Capítulo XX

ROSELLÓN, junio de 1123

 

Permanecieron en la cabaña durante dos días, el tiempo que duraron las lluvias que siguieron a la tormenta. Al pintor le costó un gran esfuerzo partir y a punto estuvo de decirle al cantero que aguardaría allí su regreso, para continuar el camino hacia Jaca. También Lucila había lamentado que Aldo se marchase.

Pasaron tres días, uno más de lo acordado, sin que regresasen. Lucila estaba cada vez más impaciente y desde el segundo día no dejaba de subir hasta la cresta de la colina que ocultaba su choza a los ojos de los caminantes que transitaban por la vieja calzada romana. Desde aquella altura, se dominaba un amplio panorama. La mañana del tercer día, presa de una ansiedad que en su corazón sólo tenía una explicación, llegó a la conclusión de que algo inesperado había ocurrido porque no quería creer que Aldo se hubiese marchado para siempre.

Por la tarde, mientras se afanaba en recoger algunas plantas, por distraer su mente y aprovechar el frescor que llegaba con la caída del sol, un sexto sentido la alertó: alguien se acercaba. Con disimulo, para no aparentar miedo, miró con el rabillo del ojo y vio avanzar una silueta. Bajaba por la colina con paso alegre y se aproximaba rápidamente. Notó cómo su cuerpo se agitaba y el corazón le daba un vuelco.

Aquellos días en que una creciente ilusión había dado paso a una tensión angustiosa conforme se alargaba la espera, se habían convertido en una prueba de fuego. La imagen de Aldo no se había apartado un instante de su mente. Lo tenía tan fijo en su recuerdo que sus facciones se le habían vuelto borrosas, como si la intensidad de sus pensamientos las hubiesen desgastado.

Hubo un momento en que dudó si era a quien esperaba desde el mismo instante de su partida, pero sabía que su corazón no podía engañarla. Miró hacia el viajero, era Aldo y venía solo. Estaba a menos de un centenar de pasos cuando el pintor le hizo señas agitando su brazo. Lucila sacudió las raíces del beleño que sostenía en su mano para quitarle la tierra y colocó la planta en el cesto, sintiendo los latidos de su corazón. Aldo se detuvo a unos pasos y se quedó mirándola. Había desaparecido el desaliño de su aspecto: acicalada, Lucila era una mujer hermosa.

Con la voz entrecortada le preguntó:

—¿Cómo estás?

Ella se encogió de hombros y dirigiendo una significativa mirada hacia el cesto murmuró:

—Ya ves, trabajando.

—¿Todo ha ido bien?

—Sí.

Aldo se acercó, la miró a los ojos y pasó la yema de su dedo por sus labios entreabiertos, luego la besó, suavemente primero y después con pasión, mientras ella acariciaba su espalda. Así pasaron unos minutos, sin decir palabra. No era necesario. Cuando deshicieron el abrazo, se cogieron de la mano y caminaron hacia la choza.

—¿Y Arnulfo? —preguntó Lucila con la respiración todavía agitada por la emoción del momento.

—Se ha quedado en Perpiñán.

—¿Por alguna razón?

—Nos ha salido un trabajo.

—¿A los dos?

—A los dos —confirmó Aldo.

—¿Eso significa que abandonáis vuestro proyecto de marchar hacia tierras de Aragón?

—En absoluto. Sólo permaneceremos en Perpiñán durante unas semanas.

—Eso no lo teníais previsto.

—Las cosas casi nunca suceden como las planificas.

—¿Puede saberse qué ha ocurrido? Aunque mejor me lo cuentas después, primero come algo y descansa.

—Me vendrá bien, no he parado de caminar desde que salí de la ciudad.

—¿Cuándo saliste?

—Antes del mediodía.

—¿No has comido en todo el trayecto?

—No he probado bocado.

—¿Por qué?

—No quería detenerme, tenía ganas de llegar.

—¿Por qué?

—Estos días en Perpiñán se me han hecho eternos, era como si el tiempo se hubiese detenido. Me habría gustado atarlo con una cuerda y arrastrarlo con fuerza para que las horas fuesen minutos y los minutos segundos.

