Capítulo VII
JERUSALÉN, mayo de 1123
Dos docenas de candiles iluminaban el espacio donde Aldo a trabajaba. Benelli lo había provisto de todo lo que podía necesitar: carboncillos, pergaminos nuevos, tinta y un juego completo de cálamos, reglas, escuadras y compases sin estrenar, un instrumental como jamás había visto, mucho más preciso que el suyo. Aldo se había quedado impresionado con unos grandes pliegos de un material muy flexible, a los que en Jerusalén daban el nombre de papel y que desconocía hasta que llegó a Tierra Santa, donde eran de uso común entre los musulmanes. Se trataba de unas hojas mucho más ligeras que el pergamino y cuya superficie era más suave que la del papiro. Al parecer, se elaboraban con trapos viejos, cortezas de árboles y otras sustancias, que maceraban en unas grandes tinas hasta obtener una pasta que luego dejaban secar y extendían en delgadas láminas, cortándolas según el tamaño deseado. Lo llamaban papel, su consistencia era menor que la de los pergaminos y los papiros, pero era mucho más barato y, desde luego, más adecuado para hacer dibujos y bocetos, antes de acometer la obra definitiva. A diferencia del papiro, cuya superficie era rugosa, la del papel era tan lisa como la del mejor de los pergaminos. Su precio le había permitido utilizarlo para hacer bocetos, antes de acometer sobre el yeso húmedo de las paredes el trazado definitivo del dibujo, donde no podía permitirse errores.
—Cualquier cosa que necesites, no tienes más que pedirla. Baldassare estará pendiente hasta del más pequeño de tus deseos.
El joven lo miró desafiante y Aldo asintió con un ligero movimiento de cabeza.
—No te exigiré un plazo para que concluyas, pero te visitaré con frecuencia para comprobar los progresos que realizas y espero que tu trabajo responda a tus habilidades. Ten en cuenta que un error del tamaño del grosor de un cabello puede resultar fatal. —Benelli ya se marchaba cuando se volvió para hacerle una última consideración, que tenía mucho de advertencia—. Aunque has señalado que un trabajo de precisión requiere de tiempo, te aconsejo que no pretendas engañarme. Lo primero es la fidelidad de la reproducción, pero has de saber que mi paciencia tiene un límite y no resulta conveniente ponerla a prueba.
Los tres esbirros que acompañaban al mercader soltaron una carcajada y su amo los miró complacido. Luego se perdieron por la galería hasta que el sonido de sus pisadas acabó por desaparecer.
Una vez quedaron solos Baldassare y él, Aldo ordenó cuidadosamente todo el instrumental sobre una mesa y luego se concentró en la piedra, estudiándola desde diferentes ángulos. Después, durante un buen rato, permaneció inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho, escrutando cada palmo del grabado que tenía delante. El tiempo parecía haberse detenido en medio del silencio de aquel subterráneo aislado del mundo. Se acercó una vez más a la piedra y la acarició con verdadero mimo, como había visto hacer a los canteros; según decían ellos, para arrancarle los secretos que encerraba. Baldassare lo miraba en silencio, sin perder detalle.
Aldo se subió en una escalera, tomó la escuadra y se llevó la primera sorpresa: ¡La verticalidad era perfecta! Mientras medía, su cabeza no paraba de trabajar. Tenía que buscar la forma de escapar de allí porque, cuando acabase el trabajo, su vida no valdría una miserable moneda de cobre.
—¿Puedes sujetarme la regla? —preguntó al joven que lo observaba indolente.
Baldassare no se dio por aludido, ni se molestó en contestarle.
Aldo no insistió, pero le hizo ver que tendría problemas para hacer su trabajo si no le prestaba ayuda; dejó que la regla se le cayese varias veces. Aparentando más dificultades de las que tenía, midió la longitud: cuatro codos.
Después repitió la medición tres veces más, no sin dejar que la regla cayese de sus manos en otro par de ocasiones. Las tres medidas le dieron el mismo resultado: cuatro codos. Lo anotó en un pliego y se dispuso a hacer la medición de la altura bajo la atenta mirada del displicente joven. Ahora las dificultades no eran una pantomima, si quería obtener una medición correcta necesitaría su ayuda para sostenerle la plomada sobre la que luego haría las mediciones, porque todas las reglas eran demasiado cortas. Decidió ganar tiempo, tomó uno de los candiles y escrutó, una vez más, la superficie con detenimiento. Seguía sin vislumbrar el arcano que encerraba aquella misteriosa representación.
