Capítulo XXI
PERPIÑÁN, octubre de 1123
El 7 de octubre, los tres viajeros abandonaron Perpiñán. Cada uno cargaba con sus escasas pertenencias. Aldo llevaba en su cinturón la vejiga de cerdo donde guardaba el pergamino y la carta, ocultos aquellos meses bajo el fogarín de la chimenea.
Los días anteriores a la partida había sopesado seriamente olvidarse de todo y abandonarlo bajo aquella losa al albur del destino. Al final, decidió llevarlo consigo, a sabiendas de que podía suponerle graves problemas. En varias ocasiones, había sentido la tentación de confiarle a Lucila lo que guardaba en aquella vejiga, pero algo en su interior le había hecho mantener el secreto, barruntando un peligro que, por nada del mundo, deseaba que la afectase.
Caminaban hacia la puerta Sur, junto a la explanada donde los jueves se celebraba el mercado. El lugar estaba poco concurrido. A un lado de la plaza se alzaba la fachada de una iglesia, donde varios carpinteros levantaban un tablado. El domingo se representaría un auto sacramental alusivo a la brevedad de la vida y la llegada de la muerte. A lo largo del mes, en las iglesias se realizaban numerosos actos litúrgicos y representaciones que culminarían el día de los difuntos, cuya festividad se celebraba a primeros de noviembre.
Desde hacía poco tiempo, la Iglesia trataba de combatir con estas representaciones y otros actos las ancestrales costumbres del culto a los muertos establecidas en la región mucho antes de que el cristianismo se convirtiese en la única religión. Se decía que, a escondidas, muchas familias tributaban homenajes funerarios a sus antepasados, según los rituales del tiempo de los druidas.
—La representación de esta noche estará amenizada con música.
El comentario lo había hecho Aldo, al ver unos músicos ensayando con flautas, dulzainas, panderos y timbales. Los instrumentos sonaban algo desafinados y los acordes producían una triste sensación de melancolía.
—¡Mirad allí! —gritó Arnulfo señalando con el brazo extendido hacia un rincón perdido entre dos grandes contrafuertes en el costado del templo.
La escena era macabra. Cuatro esqueletos, portando unas largas guadañas, semejantes a las que los campesinos usaban para segar la hierba se retorcían frenéticamente, agitando sus tenebrosos instrumentos. Los tres se detuvieron ante aquella espeluznante visión. Arnulfo abría desmesuradamente los ojos, mientras que Aldo arrugaba el entrecejo.
—¿Qué es eso? —la voz del cantero sonó temblorosa.
—¡Qué sé yo! En mi vida he visto algo así.
Lucila apenas podía disimular la risa. Al mirarla, se percataron de que se divertía con la situación.
—Lucila, ¿tú sabes algo de eso? —Arnulfo estaba escamado.
—¿De veras no sabéis lo que representan?
—¡Por las barbas de san Pedro que no tengo la menor idea! —exclamó el cantero.
—Son los danzantes de la muerte.
—Y eso, ¿qué es?
—Un recordatorio de que la muerte acecha y puede llegar en cualquier momento.
—Pero… pero ¿esas ropas?
—Para dar mayor realismo.
Los danzantes estaban enfundados en unos ropajes muy ajustados de color negro en los que resaltaban unas blancas osamentas. A unos pasos, un quinto individuo les marcaba el ritmo de la danza, tañendo una campana de lúgubre sonido.
—¿Qué pantomima representan? —preguntó Arnulfo.
—No creas que la gente de por aquí se lo toma a pantomima. Les tienen mucho respeto. Yo diría que incluso les tienen miedo. La noche de los fieles difuntos recorren las principales calles y plazas de la ciudad con su macabra danza. Nadie quiere cruzarse con ellos. Afirman que trae mala suerte. Prefieren verlos ocultos tras las puertas y ventanas de sus casas.
—¡Qué curioso! —comentó Aldo.
—Se cuenta la historia de un leñador que se los tomó a broma y al día siguiente encontraron su cuerpo carbonizado en la cama, como si lo hubiese alcanzado un rayo.
Cruzaron bajo el arco de la puerta y dejaron atrás la ciudad. Los soldados estaban relajados. Se mostraban más atentos a la timba de dados que jugaban varios de ellos que al control de la entrada y salida de viajeros.
