Capítulo XXII
JERUSALÉN, julio de 2007
Los cuatro jóvenes, con sus equipajes a cuestas, acababan de cruzar la verja que cerraba el jardincillo de la residencia de las hermanas franciscanas.
—¿Queréis explicarnos lo que ha ocurrido?
Lorenzo se pasó un pañuelo por su calva para secarse el sudor.
—¡Que esas brujas nos han puesto en la calle!
—Eso ya lo sabemos —protestó Lorenzo, dejando sobre el suelo el macuto que colgaba de su hombro.
—¡Estas tías se creen que todas somos lesbianas! —estalló Julia—. ¡Llevas cinco minutos en otra habitación y ya están metiendo el hocico!
—¿Qué ha ocurrido exactamente? Me parece que después de nuestro apoyo tenemos derecho a una detallada explicación —exigió Lorenzo.
—Vuestro apoyo ha duplicado el problema. Ahora en lugar de buscar alojamiento para dos tendremos que hacerlo para cuatro.
—¡No digas tonterías, Julia! —gritó Paola.
Todos estaban muy alterados después de que las franciscanas ordenaran a las dos jóvenes que habían de abandonar la residencia. Angelo y Lorenzo decidieron que también ellos se marchaban.
—¿Os importaría decirnos lo que ha ocurrido de una puñetera vez? —insistió Lorenzo.
—Anoche, cuando regresamos a la residencia, tuvimos un tropiezo con una monja.
Los dos jóvenes se quedaron mirando a Paola, sin pestañear.
—¿Qué quiere decir cuando anoche regresasteis? ¿Significa eso que salisteis?
—Sí.
—¡¿Que salisteis?!
—Sí.
—Pero, bueno… Vamos a ver, anoche nos dijisteis que no ibais a salir, que estabas bien, algo cansada y que… —Lorenzo se llevó las manos a la cabeza—. ¡Todo esto me parece fatal!
—Creo que lo mejor es que busquemos un lugar donde charlar tranquilamente, la historia es un poco larga.
Caminaron hasta la parada más cercana y tomaron el primero de los autobuses que los dejó junto a los jardines de la Independencia. Habían hecho el trayecto en un silencio cada vez más tenso. Apenas pusieron pie en tierra, Angelo bromeó señalando el imponente edificio del hotel Sheraton que se alzaba al otro lado de la calle.
—¿Podríamos alojarnos ahí?
—Mirad, allí hay una cafetería, ¿nos sentamos dentro? —propuso Julia.
Cruzaron un paso de cebra, arrastrando sus troleys y se acomodaron en una mesa junto al amplio ventanal que daba a los jardines, era un lugar agradable. Rápidamente se acercó un camarero.
—¿Van a desayunar?
Los cuatro asintieron.
—¿Desean el desayuno especial de la casa? —Antes de que respondiesen les explicó con profesional rapidez en que consistía—. Zumo de naranja, café o té, solo o con leche, cruasán y tostada con mantequilla.
—¿Cuánto cuesta? —preguntó Angelo.
—Quince shekels.
—Yo quiero uno —señaló Lorenzo.
—Yo también me apunto.
—Y yo.
—¿Y la señora? —preguntó el camarero a Paola, mirando con descaro su herida de la frente.
—Un té, por favor.
—Me parece que ha llegado la hora de recibir una detallada explicación de vuestras andanzas nocturnas —solicitó Angelo cuando el camarero se retiró.
Fue Paola la que les explicó lo ocurrido la víspera. El mensaje que recibieron, la cita a la que acudieron y el enfrentamiento con la franciscana que había acabado con su expulsión de la residencia. Paola fue interrumpida varias veces, porque Angelo y Lorenzo manifestaban su rotunda disconformidad por haber quedado al margen de todo aquello. En algún momento, la discusión alcanzó tal intensidad que llamó la atención de algunos clientes. Después de media hora de explicaciones, interrupciones y discusiones, Paola dio por concluida su exposición:
—Eso es todo.
—Y lo dices tan tranquila —la recriminó Lorenzo por enésima vez.
—¿Qué quieres? ¿Que me pegue un tiro?
—Eso, por lo menos.
—Pero si no os hubiesen puesto de patitas en la calle, ni siquiera nos enteramos de que anoche estuvisteis de juerga hasta las tantas —protestó Angelo una vez más.
