Capítulo VIII
TAÜLL (Lérida), septiembre de 1907
Llegaron a la iglesia por la cabecera, donde se abombaban los tres ábsides que remataban las naves de su interior. La decoración era la típica de las iglesias del valle: elegantes bandas que recorrían el muro y daban relieve a las gruesas paredes labradas en piedra. Arriba, un friso formado por un conjunto armonioso de arquillos ciegos señalaba el abolengo lombardo de los canteros que habían trabajado en aquella iglesia, al igual que en otras del valle hacía cerca de mil años.
—¡Mire esa torre! —Puig i Cadafalch apuntó con su bastón hacia el esbelto campanario, donde podían verse varios cuerpos superpuestos con parejas de ventanas en cada una de las caras.
—¿Eso son ventanas geminadas? —preguntó el fotógrafo que llevaba de reata la mula con la carga de su equipo fotográfico.
—Exactamente.
—Geminadas, viene de géminis, en latín significa «gemelos» —apostilló mosén Gudiol, embelesado con la armonía de la construcción.
Dieron una vuelta alrededor de la iglesia, un magnífico ejemplar del románico de la zona, donde la influencia de los canteros lombardos era también patente en la extraordinaria altura de la torre, toda una novedad para una arquitectura de formas tan achaparradas como la románica.
—¿Qué le parece la torre? —preguntó el párroco a Gudiol, que no tenía ojos para otra cosa.
—¡Espléndida! ¡Magistral!
—¿Sabe que les daban esa altura para poder comunicarse entre los pueblos del valle?
El mosén pensó que el tañido de las campanas podía escucharse sin problemas, aunque las torres fuesen mucho más bajas.
—No comprendo qué tiene que ver la altura con eso.
—Las torres de las iglesias de los pueblos del valle están dispuestas de tal forma que pueden verse unas a otras, a pesar de lo escarpado del terreno. Los habitantes podían hacerse señales, sin el ruido de las campanas. Era como una red de comunicaciones que los conectaba unos con otros a través de los campanarios de sus iglesias.
—Muy ingenioso.
—Y efectivo.
Nada más entrar en el templo, los miembros de la misión arqueológica supieron que los padecimientos de la terrible jornada vivida para pasar del valle de Aran al de Boí estaban más que justificados. Las paredes del templo conservaban buena parte de las pinturas que en otro tiempo lo habían recubierto por completo. En un rincón se encontraron otro conjunto de tallas de madera.
—Aquí hay otro descendimiento —exclamó Gudiol—. Las imágenes son muy parecidas a las de Erill.
Todos menos Goday, el otro arquitecto del grupo, un hombre callado que pasaba casi desapercibido, se acercaron a ver las piezas. Eran cuatro y conservaban algunos restos de policromía. El mosén las examinó con detenimiento.
—Responden al mismo patrón del otro descendimiento —insistió—. Eso significa que debió existir un taller del que salían estas imágenes para las diferentes iglesias de la zona.
Mientras los demás se apiñaban en torno a las esculturas y establecían relaciones con las tallas de Erill, Josep Maria Goday centraba su atención en la pintura del ábside, donde aparecía representada la Virgen. Era una imagen hermosa, viva y se conservaba en condiciones más que aceptables. Los colores, que mantenían el brillo y la intensidad, señalaban el oficio de un artista que estaba muy por encima de la media. Era una de las mejores pinturas con las que se habían topado a lo largo de aquellos días de intensa actividad por los valles perdidos de la comarca de la Alta Ribagorza.
La zona que en Barcelona se conocía con el nombre de la «franja de Aragón» —mientras que en Zaragoza se hablaba de la «franja de Cataluña»— había dado lugar a un largo litigio para establecer la delimitación entre las provincias de Huesca y Lérida. Históricamente el territorio había pertenecido a dominios diferentes. Hubo un tiempo en que estuvo bajo el poder de los reyes de Navarra. Luego, en tiempos de Alfonso I el Batallador, formó parte del reino de Aragón, fue condado independiente con el nombre de condado de Ribagorza, perteneció a los condes de Pallars y también, en algún momento, formó parte del condado de Urgell. No resultaba fácil con esos antecedentes históricos determinar su adscripción.
Tampoco quedaba clara su delimitación desde un punto de vista eclesiástico. Los valles de aquella parte del Pirineo habían oscilado entre dos obispados: el de Urgell, vinculado a la Cataluña histórica, y el de Roda-Barbastro, perteneciente desde un punto de vista territorial a Aragón.
