Capítulo IV
CUIDES de Boí (Lérida), septiembre de 1907
Las dificultades surgieron cuando acometían las últimas rampas del puerto de montaña de Colomers. Un aguacero repentino, como jamás habían visto, hizo que todo desapareciese a su alrededor. Luego estalló la tormenta; su furia hizo pensar a alguno de los excursionistas que había llegado el final de sus días. Las cortinas de agua eran tan densas que apenas se veía a unos palmos. Los animales, aterrorizados, estaban apalancados y se negaban a continuar la marcha. Los cinco viajeros, clavados en medio del temporal, se vieron obligados a permanecer inmóviles, durante más de dos horas, a escasos doscientos metros de coronar el puerto, sin un lugar donde guarecerse; de vez en cuando intentaban reemprender la marcha, pero sólo lo consiguieron cuando el aguacero decreció momentáneamente y los animales pudieron vislumbrar el terreno.
La bajada fue peor que la subida y cruzar el valle de Colieto, salpicado de pequeñas lagunas, cuyas aguas agitadas por el vendaval parecían añadirse al aguacero, resultó una odisea. Anduvieron cerca de seis horas perdidos por aquellos parajes inhóspitos de las estribaciones pirenaicas. Muy avanzada la tarde, el temporal amainó y el cielo quedó despejado. Encontraron a un pastor que conducía sus ovejas hacia el aprisco: ésa fue su salvación. Gracias a sus indicaciones lograron llegar, cuando caía la noche, hasta unas cabañas de leñadores que se alzaban junto a la ribera de la Noguera de Tor, en la llamada plana Ciega, frente al bosque de Cantó. Uno de ellos, por un duro de plata, los condujo bajo la metálica luz de una noche de luna llena por camino seguro, siguiendo el curso de la riera, cuyas aguas bajaban crecidas y peligrosas a causa de la tormenta. Era cerca de la medianoche cuando, desfallecidos, llegaron a Caldes de Boí.
—¡Santa Mare de Déu! —suspiró el mosén, agotado por el cansancio. Al echar pie a tierra casi se dio de bruces en el suelo porque a sus piernas abotargadas les faltaban las fuerzas para sostenerse.
—¡En mi vida he visto una cosa igual! —exclamó Adolf Mas, en cuyo rostro se manifestaba el sufrimiento padecido a lo largo de la jornada que los había conducido desde el valle de Aran hasta aquella pequeña y tranquila aldea, perdida entre los riscales montañosos del Pirineo, donde el tiempo parecía haberse detenido muchas décadas atrás.
Varios lugareños salieron de sus casas alumbrándose con lo que tenían a mano y a la titilante luz de sus candiles y palmatorias contemplaron la imagen casi fantasmagórica de aquellos desconocidos. Los aldeanos, que parecían sacados de unas estampas de otro tiempo, les observaban con curiosidad, entre recelosos y expectantes, mientras regresaba el que había ido en busca del párroco.
El sacerdote acudió a toda prisa, aunque se había entretenido un instante para leer los nombres que aparecían en la carta del obispado, recibida días atrás, indicándole que prestase toda su colaboración a una misión arqueológica que aparecería por el lugar en fecha próxima.
—¿Mosén Gudiol? —el párroco se dirigió al clérigo en el momento que éste, ya repuesto del desfallecimiento, preguntaba por la casa parroquial.
—Soy yo.
El mosén y el párroco se abrazaron como si se conociesen de toda la vida, acabando con las suspicacias de los lugareños.
Mosén Josep Gudiol i Cunill era el conservador del museo episcopal de Vic y uno de los integrantes de la llamada misión arqueológica que, encabezada por el arquitecto Josep Puig i Cadafalch, había impulsado la diputación de Barcelona a instancias de su presidente, Enric Prat de la Riba. Era la primera actividad del recientemente creado Institut d'Estudis Catalans y su propósito consistía en recorrer las comarcas pirenaicas de la denominada franja de Aragón para estudiar las iglesias románicas de la zona.
—La verdad es que no les esperábamos a estas horas —comentó el párroco a medio camino entre la excusa y la sorpresa.
—Tampoco nosotros contábamos con llegar a una hora tan intempestiva —se excusó el mosén—. Pero el vendaval nos sorprendió a punto de coronar el Colomers y luego todo han sido dificultades.
