Capítulo X
JERUSALÉN, julio de 2007
El médico que la había atendido en el hospital de campaña le dijo que si sentía alguna molestia, no dudase en llamar al número de teléfono que había en la tarjeta que le había dado, después de colocarle una tirita sobre la ceja derecha, donde le había golpeado un trozo de escayola, que había rebotado en la mesa. Uno de los enfermeros le comentó que había tenido mucha suerte.
—Si le hubiese golpeado directamente, su herida habría resultado mucho más peligrosa.
Paola pensó en que la suerte es siempre un concepto cargado de relatividad, mientras el enfermero le hacía unas breves recomendaciones. Era un individuo alto, fornido que hablaba un correcto italiano.
—No es necesario que guarde cama, pero tampoco conviene que en las próximas horas se mueva en exceso.
Sobraba la recomendación porque no estaba muy dispuesta a cumplirla. ¡No había venido a Jerusalén para estar en la cama! Si después de un par de horas de reposo en su habitación de la residencia de las hermanas franciscanas no sentía mayores molestias, saldría a recorrer —como tenían proyectado antes de que el mundo se les viniese encima— la vía Dolorosa y llegaría hasta la Puerta del León. Luego un paseo por el Monte de los Olivos y por el Huerto de Getsemaní.
Ella era la que había salido peor parada, ya que los demás estaban ilesos, salvo Lorenzo, que tenía una contusión en el hombro, a la que los médicos, atareados con heridos de consideración, no habían dado la menor importancia. La herida de su frente, que había sangrado empapando su rostro, hizo pensar en un primer momento que el golpe era más grave. Después de limpiarlo y desinfectarlo, lo restañaron con puntos de aproximación y le suministraron un calmante. Con el paso del tiempo, las molestias habían aumentado, pero no debía tomar un nuevo analgésico hasta pasadas seis horas.
Tendida en la cama, reflexionaba sobre las circunstancias que rodean la vida de las personas. Angelo, Lorenzo, Julia y ella habían proyectado aquel viaje para conocer una parte importante de Oriente Medio: Siria, Jordania e Israel. El primero de los tres países había quedado fuera del programa porque la embajada Siria negó el visado para unos turistas que también visitaban la «Palestina ocupada», denominación con que las autoridades de Damasco se referían al Estado de Israel. Ya habían concluido la primera parte con las visitas a Petra, Ammán y la antigua ciudad romana de Jerash. Estaban entusiasmados y sorprendidos ante la realidad histórica que contemplaron.
Para los cuatro, como para una buena parte de los europeos, Jordania era un país de cultura musulmana. Se llevaron una grata sorpresa al encontrarse con grandes construcciones de la época romana —calzadas, foros, teatros, anfiteatros, restos de villas y ciudades, profusión de mosaicos y esculturas— que formaban parte importante del patrimonio artístico y del pasado histórico del territorio. Petra los había impresionado. La vieja capital de los nabateos, el principal reclamo turístico del país hachemita, los fascinó. A Paola le produjo verdadero impacto la primera visión de la ciudad, en el fondo de la garganta rocosa que, de repente, los situaba ante la apabullante fachada excavada en la roca.
Después del tedioso paso por la frontera, que les supuso seis horas de espera, superando rígidos controles y minuciosas inspecciones, habían llegado la tarde anterior a Jerusalén con el propósito de pasar cuatro días en territorio israelí. Uno de ellos destinado a visitar la fortaleza de Masada y las playas del Mar Muerto, para darse un baño y una sesión de masaje con sus barros curativos.
No estaba dispuesta a cambiar de planes por que se hubiera producido el atentado. Al parecer, no había causado muertos, sólo algunos heridos y daños materiales. Con los ojos cerrados intentó rememorar el desconcertante momento vivido en la cafetería. La explosión fue algo horrible, la intensidad de la onda expansiva hizo que su cuerpo temblase de forma incontrolada, a lo que se sumó el ruido de la detonación. Por un momento quedó sorda, veía los cuerpos agitarse a su alrededor como en una antigua película de cine mudo, pero sin fondo musical; todavía notaba en sus oídos los efectos de aquel estruendo. Luego —lo recordaba perfectamente—, la invadió una sensación de miedo que la paralizó e instantes después, como si alguien hubiese accionado un mecanismo, recuperó el oído y escuchó lamentos y gritos en medio del caos. Cuando trataba de incorporarse, recibió un impacto que la dejó aturdida. Aunque no perdió el conocimiento, sintió un fuerte dolor de cabeza y la sensación de que era el fin del mundo.
