Capítulo XXVI

TAÜLL, octubre de 1123

 

Una parte de la aldea se apiñaba en la falda de una colina, mientras que la otra, más baja y llana, se extendía a una distancia de trescientos pasos. La nieve, después de tres días de sol, se había reducido a las umbrías y las alturas. En los valles la vida recuperaba los últimos latidos de su pulso, antes de la siguiente nevada y de que el invierno cayera definitivamente.

El espacio que las separaba estaba ocupado por huertos que a aquellas alturas del otoño todavía ofrecían una imagen de verdor que en pocas semanas habría desaparecido. Algunas tierras estaban ya vacías y la hierba se había apoderado de los surcos, donde pastaban las ovejas. Había mucha actividad por todas partes.

Arnulfo percibió el olor a piedra recién cortada y a la madera de los andamios; hasta sus oídos llegó un ruido familiar: el de los cinceles, los escoplos y los martillos golpeando la piedra. Los dos campanarios se alzaban en los extremos de la población, como si se vigilasen el uno al otro. El cantero se detuvo ante la torre que se alzaba a los pies de la pequeña iglesia de planta basilical, rematada por tres ábsides. Media docena de hombres trabajaban en la fachada y otros tantos en los cuerpos altos del campanario. La obra estaba muy avanzada, todos se aplicaban en los remates finales. Se quedó plantado ante el armonioso templo con las piernas abiertas y los brazos en jarras: parecía desafiar a un contrincante invisible. Aldo y Lucila habían pasado al interior.

—¡Ésta no es obra del maestro Benito! —exclamó Arnulfo después de observar la construcción en silencio.

—¿Decías algo? —le preguntó un cantero que se afanaba en dar los últimos retoques a una pieza curva que tenía que encajar en el arco de una de las archivoltas.

—¿Quién dirige esta obra?

—El maestro Esteban, allí lo tienes; es el que discute con el cura —señaló con la mano que sostenía el escoplo a un individuo enjuto, de pelo canoso, que hablaba crispado con un clérigo al pie del campanario. Arnulfo se acercó, pero se mantuvo a una distancia prudencial.

—¡Tiene que estar acabada la próxima semana! —exigía el sacerdote.

El constructor le replicó encogiéndose de hombros.

—Por nosotros no hay cuidado. En cinco días habremos concluido, tal vez seis. El problema está en los pintores.

—¡Ellos no pueden pintar, mientras vosotros no acabéis! —se quejó el clérigo.

—Todavía faltan dos meses —indicó Esteban.

—¡Poco más de mes y medio!

—Perdón —Arnulfo se había acercado—. ¿Podrían decirme dónde puedo encontrar al maestro Benito?

La pregunta los cogió por sorpresa. El constructor arrugó el entrecejo y el sacerdote, después de medirlo con la mirada, le preguntó:

—¿Quién eres tú?

—Mi nombre es Arnulfo y soy amigo del maestro Benito.

—¡Aquí no está! —bufó el clérigo.

—Eso ya lo sé.

—¡Déjanos en paz! —le gritó el constructor— ¿No ves que estamos ocupados?

Se desentendieron de él y continuaron su discusión, aunque el maestro Esteban lo seguía con el rabillo del ojo. Cuando Arnulfo pasó junto al cantero que soplaba sobre la pieza para limpiar el polvo, éste le susurró con disimulo:

—Ve a la otra iglesia, la del barrio de la Guinza.

Arnulfo entró en el templo buscando a sus amigos. Allí la actividad era tan intensa como afuera: había aprendices machacando en el mortero, otros pasando yeso por el cedazo y un grupo trasladando un andamiaje de sitio. Aldo estaba absorto contemplando el ábside, donde una imagen de la Virgen con el Niño, rodeada por los Reyes Magos, llenaba el espacio. Era una buena pintura, le llamó la atención el brillo del azul. Era distinto a todos los azules que él había visto.

—¿Qué te parece? —le preguntó el cantero.

—Es buena, muy buena, y ese… ese azul es original.

—¿Por qué lo dices?

—No lo he visto antes.

—¿Tiene importancia?

—Mucha. El lapislázuli del que se obtiene el azul es muy costoso, vale mucho más que el oro y es tan difícil de conseguir que a veces se convierte en un grave problema. ¡Este azul no tiene nada que envidiarle! ¡Es bellísimo!