—Os lo habríamos contado, ¿por qué no íbamos a hacerlo? —gruñó Julia.
—¡Por la misma razón que no os dignasteis avisarnos ayer!
—Es diferente.
—¡No lo es!
—¡Sí lo es!
En aquel momento sonó el móvil de Julia.
—¿Quién coño…? —levantó la tapa del teléfono y comprobó una larga serie numérica—. No tengo ni idea de quién puede… ¿Dígame?
—¿Julia Strozzi?
—Sí, soy yo. ¿Quién llama?
—Soy Daniel, Daniel Alessi.
Julia tapó el micrófono y susurró:
—Es Daniel.
—¡Ese tío quiere echarte un polvo! —exclamó Angelo.
—¡Imbécil! —le increpó Julia antes de quitar la mano del micrófono.
—Julia, ¿estás ahí?
—Sí, sí, disculpa.
—¿Qué tal todo?
—¡Fatal! —exclamó dando rienda suelta a su tensión.
—¿Por qué fatal?
—A Paola y a mí nos han echado de la residencia.
—¡¿Qué me dices?! ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?
—Las monjas son muy estrictas en sus normas, llegamos demasiado tarde y… bueno es largo para explicarlo por teléfono.
—¿Dónde estáis ahora?
Julia vaciló un instante.
—En una cafetería que hay junto al hotel Sheraton, frente a los jardines de la Independencia.
—Tardo veinte minutos.
—¿Daniel? ¿Oye? —No hubo respuesta. Apartó el móvil de su oído y lo cerró—. Dice que en veinte minutos está aquí.
—Otro problema más —protestó Lorenzo, el más afectado por la situación.
—O tal vez la solución a nuestro problema.
El camarero apareció en aquel momento con los desayunos y el té de Paola.
La presencia de Daniel Alessi cortó en seco la discusión. Había llegado en una potente motocicleta y cuando se acercó a la mesa llevaba en sus manos un casco integral, cuyo precio no bajaba de los quinientos euros.
—Supongo que vosotros sois Lorenzo y Angelo —con una amplia sonrisa les ofreció su mano que los italianos estrecharon con poco entusiasmo. A Julia y Paola las besó en la mejilla. Acercó una silla y antes de que se sentase, el camarero ya estaba esperando.
—Un café expreso, por favor —cuando el camarero se retiró, se dirigió a Julia—: ¿Qué ha ocurrido exactamente?
—Anoche, cuando llegamos a la residencia, Paola y yo fuimos directamente a su habitación, sin hacer ruido. Estábamos charlando cuando apareció una monja y nos echó una bronca.
—¿Por qué?
—Las normas de la residencia no permiten las visitas a las habitaciones.
—Di mejor celdas —la corrigió Paola.
—No permiten visitas a las celdas. Hubo un cruce de palabras y esta mañana nos han despedido, sin permitirnos desayunar.
—¡No me lo puedo creer!
—Pues créetelo —Julia miró significativamente hacia los equipajes.
—¿Y vosotros?
—Nos hemos solidarizado —respondió Angelo con desgana.
—¿También estabais alojados en el convento?
—En la parte que dirigen los franciscanos.
—Estamos sin alojamiento, escasos de recursos y nuestro avión no sale hasta dentro de tres días —resumió Julia.
—¿No os han devuelto el dinero de vuestro alojamiento?
—A nosotras sí, pero a ellos no. Los frailes dicen que se han marchado por su propia voluntad. No atienden a otras razones.
—Tal vez podamos hacer algo por recuperar el dinero, aunque lo más importante es encontraros alojamiento. ¿Cuánto pagabais en la residencia?
—Cuarenta y ocho euros por habitación.
—¿Podríais pagarlos, aunque no consigamos que los frailes os devuelvan el dinero? —Daniel lanzó la pregunta al aire, sin dirigirla a nadie en concreto.
Hubo un intercambio de miradas.
—Sí podemos. El problema está en encontrar alojamiento. Ya nos advirtieron que es muy difícil conseguirlo en estas fechas.
—Creo que se puede arreglar. Disculpadme un momento.
Daniel sacó su teléfono móvil y se alejó lo suficiente para preservar la confidencialidad de su conversación. Transcurrieron casi diez minutos hasta que se acercó al grupo con el móvil en la mano.