Recordó que la explosión cortó en seco la conversación que mantenían y el repentino interés mostrado por Julia por todo lo relacionado con el Arca de la Alianza. Al comienzo de la conversación, cuando estaban hablando del valor histórico de la Biblia, Julia no prestaba mucha atención, incluso se había levantado para comprar tabaco. Fue a partir del momento en que surgió el tema del Arca cuando mostró un interés creciente, hasta el punto de recriminar a Angelo algunas de sus bromas. Lo último que recordaba era el gesto nervioso de Julia aplastando el cigarrillo contra el cenicero.
Se incorporó para ir al baño, cuando sonaron unos suaves golpes en la puerta.
—¿Quién es?
—Soy Julia.
—Un momento, ya te abro.
Al levantarse, notó las consecuencias de la sacudida en su cuerpo: le dolía la espalda y las piernas le pesaban como si fuesen de plomo.
La residencia de las franciscanas, donde habían encontrado alojamiento por un precio módico, lo que les había permitido realizar el viaje dentro del ajustado presupuesto de que disponían, tenía sus servidumbres: habitaciones no compartidas, ni siquiera entre personas del mismo sexo. Angelo y Lorenzo estaban en otra ala, en el extremo opuesto del edificio, regentado por frailes que también pertenecían a la Seráfica Orden fundada por el santo de Asís.
Al abrir la puerta se encontró con que Julia llevaba una bandeja pequeña con comida: una tortilla francesa, un trozo de queso, pan, una manzana y un plátano, y una botella de agua.
—¿Cómo te encuentras?
—Cansada y con el cuerpo dolorido. ¿Qué es eso? —le preguntó mirando la bandeja.
—Tu comida.
—Yo no tengo ganas de comer.
—Ya lo suponía, pero ha sido el salvoconducto para venir a verte, sin que esas arpías pusieran demasiados inconvenientes. «Una visita breve» —remedó Julia, poniendo voz de falsete—. Me lo han repetido un montón de veces antes de dejarme venir.
—Déjala ahí —Paola señaló una tabla abatible pegada a la pared, uno de los escasos muebles de la habitación.
—Quería preguntarte cómo estás.
—Estoy bien, la mayor molestia es la tirita de la ceja y el cansancio producido por el estrés. Aguarda un momento, tengo que ir al baño.
Cuando regresó, Julia estaba sentada en el borde de la cama.
—Me parece que tu visita tiene otros motivos además de verme y traerme la cena.
La abogada asintió con un ligero movimiento de cabeza, parecía nerviosa. Sacó el paquete de cigarrillos y encendió uno.
—Quería hablar a solas contigo y he pensado que ésta era una buena ocasión.
—¿De qué quieres que hablemos?
—Me gustaría, si no te importa, continuar la conversación que interrumpió esa maldita explosión.
Paola se quedó mirando fijamente a su amiga. ¿Por qué tanto interés en hablar de un asunto del que hasta aquel momento jamás habían cruzado el menor comentario?
A ella, desde hacía muchos años, le habían atraído los llamados enigmas históricos. En la facultad era un asunto proscrito. La historia era una ciencia muy alejada de planteamientos misteriosos, a pesar de que nadie en los ámbitos académicos tenía explicaciones convincentes para determinadas cuestiones, como la construcción megalítica de Stonehenge o las pirámides de la meseta de Ghiza. También había llamado su atención el misterio que envuelve los llamados objetos de poder: la Lanza de Longinos, el Grial o el Arca de la Alianza. Había leído mucho acerca de todo ello, descubriendo que había bástate basura impresa, pero también algunos libros con planteamientos rigurosos, llamativas referencias o detalles sumamente interesantes. Julia nunca le había hecho el menor comentario sobre aquellas cuestiones desde que se conocieron en el instituto.