Poco a poco, los demás se habían acercado al ábside atraídos por las pinturas. Los murmullos y comentarios que hasta aquel momento habían llenado el templo se apagaron. Una espectacular imagen de la Virgen entronizada, envuelta en una mandorla roja, ocre y Harrea, ocupaba el centro. Vestida con un manto azul y túnica rosada, sostenía en su regazo la imagen de Jesús, sirviéndole de trono; a ambos lados aparecían tres figuras, una a su derecha y dos a su izquierda.
El fotógrafo entrecerró los ojos, como si hubiese algo que no acabase de encajar.
—¡Qué raro!
De Brocà, que estaba a su espalda, le preguntó:
—¿Por qué lo dices?
El abogado y el fotógrafo eran los únicos de los cinco miembros que integraban la misión que se tuteaban.
—Debajo de esas figuras aparecen escritos sus nombres. Supongo que el artista quiso que no hubiese interpretaciones erróneas —indicó Mas.
—Está claro. Ésos son los Reyes Magos. Aquél —señaló hacia la izquierda— es Melchor, y esos dos representan a Gaspar y a Baltasar.
—En efecto.
—¿Entonces? —lo requirió el jurista.
—¿Dónde está el rey negro?
De Brocà frunció el ceño.
—Es cierto, no me había dado cuenta. Baltasar es el rey negro, pero las tres figuras representan a reyes blancos.
Fue el párroco quien les explicó que los evangelios no señalan nada al respecto y que la tradición de que Baltasar era de raza negra no se difundió hasta mucho después de que se hiciesen aquellas pinturas.
—Por lo que tengo entendido, hay muchas otras representaciones donde los tres Reyes Magos son blancos.
—¿Se sabe la fecha? —preguntó el fotógrafo.
—Deben de ser de principios del siglo XII.
—¿Por qué dice de principios del siglo XII? —preguntó Gudiol.
—Porque en la iglesia de San Clemente, la que veremos a continuación, puede leerse un texto grabado en una columna donde se dice que la iglesia fue consagrada en diciembre del año mil ciento veintitrés. Esta de Santa María fue consagrada un día después, ambas por san Ramón, que era por aquellas fechas obispo de Barbastro.
—¿Ha dicho que el texto puede leerse todavía?
—Perfectamente, está en latín.
—¿Era muy grande Taüll en aquellas fechas? —preguntó De Brocà.
El párroco se encogió de hombros y comentó sin comprometerse:
—No creo que fuese mucho más grande que hoy.
—Eso supone dos centenares de personas —aventuró el abogado.
—Aproximadamente.
—No deja de ser curioso que se consagrasen dos iglesias en un lugar tan pequeño con un día de diferencia.
—Al parecer —señalo mosén Gudiol—, los señores de Erill, que eran los dueños del valle, contaron con importantes recursos por aquellas fechas gracias a algunas cabalgadas en tierras de moros, donde obtuvieron un cuantioso botín. Eso les permitió llevar a cabo una importante actividad constructiva en todo el valle. Contrataron para ello a cuadrillas de canteros procedentes de la Lombardía, que era donde estaban los mejores arquitectos de la época. Si se fijan, la mayor parte de las iglesias que hemos visto responden a una misma estructura: una planta como las de las antiguas basílicas romanas que ellos debieron ver en su región, dividida en tres naves separadas por columnas. Los altos campanarios, que aligeraban de peso conforme ganaban en altura agrandando el tamaño de las ventanas, son muy típicos de la arquitectura lombarda, así como la decoración de franjas que recorre las paredes exteriores y los arcos de decoración en las cornisas.
—¿Se tiene seguridad de que eran lombardos? —preguntó De Brocà.
—Sí, formaban cuadrillas que iban de un lugar a otro, acudiendo allí donde surgía el trabajo.
—¿Y los pintores?
—También muchos de ellos eran lombardos, aunque también procedían de otras zonas de Europa.
—¿Se conoce el nombre de los canteros y de los pintores que nos dejaron estas obras? —La pregunta del abogado iba dirigida al párroco.
—No lo sé. Tal vez, el mosén…
Gudiol se rascó la coronilla.
—Apenas ha quedado rastro de quiénes eran, qué hicieron o cómo transcurrieron sus vidas. Trabajaban para mayor gloria de Dios Nuestro Señor y, en ese ambiente, ellos no eran importantes, lo era su obra. Mirad esa Virgen. Quien la pintó se sintió representado a través de la imagen que nos dejó. La Edad Media fue tiempo de anonimato, se hubiese considerado poco menos que un pecado de soberbia el que alguno de estos canteros o pintores hubiese dejado su nombre.