Lucila sintió un regocijo interior. Aldo había experimentado lo mismo que ella.

—¡Vamos, vamos, pasa! Te prepararé algo, necesitas reponer fuerzas.

Al entrar en la cabaña, reparó en que el desorden imperante había desaparecido. Todo estaba limpio y cada cosa en su sitio, el ambiente era acogedor.

Lucila atizó el fuego. Al incorporarse, él la tomó por la cintura, la abrazó con fuerza y la volvió a besar. Luego, poseídos por una fuerza irresistible se desnudaron el uno al otro e hicieron el amor con pasión de jóvenes y dieron rienda suelta al deseo largamente acariciado durante aquellos días.

—¿Te han dicho que eres una mujer muy hermosa? —le comentó, pasándole el dedo suavemente por la nariz y bajándolo lentamente por los labios, la barbilla, la garganta y el canal que formaban sus hermosos pechos.

—Sí, hace mucho tiempo.

—¿Cuándo?

—Todavía estaba en Milán, pero quién me lo dijo no tenía buenas intenciones.

—¿Por qué lo dices?

—Porque intentó violarme.

—¿Quién fue?

—El dueño del almacén.

—¡Bastardo!

—Esa fue la razón por la que desaparecí de forma tan súbita. Quiso convertirme en su barragana.

—¿Qué hiciste?

—Rechacé su propuesta y el muy canalla me denunció al juez acusándome de sisarle dinero de la caja. Cuando el magistrado me llamó para que fuese a declarar, supe que acabaría en la cárcel o en la cama de aquel canalla. Me escapé, aprovechando que en la Pataria los tejedores se habían amotinado y las autoridades estaban pendientes de aplastar la revuelta. Huí de Milán sin dar explicaciones.

—¿Cómo llegaste hasta aquí?

—Por pura casualidad.

—Cuéntamelo.

—Cuando salí de Milán, me incorporé a una caravana de mercaderes que se dirigía a Lyon. Tuve que darles la mitad de mis ahorros. Llevaban un cargamento de paños y pieles. Entre los viajeros iba una mujer con la que, desde el primer momento, trabé una relación amistosa. También ella era una acogida en la caravana e igual que yo hubo de pagar un alto precio por disfrutar de la protección que la escolta de los mercaderes proporcionaban a los viajeros. Ella viajaba a Perpiñán y como no tenía preferencias por ningún lugar, decidí acompañarla. Era una mujer extraordinaria.

—¿Has dicho era?

—Murió hace un año, fue horrible.

—¿Qué ocurrió?

Lucila no contestó y Aldo se limitó a preguntar:

—Has dicho que era una mujer extraordinaria, ¿por alguna razón especial?

—Sabía leer y escribir, también conocía las propiedades de las plantas; en realidad, se ganaba la vida confeccionando pociones, ungüentos, cremas y jarabes. Pero lo más sobresaliente era su bondad. Siempre estaba dispuesta a hacer el bien, sin pedir nada a cambio. Se llamaba Brunilda y, aunque ella no me lo dijo, yo creo que era de ascendencia noble. Éste era el lugar donde ella vivía. Aquí confeccionaba sus pócimas y hasta aquí venía la gente en busca de remedio para sus males.

—Cuando he llegado estabas recogiendo plantas. —Aldo paseó su mirada por las escudillas y los tarros que había en las baldas y en los manojos de plantas colgados de las paredes—. ¿Te enseñó ella sus propiedades y cómo confeccionar todas esas mixturas?

Quedaron en silencio y, al cabo de un rato, Aldo la besó en la frente.

—Creo que me he enamorado de ti.

Lucila sintió un aleteo en su estómago, lo miró a los ojos y lo besó en los labios.

—¿Quieres repetirlo?

—Te quiero, Lucila.

La herbolera cerró los ojos, se sentía en una nube. Aldo le preguntó con la voz temblorosa:

—¿Tu sientes algo por mí?

Se abrazó a él y lo beso en los labios, en la mejilla, en el cuello. Era tanta su alegría que estaba a punto de desbordársele por los ojos.