—¿A qué te refieres? —disimuló Paola, sabedora de la cuestión que planteaba.
—A lo que nos estabas contando acerca del Arca de la Alianza.
—¡Venga ya!
—En serio, estoy sumamente interesada en que me cuentes todo lo que sepas sobre ella. Lo último que dijiste hacía referencia a que una versión situaba su desaparición poco antes de que los babilonios atacaran Jerusalén, cuando el profeta Jeremías ordenó llevarla a una gruta en un monte, donde la ocultaron cuidadosamente. ¿Qué monte es ése?
—¡Ya me gustaría saberlo!
—¿No lo sabes?
—No se sabe con seguridad —respondió Paola con desgana.
—¿Quieres decir que se llevaron el más importante de los objetos que guardaban en el templo y no dejaron noticia del lugar adonde lo trasladaron?
—Así fue. Bueno, en realidad… —Paola vaciló—. En realidad no hay certeza de que Jeremías ordenase sacar el Arca del templo. Simplemente, algunos indicios señalan que así fue, pero no se puede afirmar con seguridad. Hay quien sostiene que se trata del monte Nebo. Pero esa afirmación no está basada en fundamento alguno.
—Entonces, quien lo afirma, ¿por qué lo hace?
—Probablemente porque el monte Nebo es un lugar sagrado para los israelitas, la Biblia se refiere a él en varias ocasiones.
A Julia no pareció convencerle el argumento.
—Cuéntame sobre las otras versiones acerca de su desaparición.
—¡Buf! —Paola sacudió la mano varias veces en un gesto de expresiva exageración—. ¡Por lo menos media docena!
—¿Te importaría resumírmelas?
La archivera cogió la manzana que había en la bandeja y se sentó en la única silla que amueblaba el dormitorio.
—Julia, me tienes desconcertada.
—¿Por qué?
—Nos conocemos hace un montón de años, desde que estudiábamos bachillerato. Nunca me habías hecho el menor comentario acerca de tu interés por estos asuntos. ¡Eres una caja de sorpresas!
Julia pasó por alto el comentario y volvió a preguntar:
—¿A qué te refieres cuando dices «estos asuntos»?
—A tu interés por objetos extraños, que están envueltos por un velo de misterio. No sé… Supongo que te interesa el Grial, la Mesa de Salomón, la Síndone. ¡Que sé yo! ¡Hay tantos objetos esparcidos por el mundo a los que se atribuyen poderes!
—Supones mal. A mí me importa un bledo todo eso que acabas de mencionar, únicamente me interesa el Arca de la Alianza. Lo que ocurre es que yo ignoraba que tú supieras tanto acerca de ella. Además, por si te sirve de algo, te diré que mi interés ha surgido hace muy poco tiempo.
—¿Ah, sí? ¿Puede saberse el motivo?
—Primero cuéntame las versiones que circulan acerca del posible paradero del Arca, luego te explicaré por qué estoy tan interesada.
Antes de responder Paola dio un mordisco a la manzana.
—La versión más antigua afirma que se perdió su rastro muy poco después de que fuese depositada en el templo construido por Salomón.
—Eso es muy anterior al ataque de los babilonios, ¿no?
—Sí, aproximadamente unos trescientos años antes. Se dice que desapareció cuando todavía Salomón era rey de Israel.
—Entonces, ¿cómo se habla de que jeremías la sacó del templo para ponerla a resguardo?
Paola se encogió de hombros y dio otro mordisco a la manzana.
—Ya te lo he dicho: se trata de versiones sobre las que no hay una constancia documental que permita hacer afirmaciones rotundas; escoge la que más te guste. Todo lo relacionado con el posible paradero del Arca son suposiciones. Se trata de un objeto misterioso. Que las cosas no encajen es algo que sucede con cierta frecuencia cuando estudiamos el pasado.
—Cuéntame esa versión de tiempos de Salomón.
—Según una antiquísima tradición se la llevó Menelik…
—¿Menelik? ¿Quién era ése?
—Un hijo del propio Salomón y de la reina de Saba. Se afirma que lo hizo para humillar a su padre.
—¡Qué pasada!
—Eso es lo que se dice. Según esa versión, el Arca fue a parar a Etiopía, donde se conservaría en la actualidad.
