Capítulo XXXII
ERA cerca de la medianoche y en la comisaría la actividad había perdido intensidad. Apenas quedaban los hombres de guardia y la seguridad, muy activa y permanente en todas las comisarías de Jerusalén. En el despacho del comisario Natan la luz estaba encendida. Había aprovechado el descanso que se había tomado en el interrogatorio de aquel individuo con cara de niño bueno, para leer por tercera vez el informe con los testimonios de los jóvenes italianos, a los que había autorizado a abandonar el hotel. Corroboraban todo lo que ya sabía cuando llegó al American Colony.
Resopló, se levantó y se encerró otra vez con el propietario del Toyota Célica.
—¡Déjese de monsergas! Usted es el propietario de ese coche y no había denunciado su desaparición. Si no colabora con nosotros, le aseguro que va a meterse en un buen lío.
Unos golpecitos en la puerta anunciaron una inoportuna visita. Lo que Natán más odiaba era que lo interrumpieran cuando estaba trabajando.
—¡Adelante!
—Disculpe, señor —el agente le entregó un papel doblado. El comisario le echó un vistazo y dio un puñetazo en la pared.
—¡Que pase!
—Sí, señor.
Instantes después, entró un atildado individuo, con traje confeccionado a medida, camisa de puños vueltos, gemelos de oro, corbata de seda cruda y un maletín de cuero. Iba a llevarse a la boca el pitillo que fumaba, pero lo detuvo el grito del comisario:
—¡Aquí no se fuma!
El abogado le dedicó una mirada displicente, buscó un cenicero que no encontró y se lo mostró como si exhibiese un trofeo.
—¡Métaselo por el culo!
Lo dejó caer al suelo y lo destrozó con la suela de su zapato.
Natán apretó los puños. Conocía de sobra a aquel abogado. Pertenecía a uno de los bufetes más acreditados de Jerusalén. Eso sólo podía significar una cosa: que los Hermanos del Templo se tomaban muy en serio aquel asunto.
—¿Qué le has dicho a este caballero? —le preguntó al joven que estaba siendo interrogado.
—La verdad.
El abogado entornó los ojos.
—En este caso, ¿qué es la verdad?
—Que me habían robado el coche.
—¿Lo ha oído comisario? A este chico le habían robado el coche.
Natán resopló con fuerza.
—Sí, pero no había denunciado su robo —se defendió consciente de que la presa se le había escapado.
—¿Cuándo te diste cuenta de que te lo habían robado? —le preguntó el abogado.
—A eso de las nueve y, sin perder un minuto, acudí a poner la denuncia.
—¿Lo ve comisario, me temo que sus pesquisas tendrán que ir en otra dirección?
—¡No me diga cómo he de hacer mi trabajo!
Natán sabía que el coche con el que habían secuestrado a Julia Strozzi, y que la policía había encontrado aparcado cerca de la puerta de Damasco, pertenecía a los Hermanos del Templo. Todo aquello era un montaje, pero no tenía una sola prueba para desmontarlo.
—¿Pesa alguna acusación sobre mi defendido? —preguntó el abogado con tono desafiante, sabedor de que dominaba la situación.
—¡Márchense!
El abogado hizo al joven un gesto con la cabeza y abandonaron silenciosamente las dependencias policiales.
Una vez en su despacho, el comisario se aflojó el nudo de la corbata, se desabrochó la camisa y sacó del cajón de su mesa una botella de whisky y un vaso. Se sirvió con generosidad y se concentró ante el gran mapa de Jerusalén que llenaba una de las paredes. Estaba lleno de señales, de chinchetas de diferentes colores, tenía numerosas anotaciones y podían verse señalados con rotulador algunos itinerarios. Permaneció varios minutos con la mirada fija en la zona que iba del American Colony a la puerta de Damasco. De vez en cuando daba un sorbo a su whisky. El principal problema era que ignoraba el recorrido de los secuestradores. Saliendo a la izquierda del hotel, tenían varias opciones. No había forma de saber en qué punto del itinerario habían bajado a Julia Strozzi, aunque tenía que ser en aquella zona porque sus hombres encontraron el Toyota abandonado dieciocho minutos después de iniciar la búsqueda. Eso les dejaba poco tiempo material para gran cosa, aunque pudieron haber callejeado en lugar de ir en línea recta y también trasladarla a otro vehículo.