—He contado los minutos desde que te marchaste. No he dejado de pensar en ti.

—¿Quiere eso decir que me amas?

Lucila le sujetó la cabeza entre las manos y lo miró fijamente.

—¿Crees que me hubiese acostado contigo si no te amase?

Permanecieron fundidos en un abrazo durante mucho rato, hasta que Lucila saltó del lecho, se puso la saya y comenzó a preparar una sustanciosa cena.

—Supongo que ahora tendrás más hambre que cuando llegaste. ¡Llevas todo el día sin comer!

—Primero, un poco de agua.

Aldo se ajustó sus calzones y se ciñó el amplio cinturón donde ocultaba el pergamino y la carta, pero no se puso la camisa. Se sentía acalorado. Luego, con una escudilla rebosante de agua en su mano, se sentó en un escabel que había cerca de la puerta y contempló la puesta de sol. El cielo era de un azul que había ganado intensidad al perder luminosidad. En el horizonte marcado por la colina se vislumbraban unos tonos rojizos que anunciaban el crepúsculo.

Su espíritu, por primera vez en mucho tiempo, estaba sosegado. Lo embargaba una serenidad que jamás había experimentado. Su vida, desde que su maestro lo introdujo en la hermandad de los patarinos, había sido un sobresalto permanente. Pensó que aquello era la felicidad que los clérigos consideraban como imposible de alcanzar en esta vida.

Lucila preparaba la comida y lo observaba atentamente. Disfrutó viéndolo saciar su sed de forma pausada. Aldo no era un hombre como los demás, todo lo hacía con suavidad, hasta en el amor se mostraba reposado. Mientras cortaba unas finas rebanadas de pan y pelaba unos ajos para preparar una sustanciosa sopa, le preguntó:

—¿En que consiste ese trabajo en Perpiñán?

—Necesitan canteros para trabajar en las murallas y han contratado a Arnulfo; están mejorando los muros y los torreones en la parte este. Por la ciudad circulan toda clase de rumores.

Lucila dejó de cortar el pan.

—¿Qué rumores?

—Dicen que pronto habrá guerra.

—Habladurías, llevo escuchando esa cantinela desde que llegué aquí.

—Quizás, pero lo cierto es que ofrecen trabajo en buenas condiciones. Arnulfo lo rechazó y entonces mejoraron la propuesta inicial. Dijo que tenía trabajo en Aragón y que se había comprometido a hacer el camino con un amigo.

—¿Ha aceptado o no?

—Uno de los consejeros del burgomaestre fue muy astuto.

—¿Por qué lo dices?

—Me buscaron.

Lucila removía el puchero, donde había echado un puñado de hierbas aromáticas y se disponía a estrellar dos huevos, se incorporó y lo miró extrañada.

—¿Sabes algo de cantería?

—¡Oh, no! El trabajo que me han ofrecido es como pintor.

—¿Quieren pintar las murallas? —ironizó a la par que echaba las rebanadas de pan en unos cuencos y probaba el caldo con la punta de la lengua.

—Quieren que pinte un frontal para el altar mayor de una de las iglesias, la que está dedicada a María Magdalena. Por eso he venido.

Lucila, que ya tenía un cuenco en la mano, le preguntó con segunda intención.

—¿Sólo has venido para decirme que te han encargado un frontal?

Aldo se acercó a ella.

—Ya conoces la principal razón de mi venida.

Con mucha delicadeza retiró la escudilla de sus manos y la dejó sobre la mesa. Luego la miró a los ojos, la tomó por los hombros y acercando su rostro, rozó sus labios. Fue ella quien completó un prolongado beso.

 

 

 

Poco después de que despuntase el alba, Aldo salió de la cabaña y encaminó sus pasos hacia la laguna, estaba a poco más de doscientos pasos. Abandonó el lecho que había compartido con Lucila sin hacer ruido para no despertarla. Necesitaba lavarse.