Concentró su atención en el ángulo inferior derecho, donde había una pequeña cabeza con el pelo alborotado y los mofletes hinchados, como si estuviese soplando con fuerza: de su boca salían unas líneas que representaban un chorro de aire. Más abajo, una especie de rosa estaba marcada con cuatro flechas en las que podían verse cuatro signos cuyo significado Aldo ignoraba porque los caracteres de la escritura que acompañaban a los dibujos eran para él un enigma. Aunque no podría asegurarlo, no se trataba de la escritura de los musulmanes. En Jerusalén se conservaban algunas inscripciones en árabe labradas en las fachadas de las mezquitas y los signos de su escritura le resultaban vagamente familiares. Aquello no era árabe. Sabía que los judíos utilizaban letras diferentes y también los griegos, pero no podía asegurar que fuese ni lo uno ni lo otro.
Cogió un pliego de papel y lo colocó sobre el texto. Sus bordes casi coincidían con las líneas que lo enmarcaban, parecía hecho a la medida. Miró al muchacho que permanecía inmóvil al otro lado del cubículo. Calculó que rondaría los quince años, tal vez dieciséis. Tenía la piel aceitunada y muy tersa, el cabello negro brillante y ensortijado.
—¿Te importaría ayudarme, sosteniendo el papel?
Le extrañó que por primera vez el joven reaccionase. Se acercó hasta él sin decir palabra.
—¿Puedes sostenerlo?
—¿Cómo quieres que lo haga?
Aldo le dedicó una sonrisa.
—Sujétalo por la parte superior. Así, con firmeza.
Mientras Baldassare sostenía el pliego, Aldo pasó el carboncillo una y otra vez, barriendo toda la superficie que se oscureció, salvo en las zonas donde el texto estaba grabado.
—¿Cómo lo haces? —el joven parecía interesado.
—Es muy simple, basta con no apretar el carboncillo más de lo debido, el hueco que deja la letra al quedar por debajo de la superficie de la piedra no se mancha con la tizne del carbón.
—¿Puedo probar?
Aldo lo miró a los ojos. Eran muy grandes, brillantes y tan negros como su cabello.
—¡Claro que sí! Tráete uno de los pliegos.
Ahora fue Aldo quien sostuvo el papel, ajustándolo firmemente sobre la piedra y Baldassare quien pasó el carboncillo, obteniendo el mismo resultado. Sus grandes ojos brillaban emocionados. Alzó el papel para verlo al trasluz de los candiles.
—¡Es increíble! —exclamó sacudiendo su cabeza—. Por cosas como ésta os podrían acusar de hacer magia.
En los labios de Aldo apuntó una sonrisa cargada de tristeza.
—Me temo que sí, aunque la explicación es muy sencilla. Tú mismo lo has podido comprobar.
—¿Sabes lo que se dice en este texto? —Baldassare lo preguntó sin apartar la vista del pliego que sostenía en sus manos:
—¿Lo sabes tú?
El joven no contestó. Aldo aguardó unos segundos y decidió responder a la pregunta que le había hecho. Ahmed le había dicho que era de mala educación formular cuestiones sin haber respondido a preguntas formuladas con anterioridad.
—No. Ni siquiera sé en qué lengua está escrito.
—Es griego.
Sus palabras sonaron tan rotundas que sorprendieron a Aldo. El pintor se quedó mirándolo fijamente, tratando de leer en sus ojos.
—¿Estás seguro?
—Completamente.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—¿Sabes griego?
—No, pero conozco a una persona que puede traducirlo.
En la frente del pintor se insinuó una arruga.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que conozco a alguien que podría leerlo de corrido, sin el menor problema… —vaciló un momento—. Sabe griego y muchas otras cosas, es una persona muy sabia.
Aldo se fijó en los ojos del joven, eran vivaces y señalaban inteligencia, pero también podía verse en ellos un velado fondo de tristeza. Su mirada estaba cargada de melancolía. Pensó que si se ganaba su confianza podría descubrir el secreto que encerraban los trazos que allí había marcados. Pero, de repente, un ramalazo de duda pasó por su cabeza y le enturbió el ánimo. ¿Estaría aquel joven tentándolo y por eso había cambiado súbitamente de actitud?