Miró el reloj. Era la una menos diez. A pesar de la hora, decidió hacer una llamada. Cogieron el teléfono al tercer tono, era una buena señal.
—Miriam, soy Moshe.
El grito hizo que apartase el auricular del oído.
—¡¿Sabes la hora que es?!
—Lo has cogido al tercer toque.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que estabas levantada.
—¿Y si hubiera estado dormida?
—Te hubiese pedido disculpas.
—Todavía no lo has hecho por llamar a estas horas.
—No me has dado tiempo —se quejó el comisario.
—¡No tienes arreglo!
—Miriam, necesito que me eches una mano. Sabes que si no fuera una emergencia, no te habría llamado a estas horas.
—Como siempre —el tono de voz había cambiado—. ¿Qué tripa se te ha roto?
—Necesito saber si los Hermanos del Templo tienen alguna oficina o alguno de esos centros desde los que hacen proselitismo en el trayecto que va del hotel American Colony a la puerta de Damasco.
—¡Esa gente está por todas partes! —gritó Miriam.
—No hace falta que me lo recuerdes —protestó el policía—. Lo que quiero saber es si disponen de alguna oficina, algún local, un sitio discreto donde ocultar algo.
—¿Has dicho entre el American Colony y la puerta de Damasco?
Hubo un silencio de varios segundos, Natán se imaginaba a Miriam procesando información en su cerebro. Si en Jerusalén había un lugar del que ella no tuviese datos, simplemente no existía. Que el Mossad la hubiese dejado marchar sólo podía explicarse por la cabezonería de una mujer cuyas convicciones estaban muy por encima de cualquier otra consideración.
—En esa zona tienen un centro de estudios rabínicos, junto a la catedral de san Jorge, en una calle pequeña que comunica Derech Shchemd con Saint George Street. Es un local pequeño. ¿Para qué quieres esa información?
—Han raptado a una turista italiana.
Miriam Lajos había sido la agente K-7 en la jerga del Mossad, para quien estuvo trabajando en Alemania los últimos años en que el muro de Berlín se mantenía en pie y el Telón de Acero separaba a las dos Alemanias. Era amiga de Natán desde que compartieron pupitre en el colegio. Abandonó el servicio secreto al comienzo de la segunda intifada, a raíz de la controvertida visita de Ariel Sharon al Monte del Templo. Con el paso de los años, sus planteamientos ideológicos habían virado hacia un cierto posibilismo de entendimiento con los palestinos y eso había hecho imposible su permanencia en el servicio secreto israelí. Ahora, a sus cuarenta y pocos años, mantenía una figura esbelta y la belleza marcaba unas facciones donde el azul de sus ojos resaltaba sobre un cutis terso lo que, unido a un atrevido corte de pelo, le daban apariencia de treintañera. Trabajaba para una agencia de detectives y había asuntos en los que poseía más información que la propia policía de Jerusalén.
—Es muy extraño que la Hermandad del Templo haga una cosa como ésa. ¿Estás seguro?
—Completamente, la chica fue vista con Daniel Alessi. Los amigos de la joven lo han corroborado. Hemos encontrado el coche donde se la llevaron, un Toyota Célica y su propietario pertenece a la Hermandad del Templo, aunque afirma que su vehículo había sido robado. ¿Quieres más?
—¿Hay más?
—Adivina qué bufete se ha encargado de rescatarlo de mis garras.
—¿Cohen & Jacobson? —aventuró Miriam.
—¡El mismísimo Samuel Jacobson en persona ha venido a la comisaría, cerca de las doce! —Natán escuchó un silbido por el auricular. El comisario continuó—. Eso significa que lo consideran un asunto del máximo interés. ¿Te queda alguna duda?