—Supongo que estarán hambrientos —señaló el párroco.
—¡Hambrientos y agotados! Pero antes, permítame que le presente a mis compañeros. —Señaló primero a un hombre alto y enjuto, de unos cuarenta años, barba negra y recortada, con la mirada característica de los miopes cuando no llevan las gafas puestas—. Éste es el señor Puig i Cadafalch.
—¿El célebre arquitecto? —preguntó el párroco.
—Es favor que me hace usted al concederme el atributo de la celebridad —respondió Puig a la vez que le ofrecía su mano.
—Gaudí y usted son el alma del modernismo. ¡La casa de los Amatller es algo extraordinario! —exclamó el párroco convencido de lo que decía.
—Éste es el señor Goday. También él es arquitecto —indicó el mosén.
—Encantado —el párroco estrechó su mano.
—El señor Mas. —Gudiol señaló a un individuo corpulento, barba poblada que empezaba a encanecer y cabellos negros, cuyas guedejas asomaron por debajo del sombrero cuando lo alzó para saludar al sacerdote—. Es el mejor fotógrafo de Barcelona.
—Bienvenido a Caldes de Boí, señor Mas.
Por último presentó a Guillem Maria De Brocà, abogado y aficionado a la historia, perteneciente a una familia con larga tradición de togados y políticos.
—El señor De Brocà es nuestro jurista.
—Es un placer.
En aquel momento llegó el alcalde, un corpulento aldeano que vestía pantalón de rayas, chaleco y calzaba unas botas ajustadas a sus pantorrillas; cubría su cabeza con una barretina cuyo color resultaba indeterminado en medio de la oscuridad.
—Buenas noches nos dé Dios —saludó a la concurrencia, a la que ya se habían agregado algunos vecinos más.
—Buenas noches —respondió el párroco presentándole a los recién llegados.
El alcalde les dio la bienvenida y con la ayuda de algunos aldeanos descargaron de una de las cabalgaduras el equipo fotográfico de Adolf Mas, que pesaba más de noventa kilos, y lo llevaron a la casa del párroco. El fotógrafo no cesaba de pedir cuidado a quienes le ayudaban a transportarlo. También descargaron los equipajes y se llevaron la reata de mulas a un establo donde les quitaron los aparejos y les prepararon un pienso; los animales estaban tanto o más necesitados que sus jinetes.
La cena fue breve: una gachas de avena, queso y fruta de finales de verano.
A eso de la una los derrengados viajeros ya estaban acostados. Bastaron unos minutos para que quedasen sumidos en un profundo y reparador sueño, después de una jornada que jamás olvidarían.
La misión a la franja de Aragón había comenzado a finales de agosto de 1907 para descubrir, identificar y anotar adecuadamente, para su posterior catalogación, los tesoros artísticos de las iglesias de los valles de Aran y de Boí, situados en las estribaciones montañosas de la ladera sur de los Pirineos.
Desde el último tercio del siglo XIX, un grupo de intelectuales pertenecientes a la burguesía barcelonesa había impulsado el valor del arte románico, muy desprestigiado hasta entonces al considerársele un arte bárbaro, primitivo y carente de interés. Ese impulso había llegado de la mano del romanticismo, que significaba una recuperación de los valores del mundo medieval y de las raíces históricas que lo caracterizaban. En aquel contexto se consideró el románico como el arte nacional de Cataluña y se planteó la necesidad de recuperarlo de la incuria, el olvido y los graves peligros que se cernían sobre las pequeñas iglesias desparramadas principalmente por la zona norte del principado, próxima a los Pirineos.
El románico se convirtió en una de las más importantes señas de la identidad cultural de Cataluña, tanto como la propia lengua, que autores como Manuel Milá i Fontanals, Carles Aribau, Jacint Verdaguer o Joan Maragall habían reivindicado desde mediados del siglo anterior, dando lugar a la llamada Renaixenca.
La creciente influencia de los partidos catalanistas, vinculados a ese movimiento de recuperación de los rasgos de identidad de Cataluña, hizo que la lengua catalana, tanto hablada como escrita, recuperase el terreno perdido desde la derrota sufrida en 1714 y que se impulsasen instituciones, actos y actividades cuyo objetivo era su exaltación.