Antes de que Benelli se marchase, creyó ver en su mirada satisfacción por el papel que el mercader le había asignado: controlar todos sus movimientos. Dudó si debía continuar aquella conversación. Podía tratarse de una trampa. Baldassare, cuya experiencia de la vida era muy superior a su edad, se percató de las dudas del pintor.
—Te veo receloso.
—¿Por qué has cambiado de actitud? Antes te has mostrado distante, durante un buen rato ni siquiera has respondido a mis peticiones y de repente… ¿Por qué?
Baldassare miró hacia el túnel para asegurarse de que nadie escuchaba sus palabras.
—Benelli es mala persona. Un mal bicho.
—¿Lo dices por algo en concreto?
El joven miró otra vez hacia la oscuridad de la galería para cerciorarse de que estaban solos. Se alzó la camisa y le mostró a Aldo su torso.
—¡Por la Virgen Santísima!
En la espalda podía verse la huella del látigo. Aldo comprobó horrorizado que algunas de las heridas eran recientes; todavía no habían cicatrizado.
—¿Por qué te castiga?
El muchacho agachó la cabeza y Aldo repitió la pregunta:
—¿Por qué te castiga de esa manera?
—Porque le produce placer ver cómo sufren las personas —las lágrimas asomaron a los ojos del muchacho.
Aldo notaba cómo la sangre latía en sus sienes y en el escozor de su castigada espalda. Arrojó al suelo el carboncillo que tenía en la mano, se quedó mirando fijamente los grabados de la piedra. Después de un prolongado silencio, le preguntó al muchacho:
—Antes oí a Benelli llamarte Baldassare.
—Ése es mi nombre.
—Ese nombre es italiano.
—Así es.
—¿Eres de allí?
—Sí, nací en una aldea de la costa de Liguria, cerca de Génova. ¿Habéis oído hablar de Génova?
—Sí, muchas veces. Pero no la conozco. ¿Cómo has venido a parar a este lugar?
—Es una larga historia.
El pintor extendió los brazos, dando a entender que disponían de todo el tiempo que quisiesen, aunque Benelli le había advertido seriamente sobre ese particular.
—Hace algo más de tres años, unos piratas berberiscos nos apresaron y nos convirtieron en esclavos.
—¿Os apresaron? ¿A quiénes?
—A mis padres y a mí.
Aldo se acarició el mentón, enredando los dedos en su pelirroja barba. El muchacho reparó en sus manos: eran recias y fuertes, tenía los dedos largos y las uñas ribeteadas de negro.
—¿Te apetece contarme cómo ocurrió? O quizás prefieres no recordar unos momentos tan duros.
—Aunque es una incorrección formular una pregunta antes de responder, me gustaría saber una cosa.
—¿Cuál?
—¿Por qué trabajas para Benelli?
—Porque me he equivocado.
A Baldassare lo sorprendió la respuesta. No conocía mucha gente que reconociese sus propios errores. Por lo común, cuando alguien pasaba por un mal trance, solía echar a otros la culpa de la situación en que se encontraba. Nunca era consecuencia de sus propios errores. Aquel individuo no era como la mayor parte de la gente que él conocía.
—¿Equivocado?
—Sí, equivocado. Pensé que podría hacer un trabajo diferente al de los encargos habituales, algo más creativo. A los clérigos no les gustan las innovaciones y desean que se repitan los mismos modelos: el Vantocrátor, el Tetramorfos, la Odogetria, escenas del martirio del santo de su devoción al que está dedicada la iglesia. Siempre igual, siempre las mismas imágenes. Para ellos el mundo es algo que debe permanecer inamovible, según un orden establecido. Consideran cualquier novedad una alteración de ese orden y lo rechazan de plano.
—¿Estás diciéndome que desconocías el encargo?
—Así es. Ignoraba que el deseo de Benelli era que copiase algo que ya existía.
—¿Por qué te escogió? He oído decir que eres el mejor pintor de la ciudad.
Aldo esbozó una sonrisa. Ignoraba que su fama se hubiese extendido tanto.