Salieron a un pequeño arrabal que se apiñaba junto a la ribera derecha del río Tet y tomaron el camino que serpenteaba en paralelo al cauce que discurría mansamente, abriéndose paso por un paisaje salpicado de esbeltos álamos y nudosos robles vestidos ya con ropajes amarillentos que, conforme pasasen los días, serían más dorados, señalando el avance implacable del otoño. A ambos lados del río, hasta donde se perdía la vista, se extendían los campos de frutales, los huertos poblados todavía de las verduras del otoño y sobre todo grandes extensiones de viñedos, cuya vendimia estaba en su apogeo. Era un camino llano que permitía avanzar a buen paso. Las más de cuarenta leguas que los separaban de su destino significaban seis, quizás siete jornadas de camino, si no se presentaban inconvenientes. La lluvia, que podía aparecer en cualquier momento, podía suponer una grave complicación, pero el obstáculo mayor era cruzar el Pirineo. La majestuosa cordillera se convertía en un obstáculo insalvable en el invierno, cuando las nevadas cerraban los pasos y quedaban bloqueados hasta la siguiente primavera.
Sabían por unos peregrinos que regresaban de Santiago de Compostela hacia la Borgoña y habían pasado dos días antes por Perpiñán, que los pasos estaban abiertos y las grandes ventiscas otoñales que azotaban la cordillera no habían comenzado, aunque no debían fiarse. A partir de octubre, podía caer un nevada y en pocas horas dejar un manto blanco que borrara las referencias y dejara intransitables los collados y puertos secos por donde se cruzaba aquella barrera montañosa.
Les habían dicho que en seis horas de camino podían llegar a Vinca, una pequeña aldea, y allí pasar la noche; incluso, si apretaban el paso y caminaban legua y media más, podían llegar hasta Prades. Si lo conseguían, tenían muchas posibilidades de llegar al pie de las primeras estribaciones montañosas en la jornada siguiente. A partir de allí, el camino se empinaba y todo resultaba mucho más penoso.
Dejaron atrás las últimas casas del arrabal y marcharon en hilera, era la mejor forma de marcar un ritmo vivo. Por todas partes se veían labriegos afanados en la vendimia o transitando con cargas de uva.
Apenas se detuvieron para comer, aprovechando un lugar ameno, formado por un meandro donde las aguas del río se remansaban. Repusieron fuerzas y reemprendieron la marcha. Cuando avistaron Vinca, todavía quedaba más de una hora de sol y decidieron continuar camino hasta Prades donde llegaron con el crepúsculo. Tuvieron dificultades para encontrar alojamiento. Sólo después de mucho porfiar, una viuda, que no se comprometió a darles de comer, les facilitó albergue. Antes de acostarse, sin embargo, les dio un cuenco con gachas de avena, al que los viajeros añadieron unas rebanadas de pan y un trozo de queso. La mujer, que vivía con dos hijas pequeñas, compartió su jergón con Lucila y las niñas, mientras que los dos hombres se acomodaron en un cobertizo, al calor de las brasas de una fogata que encendieron con sarmientos de viña.
Poco después del amanecer estaban de nuevo en marcha, reconfortados con un tazón de leche de cabra caliente, endulzada con miel de las colmenas que la mujer tenía en el corralón de su vivienda y que constituían pieza importante de la economía familiar.
La jornada se presentó fresca porque el sol, que había surgido en el horizonte rotundo y brillante, un par de horas más tarde estaba oculto tras una densa capa de nubes que se desplazaban de oeste a este. A eso de media mañana habían dejado atrás Villefranche, después de tres leguas de camino. Se detuvieron junto a un copudo olmo para darse un respiro y porque a Lucila le molestaba el empeine de su pie derecho. Se quitó los borceguíes, se dio un masaje y se untó una pomada hecha a base de ceniza de ortiga, grasa de oca y flor de lavanda.
—Este aire no me gusta nada —comentó Arnulfo.
—A mí tampoco. —Aldo le ofreció un pellejillo con vino para que se refrescase el gaznate.
Ahora el panorama era muy diferente. La feracidad de las huertas y los viñedos había dado paso a un paisaje donde se alternaban los campos de cereales y las masas boscosas; se veía menos gente laboreando en los campos.