—¿Significa eso que podría estar en Etiopía?
—Sí, en la iglesia de Santa María de Sión, en la ciudad de Aksun y estaría relacionada con una tribu de judíos negros.
—¿No me digas que hay judíos negros? —ironizó Julia.
—Se les conoce con el nombre de falashas. El judaísmo no es un concepto racial, sino religioso y cultural.
Julia miró a su amiga, sorprendida por la densidad de sus conocimientos.
—¡Tú si que eres una caja de sorpresas!
—También de tiempos de Salomón circula otra leyenda, según la cual el rey sabía que el templo, que él había ordenado construir para colocar el Arca en un lugar acorde con su valor y no en una simple tienda de camelleros del desierto, sería destruido.
—¿Cómo podía saber Salomón una cosa así?
—Julia, Salomón ha pasado a la historia como prototipo de la sabiduría, como uno de los grandes poseedores de saberes ocultos. Es el sabio por antonomasia. Hay libros relacionados con él, como la llamada Clavícula de Salomón, a los que las gentes relacionadas con el mundo del ocultismo conceden un valor extraordinario. ¡Es el sabio Salomón! —apostilló Paola, algo molesta por las continuas interrupciones de su amiga.
—Es cierto, disculpa.
—Ya lo creo que es cierto. Como te iba diciendo, la certeza que tenía acerca de la destrucción del templo fue la razón por la que mandó construir un escondite en sus propios cimientos. Se afirma que ahí es donde mandó esconderla el rey Josías. Un rey israelita del siglo VII a.C. —se adelantó Paola, antes de que su vehemente amiga preguntase de nuevo—, que ya sentía la presión de los babilonios sobre su reino.
—Esa versión también desautorizaría la que señala al profeta Jeremías como el salvador del Arca.
—Así es. Ya te he dicho que las contradicciones aparecen con frecuencia. Algunas de ellas son muy llamativas.
—¿Cómo por ejemplo?
—¿Te parece poca contradicción que los nazis la buscasen, mientras trataban de exterminar al pueblo que la había construido, siguiendo los dictados de su Dios?
—¿Es cierto eso de que los nazis buscaron el Arca de la Alianza?
—Tan cierto como que tú y yo estamos en Jerusalem
—¿Eso significa que En busca del Arca perdida tiene un fundamento histórico?
Paola se encogió de hombros.
—La película es fruto de la imaginación de Steven Spielberg, pero hay un fondo de verdad en el hecho de que los nazis estuvieron interesados por el Arca de la Alianza, como lo estuvieron por el Grial. Muchos de sus jerarcas estaban relacionados con las ciencias ocultas. Uno de los biógrafos de Hitler cuenta que, cuando era joven y vivía en Viena, pasaba largas horas en el museo del Hofbourg contemplando la Lanza de Longinos.
—¿Qué es eso?
—El arma del centurión romano que alanceó el costado de Cristo.
—¿Por qué estaba interesado en ella?
—Una vieja leyenda señala que otorgaba poderes extraordinarios a quien la poseyera. Se afirma que estuvo en manos de Carlomagno y que, a principios del siglo XIX, los Habsburgo la ocultaron para que no cayese en poder de Napoleón. Como te he dicho, entre los líderes del nazismo estuvo muy extendido el interés por el ocultismo, creían en el poder de los talismanes y practicaron ritos extraños. Patrocinaron algunas expediciones a lugares misteriosos, como el Tibet, donde esperaban encontrar la ciudad perdida de Agartha; incluso se dice que buscaron en tierras de la Antártida un reino al que se conocía con el nombre de Shangri-La. Rudolf Hess, que nació en Egipto de padres alemanes, perteneció en su juventud a sectas mistéricas y cuando marchó a Alemania frecuentó los círculos esotéricos de Berlín. Uno de los más interesados en el mundo de lo oculto fue Heinrich Himmler, impulsor de expediciones a lugares donde se suponía que podían encontrarse tan extraordinarios objetos. Una de esas expediciones patrocinadas por Himmler estuvo integrada por un equipo de arqueólogos que trabajó en Egipto, buscando en la tierra de los faraones el Arca de la Alianza.
