Capítulo XXXI

EN el vestíbulo la presencia de la policía había levantado un gran revuelo. Al salir del ascensor, un policía de uniforme abordó al comisario y le susurró algo al oído.

—¿Es aquél? —Natán señaló a un individuo acodado en la barra con un vaso de vodka en una mano y una pequeña libreta en la otra.

El policía asintió.

—No me suena su cara. ¿Le ha dicho el medio?

—Dice que es el nuevo corresponsal de la BBC y que hace reportajes para el Jerusalem Post. Por lo visto hace un par de semanas que ha aterrizado.

—¿Cómo ha dicho que se llama?

—Joseph Barlow, señor. Dice que tiene información, que los ha visto salir. Está dispuesto a un intercambio.

—¡Un intercambio! —el comisario gruñó una amenaza y se fue directo hacia el periodista.

—Creo que tiene algo que decirme.

—Y usted a mí.

—¡Déjese de bobadas y dígame lo que sabe si no quiere que lo empapele!

El periodista dio un sorbo a su vaso de vodka y, con mucho desparpajo, le espetó:

—¿Qué iba a esgrimir en mi contra?

—¡Complicidad! ¡Falta de colaboración! ¡Ocultación de información! ¡Qué sé yo, cualquier cosa!

—Hágalo —dio otro trago a su bebida.

—Puedo hacerlo, mister Barlow. Jerusalén no es Londres, aquí estamos en guerra. ¿Sabe lo que eso significa?

—Perfectamente.

—¡Maldita sea! —gritó Natán—. ¿Qué es lo que quiere?

—Lo mismo que usted: información.

—¡Es confidencial!

—También la mía —vació el vaso de un trago.

—¡Me está haciendo perder la paciencia! Cada segundo que perdemos…

—Le propongo un trato.

—¿Qué clase de trato?

—Yo le digo lo que sé y usted me reserva la exclusiva.

—¿La exclusiva?

—Sí.

—Eso dependerá de lo que haya detrás de este asunto. Todavía no sabemos con qué podemos encontrarnos.

—Yo sí. El meollo es un viejo artículo aparecido en Il Corriere della Sera que proporciona una pista sobre un valioso pergamino. También sé que quienes se han llevado a esa joven pertenecen a los Hermanos del Templo.

Natán conocía demasiado bien el mundo de las filtraciones, el tinglado que había montado alrededor del mundo de la información. Sabía que los periodistas tenían sus propios soplones y sus canales para conseguir hasta lo que muchas veces se le escapaba a la policía. Pero lo de aquel Barlow no lo había visto jamás. Parecía saberlo todo y su desfachatez rozaba la desvergüenza.

—Está bien, Barlow, pero no le diré una sola palabra hasta que hayamos atrapado a esos locos.

—Trato hecho. Una pregunta.

—¿Sí?

—Por lo que yo sé, hasta ahora la Hermandad del Templo no había secuestrado a nadie, ¿me equivoco?

—No, hasta el momento nunca habían delinquido. Su fanatismo nos ha dado toda clase de quebraderos de cabeza: han protestado, se han manifestado, han protagonizado alborotos callejeros y en muchos casos se han pegado con los palestinos. Son una amenaza constante y están al borde de lo que llamamos la línea de la delincuencia, pero no la habían cruzado hasta hoy.

—¿Tiene alguna explicación para ello?

—¡No y déjese de cháchara! Ya le he dicho que cada segundo es esencial.

El periodista sacó del bolsillo de su americana una servilleta de papel.

—Ésta es la matrícula del coche donde se han largado, un Toyota Célica de color negro. Salieron en dirección a la Ciudad Vieja.

Natán extendió su mano, pero Barlow encogió la suya. El comisario lo miró con cara de pocos amigos.

—Primero, un número de teléfono donde pueda localizarlo fácilmente.

—Anote, 6-2-8-4-0-2 0-3-2.

—Una última cuestión.

—¡Me está haciendo perder un tiempo precioso! —el comisario empezaba a impacientarse.

—¿Qué piensa del artículo de ese diario de Milán?

—Lo que yo piense carece de interés, lo que ahora me importa es esa joven —de un manotazo se apoderó de la servilleta y se dio media vuelta.

—¡Sargento!

—¡A sus órdenes, comisario!

—Ésta es la matrícula del coche donde se han llevado a la italiana, es un Toyota Célica de color negro. Prioridad a todas las unidades disponibles.

—Sí, señor.

El comisario se volvió y miró al periodista, tratando de calibrarlo.

—No me negará que la suerte se ha aliado con usted.

—He de admitirlo, la suerte es un factor importante en la vida de las personas. Estaba aquí y los hechos han desfilado por delante de mis narices.

—¿Cómo supo que se trataba de un secuestro?