—Los datos son evidentes, pero la Hermandad del Templo nunca había…
—¡Es lo único que no encaja! —la interrumpió Natán—. Siempre han bordeado el límite de lo legal. Pero esta vez se han saltado todas las barreras. Supongo que alguna vez tenía que ocurrir.
—Aquí hay algo que no cuadra, Moshe.
El comisario tenía la misma sensación, era como una alarma encendida en su cerebro, pero se limitó a preguntar:
—¿El qué?
—Que las pistas hacia ellos son demasiado evidentes. ¡Esos tipos son fanáticos, pero no estúpidos! Decidió hacer de abogado del diablo.
—La explicación puede ser muy simple.
—Dímela.
—Con la actual situación política están crecidos. ¡Su puñado de diputados en el Kneset les permite tener al gobierno en sus manos! ¡Creen que pueden actuar con impunidad!
—Nunca hasta ahora habían delinquido —insistió Miriam—, al menos que sepamos.
—¡Pues ahora lo han hecho!
—¿Tienes alguna pista para explicar ese rapto?
—Un artículo de prensa escrito hace ochenta años.
—¿Bromeas?
—En serio. La chica que han raptado es bisnieta de un profesor italiano que hace ochenta años publicó un artículo en Il Corriere della Sera. Han vuelto a publicarlo en las páginas de efemérides. —Natán abrió el expediente que tenía delante y buscó entre los papeles—. Tengo en mis manos una copia traducida, se titula La Ruta de los Sacerdotes y el autor, cuyo nombre era Franco Steffanoni, afirmaba que los sacerdotes del templo grabaron en la pared de un pasadizo subterráneo, en alguna parte de Jerusalén, un mapa del lugar donde estaba escondida el Arca de la Alianza.
En el auricular sonó otro silbido y a continuación llegó una pregunta:
—¿Qué ocurrió con ese mapa?
—Fue destruido, pero antes alguien lo había copiado en un pergamino.
—¿Dónde está ese pergamino?
—Según Steffanoni permaneció oculto durante ochocientos años.
—¿Dónde?
—En el artículo no se dice textualmente —Natán buscó la línea—, se limita a afirmar que se encontraba en un apartado lugar del Occidente europeo.
—¿No dice en qué lugar?
—No lo concreta. Según Il Corriere, se levantó una tremenda polvareda y Steffanoni prometió una segunda entrega donde, con todo lujo de detalles, aportaría las pruebas de la existencia del pergamino.
—¿Qué ocurrió?
—Murió repentinamente.
—¡Un loco chiflado! —exclamó Miriam.
—Por lo que hemos podido averiguar, se trataba de persona muy considerada en los ambientes académicos de su tiempo. Era un respetado profesor y uno de los más cualificados especialistas en una técnica que permitía despegar pinturas murales, sin dañarlas, para trasladarlas a otro lugar y donde conservarlas en buenas condiciones.
—¿Qué hacía su bisnieta en Jerusalén?
—Al parecer, turismo con unos amigos, dos chicos y una chica. Entraron por la frontera de Jordania hace tres días.
—Si no me equivoco, tu hipótesis es que la Hermandad del Templo ha tenido conocimiento del artículo, han localizado a la bisnieta del autor y la han raptado en un intento por obtener información sobre ese pergamino. ¡Imagínate lo que para ellos supondría! ¡Un mapa para llegar hasta el escondite del Arca de la Alianza!
—Hay más detalles que dan consistencia a esa hipótesis. Como te he dicho, la joven ha sido vista con Daniel Alessi, el dueño del coche donde la raptaron pertenece a esa Hermandad y Samuel Jacobson ha venido en persona a llevarse al sospechoso.
—Como tú dices, todo encaja demasiado bien. ¿Por qué quieres saber exactamente si esos fanáticos tienen algún centro entre el American Colony y la puerta de Damasco?
—Porque hemos tardado dieciocho minutos en encontrar el coche y los secuestradores salieron del hotel American Colony en dirección sur.
—¿Cómo sabías que ése era el coche que han utilizado para el rapto?
—Un soplo con la matrícula y la marca. Otra vez se produjo un breve silencio; Natán lo aprovechó para apurar el whisky.