—¡Qué barbaridad!
—También se ha especulado con que los templarios estuvieron interesados en el Arca y que ése fue el motivo por el que le pidieron al rey de Jerusalén, Balduino II, que les diese el solar donde se alzó el templo de Salomón. Se afirma que los nueve primeros caballeros, aunque no hay una sola prueba documental de ello, estuvieron excavando entre las ruinas del templo hasta que encontraron, entre otras cosas, el Arca de la Alianza.
—La versión de los templarios entra en contradicción con la que afirma que el Arca fue ocultada en un lugar alejado, antes de que los babilonios asaltasen Jerusalén y destruyesen el Templo, bien por parte de Josías o de Jeremías.
—Todo lo que te estoy contando son hipótesis. La verdad es que nadie ha podido aportar una prueba sólida que vaya más allá de simples especulaciones.
En los labios de Julia apuntó una leve sonrisa.
—¿Tú crees que realmente existió el Arca?
—Sí —la afirmación de Paola fue tan rotunda que sorprendió a Julia.
—¿Seguro?
Paola dio otro mordisco a su manzana y lo masticó lentamente, saboreándolo. Era una fruta aromática, probablemente procedente de algún kibbutz perdido en los desiertos de Judea, que los israelíes habían convertido en tierras productivas a base de tesón, mucho esfuerzo y de ingentes cantidades de dinero llegado de los más apartados rincones del planeta.
—Es lo que yo creo.
—¿Por qué?
Ahora Paola meditó la respuesta.
—¿Recuerdas cuando esta mañana le pregunté a Lorenzo si consideraba la Biblia un libro histórico, en el sentido de que su contenido, al menos cuando se refiere a la historia de Israel, respondiese a la realidad de lo acontecido?
—Vagamente. En aquel momento no estaba muy interesada en la conversación.
—Se lo pregunté porque estoy convencida de que la Biblia tiene un alto valor histórico. Al menos algunos de sus libros, como el Éxodo. En sus páginas es donde aparece la mayor parte de la información relativa al Arca de la Alianza.
—¿Y en lo que se refiere a su desaparición?
Paola se encogió de hombros y sintió una molestia en su costado.
—¿Te ocurre algo?
—Una punzada en el costado, nada importante. Por lo que se refiere a las noticias que hay acerca de la presencia del Arca en el templo, nos encontramos con un absoluto silencio a partir de la destrucción de Jerusalén por los babilonios. Ese dato es el que me lleva a pensar que fue en ese momento cuando alguien la ocultó, bien el rey Josías bien el profeta Jeremías, para evitar su destrucción. ¿Dónde? Ahí está la clave. Nadie sabe si fue trasladada fuera de la ciudad para ponerla a buen recaudo o terminó oculta entre los cimientos del propio Templo.
—Si la ocultaron, una vez pasado el peligro, ¿por qué no volvió a aparecer?
—No lo sé —Paola se pasó la mano por la ceja y palpó el apósito—. Supongo que quienes conocían el escondite murieron antes de revelarlo.
—¿No te resulta extraño?
—No demasiado. Piensa que la llamada cautividad de Babilonia duró sesenta años, eso significan tres generaciones. Las circunstancias en que vivieron los israelitas fueron muy duras y aquella gente concentró todas sus energías en sobrevivir. Fue durante ese tiempo cuando se perdió la memoria de muchas cosas.
—Pero no suele ocurrir cuando se trata de una cosa tan importante como el principal de sus objetos sagrados —insistió Julia.
—Es cierto. Lo único que puedo decirte es que las fuentes guardan un silencio que resulta revelador. Eso significa que tuvo que permanecer oculta. Si hubiese salido a la luz, lo lógico es que, al ser reconstruido el templo, la hubiesen colocado otra vez en el sanctasanctórum y, en tal caso, cuando en el año 70 los romanos arrasaron Jerusalén y el templo, hubiese quedado constancia de algo tan importante. Los romanos se llevaron todos los objetos sagrados que encontraron en el templo que Herodes había construido sobre el mismo emplazamiento donde estuvo el de Salomón.
—¿Qué noticia hay de eso?