—El maestro Benito está en la otra iglesia, ¿nos vamos? —Arnulfo estaba impaciente.

—Aguarda un momento. —Aldo se acercó a un hombre que batía pasta de yeso para enlucir un trozo de pared.

—¿Dónde está el maestro?

Sin dejar de mover la pasta, alzó la vista y lo miró.

—¿Quién pregunta por él?

—Mi nombre es Aldo.

—El maestro Teobaldo se marchó ayer, no regresará hasta mañana.

—¿Quién se encarga de dirigir el trabajo en su ausencia?

—Cuixart.

Con un movimiento de cabeza, sin dejar de batir la pasta, señaló hacia una de las naves laterales. Un hombre de edad, probablemente un oficial que por alguna razón no había alcanzado el grado de maestro, se daba prisa en aplicar los colores antes de que el yeso se secase.

Aldo se acercó y contempló una escena del Antiguo Testamento: David acababa de vencer al gigante Goliat. La desproporción de las figuras le pareció exagerada y les faltaba vida. Aquellas imágenes nada tenía que ver con las que decoraban el ábside. Aguardó pacientemente a que el pintor cubriese la superficie. Sabía por experiencia lo inoportuno de las visitas en pleno trabajo. La pintura al fresco no permitía correcciones, salvo que se raspase y se comenzase de nuevo. Había maestros que, para ganar tiempo, aplicaban el yeso a pequeñas superficies sobre las que trazaban con punzones un dibujo realizado previamente sobre una tela. Únicamente los más hábiles, los que tenían un pulso firme y un ojo fino marcaban directamente con el carboncillo sobre la pared. Cuando el oficial dio por concluida su tarea y se alejó un par de pasos para contemplar su obra, Aldo se atrevió a molestar:

—Disculpadme.

—¿Sí? —no había apartado la vista de su trabajo.

—¿Sois el maestro Cuixart?

Giró el cuello y Aldo vio la tristeza reflejada en los ojos.

—No he pasado de oficial.

Aldo decidió que lo mejor era no andarse con rodeos. Sabía que los secretos de los colores eran guardados celosamente por los pintores. Cada cual tenía sus propias fórmulas y no las facilitaba.

—Me ha llamado la atención vuestro azul. Es… es diferente.

Cuixart entrecerró los ojos.

—¿Eres del gremio? —no se molestó en guardar las formas y lo tuteó.

—¿Por qué lo preguntas? —también lo hizo Aldo.

—Porque la gente no se fija en esas cosas.

—Sí, soy pintor.

—Aquí nos conocemos todos y no te he visto antes.

—Acabo de llegar con un cantero, buscamos al maestro Benito.

Fue como si hubiese nombrado al diablo.

—¿A Benito, dices?

—Sí.

—En ese caso, creo que lo mejor que puedes hacer es marcharte antes de que aparezca Teobaldo. ¡Te echará a patadas!

—¿Por qué razón?

—Teobaldo y Benito se odian.

Aldo no necesitó preguntar, conocía de sobra situaciones como aquélla, las había vivido de cerca. La envidia y la competencia producían con frecuencia altercados graves. Maestros albañiles que rechazaban a pintores para decorar su obra. Pintores que se negaban a decorar determinadas construcciones; diferencias de criterios, acusaciones de culpabilidad cuando el cliente no quedaba satisfecho; deslealtades. Terminar una iglesia era siempre una tarea complicada, aunque se tratase de un templo pequeño, en un valle perdido.

Cuixart se lo explicó sin que preguntase:

—Teobaldo había ajustado con Benito la pintura de la iglesia de abajo, pero luego se hizo cargo de la de esta iglesia que construye el maestro Esteban. Ahora Benito está que berrea, no encuentra pintor para su iglesia y está fijada la fecha para consagrarlas. Viene el mismísimo obispo de Barbastro.

—¿Cuándo será eso?

Cuixart dudó.

—Con seguridad no lo sé, pero dentro de pocas semanas, seis o siete. Se trabaja sin descanso para que todo esté a punto para la fecha. Tal vez, seas la salvación de Benito.