—En alguna parte he leído que los canteros dejaban su marca en los bloques de piedra que labraban, era como su firma. ¿No podría considerarse una forma de dejar su nombre? —preguntó Mas.
—Es cierto que los canteros marcaban sus bloques, pero la razón era económica. La marca señalaba al individuo que había hecho el trabajo para que no hubiese dudas acerca de quién debía cobrarlo.
—Ha dicho antes que los señores del valle contaron con recursos suficientes y eso fue lo que les llevó a levantar dos iglesias al mismo tiempo —planteó Puig i Cadafalch—. ¿Lo he interpretado bien?
—Así es, en efecto.
—Sin embargo, esa explicación no deja de resultar extraña, si tenemos en cuenta las reducidas dimensiones de Taüll.
—Quizás, yo tenga una explicación para ello —apuntó el párroco.
—Me gustaría conocerla.
—A pesar de su tamaño, en Taüll existen dos barrios claramente diferenciados. El barrio alto era el de los campesinos, aquí se les llama paisanos, que es donde ahora nos encontramos. El otro barrio de Taüll era el barrio de los artesanos, situado más abajo, al que también se le conoce con el nombre de la Guinza, creo que la palabra significa precisamente artesano. Allí es donde está la iglesia de San Clemente.
—Ésa es una explicación razonable, aunque no aclara que los señores se gastasen el dinero en satisfacer rivalidades de sus siervos. ¡En fin, vayamos a San Clemente!
Cruzaron el pequeño caserío y, efectivamente, confirmando las palabras del párroco, se encontraron con que entre los dos barrios había un espacio libre de construcciones que marcaba la separación entre la zona alta y la baja de la población. Apenas encontraron un par de casas aisladas entre una y otra.
El campanario de San Clemente estaba junto a la cabecera de la iglesia y aislado del resto del edificio.
—Eso es muy característico de los constructores lombardos —comentó Puig i Cadafalch.
—¿El qué? —le preguntó Mas.
—Aislar el campanario de la iglesia. En Italia se mantuvo muchos años. La torre inclinada de Pisa es el campanario de su catedral y también se puede ver en Florencia, en Santa María de las Flores.
—¿Por eso diría usted que esta construcción es lombarda?
—No sólo por eso. Hay muchos otros elementos, como antes explicó mosén Gudiol: las fajas que recorren los ábsides de arriba abajo, los arcos ciegos de la cornisa, la altura y esbeltez de la torre. Por aquellas fechas no había en toda la península Ibérica gentes capaces de construir torres con esa envergadura, aparte de los lombardos que trabajaron en esta zona. Eso convierte a la arquitectura románica de estos valles en algo muy singular.
Entraron en la iglesia y su anfitrión los condujo directamente hasta la columna, donde podía leerse el texto donde quedaba constancia de la fecha de consagración del templo.
Mosén Gudiol leyó en voz alta:
Anno ab incarnacione Domini MCXXIII IIII idus decembris Venit Raimundus episcopus Barbastrensis et consecravit hanc ecclessiam in honore sancti Clementis martiris et ponens reliquias in altare sancti Cornelii episcopi et martiris.
—¿Le importaría traducir?
—El diez de diciembre del año de la encarnación del Señor de 1123, vino Ramón obispo de Barbastro y consagró este templo en honor de san Clemente mártir y se pusieron en el altar reliquias de san Cornelio, obispo y mártir.
Otra vez, el arquitecto Goday, al igual que hiciera en Santa María, se había desentendido del resto del grupo. Se acercó hasta el ábside que estaba semioculto por un retablo muy deteriorado y que encajaba mal. Era un añadido posterior que desfavorecía el conjunto, un cuerpo extraño que rompía el encanto de aquellas naves sencillas y armoniosas cubiertas con una techumbre de madera. El retablo estaba rematado por unos pináculos entre los que podía vislumbrarse la parte alta de la figura de un Pantocrátor. El arquitecto notó cómo se le alteraba el pulso. El hecho de que un Cristo asomase por encima de las doradas agujas de madera del retablo no suponía una novedad; era muy común que las iglesias románicas decorasen su ábside, el lugar al que se dirigían las miradas de los fieles durante la celebración de la misa, con un Cristo sentado en majestad, rodeado de los evangelistas o de los apóstoles. Pero aquel Cristo era distinto. La fuerza que emanaba de su rostro derivaba del trazo del dibujo, era extraordinario. Jamás había visto algo parecido. A pesar de lo poco que podía verse, quedaba patente que su autor era un artista.
