaba intrigada cuando la balda comenzó a ascender y volvió a ocultar el secreto que la casualidad me había desvelado. Pasado un tiempo, algún mecanismo de retorno, hábilmente camuflado, permitía a la estantería volver a su sitio. Observé con detenimiento los lomos de los libros y reparé que en el tejuelo del que estaba al lado de Canigó, entre dos nervios, había una filigrana con forma de rosa; se trataba de una edición de finales del siglo XIX de la famosa obra de Vasari sobre la vida de los pintores. Presioné con mi dedo índice y la estantería volvió a descender. Mi oído percibió un leve runruneo: era la maquinaria y funcionaba perfectamente. Cuando se detuvo, apreté otra vez la filigrana con mi dedo y, después de cinco o seis segundos, las baldas ascendieron. Ya sabía cómo se accionaba el mecanismo.

—¿Qué hiciste entonces?

—Decidí no hacer preguntas sobre mi descubrimiento. Si tía Margherita sabía de su existencia, que era lo más lógico, lo había guardado en secreto; como te he dicho jamás había oído el menor comentario. Me puse a buscar entre los libros, pensando que en uno de ellos tenía que estar la clave de apertura de la caja fuerte. Estaba empeñada en saber qué se guardaba allí, si es que se guardaba algo.

—¿Cómo lo conseguiste?

Julia la miró a los ojos.

—¿Por qué sabes que lo conseguí?

—Porque si te he preguntado acerca de tu interés por el Arca de la Alianza y me estás contando esto, significa que necesariamente tuviste que encontrar la forma de abrir la caja; de lo contrario, carecería de sentido.

—Siempre fuiste la más lista de la clase, no sé por qué te dedicaste a estudiar para bibliotecaria.

Paola no supo si se trataba de un halago o era un reproche.

—Durante dos días —prosiguió Julia—, escabulléndome para no despertar sospechas, pasé horas y horas en el desván. Escudriñé todos los libros, uno por uno. La mayoría eran obras de autores italianos y algún que otro francés. Había obras de Dante, de Petrarca, de Ariosto, de Tasso o de Manzoni. Allí estaban La divina comedia, El decamerón, Los novios. Había una edición italiana de Salambó, de Flaubert, otra de Los miserables, de Víctor Hugo. También había volúmenes dedicados a la alquimia y la adivinación, a la magia y a la astrología, obras con títulos extraños y poco conocidos, más de una veintena, una especie de biblioteca de ciencias ocultas. Pero no encontré la menor pista que me condujese hasta la clave de la caja fuerte. Desesperada, sin saber por qué, me fijé en Canigó, llamaba la atención entre tanto italiano y tanto francés.

—¿El libro del sacerdote catalán?

—El de Jacint Verdaguer —puntualizó Julia—. Lo cogí de nuevo y entonces me di cuenta de que había examinado todos los volúmenes menos aquél. Lo observé detenidamente, comprobando que se trataba de una edición de 1885, publicada en Barcelona. Iba a cerrarlo cuando de las guardas traseras salió revoloteando una cuartilla manuscrita. Contenía un texto breve, apenas tres líneas, escrito con una letra primorosa, que remitía a un libro del que yo había oído hablar a nuestro profesor de literatura: Jerusalén liberada. Señalaba dos páginas de la obra de Torcuato Tasso. No tenía la más remota idea de qué podía significar aquello, pero el corazón me dio un vuelco. Lo busqué entre los estantes pero no estaba. Revolví, en busca de una pista, todos los rincones del desván, pero no tuve éxito. La caja fuerte se convirtió en una obsesión. Me dormía pensando en su posible contenido, en lo extraño que resultaba el silencio de mi familia, sin saber si se trataba de desconocimiento o había algo más. Al tercer día, decidí sondear con mucho cuidado a mi tía Margherita. Ella me había contado historias fascinantes de mi abuelo y del suyo, es decir de mi bisabuelo, que había sido un extraordinario restaurador, requerido para realizar trabajos en el extranjero. Tía Margherita no respondió a mis insinuaciones, a pesar de que en alguna ocasión fui tan directa que temí levantar sus sospechas. Llegué a la conclusión de que o era muy astuta o no tenía la menor noticia de la existencia de aquella caja. El último día de mis vacaciones de Semana Santa volví a hacer otro intento; bajaba del desván desilusionada, cuando escuché que tía Margherita me llamaba desde el pie de la escalera.

—¿Tu tía sube alguna vez al desván?

—Apenas. Sufre una fuerte artrosis en las rodillas y esas escaleras son demasiado empinadas. Me llevó a la biblioteca, una pequeña habitación atestada de libros del suelo al techo, ubicada en la parte posterior de la casa. Un sitio tranquilo que da al jardín donde se combinan pinos y glicinias. Tía Margherita es una apasionada de la lectura y disfruta de los encantos de un lugar donde todo es sosiego, incluido el canto de los pájaros. Me pidió que me sentase en uno de los dos butacones de cuero que hay junto al ventanal y abrió con una llave, que siempre lleva colgada al cuello, un armario. Sacó un paquete cuidadosamente envuelto en papel de seda y me lo entregó. Lo abrí intrigada: era un hermoso mantel de hilo bordado y rematado por un ancho friso de encaje. Una obra antigua que habría pertenecido a alguna de mis antepasadas.

«¡Oh, tía esto es una joya!».

«Es tuyo».

«Yo… yo no puedo aceptar…».