Aldo se acarició el mentón, quizás aquel individuo tuviese razón. Sabía que su pregunta era inútil, pero no dejó de formularla.

—¿Qué hay de ese azul?

Cuixart soltó una desagradable carcajada.

—Eres demasiado inocente si pretendes que te lo diga.

 

 

 

Cuando Aldo entró en la taberna estaba agotado, la cuadrilla que el maestro Benito puso a sus órdenes había logrado levantar el andamiaje en dos días; para ello habían trabajado hasta bastante después de que se pusiese el sol, alumbrándose con candiles.

Su mayor preocupación en aquellos momentos no era el tiempo. Se sentía con fuerzas para enfrentarse al reto de pintar la iglesia de San Clemente. Tenía ganas de trabajar y el párroco, agobiado por los plazos, le había dado plena libertad para ejecutar su trabajo como desease. Para el constructor, la presencia de Aldo había sido fruto de la providencia. El agobio de Aldo estaba en el azul. Podía obtener los demás colores, la bolsa de Lucila tenía hierbas y algunos pigmentos. Pero no había lapislázuli ni tiempo para conseguirlo y sin él no podía obtener el azul.

El local, como cada noche de sábado, estaba atestado. Picapedreros, carreteros, canteros, carpinteros, herreros, pintores… la gente que trabajaba en las dos iglesias había cobrado sus mesadas y el dinero corría fácil. Además, al día siguiente no había que madrugar. A pesar de las prisas, se respetaba escrupulosamente el descanso dominical.

El pintor ya conocía las causas que habían llevado a construir dos templos en una aldea tan pequeña. En Taüll se habían configurado dos barrios: el de arriba, donde se asentaba la gente que vivía allí desde siempre, los agricultores y los ganaderos, algunos de ellos dedicados a confeccionar delicadas vitelas a partir de las pieles de los corderos recién nacidos para elaborar pergaminos; el de abajo, llamado la Guinza, era donde se habían asentado algunos leñadores y artesanos de la madera que habían dado lugar a un barrio donde trabajaban gentes llegadas cuando el repliegue de los musulmanes había dado mayor seguridad a aquellas tierras. A veces las relaciones entre los vecinos de un barrio y otro eran tensas, a pesar de que el señor de Erill, que ejercía su dominio sobre todas las poblaciones del valle, imponía su autoridad sin muchos miramientos.

A Aldo le llamó la atención ver por allí a Cuixart. El pintor trabajaba en la iglesia de arriba, la que iban a consagrar a Santa María y aquélla era la taberna de la Guinza y la de quienes trabajaban en San Clemente. Estaba sentado en una mesa apartada, bebiendo solo y concentrando malas miradas. Supo que su presencia tenía un significado y decidió que, en lugar de tomar un trago de vino con Arnulfo y sus hombres, antes de marcharse a su casa tomaría una copa con el oficial de Teobaldo. Susurró algo al oído de Arnulfo y el cantero asintió con un leve movimiento de cabeza.

Sorteó las mesas y se acercó a Cuixart. El viejo oficial no se anduvo por las ramas.

—Toma asiento, te estaba aguardando. Me han dicho que te llamas Aldo.

—Ese es mi nombre.

Apenas había arrimado el taburete cuando una moza se acercó a la mesa.

—¿Qué vais a tomar?

Cuixart alzó su cubilete, estaba vacío.

—También yo tomaré vino. Trae una jarra grande.

—¿Algo de comer? Las costillas están para chuparse los dedos —ofreció la moza.

Ambos rechazaron el ofrecimiento y mientras la joven traía el vino hablaron del tiempo: se mantenía despejado, pero el frío era intenso.

—Aquí está el vino —iba a retirarse, pero Aldo la sujetó por el brazo.

—¿Cuánto es?

—Está pagado.

Aldo miró a Cuixart, que arqueó los labios y negó con la cabeza.

—Ha pagado aquél —la moza, arisca, tiró del brazo y señaló a Arnulfo, que era el centro de una animada conversación. El cantero le guiñó un ojo.

—Y bien, ¿a qué se debe esta visita? —planteó Aldo antes de dar el primer sorbo a su vino.

—Anteayer me preguntaste por el azul de los frescos.

—Te mostraste poco expresivo.