—La principal fuente de información escrita es un autor judío que estuvo al servicio de los romanos, se llamaba Flavio Josefo y escribió La guerra de los judíos, siete libros en los que cuenta la lucha y la inutilidad del levantamiento de su propio pueblo contra el poder de Roma.
—¿Ese Josefo fue una especie de colaboracionista?
—Puedes considerarlo como tal. Otro dato revelador sobre el saqueo del templo lo encontramos en el arco de Tito, cerca del Coliseo, en uno de cuyos relieves se ve cómo los legionarios transportan el botín obtenido en el templo. Arrastran un carro cargado de riquezas en el que se distingue, perfectamente, el candelabro de los siete brazos, la famosa Menoráh. Si hubiesen encontrado algo tan importante como el Arca de la Alianza, estoy segura de que lo habrían reflejado en ese relieve.
—¿No pudo ocurrir que los babilonios la destruyesen o la fundiesen para apoderarse de su revestimiento de oro y ésa sea la razón del silencio que cayó sobre ella?
—Desde luego, es una posibilidad, pero a mí no me convence.
—¿Por qué?
—Por lo que comentaba esta mañana. Si el Arca de la Alianza se hubiese perdido, los israelitas no hubiesen guardado silencio, sino que habrían llenado páginas y páginas de sus escritos. Su literatura está llena de lamentos y en la actualidad el muro que queda del templo recibe el nombre de Muro de las Lamentaciones.
—En resumidas cuentas —concretó Julia sin tener en cuenta otras consideraciones—, tu opinión es que el Arca se salvó de la destrucción de los babilonios y está oculta en algún lugar.
Paola, a quien su profesión de archivera la había convertido en una persona metódica y muy cuidadosa a la hora de hacer afirmaciones, no pudo evitar una sonrisa al comprobar la vehemencia de su amiga. Su forma de ver las cosas había variado poco desde la época del instituto. Sacaba conclusiones contundentes, sin detenerse a sopesar los numerosos detalles que matizaban la realidad de la mayor parte de los acontecimientos.
—Lo dices como si yo fuese una experta cuyos conocimientos aportasen algo a un asunto del que lo único que sé es lo que he leído en una docena de libros.
—Leer una docena de libros te convierte en una experta. No creo que haya muchas personas que hayan dedicado tanto tiempo a un mismo asunto, salvo que se trate de profesionales.
—Simplemente soy una de las muchas personas que están interesadas por algún asunto y tratan de documentarse. El Arca de la Alianza es un objeto que ha despertado el interés de una gran cantidad de gente a lo largo de los siglos. Es un objeto extraordinario al que el relato bíblico le atribuye extrañas propiedades, eso ha influido en el interés que ha despertado. Hace un momento te he comentado que los nazis, mientras trataban de exterminar a los judíos en los campos de concentración, la buscaron con ahínco porque pensaban que podía proporcionarles poder para conseguir sus terribles propósitos.
—Cuéntame lo que sepas de los poderes del Arca.
—Julia, creo que estás llevando esto demasiado lejos, ya te he dicho que sólo soy una aficionada que…
—Por favor, cuéntame lo que sepas.
Paola hizo un gesto de resignación y dio un último mordisco a la manzana.
—En un pasaje del Antiguo Testamento se dice que cuando el rey David dispuso su traslado hasta el lugar donde pensaba erigir un templo para depositar el Arca no se tomaron las debidas precauciones. Era llevada en una carreta tirada por bueyes a través de los andurriales que eran los caminos de la época y estuvo a punto de caerse al atascarse una de las ruedas en un socavón. El que se encargaba de conducirla, creo recordar que se llamaba Uza, la agarró tratando de sujetarla. Según dicho pasaje, el tal Uza cayó fulminado. Su muerte produjo tal conmoción entre los israelitas que David decidió depositarla en un lugar próximo y no continuar con el traslado.
—¡Todo esto es tan fascinante! —exclamó Julia con la mirada perdida.
Paola dejó el troncho de la manzana en la bandeja. No acababa de explicarse el repentino interés de su amiga, que iba mucho más allá del que se suele mostrar cuando se desea conocer algo sobre aspectos de la historia de aquellos lugares que se visitan como turistas.
