Capítulo III
ESTABA tan embebido en sus pensamientos que se sobresaltó.
—¿Eres el maestro Aldo?
—Sí, ¿y vos quién sois?
—Soy Marco Benelli —proclamó con orgullo el individuo.
Aldo lo miró con cierto recelo. Estaba ante una gran oportunidad, pero no le habían gustado las formas utilizadas para llevarlo hasta allí. El perspicaz mercader se percató de las reservas del pintor.
—¿Algún problema, maestro?
—No ha sido fácil llegar hasta aquí, sobre todo cuando la punta de una daga amenaza tu garganta. —Aldo se llevó la mano al cuello, donde la sangre reseca señalaba el lugar donde la gumía había marcado su piel.
El mercader extendió los brazos y movió la cabeza, como si censurase lo ocurrido.
—A veces, la gente no acaba de comprender las instrucciones que reciben. —Era una forma peculiar de presentar excusas—. ¿Deseas algún refresco que apague tu sed?
—Lo que deseo es saber la causa de vuestro interés por mantener este encuentro.
Benelli abordó la cuestión con un punto de malicia:
—¿Tan extraño os resulta un encargo?
Aldo se quedó mirándolo fijamente. Era de estatura mediana, orondo, tenía los ojos pequeños, pero vivaces y los labios gruesos y carnosos; peinaba sus negros cabellos hacia delante para disimular la calvicie. Lo más llamativo de su fisonomía era una papada descomunal que ocultaba su cuello.
—Los clientes, por lo común, son clérigos. Y vuestras formas, desde luego, no son amables.
El mercader apretó los labios y la barbilla, perdida en su voluminosa papada, se agitó levemente.
—Tampoco lo es el encargo que deseo hacerte.
Aldo reparó en el brillo de sus ojos y no le gustó.
—¿Podríais ser más explícito?
—Para eso te he hecho venir y, tal vez, cuando te explique lo que quiero, entiendas por qué he tomado ciertas… precauciones.
—Os escucho.
—Me han dicho que tu pulso es el más firme de cuantos pintores trabajan en Jerusalén y que tu discreción corre pareja a tu destreza.
Aldo se encogió de hombros.
—Si eso es lo que dicen…
—Quiero que me lo confirmen tus labios. Muchos de los rumores que corren no son verdad. —Benelli lo taladraba con la mirada—. Doy por sentado que tu pulso es extraordinario, he visto el Pantocrátor que has hecho para el patriarca. Pero, dime, ¿puedo confiar en tu discreción?
—Eso dependerá de lo que deseéis confiarme. ¿Se trata de un secreto?
El mercader hizo un gesto ambiguo y Aldo, por el momento, se quedó sin respuesta.
—Ven, acompáñame, quiero mostrarte algo.
En la puerta de la estancia aguardaban los dos esbirros. Aldo apenas les dirigió una mirada, no le gustaba su actitud. Tampoco Marco Benelli le había causado buena impresión. Mientras cruzaban el patio, el mercader le comentó en voz muy baja, pero poniendo énfasis en cada una de sus palabras:
—Deseo que me hagas una copia.
—¿Una copia? —se extrañó Aldo, que había acariciado otras perspectivas.
Si había acudido a tan extraña cita era porque pintar fuera de un templo significaba una novedad, una posibilidad de hacer algo diferente. La función de la pintura, tal y como se concebía por todos, era dar respuesta a las necesidades de la Iglesia que la utilizaba para representar algunas de las historias que se contaban en el Antiguo y el Nuevo Testamento para que pudiesen ser comprendidas por los fieles. Aunque él trataba de dotarlas del «ánima» que había aprendido de su maestro, su mayor deseo era explorar nuevos campos y apenas había tenido oportunidades.
—Una copia exacta.
—Yo no soy un copista —protestó el pintor con la decepción dibujada en su rostro—. Posiblemente encontréis en esta ciudad una docena de buenos pintores que se sientan satisfechos con vuestro encargo.
—No hace falta que me lo digas, eso ya lo sé. Pero la cuestión es que no estoy dispuesto a confiarle ese encargo a cualquiera. Como te he dicho, tienes fama de discreto y todos, sin excepción, afirman que nadie tiene un pulso tan firme como el tuyo.