—Angelo, ¿algún problema para compartir habitación con Lorenzo?
—Ninguno.
—¿Y vosotras dos?
Paola y Julia respondieron con un ligero asentimiento de cabeza.
—En unos minutos estamos allí —susurró al móvil antes de cerrarlo—. ¡Todo resuelto! He conseguido dos habitaciones en el American Colony. Está en la zona nordeste de la ciudad, no muy lejos de la ciudad vieja. Es un buen hotel, creo que habéis ganado con el cambio.
—¿Y el precio? —preguntó Lorenzo.
—Noventa euros.
—¡Es mucho!
—Noventa euros por habitación, cuarenta y cinco por cabeza, menos que en las monjas. Además, el desayuno está incluido.
—Eso ya es otra cosa.
—¿Alguien quiere otro café, mientras vienen a recogernos?
—¿Vienen a recogernos? —preguntó Julia deslumbrada.
—Sí, un amigo mío.
No había transcurrido un cuarto de hora, cuando una furgoneta con el anagrama del American Colony Hotel aparcaba junto a la terraza de la cafetería.
—¿Nos recogen del hotel? —preguntó Julia.
—Sí, mi amigo trabaja allí.
Montado en su moto, Daniel escoltó la furgoneta. El aspecto del hotel era excelente y en recepción todo fueron facilidades.
En menos de una hora, el problema del alojamiento había quedado resuelto de forma tan favorable como inesperada. Todos, incluido Lorenzo, se deshicieron en palabras de agradecimiento hacia quien empezaban a llamar el amigo de Julia. Las reticencias que la escapada nocturna de las jóvenes había provocado en el grupo parecían olvidadas Antes de que se marchase, Julia preguntó a Daniel:
—¿Para qué me habías llamado?
—Quería quedar contigo. Jerusalén tiene lugares que sólo un nativo conoce y no están en las guías turísticas. Pero ahora acomodaos, te llamaré más tarde.
Paola, Angelo y Lorenzo dedicaron la jornada a visitar, como tenían previsto, las riberas del Mar Muerto, donde la archivera se dejó seducir por las propiedades de los barros aplicados por habilidosas esteticistas.
Julia se marchó con Daniel.
—Éstas son las llamadas Cuatro Sinagogas Sefardíes —le indicó el joven sabrá señalando un edificio porticado de bellas proporciones—. Y aquella de allí es la casa Rothschild.
—¿La de los banqueros?
—Sí, la de los banqueros.
—¿Puede verse?
—Actualmente no está abierta al publico, creo que está en obras.
Rodearon el edificio de las sinagogas y Daniel le señaló un lugar donde únicamente se veía una piedra.
—Esto es Bet-El. ¿Sabes qué significa?
—No.
—Escalera al Cielo. Es el lugar donde Jacob tuvo su sueño en el que vio una escalera por la que los ángeles subían y bajaban del cielo a la tierra.
—¡Extraordinario!
Avanzaron por una calle empedrada con grandes bloques. Había dos vehículos blindados y varios soldados con sus fusiles automáticos colgados del cuello. Dos de ellos eran mujeres. Desde allí se veía una antigua vía pavimentada de forma irregular.
—¿Qué es aquello?
—«El cardo». Se llamaba así a uno de los dos grandes ejes de las plantas de las ciudades romanas —Daniel se extendió en una breve explicación—. Cuando construían una ciudad trazaban un eje que iba de norte a sur, que llamaban «cardo» y otro que lo cruzaba de este a oeste que denominaban «decumano». El lugar de intersección era el centro de la ciudad, donde levantaban algunos de los principales edificios públicos. «El cardo» y «el decumano» constituían dos grandes avenidas. El resto de las calles se organizaban en torno a ellas. No olvides que Jerusalén también fue una ciudad romana y que fueron los romanos quienes la destruyeron, después de tomarla al asalto en el año 70. Algunos sostienen que el Arca de la Alianza se conservaba en el templo y que los sacerdotes la escondieron en alguno de sus subterráneos para evitar que cayese en manos impías.
Julia comprobó cómo su corazón se aceleraba al escuchar aquello. Trató de mantener la calma y comentó a su improvisado guía:
—Sin embargo, anoche tú defendías la teoría de que el Arca fue sacada de Jerusalén y conducida hacia el sur por los sacerdotes.