—Creo que la razón se encuentra en la exactitud de la copia que desea.
—¿Te ha traído por la fuerza?
—Digamos que se ha valido de ciertas argucias.
Las explicaciones del pintor despejaron las vacilaciones de Baldassare. Su pregunta no estaba dictada por el interés morboso de quienes desean conocer historias para regodearse con el mal ajeno.
—Mi padre se ganaba la vida confeccionando pergaminos.
—¿Era pergaminero?
—Sí, tenía su propio taller donde mi madre le ayudaba. También era un magnífico miniaturista. A veces, le hacían encargos de pergaminos que ya estuviesen iluminados. Él se encargaba de todo: compraba las vitelas de los corderos, sólo utilizaba los de ternera o cabra en contadas ocasiones, porque la piel del cordero es mucho más fina. Las lavaba cuidadosamente y, para eliminar el pelo, las sumergía una y otra vez en una solución de cal que además servía para blanquearlas. Ponía todo su empeño y mucha paciencia en rasparlas y alisarlas con polvo de piedra pómez hasta que su superficie quedaba tan suave como la cera. Me repetía, una y otra vez, que la clave de todo estaba en la calidad de la vitela y en la paciencia para raspar cuantas veces fuera necesario. Con frecuencia confeccionaba los pliegos y encuadernaba libros.
—¿También encuadernaba?
—Mi padre era un verdadero artista. Realizó en piel de becerro varias obras admirables. Algunos de sus libros estaban ilustrados con miniaturas muy hermosas; a veces, yo también le ayudaba. Sus principales clientes eran los monasterios, le llegaban encargos de lugares muy alejados, de Germania, al otro lado de los Alpes, de la comarca del Languedoc, y hasta de algunos cenobios situados más allá de los Pirineos. A veces viajaba hasta lugares muy apartados, perdidos entre las montañas, donde se criaban los mejores corderos, para comprar las vitelas. Fue en uno de esos viajes cuando nos apresaron unos piratas berberiscos. Nos arrojaron a la bodega de su barco y allí permanecimos durante varias semanas, junto a una docena de desgraciados que habían corrido la misma suerte que nosotros. Cuando volvimos a ver la luz del sol, estábamos en el puerto de Alejandría; allí nos vendieron como esclavos. El individuo que nos compró nos condujo hasta el puerto de Jaffa, donde volvieron a vendernos. A mi madre y a mi nos compró Benelli. Fue entonces cuando nos separaron. Desde entonces, no hemos vuelto a tener noticias de él. Ni siquiera sabemos si continúa con vida.
—¿Siendo cristianos, tu madre y tú, no habéis intentado recuperar vuestra libertad? —preguntó el pintor extrañado—. Jerusalén es una ciudad gobernada por los cristianos desde hace algunos años.
—No ha sido posible porque las desgracias se han abatido sobre nosotros, desde que nos apresaron. El mercader que nos compró en Alejandría amenazó a mi padre con matar a mi madre si se le ocurría decir una sola palabra. Aunque como estábamos en tierra de infieles, de nada nos serviría reclamar en ese sentido. Luego, al pasar a manos de Benelli, apenas hemos tenido contactos con el exterior. Además, en esta ciudad, las preocupaciones de sus gobernantes no son precisamente la redención de esclavos. Tal vez, yo podría intentar la fuga, buscar refugio y contar la historia que acabáis de conocer. Si hiciese eso, ese mercader —miró una vez más hacia la oscura galería que conducía al exterior— mataría a mi madre.
—¿Estás seguro?
—Me ha amenazado con ello. Eso hace que no me decida, aunque mi madre me anima continuamente a hacerlo. Me dice, una y otra vez, que es preferible correr el riesgo que supone un intento de huida a continuar con una vida que no lo es.
—¿Habías estado antes en este lugar?
—Jamás. Entre la servidumbre no se tiene conocimiento de estas galerías, excavadas bajo tierra. Al menos yo no he oído nunca hablar de ellas y ya se sabe…
—¿Qué he de saber?
—Bueno —Baldassare se encogió de hombros—, en una casa hay muy pocas cosas que no sean objeto de comentarios entre los criados.
—Me has dicho antes que tu amo te ha amenazado con matar a tu madre si intentas fugarte. Sin embargo, te ha encargado de mi vigilancia. ¿No significa eso que tiene confianza en ti?