—Digamos que experiencia. Era como si esos cuatro tipos llevasen un letrero en su frente.

—¿Eran cuatro?

—Sí.

Natán trataba de ajustar a toda prisa las pistas que tenía. Había recibido una orden poco común y cuando había llegado al American Colony se encontró con que alguien se le había adelantado y a la joven que buscaba acababan de raptarla. Según afirmaban sus amigos, se la habían llevado dos o tres minutos antes de que él llegase. Casi se los podía haber cruzado en el ascensor o en el vestíbulo del hotel. Se quedó mirando a Barlow y torció el gesto.

 

 

 

—¡Abajo! —gritó uno de los raptores, a la vez que tiraba sin contemplaciones del brazo de Julia. La introdujeron a empellones por la puerta de un bazar donde había un fuerte olor a cuero curtido. Lo único que pudo ver fue la esbelta torre de una iglesia que le recordó los campaniles de Italia.

—¿Adonde me llevan? —preguntó asustada.

—No hagas preguntas y camina.

Cruzaban un pasillo estrecho y umbrío, cuando Julia escuchó un ruido y todo se oscureció, habían bajado una persiana metálica. Uno de los individuos encendió una linterna y descendieron por una suave pendiente, los dos individuos que la controlaban, uno por delante y otro por detrás, le exigían, una y otra vez, que caminase más deprisa.

—¡Vamos, vamos! ¡No te detengas!

Doblaron un recodo y comenzó una ligera ascensión hasta llegar ante una negra reja de recios barrotes. Al otro lado había una tenue luz que provenía de unos plafones en el techo. El que iba delante tecleó sobre el panel de la cerradura una clave numérica y la reja con un suave zumbido se desplazó, perdiéndose en el interior de la pared. Al otro lado el ambiente era muy diferente, el suelo y las paredes estaban pulidas y al fondo se veía una puerta.

—¡Vamos! —le ordenó el individuo que abría paso.

—¿Adonde vamos? —preguntó Julia con un hilo de voz.

—¡Calla y camina!

La puerta era antigua, pero estaba perfectamente conservada. Llamaron y al instante abrieron desde el otro lado.

Julia no quería creer que Daniel estuviese relacionado con su secuestro, aunque no tenía otra razón para explicarlo. Cada vez estaba más asustada.

Subieron una pequeña escalinata hasta otra puerta ricamente trabajada en cuarterones con relieves. Cuando la abrieron tuvo la sensación de haber cruzado una puerta del tiempo y entrado en otro mundo. En la sala había un penetrante olor a incienso que se quemaba en unos pebeteros de bronce y unas antorchas la iluminaban con inquietantes tonalidades anaranjadas. Era una estancia pequeña, con las paredes cubiertas por pinturas en las que había representadas escenas del Antiguo Testamento: Adán y Eva expulsados del paraíso por un ángel con una espada flamígera; identificó el arca de Noé en medio de una terrible tempestad; también el sacrificio de Isaac y a Moisés sosteniendo las Tablas de la Ley.

Por un pasillo oscuro accedieron a un descansillo del que arrancaban otras escaleras que subieron a toda prisa, casi a trompicones. Julia contó los peldaños, treinta y dos, el equivalente a dos plantas y cuando llegó al final tuvo la sensación de haber regresado al siglo XXI: la magia que emanaba de aquella especie de templo subterráneo había quedado atrás. Salieron a un patio en una de cuyas esquinas vigilaba un individuo. Lo cruzaron y entraron en un salón de regulares dimensiones donde un joven barbudo vestido con el atuendo típico de los judíos ultraortodoxos cubría su cabeza con una kipá, por sus sienes caían largas guedejas. Leía un pequeño volumen que sostenía en sus manos y acompañaba la lectura con rítmicos movimientos de su cuerpo.

—¿Ha llegado ya? —le preguntó uno de sus raptores.

—Hace rato que aguarda.

—Dile que traemos a la chica.

Pulsó un interfono y anunció:

—Julia Strozzi está aquí.

—Que pase —respondió una voz metálica.

Julia se quedó paralizada en el umbral del pequeño despacho. Detrás de una mesa impoluta, donde únicamente había un cenicero de cristal y una pequeña reproducción de la Menoráh, estaba sentado Daniel Alessi. Ahora llevaba unas gafas redondas algo anticuadas que le daban un aire de estudioso despistado. A su espalda había una estantería con rollos, muy usados, de la Tora y una pequeña puerta.

Tenía unas irresistibles ganas de orinar y pensó que daría a un cuarto de aseo.

—¡Pasa Julia, me alegro de volver a verte! —se levantó del sillón, aparentando júbilo, y se acercó hasta ella.

—¡Eres un cerdo!

Daniel la miró a los ojos, consciente de que el insulto no modificaba su posición de superioridad.