Disfrutaba del placer del agua cuando una bandada de ánades levantó el vuelo desde uno de los cañaverales que bordeaban la ribera del lago, un ligero chapoteo delató la presencia de Lucila que se limitó a mojarse los pies, no sabía nadar. Aldo se acercó hasta ella, juguetearon en la orilla y su saya de lino acabo empapada y pegada a su cuerpo, marcando unas formas rotundas. Buscaron un lugar entre los cañaverales y se recrearon gozosos antes de hacer otra vez el amor.

El sol estaba alto y les calentaba la espalda cuando, hambrientos, regresaron a la cabaña. Aldo daba vueltas a una idea que tomaba cada vez más cuerpo en su cabeza, pero no sabía cómo plantearla.

Mientras comía un trozo de queso untado en miel y una rebanada de pan, las palabras salieron entrecortadas de su boca.

—¿Quieres… quieres venirte conmigo?

Inclinada sobre la chimenea, dejó de remover las brasas, sin volverse.

—¿Qué quieres decir?

—Que si quieres venirte conmigo, ahora.

—¿A Perpiñán?

—Sí.

Se incorporó y dejó vagar la mirada por la cabaña. Llevaba allí más de ocho años en una vida que tenía mucho de anacoreta. Conocer a Brunilda había sido un regalo del cielo y, en cierto modo, a su memoria debía el respeto que le profesaban las gentes de la comarca. También le ayudó haber salvado la vida de un pequeño al que todos daban por muerto y proporcionado a los pastores de la zona algún alivio para sus enfermedades. En poco tiempo, su imagen adquirió un halo de misterio que la envolvía como un manto protector. Sin embargo, era consciente de que esa situación podía cambiar en cualquier momento. Alguien podía llamar a la puerta de su cabaña con malas intenciones y, en realidad, no era más que una mujer solitaria e indefensa.

 

 

 

La casa estaba muy cerca del adarve de la muralla y también próxima a la iglesia donde Aldo trabajaba. Era una vivienda pequeña, pero confortable. Comparada con su choza, podía considerarse un palacio. Tenía dos plantas y un pequeño patio por el que entraba la luz desde que apuntaban los primeros rayos del sol; allí un frondoso limonero llenaba de aromas la casa. Arnulfo ocupaba una sala en la planta baja y Lucila había convertido la de arriba en un hogar para ellos dos.

Aunque su trabajo en el retablo no le llevaría más de tres semanas, permanecerían dos meses porque ése era el tiempo que el cantero tenía comprometido; vivirían en Perpiñán por lo menos hasta septiembre. Aldo y Lucila eran felices.

Una mañana en que Arnulfo se había ido temprano para aprovechar el frescor de la mañana y Lucila había ido a comprar al mercado de la plaza de Santa María, Aldo aprovechó para sacar de su cinturón la vejiga de cerdo donde guardaba el pergamino y la carta con la intención de ocultarlos junto a la chimenea, en un escondite bajo una de las piedras. Desde hacía algunos días, le asaltaba una duda sobre si debía confiarle a Lucila el secreto.

Aquella noche, mientras cenaban, Aldo se extendió en detalles sobre su trabajo.

—Estoy decidido a convencer al párroco para que modifiquemos la distribución de las imágenes del retablo. No podemos seguir repitiendo siempre los mismos modelos, ni utilizar los mismos colores, ni representar las mismas escenas.

—¿A qué te refieres? —preguntó Lucila.

—Me gustaría sustituir al Pantocrátor del centro por otra figura.

—¿Una imagen de la Virgen? —preguntó Arnulfo llevándose a la boca un trozo de queso.

—No, eso sería una variación sobre los mismos temas que siempre se repiten.

—¿Entonces?

—Me gustaría dedicar la parte principal a la santa titular de la iglesia, a María Magdalena.

A Lucila se le contrajo el rostro y Arnulfo lo miró alarmado.

—Eso no se ha hecho nunca. ¿Acaso pretendes cambiar las normas? —le preguntó el cantero.

—Ya lo creo.

Arnulfo dio un trago al vino de su cubilete y movió su cabeza con aire de preocupación.

—Ten cuidado, amigo. Ése es un camino peligroso.

Aldo miró a Lucila que guardaba silencio y mantenía la cabeza gacha.

—¿Peligroso? ¿En qué sentido?