—¿El informe es muy extenso? —preguntó Miriam.
El comisario lo ojeó.
—Ocho o nueve folios.
—¿Por qué no los escaneas y me lo mandas por e-mail?
Natán no respondió, dudaba. Su relación con Miriam le permitía llamarla en plena noche y sincerarse, sin tapujos; sin embargo, entregar información de un caso que acababa de abrirse violaba todas las reglas del cuerpo.
—¿Lo quieres por alguna razón especial?
—No sé, Moshe. Mi instinto dice que hay algo que no encaja. Me gustaría conocer todos los detalles.
—¿Estás visible? —le preguntó de improviso.
—¿A estas horas?
—Si me invitas a un whisky, tardo veinte minutos en llegar.
—No te dejes atrás ningún papel.
El comisario Natán, reclinado en el asiento trasero del coche que lo llevaba a casa de Miriam, masculló una maldición antes de contestar. No conocía el número que aparecía en la pantalla y era más de la una.
—¿Dígame?
—¿Comisario Natán?
—¿Quién llama?
—Soy Barlow.
—¡Coño, Barlow! ¿Sabe usted qué hora es?
—La una, pero usted ha respondido al primer tono.
Natán se sintió como el cazador cazado, estaba recibiendo algo de su propia medicina.
—Supongo que será muy importante lo que tiene que decirme.
—Puedo facilitarle el lugar donde está Julia Strozzi, pero antes quiero toda la información que usted tenga.
Natán había enmudecido. ¿Cómo podía saber Barlow aquello? Ahora no podía decirle que estaba en el sitio adecuado en el momento justo. Amoscado, pensó que un periodista, cuyo deseo era una exclusiva, había sido su principal fuente de información. Era consciente de que ciertos periodistas podían tener canales de información vetados a la policía, recordó a «Garganta Profunda» en el caso Watergate o el papel jugado por la prensa británica en el affaire Profumo. Sin duda, Barlow pertenecía a esa estirpe.
—¿Qué quiere saber usted que lo sabe todo?
—Por ejemplo, quiero saber qué hacen esa joven y sus amigos en Israel y también todo lo que esos jóvenes saben acerca de la historia que el bisabuelo de Julia Strozzi cuenta en ese artículo de Il Corriere della Sera.
—Veo que está al tanto —ironizó el comisario.
—Lo suficiente como para servirle en bandeja que resuelva el caso limpiamente y sus superiores estén encantados con su eficacia. Pero todo eso tiene un precio.
—¡Maldito cabrón! —masculló el policía.
—¿Ha dicho algo, comisario? No he entendido bien sus últimas palabras. ¿Cuándo quiere que nos veamos?
—¡Ahora mismo! En media hora puedo tener montado un operativo.
—No vaya tan deprisa, no hay por qué precipitarse.
—¿Cómo que no vaya tan deprisa?
—La joven no corre peligro y es mejor tenerlo todo bien atado. ¿Qué le parece si desayunamos juntos?
El comisario resopló.
—¿Desayunar juntos? ¡Le aseguro que si le ocurre algo a esa joven, no habrá lugar en el mundo donde pueda esconderse!
—¿A las ocho en la cafetería del Dan Pearl, frente al Ayuntamiento?
Natán supo que no tenía otra elección.
—¡Sé donde está el Dan Pearl!
—Entonces, a las ocho. Sea puntual comisario.
—¡Séalo usted!
El coche llegó a la avenida Rabí Akiva, bordeó los jardines de la Independencia y enfiló la Heijal Schlomo. El conductor disminuyó la velocidad y preguntó:
—¿Dijo la calle Abarbanel, señor?
—El número catorce.
Un minuto después, Moshe Natán estaba pulsando la tecla 4 B en el interfono del bloque de apartamentos.
—¿Sí?
—Abre Miriam, soy Moshe.
Enfundada en un chándal, aguardaba en la puerta de su apartamento. Tenía un aspecto juvenil. Intercambiaron un beso en la mejilla y Moshe murmuró una disculpa.
—Anda, pasa.