En la pequeña habitación se hizo un silencio expectante. Julia parecía ausente, perdida en ensoñaciones. Fue Paola quién lo rompió:
—Creo que ya me he ganado una respuesta a mi pregunta.
—¿Qué pregunta? —Julia sacudió la cabeza, como si hubiese regresado de otro lugar.
—¿Ya se te ha olvidado? Me gustaría conocer el motivo de tu repentino interés por el Arca de la Alianza.
—¿Te importa que dé un trago a tu agua? —preguntó abriendo el tapón de la botella.
—Bebe la que quieras.
—Verás, hace algunas semanas, no podría precisártelo con detalle, encontré en casa…
Unos golpes en la puerta interrumpieron la respuesta que a Paola tanto le intrigaba.
—¿Quién es? —preguntó molesta por la interrupción.
—La hermana Tanucci.
—Esa arpía piensa que llevamos demasiado tiempo solas y creerá que estamos sobándonos —susurró Julia malhumorada.
Paola fue hasta la puerta, la entreabrió y se plantó delante de ella, bloqueando la entrada por si a la monja se le había pasado por la cabeza entrar.
—¿Qué quiere, hermana?
—Entregarle esta carta —la franciscana trataba de fisgonear en el interior estirando el cuello.
—¿Una carta?
Paola tenía reparo en coger el sobre que la monja le ofrecía, como si al hacerlo contrajese un compromiso que no deseaba. La monja miró el sobre con malicia.
—A mí me parece que esto es una carta.
—¿Para mí?
—Según consta en su ficha de hospedaje, usted es Paola Nanni, ¿no?
—Ése es mi nombre.
—Pues coincide con el que está puesto en este sobre —la monja se lo mostró con gesto poco amistoso.
Paola, entre intrigada y temerosa, cogió la carta.
—¿Podría decirme quién la ha traído?
—Un muchacho.
—¿Le ha dicho algo?
—Ha preguntado si estaba usted alojada aquí. Al decirle que sí, ha dejado la carta y se ha marchado en una ruidosa motocicleta.
Paola miró el sobre. Sólo estaba escrito su nombre. No había ningún remitente.
—Muchas gracias. Ha sido muy amable al traérmela.
—¿Se encuentra ya mejor? —el tono de la hermana Tanucci se suavizó, era más condescendiente.
—Sí, mucho mejor. Muchas gracias.
Se sentía cada vez más incómoda, al comprobar las furtivas miradas de la monja; reiteró las gracias y cerró la puerta con poca consideración. Miró el sobre, por delante y por detrás, buscando un detalle, algo que le proporcionase una pista antes de abrirlo.
—¡Qué extraño!
—¿Qué es lo extraño?
Julia había hecho la pregunta de una forma mecánica. Como si otra vez su mente regresase de vagar por otro lugar, mientras Paola atendía a la monja.
—¡Estás en Babia, Julia! ¡Esta carta! ¡La que me ha dado la monja! —Paola alzó la mano para que la viese mejor.
—¿Qué le pasa a esa carta?
—¡Julia! ¿Dónde estás? ¡Esa monja me ha traído una carta que le ha entregado un joven que ha llegado en una ruidosa motocicleta! ¡Una carta que viene dirigida a Paola Nanni! ¿No te das cuenta? Alguien conoce mi nombre, sabe que me alojo aquí. ¡En esta ciudad yo no conozco a nadie! ¿Quién puede escribirme?
Julia se puso muy seria.
—Abre la carta, y deja de parlotear.
Lo hizo con mucho cuidado. Paola tenía un respeto por los papeles que rozaba lo patológico: una deformación profesional. Para una archivera, un papel escrito era poco menos que un objeto sagrado al que había que tratar con toda clase de consideraciones.
Leyó el texto en silencio. Era muy breve y estaba escrito en un correcto italiano.
—¿Qué dice? —preguntó Julia ansiosa y con la mirada fija en el rostro de su amiga.
—No te lo vas a creer.
—¡Por favor, Paola!
—Me indican que vayamos esta noche…
—¿Has dicho vayamos?
—Sí.
—¿Las dos?
—Sí.
—¿Adonde? ¿Para qué? —Julia preguntaba con ansiedad.