El monje se detuvo ante la pintura y escrutó las escenas representadas en el frontal que había de decorar el altar mayor, aunque todavía estaba en la sacristía de la iglesia.
El párroco de la iglesia de la Magdalena de Perpiñán, hombre de escasa estatura, formas redondeadas y aire apacible, lo miraba en silencio. Era patente su satisfacción. ¡Jamás había visto una cosa igual! Había sido una verdadera lástima que el pintor hubiese rechazado todas sus ofertas para que decorase el ábside principal.
—¿Qué os parece? —le preguntó.
—¿Por qué no habéis representado el Pantocrátor en el centro de la tabla?
—¿No os gusta?
El fraile se encogió de hombros.
—¿A quién representa esa mujer con el vaso en la mano?
El párroco metió los pulgares en el cinturón de su hábito.
—¿No lo sabéis?
—¡Claro, es María Magdalena! ¿Cómo se os ha ocurrido?
—Ha sido una sugerencia del pintor.
—¿Del pintor? —se acercó al frontal y concentró su atención en los detalles.
—¿Quién lo ha pintado?
—El maestro Aldo.
—¿Cómo habéis dicho? —el rostro del monje se contrajo—. ¿Queréis repetir ese nombre?
—El pintor se llama Aldo.
—¿Podéis describírmelo?
—¿Acaso lo conocéis?
—¡Describídmelo, por favor! —no era un ruego, sino una orden.
El párroco, sorprendido, comprobó que el rostro del monje estaba crispado.
—¿Os ocurre algo, fray Remigio? ¿Os sentís mal?
—¿Ese Aldo tiene el cabello rojo?
—¡Cómo el fuego! ¡Igual que su barba!
—¡Es él! ¡No hay duda!
—Veo que lo conocéis.
—¡Lo conozco! ¡Es un malhechor peligroso! ¡Decidme! ¿Dónde está?
—¿Estáis seguro de que hablamos de la misma persona?
—Sin duda. Llamándose Aldo, con el pelo rojo y siendo pintor…
—No sé… a mí me pareció un hombre decente —balbuceó el párroco sin que su voz apacible se alterase.
—¡Es un delincuente!
—¿Seguro que se trata de la misma persona? —insistió el párroco que estaba encantado con su frontal y convencido de que cuando lo colocase ante el altar mayor sería la envidia de las demás iglesias de Perpiñán. Jamás había visto una pintura con tanta fuerza como aquélla.
—No albergo dudas. Es su mano la que ha trazado esas figuras. Nadie tiene un pulso tan firme como el suyo, ni es capaz de pintar como él lo hace. Además, vuestra descripción encaja con la de ese maldito lombardo. ¡Su pelo colorado lo delata! ¡Una seña del mismísimo Satanás! —Fray Remigio clavó sus pupilas grises en el frontal, en cuyo centro resaltaba la imagen de María Magdalena sosteniendo entre sus manos la copa que la identificaba, como recuerdo de la que contenía el perfume con que ungió los pies de Jesús—. ¡Decidme! ¡¿Dónde puedo encontrarlo?!
—La verdad, no sabría decíroslo —el párroco no se privaba de ocultar su satisfacción al pronunciar aquellas palabras—. Creo que se ha marchado con su esposa de la ciudad.
—¿Habéis dicho su esposa?
—Así es. Se llama Lucila.
—¡Ese granuja no está casado! —golpeó con el puño cerrado sobre la mesa que había en el centro de la sacristía, sin molestarse por contener su ira—. ¡Será una barragana! ¡Os ha engañado como me engañó a mí!
—Estáis en un error —afirmó el párroco sin alterarse.
—¡No! —gritó fray Remigio—. ¡Sois vos quien está equivocado!
—Calma, mi querido amigo, calma. Me refiero a lo de la barragana. Yo mismo los casé la semana pasada.
Los ojos del cisterciense echaban fuego. Sus pupilas eran como un libro abierto donde podía leerse la cólera que anidaba en su corazón.
—¿Qué os ha ocurrido con el pintor?
—¡Es un delincuente!
—¿Puede saberse qué clase de delito ha cometido?
—¡Me robó una valiosa reliquia cuando regresábamos de Jerusalén! ¡Esa reliquia vale una fortuna!