Estudiar el románico de dichos valles era la misión del grupo que capitaneaban Puig i Cadafalch y mosén Gudiol i Cunill. En su cuaderno de campo, el arquitecto anotaba todo lo referente al emplazamiento de las iglesias, sus plantas y alzados, o sus características constructivas, mientras que el sacerdote dejaba constancia de sus impresiones en una libreta, donde consignaba datos sobre el mobiliario de los templos, su decoración o los objetos de culto. Por su parte, el fotógrafo Mas había tirado ya más de un centenar de placas para fotografiar todo aquello de lo que conviniese tener una imagen tan detallada como suponía poseer una fotografía. Era la primera vez que muchos de los lugareños veían los trípodes, las cámaras y las placas.
Repuestas las energías tras la penosa jornada que los condujo hasta el valle de Boí, dedicaron la jornada a visitar la iglesia de la Mare de Déu de Caldes, a la par que De Brocà mantenía largas conversaciones con los lugareños para conocer los usos y costumbres, algunos de ellos antiquísimos, que regían las relaciones del vecindario y cuya validez era tan fuerte como un código legislativo.
El día 4 por la mañana visitaron otra de las localidades del valle: Erill-la-Vall. Las gentes los recibieron con amabilidad no exenta de escepticismo. Por todo el valle había corrido ya la noticia de la visita de aquellos viajeros estrafalarios llegados de Barcelona. Eran aficionados a los trastos viejos, a las desconchadas pinturas que había en las paredes de algunos templos y pasaban el día haciendo fotografías y preguntas, y tomando notas.
—¡Esta gente de Barcelona está un poco majara! —explicaba un anciano que cubría su cabeza con una boina calada hasta las cejas y hablaba manteniendo en sus labios una colilla apagada, cuyo papel amarilleaba impregnado de nicotina.
—A mí también me lo parece —asentía otro con la barbilla apoyada en la cachava que sostenía entre sus manos nudosas—. ¿Qué te crees que le han preguntado a la Mercè?
—¡Qué sé yo! ¡Cualquier pamplina!
En aquel momento se incorporó al dúo Anselmo, el más anciano de los vecinos, o por lo menos eso era lo que todo el mundo sostenía. El afirmaba que había nacido el año de lo del Bruch, cuando le dieron de palos a los franceses. Tenía las piernas tan arqueadas que daba la sensación de montar una cabalgadura invisible.
—¡Estos de Barcelona están locos! —exclamó, como si fuese una verdad que no necesitaba demostración—. Me ha dicho Peris que están como los chiquillos con unos santos de madera que han encontrado detrás del altar de la iglesia.
Anselmo se llevó su dedo índice a la sien y lo giró como si fijase un tornillo que se hubiese aflojado.
Lo que Anselmo contaba era cierto. En un hueco junto al ábside del templo, ocultas tras un retablo barroco, habían encontrado unas antiguas tallas de madera. Tenían los brazos desmesuradamente largos y adoptaban extrañas posiciones. La madera estaba agrietada por muchas partes y el polvo de los siglos había creado una pátina renegrida que dificultaba apreciar los detalles de las piezas.
Gudiol y Puig i Cadafalch intercambiaban elocuentes miradas con sus compañeros de expedición, mientras dos de los vecinos que les habían ayudado a desplazar ligeramente el retablo las colocaban sobre el suelo.
—Supongo que las dejaron aquí por no quemarlas en alguna chimenea —comentó uno de ellos al cargar con una de las piezas.
—Con cuidado, con cuidado —insistía el mosén.
En total eran siete: seis figuras masculinas y una femenina. Una vez colocadas sobre el suelo, las observaron durante un buen rato. El silencio apenas era roto por los comentarios en voz baja de los aldeanos, que no acababan de entender la actitud de sus visitantes.
—Al fin y al cabo, las pinturas de las paredes… pero estos muñecos —rezongó uno de ellos.
—¡Esto es un descendimiento! ¡Un descendimiento! —exclamó Gudiol sin poder contener la emoción—. ¡Mire, mire! —le decía a Puig apuntando con el dedo—. ¡Esa imagen representa a Cristo!