—En absoluto.
—¿Por qué lo ha hecho entonces?
—Tiene varios motivos, pero el principal es que yo sé escribir. Si le fuera posible, desearía conocer hasta vuestros pensamientos. Lo ha hecho porque mi presencia aquí conviene a sus intereses, no porque confíe en mí. Benelli no se fía ni de su propia sombra. Además, con mi madre en su poder, sabe que me tiene en sus manos y que no intentaré nada que pueda perjudicarla.
—¿Y no está en lo cierto? —tanteó Aldo para comprobar hasta donde podía arriesgarse.
Baldassare en lugar de responder, se llevó su dedo índice a la boca, pidiendo silencio.
—Pssss, alguien viene.
Aldo aguzó el oído, pero no percibió el menor sonido.
—¿Cómo lo sabes? Yo no escucho nada.
—Alguien viene —insistió el muchacho.
Transcurrieron algunos segundos antes de que Aldo escuchase unas pisadas y poco después apareciese uno de los individuos que escoltaban al mercader. Llevaba una antorcha en una mano y en la otra un látigo; lo acompañaba una mujer con un cesto de mimbre bajo el brazo, tapado por un paño blanco.
Aldo se percató de que la mujer y el joven intercambiaron una mirada de complicidad.
—¡Déjalo allí! —le ordenó el individuo, señalando con el látigo la mesa donde estaban los instrumentos.
—¿Cómo estás? —preguntó Baldassare a la mujer.
—¡Silencio! —gritó el esbirro—. ¡Ahí tenéis vuestra comida! Mi amo se toma demasiadas molestias con vosotros. Si de mí dependiera, ya os daría yo con qué alimentaros —con una expresión brutal, hizo restallar el látigo en el aire.
—Pero no depende de ti —murmuró Baldassare.
Un reflejo de ira brilló en los ojos del esbirro que alzó el látigo dispuesto a descargarlo sobre el muchacho, pero Aldo se interpuso entre ambos y, desafiándolo con la mirada, le gritó:
—¡Ni se te ocurra!
—¡Apártate pintor! —gritó con la voz descompuesta.
—No lo haré. Tendrás primero que golpearme a mí. El muchacho nada ha hecho para que lo castigues.
—¡Se ha burlado de mí!
—No. Simplemente ha respondido a tu insolencia.
La cólera brilló en sus ojos, pero bajó el látigo y murmuró entre dientes:
—Te arrepentirás, pintor.
Con un movimiento de cabeza indicó a la mujer que se marchaban. Lo último que Aldo vio, antes de que se perdieran por la galería, fue una mirada de agradecimiento en los ojos de la mujer.
Al volverse, comprobó que el joven la miraba embelesado hasta que, un instante después, las lágrimas le resbalaron por las mejillas.
—Es tu madre, ¿verdad?
A Baldassare se le atragantaron las palabras, no podía hablar. Asintió con un movimiento de cabeza a la vez que con el dorso de la mano trataba inútilmente de secarse las lágrimas. Aldo supo que lo mejor era dejarlo que se serenase y no hacerle más preguntas.
—Vamos a ver con qué nos obsequia Benelli.
Tiró del paño y aparecieron las viandas: dos panecillos dorados, cuyo aroma indicaba que estaban recién horneados; en una escudilla había dos perdices escabechadas, un trozo de rojo embutido que despedía un aroma delicioso, un pedazo de queso y un cestillo con dátiles e higos secos. También había un pellejillo con vino.
—¡Esto es un festín, Baldassare! ¡Así protestaba ese bribón! Ven, ayúdame a poner la mesa, vamos a apartar todo esto y comer como Dios manda.
—¡Ese canalla también azota a mi madre! —gimió Baldassare.
—¿La azota?
—Sí.
—¿Por qué lo hace?
—Porque mi madre se niega a complacer sus deseos.
—¿Benelli desea a tu madre?
—¡No! Benelli no, ése tiene todas las mujeres que quiera. Puede comprarlas con su dinero. ¡Me refiero a Zechnás!
—¿Zechnás? ¿Quién es Zechnás?
—Ese canalla del látigo. La ha forzado varias veces, pero mi madre siempre se resiste. ¿Has visto la cicatriz que tiene en la frente?