—Lo que no impide que haya otras versiones.
—Cuéntame ésa del subterráneo.
—Ven, acompáñame. —Daniel la tomó de la mano y Julia notó un estremecimiento.
—¿Adonde vamos?
—Quiero que veas una cosa.
Se dejó llevar envuelta en una placentera sensación. Recorrieron varias callejas poco transitadas hasta llegar a una zona arqueológica. A la derecha las ruinas eran monumentales.
—¿Qué es esto?
—El monumento a Yehuda Halevi.
—¿Quién era?
—Un poeta judío que nació en España, en Tudela. Su obra religiosa es tan hermosa que algunos de sus cantos fueron incorporados a la liturgia rabínica. Vivió en varias ciudades, entre ellas Córdoba y Toledo, pero su mayor deseo era visitar Israel. Viajó hasta Jerusalén y, según la tradición, fue asesinado a las puertas de la ciudad.
Cruzaron la zona arqueológica, donde se veía alguna actividad y un coche patrulla con cuatro policías en su interior, hasta llegar a una explanada en cuyo fondo se alzaba el Muro de las Lamentaciones. Allí el bullicio era intenso. Muchos judíos ortodoxos invocaban al Altísimo vestidos con llamativas indumentarias y balanceando su cuerpo al ritmo de sus plegarias.
—¿Ves aquella esquina? —Daniel señaló un ángulo del muro.
Julia, abstraída en la contemplación de una escena que había visto cientos de veces en la televisión y que ahora se ofrecía a sus ojos con la fuerza de la realidad, no respondió. Daniel apretó su mano y ella lo miró a la cara.
—¡Qué espectáculo!
El rostro del judío se contrajo levemente.
—No te confundas, Julia. Eso no es un espectáculo. Ahí hay tanta fe como en cualquiera de las iglesias católicas cuando se celebra una misa solemne. Esas personas están orando. Muchos de ellos han expresado una petición que han dejado en la ranura de alguna piedra para que Yavéh la tenga en consideración.
—Disculpa, no quería…
—No tiene importancia.
Lo último que Julia deseaba era mostrarse desconsiderada. Aunque era agnóstica, siempre se había mostrado respetuosa con las creencias de los demás.
—¿Esas peticiones puede hacerlas cualquiera? Me refiero a formular por escrito ese deseo y dejarlo en el muro.
—Cualquiera que lo haga con el debido respeto.
—¿Yo podría?
—Por supuesto. Si quieres puedes hacerlo en el lugar reservado para las mujeres.
Julia no era muy partidaria de costumbres como aquélla, pero decidió que era una forma de paliar su anterior desliz.
—¡Me encantaría!
—Necesitamos un papel y algo para escribir.
—Yo llevo en el bolso.
—Escribe tu petición.
Apoyando el papel sobre el bolso, garabateó unas palabras.
—Haz un rollo. Ve adonde están las mujeres, déjalo en uno de los intersticios del muro y eleva una plegaria.
Cuándo volvió, Daniel le preguntó:
—¿Ves aquella arcada semiderruida?
—Sí.
—Justo detrás del muro que forma el ángulo, baja una escalinata hasta los sótanos del templo. Allí se abre un laberinto de galerías subterráneas que se extiende por toda la Ciudad Vieja. Alguna de ellas conducía hasta el exterior de las murallas. Era una forma de escapar si la ciudad estaba sitiada y la resistencia se hacía imposible. Sólo algunos sacerdotes eran capaces de aventurarse por ese intrincado dédalo de pasillos sin correr el riesgo de perderse. Como te he dicho, hay quien afirma que el Arca fue depositada en algún lugar de ese laberinto poco antes de que los romanos destruyesen el templo.
—Supongo que esa posibilidad estará descartada.
—¿Por qué lo dices?
—Porque esos túneles habrán sido escudriñados palmo a palmo.
—Te equivocas, mi bella italiana.
Julia notó como la mano de Daniel bajaba suavemente acariciando su espalda hasta alcanzar la cintura. Se sentía tan a gusto que no hizo por zafarse. Tuvo la sensación de que Daniel era un playboy que se aprovechaba de las circunstancias y con el pretexto del Arca de la Alianza trataba de seducirla, y ella se dejaba querer.