El párroco recordó que Aldo le había hecho algún comentario acerca de que había regresado de Jerusalén, aunque no le había dado muchos detalles de su viaje. Cuando se situaba ante su trabajo, se afanaba en él, preparando pigmentos, ensayando colores, trazando dibujos o preparando el estofado. No le gustaba, como a otros, dedicar parte de la jornada a hacer comentarios acerca de los rumores que circulaban de aquí para allá. Era hombre reservado y muy cumplidor de sus obligaciones.
—¿Qué clase de reliquia?
El cisterciense, cada vez más incómodo con la curiosidad del párroco, farfulló una excusa y le preguntó:
—¿Sabéis hacia dónde encaminaba sus pasos?
Al párroco no le gustaba la actitud del monje. Aunque sabía que el pintor iba hacia el reino de Aragón, al otro lado de los Pirineos, donde había trabajo en las numerosas iglesias que se levantaban en las tierras arrebatadas a los musulmanes, optó por guardar silencio.
—Os he hecho una pregunta —lo requirió con impertinencia fray Remigio.
—Antes os la he hecho yo.
El párroco había abandonado su bonancible actitud. Decididamente no le gustaba aquel cisterciense a quien había de entregar unas cartas para fray Bernardo de Claraval, relacionadas con ciertas creencias que circulaban por la comarca relativas al culto a María Magdalena.
—Creo que será mejor que os entregue la misiva que habéis venido a recoger y continuéis vuestro camino.
Fray Remigio abrió desmesuradamente sus ojos.
—¿Significa eso que os negáis a prestar colaboración para detener a un ladrón de reliquias?
Si esperaba achantar al párroco con aquella acusación, se equivocó. Introdujo otra vez los pulgares en el ceñidor de su hábito y le espetó:
—No tengo por qué aguantar vuestras impertinencias. Os daré esa carta y os veré marchar en paz.
—¡Guardaos vuestra maldita carta! ¡No pienso encaminar mis pasos hacia la Champaña, sino tras ese pelirrojo a quien Satanás confunda!
Fray Remigio, después de mantener una breve reunión con el obispo, escribió una misiva cuyo destinatario también era Bernardo de Claraval.
Reverendo fray Bernardo, hermano en Cristo.
El portador de la presente os dará razón de mi retraso, que entiendo plenamente justificado, como os explicaré más adelante.
En Jerusalén los caballeros continúan buscando lo que, si la Divina Providencia a bien lo tiene, nos convertirá en la fuerza más poderosa de la cristiandad. Por la Ciudad Santa circulan toda clase de rumores que en nada benefician la discreción bajo la que debe discurrir su trabajo. Sabed que se les empieza a conocer como los caballeros del Templo o Templarios. No quiero fiar más noticias a la suerte de un pliego. Cuando retorne a Claraval os proporcionaré los detalles que ahora omito por razones de prudencia.
En otro orden de cosas os diré que persigo a un peligroso sujeto, que responde al nombre de Aldo de Brescia, pintor, cuyo rechazo al orden establecido por nuestra Santa Madre Iglesia es patente en sus palabras y acciones. Durante un tiempo logró engañarme, aprovechándose de mi buena disposición hacia su persona. Sospecho que oculta un secreto. Barrunto está relacionado con nuestra búsqueda.
Espero que mis próximas noticias sean para comunicaros que el secreto robado por el dicho Aldo de Brescia está en nuestro poder.
Os saluda vuestro hermano en Cristo,
Remigio de Troyes
Os adjunto el informe del párroco de la iglesia de la Magdalena de Perpiñán, sobre ciertas prácticas, relacionadas con el culto a dicha santa.
Entregó los dos pliegos a un hermano de orden con el encargo de que partiese, sin pérdida de tiempo, hacia la Champaña para entregarlos en mano a fray Bernardo de Claraval. Poco después del mediodía el párroco de la Magdalena había sido requerido por el prelado para que diese al iracundo cisterciense toda la información de que disponía acerca del pintor. La resistencia del párroco se quebró cuando el prelado lo amenazó con graves penas canónicas.
Aquella misma tarde, fray Remigio, acompañado por cuatro soldados pertenecientes a la mesnada del obispo, salía tras los pasos de Aldo.