Cuixart dio un trago a su vino. Aldo se fijó en la amargura de su mirada.

—Tú no planteaste la cuestión de la forma adecuada.

—No te comprendo.

Cuixart dio otro trago a su vino y chasqueó la lengua.

—Tú quieres una cosa que yo poseo y yo quiero algo a cambio. Es un trato justo.

Aldo lo miró, pero el pintor tenía la cabeza gacha.

—¿Qué tengo yo que tu quieras?

—Trabajo —lo dijo tan bajo que en medio de la bulla Aldo no escucho la palabra.

—¿Qué has dicho?

Ahora Cuixart alzó la cabeza.

—¡He dicho «trabajo»!

Aldo lo miró a los ojos, tratando de calibrar a la persona que tenía delante; era un hombre vencido por la vida.

—Tú ya tienes trabajo.

—No.

—¿Cómo dices?

—Teobaldo y yo… ¡Ese mal nacido me ha echado! —golpeó la mesa con el puño.

—¿Qué ha ocurrido?

Cuixart vació el cubilete de otro trago y Aldo se lo rellenó.

—Ya no le soy tan útil como antes. Tengo demasiados años y ni mi pulso ni mi vista son lo que fueron. ¡Me ha echado como a un perro!

Aldo guardó un prolongado silencio. El ruido era casi insoportable, los gritos se mezclaban con las conversaciones en voz alta. A nadie parecía importar lo que los demás tuviesen que decir. La gente soltaba la tensión de una semana de trabajo, donde todo eran prisas y exigencias. La visita del obispo para la consagración de las dos iglesias era un acontecimiento que había alterado la vida de la aldea. Ahora las rivalidades asentadas con el paso de los años, habían encontrado un nuevo cauce para las disputas.

—No tengo dónde caerme muerto.

—¿Has venido en busca de trabajo?

Asintió con la cabeza gacha, abatido.

—Si me lo das, te revelaré el secreto del azul.

—No me parece justo que desveles el secreto de tu maestro porque haya diferencias entre vosotros.

Cuixart golpeó nuevamente la mesa. Lo hizo con tal fuerza que, a pesar del escándalo, llamó la atención de los parroquianos más próximos, pensando que era el comienzo de una pelea. Las reyertas eran frecuentes los sábados, sobre todo cuando el vino había corrido abundante y a muchos les nublaba el entendimiento. Sin embargo, las palabras que salieron de su boca fueron contenidas y la gente perdió interés.

—Ese secreto es mío.

Aldo se echó para atrás, tratando de tomar distancia.

—¿Es verdad eso?

—El azul de esos frescos es mío. ¡Dile a Teobaldo que te dé la fórmula! —lo retó Cuixart.

—¿Eres tú quien ha pintado la Madonna del ábside?

El oficial vació otra vez el cubilete. Estaba dispuesto a ahogar su amargura.

—No, pero el azul que tanto te ha impresionado lo he preparado yo.

—¿Teobaldo no te ha pedido la fórmula? —le preguntó Aldo.

—Hemos discutido por eso, pero no se la he dado. Desde hace tiempo nuestras relaciones no son buenas.

—Entonces, ¿por qué le has resuelto el problema del azul?

—Porque esperaba que eso salvase nuestras diferencias.

—Cuéntame que ocurrió.

—Hace varias semanas, me dijo que tendríamos problemas con el azul porque apenas le quedaba media onza de lapislázuli. Ya sabes lo que cuesta conseguir unos cuantos adarmes. Le dije que, tal vez, podríamos obtener un azul de un brillo y unas tonalidades tan hermosas como las del lapislázuli y me respondió que eso no era posible, que el único azul que podía competir con el lapislázuli era el de Lombardía, pero tampoco había forma de encontrarlo a tiempo. Teobaldo se había planteado diluir más allá de lo aconsejable la escasa cantidad de lapislázuli que poseía.

—¿Qué ocurrió? —Aldo estaba cada vez más interesado en la historia.

—Al día siguiente le mandé recado diciéndole que me encontraba enfermo, que no podría acudir al trabajo. Abandoné la aldea con disimulo y me puse en camino. Sabía que tenía por delante una jornada dura si antes del anochecer quería estar de regreso. Subí hasta más allá de los lagos, en dirección a Urgell. Cuando regresé estaba agotado, había hecho cerca de diez leguas, pero traía en mi zurrón lo que había ido a buscar.