«No digas bobadas, al fin y al cabo, un día todo esto pasará a tus manos. Lo único que lamento es que las servilletas hayan desaparecido. Esa mantelería perteneció a tu tatarabuela y la estrenaron en un almuerzo para festejar que las tropas de Víctor Manuel II habían entrado en Roma, culminando la unificación de Italia. Tiene más de ciento treinta años y puedes imaginarte, ya que tanto disfrutas con ello, la cantidad de conversaciones que habrán tenido lugar en comidas celebradas en una mesa adornada por esta preciosidad. Por cierto, ¿qué buscas en el desván? ¡No sales de allí!».

«Ya sabes cuánto me gusta escudriñar entre los trastos» —respondí tratando de aparentar que se trataba poco menos que de una rutina.

«¿Has encontrado algo?».

«He husmeado. Por cierto, ¿a quién pertenecieron los libros que hay en una especie de altillo, próximo a la ventana que da a ese patio?».

«A mi abuelo. ¿Has estado ojeándolos?».

«Sí. Hay títulos muy curiosos, varios de ellos son tratados de alquimia y ciencias ocultas. ¿Era ocultista mi bisabuelo?».

—No respondió a mi pregunta. Se llevó una mano a la frente y exclamó:

«¡Qué cabeza la mía! Nunca me acuerdo de colocar en su sitio la Jerusalén liberada. Lleva aquí tanto tiempo… Nunca me animo a subir al desván».

—Te juro que tuve que hacer un esfuerzo para no delatarme. Tratando de disimular, le pregunté si había leído aquellos libros. Otra vez ignoró mi pregunta y puso un tono de gravedad que sólo utilizaba en contadas ocasiones.

«¿Sabes que Torcuato Tasso estuvo a punto de volverse loco como consecuencia de las feroces invectivas que los críticos dedicaron a su obra?».

«¡No me digas!».

«Hablo en serio. Estuvo internado en un hospital de Ferrara durante siete años. Cuando logró salir, gracias a la intervención del duque de Mantua, se dedicó a corregir el texto de su poema, recogiendo las opiniones de los críticos y el resultado fue una obra mucho menos vigorosa y menos atractiva que el original, que es la que yo he leído, al menos media docena de veces».

—Decidí que no podía dejar escapar la oportunidad que se me había presentado y le pregunté por qué no se bajaban los libros que había en aquel altillo a un lugar más accesible y me respondió que a ella no le interesaban y que las ciencias ocultas eran contrarias a la razón. Dejé de preguntar porque tía Margherita es una mujer muy especial y, a veces, tiene prontos muy extraños. Le dije que me dejase el libro para echarle una ojeada porque me había picado la curiosidad esa historia acerca de Tasso, y que yo lo colocaría en su lugar. Con el libro en mi poder, subí rápidamente al desván, sentía latir aceleradamente el corazón. Busqué en Canigó el papel donde estaban marcadas las páginas y hojeé con avidez la obra de Tasso.

—¿Qué encontraste?

—Acelerada, leí los versos de las páginas señaladas en la nota, pero no percibí que allí hubiera un mensaje. Una segunda lectura tampoco desveló nada. Acometí por tercera vez los versos de Tasso, sin reparar en su fuerza ni en su hermosura. Yo buscaba un párrafo que me proporcionase la clave, pero no lo encontraba. Cada vez más decepcionada y pensando que el texto que había encontrado entre las páginas de Canigó no era una pista para encontrar la forma de acceder a la caja fuerte, hice una cuarta lectura más reposada y sólo entonces comprobé que en diferentes momentos había cuatro cifras y que en versos distintos se aludía primero a la izquierda, después a la derecha y por último otra vez a la izquierda.

—¡La clave del dial! —exclamó Paola.

—¡Exacto! La clave era: número, izquierda, número, derecha, número, izquierda, número y por último girar a tope el dial.

—Debió ser emocionante.

—Estaba tan nerviosa que mis manos sudaban y me temblaban tanto que mi primer intento se saldó con un fracaso. Dejé transcurrir unos segundos y, aunque no estaba más sosegada, después de un nuevo intento escuché un leve chasquido. Tiré de la palanca y la pesada puerta se abrió con más suavidad de lo esperado.

—¿Qué había dentro?

—Una magnífica colección de fotografías antiguas.

La decepción se dibujó en el rostro de la archivera.

—¿De quién?

—De mi bisabuelo.

—¿Sólo eso?

—También había un sobre de papel muy recio —añadió Julia.

—¿Y?

—En ese sobre estaba la clave que explica mi interés reciente por el Arca de la Alianza.

—Pero ¡¿qué era?! —se impacientó la archivera.

—No puedes imaginártelo.

—No, no puedo ¡Dímelo tú!

Unos suaves golpes en la puerta interrumpieron la conversación.

—¿Quién es?

La voz sonó autoritaria y desagradable.

—Abran inmediatamente. ¿Saben ustedes qué hora es?

Paola miró el reloj. Faltaban diez minutos para las cinco de la mañana. Abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar paso franco, no quería que la monja pensase que Julia y ella eran lesbianas.

—¿Qué hace usted aquí? —le espetó a Julia.

—Hemos llegado hace poco de la calle y he acompañado a mi amiga hasta su habitación. Ya me despedía.

—¡Llevan más de dos horas encerradas! —gritó sin tener en cuenta la hora que era.

—¿Tanto?

—¡Tanto!

—Pues yo juraría que apenas habían pasado cinco minutos. Hasta mañana, Paola, que descanses.

Julia abandonó la habitación bajo la atenta mirada de la monja que, a medio camino entra la furia y la sorpresa, la vio desaparecer. La franciscana miró a Paola.

—¡Mañana hablaremos! —se dio media vuelta con un revoloteo de hábitos.

La archivera le sacó la lengua y cerró la puerta maldiciendo internamente la inoportuna aparición de la monja.