—Eres injusta.

—¿Injusta? ¡Me has engañado! ¡Has jugado conmigo! Y para rematar… ¡me has secuestrado! ¡Eres un cerdo!

—Digamos que no he sido del todo sincero contigo y que te he invitado a venir de una forma poco galante, pero todo tiene una explicación.

—¡Fariseo!

—Me halagas. Los fariseos fueron una importante facción judía que defendió hace siglos lo mismo que nosotros defendemos hoy: el rechazo a las injerencias extranjeras y que el estado y los asuntos públicos se rijan por las leyes que nos dio Yavéh.

Julia no pudo contenerse. Le escupió a la cara y le gritó:

—¡Eres un cínico!

Con una mirada Daniel detuvo a los sicarios. Sin alterarse, sacó un pañuelo, se limpió el salivazo y también, con mucho esmero, las lentes de sus gafas. Luego propinó a Julia una bofetada que dio en tierra con ella. Al incorporarse, Julia percibió un hilillo de sangre de su labio inferior y notó como los dedos de Alessi se marcaban en su mejilla. Contuvo las lágrimas que se agolpaban en sus ojos. No quería darle la satisfacción de verla llorar; hizo un esfuerzo añadido para contener el deseo de orinar.

—¡Dejadnos solos! —ordenó a sus hombres.

En aquel momento sonó el móvil de la joven.

—Si lo deseas, puedes contestar a la llamada.

Julia no lo dudó, sacó el teléfono y vio en la pantalla una llamada perdida y otra vez el número de la tía Margherita.

—¿Sí?

—¡Te he llamado tres veces y no me has contestado! —se quejó.

—No sabes cuánto lo siento, tía Margherita —se disculpó, sin dejar de mirar a Daniel que, vuelto de espaldas, hurgaba entre los rollos que se apilaban en la estantería.

—¿Estás bien?

A Julia le extrañó la pregunta. Pensó que, tal vez, su secuestro había saltado a los medios de comunicación, pero rápidamente rechazó la idea. Su tía la había llamado antes de que la secuestrasen y acababa de aludir a sus llamadas sin respuesta. La segunda, posiblemente, la había hecho mientras caminaba por el subterráneo y no tenía cobertura. Eso significaba que ahora debía encontrarse en la superficie.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Porque aquí han ocurrido cosas muy extrañas.

—¿Qué ha pasado?

—Se han presentado unos individuos que deseaban saber si ésta era la casa donde había vivido el abuelo Franco. Traían un ejemplar de II Corriere donde aparece el artículo que te envié. Querían información del pergamino que el abuelo mencionaba en el artículo. Me puse muy nerviosa, porque se trata del mismo que tu me habías pedido y el aspecto de esos tipos no era tranquilizador.

—¿Qué les has dicho?

—¡Qué les iba a decir! ¡Que la primera referencia que he escuchado en mi vida acerca de ese pergamino es la que he leído en el artículo!

—Muy bien, tía Margherita. Ahora tengo que dejarte porque…

—¡Un momento, niña, aún no he terminado!

—¿Ah, no?

—Una hora después regresaron de nuevo y me ofrecieron dinero, pensando que les ocultaba información y la podrían obtener por ese procedimiento.

—¿Qué les has dicho?

—Por divertirme, les dije que quería veinte mil euros.

—Saldrían corriendo.

—Te equivocas, les pareció bien. ¡Como te lo estoy diciendo!

—¿Qué les dijiste?

—Que todo era una broma, que no sabía nada acerca de ese pergamino.

—¿Qué contestaron?

—No les vi muy convencidos, pero se marcharon. Esa gente cree que el pergamino está en esta casa. ¡Están locos! ¡Un pergamino con el mapa donde se oculta el Arca de la Alianza!

Julia miró a Daniel, continuaba de espaldas, con el oído atento, aunque ella se había guardado mucho de dar una pista acerca de la conversación. Eso le dio una idea, buscando una salida ante el poco amigable interrogatorio que se avecinaba.

—¿Eso significa que mi bisabuelo estaba loco?

—¡Qué cosas dices, niña! ¡Mi abuelo Franco era la persona más equilibrada que he conocido!

—Eso explica todo lo que el pobre decía en el artículo de Il Corriere. Muchas gracias por llamarme, tía.

Julia cortó la comunicación y apagó el móvil para que no volviese a sonar. Se imaginó la cara de su tía, pensando que la loca era su sobrina. Su vejiga había llegado al límite.

—¿Hay algún sitio donde orinar?

Daniel, con una leve sonrisa, abrió la pequeña puerta. Julia no se había equivocado del todo. Se encontró un pequeño dormitorio con un cuarto de baño, cuyo extractor de aire se puso en funcionamiento al pulsar el interruptor de la luz.