—¿Qué era?

—¿Tengo trabajo en San Clemente?

Aldo apuró su cubilete de vino.

—Si no hay trampa en tu historia, desde luego.

Cuixart se llevó a la boca la cruz que había formado con sus dedos.

—¡Te juro por la salvación de mi alma que es verdad!

Aldo pensó que Cuixart podía ser un refuerzo, sobre todo si le enseñaba su secreto del azul…

—¿Tengo trabajo en San Clemente? —insistió el oficial que deseaba un compromiso explícito.

—¿Estás dispuesto a trabajar de sol a sol? El tiempo es nuestro peor enemigo.

—Y más, si menester fuera.

—¿Cuándo puedes comenzar?

—Primero tenemos que hablar de la soldada.

—¿Cuánto te pagaba Teobaldo?

—Siete dineros, más la manutención.

—Yo te daré un sou, fuego, comida y cama, siempre y cuando el asunto del azul quede resuelto a plena satisfacción por mi parte.

—¿Un sou? —era casi el doble de lo que ganaba con Teobaldo.

—Siempre que quede satisfecho —insistió Aldo.

—Dalo por hecho —el oficial le ofreció su mano y el maestro la estrechó. Acababan de sellar un acuerdo, cuyo valor era mucho más importante que un contrato escrito.

Cuixart sacó de su bolsillo un trapo anudado; lo puso sobre la mesa, deshizo el nudo y mostró su contenido: unas piedrecillas de color azulado, como arenisca.

—¿Qué es?

—Arenita.

—¿Cómo has dicho?

—Arenita —repitió.

—No conozco ese pigmento.

—Es una piedra que abunda en algunos lugares de estas tierras, sustituye sin problemas al azul de Renania con la ventaja de que no deja ese tono verdoso que tanto lo afea. Es incluso mejor que el azul de Lombardía. Yo sé dónde localizarla, puedes tener toda la que necesites y ahorrarte la fortuna que necesitarías para comprar lapislázuli, si es que lo encuentras.

—¿Puedo? —Aldo alargó la mano.

—Por supuesto, ya eres mi maestro.

—Es muy arenosa —comentó calibrando su textura con las yemas de los dedos.

—No debes preocuparte, ya has visto cómo queda. El secreto está en que antes de diluir el polvo en agua de lluvia es conveniente batirlo con clara de huevo, lo suaviza y le da consistencia.

 

 

 

Aldo besaba con pasión a su esposa. De repente, el pintor se detuvo y se quedó con la mirada fija en los pechos.

—¿Qué miras?

—Tus pezones, son más grandes y están más oscuros.

Lucila apuntó una sonrisa, luego susurró con la voz embargada por la emoción:

—Vamos a tener un hijo.

A Aldo se le formó un nudo en la garganta y tuvo que esforzarse para contener las lágrimas. Abrazó en silencio a su esposa y los dos rompieron a llorar, disfrutando de la intimidad del instante. Permanecieron abrazados largo rato, sin pronunciar una palabra. Aldo supo que ya no podía tener secretos con su esposa. Había llegado la hora de confesarle el asunto que le quemaba las entrañas desde hacía casi medio año.

—¿Recuerdas al fraile que sepultó el alud?

—¡¿Cómo voy a olvidarlo?! ¡Nunca te he visto tan nervioso como entonces! Además, cada vez que he tratado de hablar de ello, lo has evitado.

—Aquel fraile iba en mi busca.

Lucila arrugó la frente.

—¿En tu busca? ¿Por qué?

—Para apoderarse de algo que estaba en mi poder. —Aldo se incorporó deshaciéndose del abrazo.

—¿Qué era lo que tenías en tu poder?

Dejó escapar un suspiro y miró a su mujer.

—Escucha con atención.

Aldo le contó, sin pormenorizar, su difícil experiencia en casa de Benelli y su precipitada salida de Jerusalén con la ayuda de fray Remigio, junto a Baldassare y su madre. La despedida de éstos y su regalo, y las complicaciones en el viaje hacia Génova.

—¿Qué es lo que quería ese fraile?