—¿Y esos dos? —preguntó el arquitecto, señalando unas figuras algo más pequeñas con los brazos extendidos.
—Yo diría, por la posición de sus brazos, que representan a unos crucificados, creo que son Dimas y Gestas. —El mosén se pasó la mano por la mejilla con aire caviloso.
—¿Quiénes ha dicho? —preguntó el fotógrafo.
—¡Dimas y Gestas, el buen y el mal ladrón que crucificaron junto a Jesús! —le aclaró el mosén—. Y aquélla es la Virgen María —señaló la única imagen femenina del conjunto.
—¿Y los otros tres? —preguntó De Brocà.
Gudiol había empezado a sudar y se secaba la frente con un pañuelo.
—Supongo… supongo… —titubeó indeciso— que ése es san Juan.
—Nos quedan dos —Puig estaba desafiando al mosén, cuyos conocimientos de escultura, pintura y objetos de la época románica superaban a los expertos de los ambientes académicos.
Gudiol se pasó una vez más el pañuelo por la frente tratando de recordar las descripciones que los evangelios hacían del descendimiento.
—En el momento en que bajaron de la cruz el cuerpo de Cristo, estaban otras dos mujeres, María de Cleofás y María Magdalena, pero resulta evidente que no se trata de ellas. No sé, tal vez…
—Son Nicodemo y José de Arimatea —la voz sonó potente y rotunda.
El mosén se volvió y miró al aldeano.
—Son Nicodemo y José de Arimatea —insistió, aunque el tono de su voz había perdido parte de su energía.
—¿Cómo lo sabes? —Gudiol lo miraba fijamente.
—Se lo oí decir a mi bisabuelo, cuando yo era un niño.
De Brocà hizo cálculos. Aquel hombre tenía más de sesenta años. Eso lo llevaba a mediados del siglo XIX. Hacia 1850 sería un niño que escuchaba a su bisabuelo, lo que le remontaba, al menos, setenta y cinco años más atrás, es decir a la década de los años setenta del siglo XVIII.
—¿Le contó su bisabuelo alguna historia relacionada con este descendimiento?
Una sombra de duda apareció en el rostro del hombre.
—Lo que él me contaba era que su abuelo le había dicho que en Semana Santa se representaba el descendimiento con siete figuras de madera. Me insistía mucho en que las imágenes tenían unos brazos larguísimos.
Miró las piezas alineadas en el suelo como si se tratase de una evidencia.
—¿Qué más le contaba su bisabuelo?
—Que, según su abuelo, el descendimiento se representaba en la puerta de la iglesia el sábado de gloria, a la caída de la tarde, y también me decía que su abuelo se emocionaba cuando le contaba que los vecinos del pueblo participaban en la representación y que había sido una pena perder esa tradición.
—¿Le contó por qué dejó de representarse?
El aldeano vaciló y se excusó:
—No lo recuerdo muy bien, mi memoria ya no es lo que era.
—¿Cómo sabes que esas dos imágenes representan a Nicodemo y a José de Arimatea?
El labriego, desmintiendo su pérdida de memoria, recitó:
—Jesús - María - el Buen ladrón - el Mal ladrón - Juan - Nicodemo y José de Arimatea.
—Es cierto que esos dos discípulos, Nicodemo y José de Arimatea, estaban en el momento en que se bajó el cuerpo de Nuestro Señor para ser llevado al sepulcro, que el segundo de ellos tenía preparado para que le sirviese de tumba —señaló Gudiol, corroborando las palabras del aldeano.
De Brocà al escuchar que el bisabuelo de aquel hombre se lo había oído decir a su abuelo, restó otros cincuenta años a su particular línea del tiempo, situándose en el primer tercio del siglo XVIII. Mientras tanto, el mosén iba de una pieza a otra, a la búsqueda de un detalle, de una pista que le proporcionase información. Gudiol sabía que los artistas del medioevo, tanto del románico como del gótico, dejaban señales que permitían identificar a los personajes. A los mártires, por ejemplo, mediante los instrumentos que se utilizaron en su martirio, según las descripciones de los tormentos realizadas en La leyenda dorada por Guillermo de la Vorágine, una obra que tuvo mucha circulación en la Edad Media. En ella se recogían las historias que circulaban acerca de los martirios y muchos otros detalles de sus vidas.