Aldo dudaba que su pulso y la discreción fuesen las piezas fundamentales del encargo de aquel mercader. ¿Qué clase de secreto guardaba?
—Supongo que ese trabajo es sumamente importante para vos.
—Desde luego.
—¿De qué se trata?
—Ya lo verás.
Cruzaron un segundo patio mucho menos elegante que el anterior, donde el trasiego indicaba una intensa actividad. Llegaron a una puerta custodiada por un negro gigantesco. Benelli ordenó a sus esbirros que aguardasen allí. Entraron en un enorme almacén, donde se apilaban los fardos, los sacos y las vasijas, hasta llegar a una pequeña estancia, sumida en la penumbra. Al fondo se veía una puerta enrejada, asegurada con cerraduras y candados. Parecía la entrada a una mazmorra.
—Ahora quiero que me jures por la salvación de tu alma guardar secreto de lo que vas a ver.
Aldo sintió deseos de negarse, pero le pareció una estupidez. ¿Qué podía hacer si se negaba a satisfacer los deseos del mercader? Intentó una resistencia simbólica.
—Antes de jurar, quiero conocer el secreto que he de guardar.
—No.
La negativa fue tajante, no admitía réplica. Aldo cruzó los dedos de su mano derecha formando una cruz, los besó y juró guardar silencio de lo que allí viese, poniendo como garantía la salvación de su alma.
Benelli tomó un manojo de llaves que colgaba de su cintura y fue abriendo cerraduras y candados. Después prendió una antorcha en otra que ya ardía y penetraron en una oscura oquedad que se internaba en las entrañas de la tierra.
—¡Sígueme! —le ordenó con poca consideración, como si estuviese mandando a uno de sus criados.
—¿Adonde vamos? —preguntó el pintor, más que nada por ofrecer otra pequeña resistencia.
Los carnosos labios del mercader se tensaron en una falsa sonrisa.
—Vas a conocer el secreto.
Descendieron por la suave pendiente de una galería excavada en la roca, era oscura y maloliente. Caminaron un buen trecho en medio de un silencio cada vez más denso, sus pisadas era lo único que se escuchaba en medio de la quietud. Aldo comprobó que la textura de las paredes era cada vez más compacta. Seguían bajando hacia las entrañas de la tierra.
—¿Cuándo excavaron esta galería? —preguntó inquieto.
—No lo sé, pero desde luego hace mucho tiempo. Tal vez sea anterior al asalto romano que destruyó el famoso templo construido por Herodes y en cuyas ruinas escudriñan esos caballeros que llaman templarios.
—¿Tan antigua?
Benelli, que se había detenido, se encogió de hombros, dando a entender que carecía de otros argumentos.
—En los tiempos antiguos, las ciudades amuralladas estaban horadadas por galerías que tenían una salida disimulada fuera de las murallas. Era la última vía de escape cuando las cosas se ponían demasiado feas —sentenció el mercader.
—¿Significa eso que estamos al otro lado de las murallas?
—No, hemos caminado hacia el centro de la ciudad.
—¿Entonces?
—No tengo mejor explicación para tu curiosidad, pero te diré que esta galería también se extiende en dirección a la muralla. Pasa por debajo de la puerta de Jaffa, pero ignoro hasta dónde llegaría en otro tiempo. Ahora no se puede recorrer porque un derrumbe la bloquea.
—No acabo de comprender que hacemos aquí, si lo que deseáis es una copia.
—Quiero mostrarte lo que has de copiar. ¡Sígueme, ya estamos cerca!
Medio centenar de pasos más adelante, la galería se ensanchaba formando un pequeño cubículo. Allí los excavadores se habían esmerado: las paredes estaban tan bruñidas como el metal de un espejo. Aldo se preguntaba por la razón de un trabajo tan extraordinario.
El mercader alzó la antorcha para mejorar la iluminación, a la derecha la piedra había sido pulimentada. Aguardó a que Aldo viese lo que allí había.
—¿Esto es lo que queríais mostrarme?
Marco asintió y el pintor concentró sus cinco sentidos en aquella piedra pulida con esmero y de regulares dimensiones. Dio unos pasos hacia atrás para contemplarla mejor, pero cada vez estaba más perplejo.
—¿Qué es esto?