—Información sobre el mapa que había grabado en aquel subterráneo. Suponía que yo le ocultaba algo.

—¿La quería por alguna razón especial?

—Ese pergamino reproduce el mapa que había en el subterráneo. Cuándo llegué a Génova me estaba aguardando con un grupo de matones y me acusaba de haberle robado una valiosa reliquia ¡Ya sabes cómo está todo el mundo con esas cosas!

—¿Y es una reliquia?

—No, como te he dicho es una copia a escala; reproduce el plano que alguien dejó grabado en aquel túnel.

—Entonces, ¿por qué estaba ese fraile tan interesado?

—Se trata de un plano, tal vez… —Aldo quedó pensativo, con la mirada en suspenso.

—¿Tal vez, qué?

—Cuando estaba en Jerusalén uno de los muchos rumores que corrían por la ciudad era que un grupo de caballeros, que se habían ofrecido al rey Balduino para proteger a los peregrinos de los bandidos y de los musulmanes, llevaban meses encerrados en las ruinas del lugar donde se afirma que estuvo el templo de Salomón.

—¿Qué hacían allí, en lugar de vigilar los caminos?

—Nadie lo sabe. Se decía que buscaban algo en aquellas ruinas. Algunos rumores apuntaban a que era el Arca de la Alianza.

—¿Qué es el Arca de la Alianza?

—El más sagrado de los objetos que se guardaban en el templo de Salomón.

—¿Para qué la quieren esos caballeros?

—No lo sé, pero en Jerusalén se decía que el Arca tiene poderes extraordinarios.

Lucila estaba cada vez más inquieta con la extraña historia que su marido le estaba revelando. Después de un prolongado silencio, le preguntó con cierto temor:

—¿Podría ser el mapa para llegar hasta el Arca de la Alianza lo que había grabado en ese subterráneo del que me has hablado?

—Eso es exactamente lo que está dibujado en ese pergamino que lleva por nombre la Ruta de los Sacerdotes.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque está explicado en la carta que me regaló la madre de Baldassare.

—¡Santo cielo! Si eso es lo que buscan esos caballeros… Tu vida no vale nada —se cubrió los pechos con las manos, como si temiese que alguien pudiese verla—. ¿Sabes si fray Remigio tenía relación con ellos?

—Visitarlos fue uno de los motivos de su viaje a Jerusalén.

—¿Conservas el pergamino?

—Sí. Mientras estuvimos en Perpiñán, lo mantuve escondido bajo una de las piedras cerca de la chimenea, incluso pensé en dejarlo allí.

Lucila se sumió otra vez en un largo silencio. Estaba desconcertada. Al ver la tristeza que velaba su mirada, Aldo pensó si no habría cometido un error al contarle aquella historia a pesar de que, si había decidido compartir su vida, no quería tener secretos para ella.

—¿Qué piensas?

Lucila no le respondió, sumida en sus temores. La alegría inicial se había transformado en un silencio triste. Al cabo de un rato, ella le preguntó:

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Porque no quería poner en peligro tu vida.

—Entonces, ¿por qué lo has hecho ahora?

Aldo dejó escapar un suspiro.

—Porque después de saber que voy a ser padre, tengo que tomar una decisión y quiero compartirla contigo.

—Una decisión, ¿sobre qué? —Lucila lo miró a los ojos.

—Sobre ese pergamino.

—¿Dónde lo escondes?

—Aguarda un momento.

Aldo buscó entre sus ropas, bajo la atenta mirada de Lucila. Cogió su cinturón y con una afilada hoja cortó las costuras de la piel y extrajo una funda transparente plegada en su interior.

—¿Qué es eso?

—Una vejiga de cerdo, es impermeable, sirve para protegerlo. —Aldo sacó el pergamino, lo desdobló cuidadosamente y lo colocó sobre el lecho. Lucila se cubrió con la sábana, como si se protegiese de una amenaza invisible.

—¡Tienes que deshacerte de eso! —exclamó con los ojos clavados en el pergamino.

—No puedo destruirlo, sería… sería algo imperdonable.

—Yo no digo que lo destruyas, sino que te deshagas de él. ¡Si no quieres hacerlo por nosotros, hazlo por nuestro hijo!