—¡Esto es una maravilla! —exclamó sin poder contener la emoción.
Dedicaron las horas siguientes a medir las imágenes, a fotografiarlas y a anotar en sus cuadernos las impresiones recibidas.
Aprovechando un momento en que De Brocà estaba tomando notas en un cuaderno, alejado de los demás, el aldeano que había contado la historia de las representaciones se acercó hasta él. El abogado le dedicó una amplia sonrisa.
—La historia que nos ha contado es extraordinaria, nos permite remontarnos casi dos siglos atrás.
El aldeano no le hizo mucho caso. Él iba a lo suyo.
—Disculpe que no le contestase cuando me preguntó si sabía por qué se había dejado de representar el descendimiento.
—¿Sabe por qué fue?
—Sé lo que me contó mi bisabuelo.
—¿Qué le dijo?
El hombre sacó una petaca con picadura de tabaco y un librillo de papel de fumar.
—¿Usted fuma?
—No, muchas gracias —el abogado acompañó su negativa con un gesto de la mano.
El lugareño, sin decir nada, arrancó una hoja y la sostuvo por un extremo entre sus labios, el aire agitaba sobre su barbilla la delicada lámina de papel. Luego, con parsimonia, puso en la palma de su mano un montoncillo de tabaco que deshizo con los dedos, tomó el papel y lentamente, como quien lleva a cabo un ritual, confeccionó un cigarrillo con la precisión y habilidad que da la práctica. Satisfecho del resultado, hurgó en los grandes bolsillos de su pantalón de pana y sacó un mechero de yesca, del que colgaba una larga torcida de color amarillo pespunteada de negro. Con el canto de la mano, golpeó hasta que las chispas prendieron la torcida, sopló y obtuvo el fuego que necesitaba para encender su tabaco. El primer humo que salió de su boca lo lanzó sobre la punta incandescente del cigarrillo que brilló con intensidad.
—¿Sabe que desde que perdimos Cuba el tabaco ha subido una barbaridad?
—¿Cuánto cuesta una libra de picadura?
—¡Real y medio! —lo dijo como si se tratase de una fortuna.
De Brocà sacó una peseta de plata que pasó rápidamente al bolsillo del labriego.
—Fue el párroco.
—¿El párroco? ¿Qué párroco?
—El que había aquí cuando vivía el abuelo de mi bisabuelo. Al parecer era un tipo que no se sentía a gusto en un lugar tan apartado como este valle y todo le parecía mal.
Poco antes del mediodía, Puig i Cadafalch planteó ir a visitar dos de los pueblos que estaban al otro lado del río. El primero, Boí no estaba ni a medio kilómetro de Erill. Allí fueron a la iglesia de San Juan, donde vieron una hermosa pintura que mantenía la viveza del colorido y representaba el martirio de San Esteban, el primero de los mártires del cristianismo. Mas tiró varias placas y mosén Gudiol anotó sus impresiones en el cuaderno.
El abogado De Brocà se detuvo ante un extraño personaje con una pierna ortopédica y en una actitud dudosa.
—No me lo puedo creer.
—¿Qué no puede creer? —le preguntó Puig.
—Lo que estoy viendo. Parece que ese individuo se está masturbando.
Se había detenido ante uno de los arcos contemplando absorto la imagen de un tullido en la que se vislumbraba como sus manos palpaban sus partes pudendas; algún guardián de la virtud había emborronado la pintura donde la posición de sus manos indicaba que se entregaba con fruición al llamado vicio de Onán.
—Le sorprendería conocer la libertad con que se expresaban los artistas de la Edad Media. Nadie se libraba de su espíritu satírico, ni siquiera los dignatarios eclesiásticos. Muchas esculturas y pinturas son un catálogo de las costumbres de la época. En ocasiones, daban rienda suelta a un erotismo que rozaba lo pornográfico.
Almorzaron un guiso de carne y un sustancioso postre de cuajada con miel de las colmenas de la zona. Dedicarían la tarde a las dos iglesias del otro pueblo, distante tan sólo un par de kilómetros, aunque el camino serpenteaba y alargaba el recorrido.