—Los clérigos no desean innovaciones —sentenció el cantero—. Están en contra de cualquier viento que anuncie cambios. Son los más interesados en que las cosas se mantengan como están.

—Por supuesto, desean seguir rezando y que nosotros trabajemos para darles de comer a ellos y a los señores que se dedican a la guerra cuando están aburridos o tienen que dirimir sus diferencias. Sin embargo, no comprendo qué problema puede representar que la imagen central de un frontal, en lugar de estar dedicada a Cristo, lo esté a una de las santas que la Iglesia ha elevado a los altares.

—Supone una novedad. Es difícil que ese párroco la acepte. Tú eres de Milán. Ya sabes lo que ocurrió allí cuando algunos clérigos y las gentes del pueblo se enfrentaron al obispo y su camarilla para cambiar el lujo en que vivían por una forma de vida más evangélica.

—Eso era un cambio de grandes proporciones —señaló Aldo—. Esto… esto que yo planteo es una insignificancia.

—No te confundas, Aldo. No quieren cambios, ni grandes ni pequeños.

El pintor dejó escapar un suspiro, dio un sorbo a su vino y chasqueó la lengua.

—Este vino es excelente, ¿dónde lo has comprado?

Lucila continuaba cabizbaja y Aldo la miró extrañado.

—¿Te ocurre algo?

—¿Se lo has propuesto ya? —preguntó con la voz trémula.

—¿A qué te refieres?

—A la imagen del frontal.

—Pienso hacerlo mañana. No veo problema en ello. La gente de estas comarcas le tiene mucha devoción a María Magdalena.

—Si no lo has hecho, no lo hagas, por favor.

Era una súplica. Aldo la tomó por la barbilla y alzó su rostro. Las lágrimas afloraban a sus ojos y a duras penas podía contenerlas.

—¿Qué te ocurre?

—Nada. —Lucila se llevó a la boca su cuchara llena de gachas, pero se le formó un bolo que le pasó por la garganta con muchas dificultades.

—Por el amor de Dios, Lucila, dime qué te ocurre.

—Vamos a estar en Perpiñán sólo unas semanas. Creo que no merece la pena que te compliques la vida.

—Soy de la misma opinión —Arnulfo vació de un trago el vino de su cubilete.

—Pero, bueno, ¿qué es lo que pasa aquí? Únicamente he planteado una posibilidad. Lo que pretendo es convencer al párroco para que dedique el frontal a María Magdalena. —Aldo se puso de pie—. ¡No estoy proponiendo ninguna clase de herejía! No sé en qué puedo complicarme la vida por hacer una propuesta que, si no es bien recibida, caerá en el olvido y pintaré un Pantocrátor o lo que desee el párroco. ¡Al fin y al cabo, quien paga es él! —exclamó con desgana.

—¿Le has sugerido algo? —Lucila estaba muy nerviosa.

—Todavía no, ya te he dicho que pienso hacerlo mañana. Hoy me he pasado el día lijando la madera y ensamblando las tablas. Ni siquiera mañana comenzaré a pintar. Primero tengo que aplicar barnices y resinas, y después preparar el estofado.

—No lo hagas, te lo suplico —Lucila estaba angustiada. Aldo tomó su mano entre las suyas y notó que estaba fría. La besó con ternura y trató de sosegarla.

—Si ése es tu deseo, puedes estar tranquila. No diré nada.

Lucila dejó escapar un suspiro y de su boca salieron unas palabras de agradecimiento.

—Pero ha de ser con una condición.

—¿Cuál?

—Quiero saber la causa de tu angustia.

El cantero, que ya había terminado su condumio, se dio cuenta de que estaba de más, por lo que se levantó y murmuró una despedida:

—Es mejor que me acueste. Mañana me espera un buen día. Y tú, amigo mío —señaló al pintor con su dedo índice—, no te metas en conflictos.

La voluminosa humanidad del cantero desapareció camino de su alcoba.

Una vez solos, Aldo abrazó a Lucila y le susurró al oído:

—¿Quieres contarme lo que te ocurre? Creo que tus angustias van mucho más allá de mi propuesta al párroco.