—¿Quieres decir que no se han explorado minuciosamente?
—Los problemas políticos y religiosos son muy graves. En Jerusalén, las susceptibilidades están a flor de piel. Mover una piedra puede significar un conflicto. Bastó la visita de Ariel Sharon al Monte del Templo para que se abriese la caja de los truenos. Ése fue el origen de la segunda Intifada.
—¿Nadie lo ha intentado?
—Ha habido intentos, pero todos han terminado en fracasos. Uno de los más sonados tuvo lugar en 1911, protagonizado por un capitán del ejército británico llamado Montague Parker y estuvo a punto de desencadenar un gravísimo conflicto.
—¿Qué ocurrió?
—El origen de esa historia se encuentra en un extraño personaje, que respondía al nombre de Valter Juvelius. Un finlandés medio loco que empleaba su tiempo buscando historias extrañas consignadas en antiguos volúmenes. Parece ser que en una biblioteca de Estambul encontró un viejo manuscrito en el que, según él, había información sobre el paradero del tesoro del templo, incluida el Arca de la Alianza.
—¿Pero el tesoro del templo no fue saqueado por las legiones romanas?
—Según Juvelius sólo una parte. La otra la habían ocultado los sacerdotes.
—¿Por qué no lo ocultaron todo?
—Supongo que los sacerdotes pensaron que en ese caso levantarían las sospechas de los romanos. Prefirieron perder una parte y salvar otra. Esa actitud les llevaría a sacrificar un objeto como la Menoráh, ya que los romanos sabían que estaba en el templo; pero, como te digo, es una mera suposición.
—¿Qué hizo ese finlandés loco?
—Juvelius afirmaba poseer un código que permitía descifrar la clave que guardaba el acceso al tesoro oculto. Sólo había que llegar hasta el lugar señalado.
—¿Qué lugar era ése?
—Los subterráneos del templo.
—¿Qué hizo?
—Se puso en contacto con Montague Parker y juntos urdieron un plan para apoderarse del Arca. La historia tiene todos los ingredientes de una novela de intriga.
—¡Cuéntamela! —lo apremió Julia.
—Lo primero que hicieron, sabedores de que los subterráneos eran un verdadero laberinto, fue contratar a un adivino para que guiase sus pasos. Creo que era paisano de Juvelius o al menos era nórdico. Para cubrirse las espaldas sobornaron al gobernador otomano de Jerusalén. Por entonces, el territorio de Israel formaba parte del imperio turco. Atados esos cabos, una noche de primavera Parker y sus hombres, disfrazados de árabes, se aventuraron por los subterráneos hasta llegar a un punto donde iniciaron las excavaciones, según las claves de Juvelius. Comenzaron justo debajo del lugar más sagrado del mundo, en el corazón del monte Moria, bajo la mezquita de la Roca. El ruido alertó a los guardianes de la mezquita que descubrieron a los excavadores.
—¿Qué ocurrió?
—Dieron la alarma y una muchedumbre de enfervorizados musulmanes acudió dispuesta a despedazar a los profanadores. Jerusalén se convirtió en un clamor. Parker y sus hombres lograron escapar a duras penas de las iras de los devotos musulmanes que los persiguieron hasta Jaffa, donde embarcaron en el navío que los había traído a Israel.
—¿Lograron descubrir algo?
Daniel se encogió de hombros.
—No se sabe, aunque la prensa internacional especuló con el hallazgo del Arca de la Alianza, pero fue una argucia para interesar a los lectores.
Se alejaron por una calleja y Julia notó cómo la mano que Daniel tenía en su cintura le acariciaba la cadera y sintió en su vientre un agradable cosquilleo.
—¿Hay algún motivo por el que estés tan interesada por una reliquia judía?
—La verdad es que sí.
Daniel la besó en el cuello y ella se quedó mirándolo a los ojos. Primero fue un leve roce con los labios, un anticipo del prolongado beso que vino después. Cogidos de la mano, como una pareja de enamorados, llegaron a la Miscav Ladach.
—Ese interés, ¿es por alguna razón especial?
—Lo es.
—Me gustaría que me lo contases. ¿Te apetece tomar algo? Aquí cerca hay una cafetería donde los capuchinos nada tienen que envidiar a los de Florencia.