Se quedó absorto, contemplándola arrobado y maldiciendo que el retablo ocultase la belleza de aquellas pinturas. Los demás charlaban en torno al mosén sobre el contenido de la inscripción.
El obispo Ramón había sido posteriormente elevado a los altares, convirtiéndose en san Ramón. Un santo de mucho predicamento en Cataluña, donde el nombre había hecho fortuna en las pilas bautismales de las iglesias catalanas.
Estaba tan abstraído que lo sobresaltó una exclamación a su espalda.
—¡Santa Mare de Déu!
Giró la cabeza y se encontró con Puig i Cadafalch ajustándose las gafas para mejorar su visión.
—¿Qué le parece?
Puig tardó algunos segundos en responder.
—Jamás he visto algo parecido. Quiero decir que he visto muchos Cristos en majestad. ¡Pero ese Pantocrátor! ¡Ese Pantocrátor es extraordinario! ¿Se ha fijado en el trazo del dibujo? ¡Esa imagen tiene vida propia! ¡Es como si tuviese alma! —exclamó emocionado—. ¡Gudiol, venga rápido, por favor!
El mosén y todos los demás se acercaron hasta el presbiterio. Los murmullos se fueron apagando hasta imponerse espontáneamente un profundo silencio.
Gudiol tenía la mirada clavada en lo que podía verse de aquella imagen portentosa y, de vez en cuando, se desplazaba hacia un lado y otro para conseguir mejores perspectivas y evitar el obstáculo que suponían los pináculos del retablo.
Todos estaban tan embelesados que el párroco los miraba perplejo, pensando que no era para tanto. Para él, aquella imagen hacia la que había elevado su rostro miles de veces cuando alzaba la vista para consagrar el pan y el vino era algo primitivo, casi infantil. No acababa de comprender el interés de aquel grupo, a quienes el obispo le había ordenado atender en todo lo que necesitasen. Pensó que mosén Gudiol habría ejercido su influencia para que en el obispado se hubiesen tomado tanta molestia. Desde Urgell apenas se prestaba atención a aquellas humildes parroquias perdidas en un apartado valle. No le habían hecho el menor caso cuando señaló que la cubierta de Santa María estaba en tan malas condiciones que una parte de la techumbre amenazaba con venirse abajo. Ni siquiera se habían tomado la molestia de contestarle y cuando fue a La Seu para plantear de viva voz la gravedad de la situación, lo echaron con cajas destempladas, indicándole que buscase la solución entre los feligreses. En la pasada primavera logró, con ayuda de algunos vecinos, expulsar a las palomas, que habían convertido los aleros del tejado en su vivienda, y entibar con madera la techumbre. Era una solución provisional, pero no había podido hacer otra cosa. Recordó con amargura que la única vez que había recibido la visita del vicario general de la diócesis durante los diecisiete años que llevaba ejerciendo su ministerio había sido tres años atrás, cuando acompañó a dos señores de Barcelona que se interesaron por el frontal de la iglesia, que se llevaron cargado en una mula. Le dieron doscientas cincuenta pesetas para que reparase las grietas que se habían abierto en el muro, junto a la puerta de entrada.
Las palabras del mosén, teñidas de emoción, lo sacaron de sus tristes reflexiones.
—¡Es único! —exclamó Gudiol, quién a continuación lanzó una pregunta que no iba dirigida a nadie en particular, sino que formaba parte de sus propias emociones—: ¿No perciben la fuerza de esa pintura? ¡Tiene tal vitalidad que es como si pudiese salirse de la pared, como si quisiese hablarnos, decirnos que está ahí! —guardó un breve silencio y exclamó de nuevo— ¡Y la mirada! ¡Esa mirada mueve a devoción!
—¿Se han fijado en el azul de la túnica? Es diferente a todos los que hemos visto hasta ahora —señaló el fotógrafo—. ¡Es una verdadera lástima que la cámara no recoja los colores!
—¡Lo que es una pena es que no podamos ver ese ábside en todo su esplendor! —el mosén movió la cabeza en un gesto de desaprobación.
Fue Puig i Cadafalch quien completó el gris pensamiento del clérigo, añadiendo otra queja más:
—¡Será posible el empeño que se ha puesto durante siglos para ocultar estas maravillas, que son una de nuestras principales señas de identidad!