—Sí.
—Se la hizo mi madre en uno de sus intentos —señaló Baldassare con orgullo—. ¡Sangraba como lo que es, como un cochino!
—¿Benelli no interviene?
—¿Benelli? —Baldassare pronunció aquel nombre con asco—. ¡Qué va! Ya te he dicho que ese mercader disfruta viendo sufrir a la gente. Sé que ha estado presente en alguna de las violaciones. Además, Zechnás hace todos los trabajos sucios que su amo le encarga y eso le permite actuar con impunidad cuando se trata de cierta clase de asuntos.
Aldo ya tenía la respuesta que deseaba, Baldassare no sentía la menor simpatía por Benelli.
—Creo que será mejor que comamos.
El joven no se hizo de rogar. Despejaron la mesa, extendieron el paño y, recreándose, colocaron sobre ella los alimentos. Ofrecía un aspecto extraordinario.
Se sentaron en unos escabeles y Aldo murmuró una oración, luego partió uno de los crujientes panecillos y le dio la mitad.
Comieron en silencio, cada cual sumido en sus propios pensamientos. Fue a los postres cuando Aldo le preguntó, al tiempo que le ofrecía un puñado de dátiles:
—Antes me dijiste que conoces a una persona que podría leer griego. ¿Te importaría llevarle una copia del texto para que lo tradujera? Posiblemente, ahí esté la explicación de los extraños grabados que hay en esta piedra; me gustaría saber qué representan. Por muchas vueltas que le he dado, no logro desvelar el misterio que encierran. Los trazos no configuran unas imágenes que…
Aldo dejó de hablar, al comprobar que Baldassare se había puesto de pie, sin disimular su sorpresa. Miraba a Aldo, sin pestañear. Sus ojos parecían haberse agrandado de una forma desmesurada.
—¡No puedo creer lo que acabas de decirme!
—¿Qué es lo que no puedes creer? —Aldo también lo miraba sorprendido—. No te comprendo.
—¿Quieres hacerme creer que no sabes lo que representan esas líneas grabadas en la piedra?
—Yo no pretendo hacerte creer nada, pero es verdad que ignoro por completo su significado. ¿Acaso lo sabes tú?
—¡Claro que lo sé!
Aldo se levantó lentamente, como si temiese hacer ruido y espantar algo que en aquel momento flotaba en el ambiente de la caverna.
—¿Cómo es posible que conozcas lo que se oculta tras esos trazos? Antes me has dicho que es la primera vez que estás aquí.
—¿Acaso es eso un problema?
—¿Te importaría decirme qué es?
Baldassare no salía de su asombro.
—No puedo creer que Benelli te haya encargado una reproducción a escala de algo que ni siquiera sabes qué es.
El pintor se acercó hasta la piedra y pasó las yemas de los dedos por las líneas marcadas, como si de aquella forma les pudiese arrancar el secreto que escondían.
El joven lo contemplaba en silencio.
—No sé lo que es —sus palabras fueron poco más que un murmullo.
—Es un mapa.
Aldo se retiró unos pasos para escrutar mejor la piedra. Permaneció largo rato inmóvil y en silencio, mirando los trazos con otros ojos.
—Podría ser.
—Es un mapa —afirmó Baldassare con la rotundidad de quien no alberga dudas.
—¿Estás seguro?
—Completamente. Esa cabeza que hay en el recuadro de abajo, que sopla con fuerza, es una representación de los vientos y la rosa marca los puntos cardinales.
—¿Eso es el norte, el sur, el este y el oeste?
—Exacto.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque en cierta ocasión mi padre me explicó que para poder leer un mapa había que interpretarlo correctamente y eso solamente podía hacerse conociendo los puntos cardinales. Me dijo que los mapas más precisos llevaban en uno de sus ángulos lo que se llama la rosa de los vientos, donde se señalan el norte, el sur, el este y el oeste.
—Si se trata de un mapa —Aldo estaba impresionado, aunque no deseaba, al menos todavía, dar por sentado que aquella representación en piedra era un mapa, a pesar de que la explicación de Baldassare estaba llena de lógica—, habrá de referirse a un territorio en concreto.
—Sin la menor duda —corroboró el joven.
—¿Sabes a que territorio se refiere?
—No tengo la menor idea.