—Hacer proselitismo sobre María Magdalena es algo muy peligroso en estas tierras.

—No te entiendo. Yo no pretendo hacer proselitismo de ninguna clase. Si me he referido a María Magdalena es porque la iglesia está dedicada a esa santa. El párroco, además, me parece persona instruida. Me ha referido en un par de ocasiones su predilección por ella. ¡A mí me da igual la Magdalena que san Pedro! Lo que deseo es innovar y ese cura no es reacio a ciertos planteamientos.

El pecho de Lucila se agitaba como un fuelle.

—Ten mucho cuidado, te puede estar tendiendo una trampa.

—Sigo sin comprender. ¿Por qué dices eso?

—Porque en estas tierras se ha difundido un culto muy especial a María Magdalena y el obispo ha desencadenado una persecución contra quienes se muestran devotos.

—No he escuchado comentario alguno.

—Tampoco llevas tanto tiempo por aquí. La gente no suele hablar de estas cosas y mucho menos con extraños.

Aldo asintió con ligeros movimientos de cabeza, en eso Lucila llevaba razón y tal vez también la tenía cuando decía que el párroco podía estar tendiéndole una trampa. Se acordó de fray Remigio, su experiencia con el monje había terminado muy mal.

—¿Has dicho que hay gentes que rinden un culto especial a María Magdalena?

—Sí.

—¿Qué tiene de especial ese culto? —Aldo vio cómo Lucila se asomaba a la escalera para cerciorarse de que Arnulfo estaba en su alcoba—. ¿Qué haces?

—Asegurarme de que no hay oídos indiscretos.

—¡Por el amor de Dios, Lucila! ¡Arnulfo es mi amigo!

—¡También lo era Brunilda de ese maldito canónigo que el diablo confunda!

—¿Brunilda? ¿Tu amiga?

—Sí. Ella era una devota de María Magdalena.

—Pero… pero… —Aldo estaba cada vez más confundido.

—A Brunilda la mataron por orden de ese malvado. La detuvieron, la encerraron en una mazmorra del palacio del obispo y la conminaron a que delatase a sus hermanos de creencias. Ella se negó y la sometieron a toda clase de presiones. Primero pensaron que el encierro y la incomunicación acabaría derrumbándola; luego, apenas si le daban un mendrugo de pan y una escudilla de agua. Al ver que no conseguían nada con tales procedimientos, la torturaron en el potro, le dislocaron las articulaciones de las piernas y le rompieron los huesos. Fue tal su sufrimiento que, sintiendo que sus fuerzas flaqueaban, una noche se arrancó la lengua para no hablar.

—¿Cómo sabes que le hicieron todo eso? —Aldo estaba horrorizado.

—Porque cuando supieron que no podrían obtener una confesión, me avisaron para que fuese a recogerla. Era como un perro apaleado. La habían convertido en una piltrafa.

El recuerdo hizo que no pudiese contener las lágrimas y rompió en sollozos. Aldo la consoló y aguardó a que se sosegase.

—¿Cómo pudo contarte lo que le habían hecho si no podía hablar?

—El camino hasta la cabaña fue una pesadilla. Tenía las piernas rotas y no era capaz de sostenerse en pie. Cargué con ella como pude, no quería que la gente que la conocía y la respetaba la viese en aquel estado. Conseguí que un cerero que viajaba hacia Barcelona la acomodase en su carreta. Tuve que pagarle cuatro sueldos. Había explicado su ausencia sin levantar sospechas porque ella viajaba con frecuencia y a nadie le extrañó. No hay palabras para contar lo que fueron aquellas horas. Cuando llegamos a la cabaña la acomodé en el camastro e hice lo poco que pude para aliviar sus dolores. Luego me dispuse a esperar la llegada de la guadaña. Al cabo de unas horas, pareció recuperarse algo y por señas me indicó que deseaba escribir. Con la mano agarrotada sacó fuerzas de donde no las tenía y escribió lo que te he contado. También me dejó unas líneas para entregárselas a una de sus correligionarias. Murió poco después. Jamás olvidaré la serena expresión de su rostro cuando expiró.

—¿Qué tiene de especial ese culto a María Magdalena?