—No te lo vas a creer —repitió la archivera.
—¡Paola, por favor!
—Quien me envía la carta dice que puede contarnos muchas cosas sobre el Arca de la Alianza.
—¡Déjate de bromas!
—No estoy de broma, eso es lo que se dice en esta carta.
—¿Quieres repetir eso? ¿Cómo es posible…?
A Julia se le había encogido el estómago. ¡Aquello era… aquello era imposible! ¿Cómo podía…?
Paola no levantaba la vista del texto, lo releía, una y otra vez, tratando de comprender qué estaba ocurriendo.
—¿Quieres leerme el texto?
—Mejor léelo tú.
Julia bisbiseaba a la par que leía. Era una costumbre que le había inculcado su abuelo. Repetir las palabras que uno lee ayuda a recordar lo que se ha leído, le insistía una y otra vez.
Si usted y su amiga están interesadas en conocer detalles sobre el Arca de la Alianza, acudan esta noche, a las diez, a la Piscina de Siloé, junto a la tumba de Zacarías.
—¿La piscina de Siloé? ¿Qué es eso? ¿Una instalación deportiva? —preguntó Julia levantando la vista del papel.
—Es un resto arqueológico. La Biblia lo menciona en alguna ocasión. Jesús indicó a un paralítico al que curó que fuese a lavarse a la piscina de Siloé.
—¿Sabes dónde está eso?
—No, aunque supongo que no será difícil localizarlo. Pero da igual.
—¿Por qué da igual?
—Porque, como comprenderás, no pienso acudir. ¡Una cita a ciegas que te llega de esa forma! ¡Eso no puede ser más que la obra de un loco!
Julia guardó el papel en el sobre, sus hermosos ojos verdes brillaban con intensidad. Paola barruntó lo que estaba pasando por la cabeza de su amiga y sintió una punzada en la ceja, como si su cuerpo le avisase del peligro que se cernía sobre ellas.
—¡Esto es una locura, Julia! ¡Conmigo no cuentes!
—¿Tienes un mapa a mano?
—¡No!
—¿Dónde tienes la mochila?
Julia paseó la vista por la celda, no había mucho donde mirar. En un rincón estaba lo que buscaba.
—¡Un momento! Yo te lo daré.
Paola fue a coger el manoseado plano que les había servido para orientarse, pero en lugar de sacarlo se puso a remover, nerviosa, en el interior de la mochila. Fue entonces cuando se dio cuenta de que allí no estaba la cartera donde llevaba dinero en efectivo, una tarjeta de crédito y su pasaporte.
—¿Te ocurre algo?
—¡Mi cartera! ¡No está aquí!
—¿La has perdido?
Paola tardó unos segundos en responder.
—No la he perdido. ¡Me la han robado!
—¿Cómo estás tan segura?
—Si la hubiese perdido, quien la encontrara tenía dos opciones: devolvérmela o quedársela.
—No te sigo.
—Es muy simple. La persona que la ha robado estaba pendiente de nosotras. Escuchó nuestra conversación en el café. ¡Por eso sabe que estábamos hablando del Arca de la Alianza! Eso explica que sepa mi nombre: tiene mi pasaporte.
Julia mostró sus dudas.
—¿Cómo sabía donde mandarte esto? —Mostró la carta.
—Porque en la cartera guardaba una tarjeta con la dirección de la residencia. El ladrón no ha tenido que esforzarse mucho. ¿Para qué puede llevar un turista la tarjeta de una residencia si no es del lugar donde se aloja? —cogió la carta y volvió a leer el texto—. ¡Quien ha escrito esto es un ladrón! —exclamó sin contener su indignación.
—Sin embargo, esto no es normal. Si fuese un ladrón que aprovechó el revuelo producido tras la explosión para hurtar tu cartera, ¿por qué iba a escribir esa carta? Habría conseguido su botín y a otra cosa. Sin embargo, nos da una cita, sabiendo que ya estamos alertadas.
—¿Qué insinúas?
—No insinúo, simplemente digo que su actitud no es muy normal.
—En eso tienes razón, pero yo no pienso acudir a ese lugar.
—¿Qué piensas hacer?
—Avisar a la policía.