El salón del pequeño apartamento que Miriam compartía con su gata, resultaba acogedor sin que nada en él llamase la atención. Sin preguntar, sirvió dos whiskies y ofreció el más generoso a Natán, que ya estaba acomodado en el sofá.
—Vamos a ver ese expediente.
Le entregó la carpetilla con las fotocopias del caso Strozzi y aguardó, bebiendo pequeños sorbos, a que Miriam se empapase de su contenido. Durante un cuarto de hora la antigua agente del Mossad estuvo concentrada en el informe. Cuando concluyó hizo un resumen del contenido. A Natán siempre le había llamado la atención su capacidad de síntesis; al final, añadió un comentario acerca del meollo de la cuestión:
—La clave está en conocer si la tal Julia sabe algo acerca de ese pergamino al que se refiere su bisabuelo, quien, efectivamente, era persona seria y reputada, cuyas opiniones eran muy valoradas, aparte de ser uno de los más cualificados especialistas de su tiempo en la técnica del strappo.
—Veo que te has informado.
—En internet está todo, aunque hay mucha basura y demasiada morralla. Pero es útil si sabes distinguir el trigo de la paja.
Mientras ella leía, Natán había reflexionado sobre la intempestiva llamada de Barlow. Después de algunas dudas, decidió contarle a Miriam la conversación del vestíbulo del American Colony. Miriam cogió la botella de whisky y rellenó el vaso de Moshe.
—Una pregunta.
—¡Dispara!
—¿Por qué acudisteis al hotel? Por lo que veo en el expediente, llegasteis unos minutos después que los secuestradores. ¿Cómo puñetas sabíais lo del secuestro?
—Nos dimos de bruces con él.
—Explícate.
—Había recibido órdenes de arriba para interrogar a Julia Strozzi.
—¿Órdenes de arriba? —Miriam había entrecerrado los ojos.
—De muy arriba.
—¿Por qué?
—Ese artículo ha despertado interés en más de un despacho.
—¿El gobierno también está interesado en hacerse con ese pergamino?
—Al parecer, alguien ha decidido no permanecer de brazos cruzados, por si las moscas.
—En la declaración de los amigos de Julia Strozzi, se dice que el interés de la joven por el Arca de la Alianza es algo reciente.
—¿Te sugiere algo?
—Tal vez también a ella la publicación del artículo de su bisabuelo le haya despertado la curiosidad.
Natán dio un largo trago a su whisky, después se pasó la lengua por los labios, como si quisiese no desperdiciar una gota del excelente licor.
—Ese interés es anterior.
—¿Por qué lo sabes?
—Está en el expediente.
—No.
—¿Cómo que no? —cogió la carpetilla y repasó los folios por dos veces—. ¡Maldita sea!
—¿Qué pasa?
—Falta una fotocopia, se habrá quedado en la mesa de mi despacho.
—¿Qué dice esa fotocopia?
—Una de las recepcionistas informó a mis hombres que Julia Strozzi recibió un correo electrónico en la dirección del hotel.
—¿Qué había en ese correo?
—El artículo de su bisabuelo. Parece ser que se lo ha enviado una tía suya, según se deduce del texto al que se adjuntaba el artículo. Julia Strozzi no ha tenido conocimiento de que II Corriere lo había publicado hasta esta misma tarde.
—¿Y cómo ha tenido noticia de ello? —Miriam no dejaba resquicio.
—Una respuesta provoca otra pregunta, ¿no?
—Es un viejo axioma.
—En este caso, mi respuesta es: no lo sé.
—Tienes que encontrar a esa joven. Ahí está la clave de todo.
—Cuando venía hacia aquí ha sonado mi teléfono. Era de nuevo el periodista del vestíbulo del hotel, ese tal Barlow.
—¿A la una? —preguntó sorprendida.
—Sí.
—¿Qué quería?
—Afirma conocer el sitio donde está Julia Strozzi.
La ex agente del Mossad se quedó mirándolo con cara de incredulidad.
—Entonces, ¿se puede saber qué haces aquí?
—No me lo dirá hasta mañana. Sostiene que no hay riesgo para su vida.