Lucila bajó instintivamente la voz:

—¿Has visto imágenes de Nuestra Señora cuyo rostro es negro?

—Alguna sí.

—No representan a María, la madre de Jesús.

—¿A quién, entonces?

—A María Magdalena, la esposa de Jesús.

—¡Qué locura es ésa!

—Ése es el centro de la creencia de los devotos de María Magdalena. Sostienen que Jesús y María Magdalena estaban casados, afirman que así estaba recogido en antiguos documentos, incluso más antiguos que los propios Evangelios. La iglesia de Roma los destruyó sistemáticamente. Por toda esta comarca circulan leyendas en las que se afirma que después de la crucifixión, María Magdalena, acompañada entre otros por José de Arimatea, llegó a estas costas…

—¿A Perpiñán?

—No, a la Provenza. Como te decía, llegó acompañada de algunas personas y con ella venían dos hijos de su matrimonio con Jesús.

—¡Eso es una locura! —exclamó Aldo.

—No digo que no lo sea, simplemente te cuento lo que sostienen los seguidores de María Magdalena.

Durante un buen rato Aldo permaneció en silencio, hasta que farfulló:

—Creía que el color negro de esas vírgenes se debía al humo de las velas.

—En ese caso, ¿por qué unas se oscurecen y otras no?

—Tienes razón. Ese planteamiento es difícil que sea aceptado por los clérigos, no admiten argumentos diferentes a los que han establecido como la verdad.

—¿Lo dices por algo en concreto?

Aldo asintió:

—También yo tengo una experiencia muy negativa de lo que supone enfrentarse al poder del clero. Ésa es la razón por la que abandoné Milán.

—Parece que ésta es noche de confidencias —comentó Lucila algo más sosegada después de haber descargado el peso de la terrible historia de Brunilda.

—Supongo que has oído hablar de los patarinos —comentó Aldo.

—Por supuesto, son los habitantes del barrio de los tejedores milaneses. Hasta mis oídos llegó el rumor de que hubo grandes revueltas, que la gente de la Pataria se había rebelado para conseguir mejoras en sus condiciones de trabajo.

—Eso es cierto, pero sólo en parte. El origen de la revuelta tenía un trasfondo religioso. Luego, cuando las cosas se calmaron, el obispo y sus secuaces se tomaron cumplida venganza. Entre los que pagaron con su vida estaba mi maestro.

—¿Gregorio el bizantino murió en la revuelta?

—En la revuelta no. Su historia es similar a la de tu amiga Brunilda. Otro clérigo, en quien había depositado su confianza, le tendió una trampa. El obispo lo había introducido en las filas de los patarinos y Gregorio confió en él. Hablaban sobre la pobreza evangélica, sobre el valor de la caridad y acerca de la idea de un Dios más misericordioso que justiciero. Un Dios que fuese luz del mundo y guía de los pecadores, antes que un juez que los arrojase a la oscuridad del abismo.

—¿Qué ocurrió?

—Cuando lo tuvo atrapado en sus redes, lo denunció y fue detenido. Lo sometieron a un duro interrogatorio. Elaboramos a toda prisa un plan para liberarlo, pero todo salió mal. Teníamos más voluntad que experiencia y, además, también a nosotros nos traicionaron. El resultado fue varios muertos, muchos heridos y detenidos, y algunos fugitivos.

—¿Fue entonces cuando te marchaste de Milán?

—Sí. Aproveché las sombras de la noche para descolgarme por la muralla y corrí campo a través durante horas. Cuando despuntó el sol había recorrido más de cinco leguas. Busqué refugio en Brescia, pero hasta allí me persiguieron y tuve que huir de nuevo. En cuatro días, llegué a Rávena y empleé casi todo mi dinero en adquirir el pasaje en una galera que zarpaba al día siguiente. Así fue como di con mis huesos en Jerusalén junto a un grupo de peregrinos que deseaban visitar Tierra Santa.

Lucila lo abrazó con ternura y así permanecieron hasta que ella le susurró al oído:

—Prométeme que mañana serás cauto.

—Lo seré, aunque ese párroco parece buena persona.