Capítulo XXXIV
JULIA, tendida en el camastro, se sobresaltó al escuchar ruido al otro lado de la puerta. Perdió la noción del tiempo y, sumida en la oscuridad, había permanecido en vela, angustiada y hambrienta.
Rendida por el cansancio, estaba somnolienta cuando escuchó que hurgaban en la cerradura. Fuera alguien profería gritos. Una mortecina penumbra inundó su encierro, pero la joven cerró los ojos, molesta por la suave luz; quien entró, lo hizo de forma violenta. Se temió lo peor. Daniel le había anunciado que con la información también le sacarían la piel.
—¿Julia Strozzi? —preguntó una voz.
Se encogió adoptando una posición fetal, esperando que le llegase el primer golpe. La voz repitió la pregunta:
—¿Julia Strozzi?
—Soy yo —con dificultad abrió los ojos y atisbo en la penumbra una sombra que inspeccionaba el cuarto de aseo.
—No tiene nada que temer, señorita. —La sombra palpaba, buscando el interruptor de la luz, pero habían cortado el fluido—. ¡Una luz! —gritó la sombra—. ¡Que alguien traiga una luz!
Instantes después, un potente haz inundó la habitación. Julia, sin comprender lo que estaba ocurriendo, se tapó el rostro con el brazo cuando la luz se concentró sobre el lecho. Lentamente lo apartó y abrió los ojos. Su imagen era lamentable: tenía el pelo apelmazado, los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto y la vigilia, el rimel se le había corrido y le manchaba el rostro. En el dormitorio ya había tres hombres: uno vestía de forma desaliñada y los otros dos uniformados.
—No tema, somos la policía.
Permaneció inmóvil, temiendo que fuesen a golpearla. Se tapó el rostro con las manos y comenzó a llorar. Fuertes espasmos sacudían su cuerpo.
Poco después apareció una mujer de uniforme que pertenecía al servicio de psicología de la policía de Jerusalén y hablaba un italiano mucho más fluido que el del comisario. Se llamaba Ruth Amselem.
—Tranquilícese, señorita, hemos venido a liberarla. El peligro ha pasado. Mi nombre es Ruth y éste es el comisario Moshe Natán. ¿Quiere un poco de agua?
Julia asintió con un movimiento de cabeza, sin apartar las manos de su cara. Poco a poco, sus ojos se fueron acostumbrando a la penumbra y las palabras de la psicóloga hicieron algún efecto. De repente, se encendió la luz de la habitación y Julia se sobresaltó. Poco después, un agente entró con una botella de agua y el comisario se la ofreció a la joven.
—Creo que es mejor que nos dejen solas, señor. Está muy nerviosa. Lo primero es que se tranquilice y recupere la confianza.
—Procure no entretenerse, necesitamos que nos dé información lo antes posible. Aguardo fuera.
—Haré lo que esté en mi mano, pero ya sabe, en estos casos, las prisas no son buenas.
Mientras la psicóloga hacía su trabajo, el comisario aprovechó para realizar una inspección ocular ayudado por uno de sus hombres. Las señas facilitadas por Barlow coincidían con un pequeño taller de reparación de electrodomésticos, donde no había actividad desde hacía algún tiempo, según se deducía de la capa de polvo depositada por todas partes. Habían forzado la puerta e invadido el local sin encontrar el menor indicio de la raptada; por un instante, tuvo la sensación de que Barlow le había tomado el pelo hasta que en la trastienda encontraron una trampilla cuyas escaleras conducían a un pequeño sótano, donde había un descansillo, un despacho impersonal, con una mesa sobre la que había un reloj y un teléfono móvil, y una silla; y el dormitorio donde habían encontrado a la joven.
El comisario aguardó pacientemente a que Julia se tranquilizase, al menos lo suficiente como para que pudiese responder a un interrogatorio. Cuando la psicóloga lo llamó le hizo una propuesta:
—Creo que sería mejor sacarla de aquí. Ya sabe… factores ambientales.
—¿Dónde está?
—En el cuarto de aseo, mejorando un poco su imagen. Le he prestado algunos cosméticos. Mejor la esperamos fuera.
Cuando apareció, con mejor aspecto, paseó la mirada por el despacho.
—¡Ese móvil y ese reloj son míos!
—Puede quedárselos.
El comisario percibió que algo iba mal.
—¿Se encuentra bien?
Julia señalaba aturdida una de las paredes, pero no decía nada.
La psicóloga le repitió la misma pregunta en un tono más familiar, como si fuesen viejas compañeras:
—¿Te encuentras bien Julia?
—Aquí hay algo que no encaja.
—¿Qué quieres decir?
—Ahí —señaló la pared que quedaba a su derecha—, había una estantería.
El comisario miró la pared.
—¿Una estantería dice?
—Abarrotada de rollos.
—¿Está segura?
—Completamente.
Se asomó a la entrada y creció su sorpresa.
—¡No es posible!
—¿Qué no es posible?
—¡Aquí había un salón mucho mayor! Se llegaba hasta él a través de un patio, al que se accedía por unas escaleras. Recuerdo que conté el número de los peldaños: treinta y dos. Había un individuo vestido como los rabinos que oran ante el Muro de las Lamentaciones.
El comisario y la psicóloga intercambiaron una mirada.
—¿Creen que estoy loca?
—No digas eso, Julia —la voz de Ruth era suave, sosegada—. Pero es posible que algunas de esas cosas sean fruto de la tensión, de los nervios. A veces la mente nos juega malas pasadas y creemos haber visto cosas que no coinciden con la realidad.
—Llegamos hasta aquí después de recorrer largos pasillos y cruzar una… una especie de templo, en cuyas paredes estaban representadas escenas del Antiguo Testamento.
—Han podido drogarla —susurró la psicóloga al oído del comisario.
—¿Adonde conducen esas escaleras? —preguntó Julia.
—A un pequeño taller de electrodomésticos que da a la calle.
—¡Dios mío! ¿Cómo es posible? Esto… esto no era. Yo… yo creo… creo…
Julia se apretó la cabeza con las manos y se desplomó sin sentido.
—¡Adelante! —gritó el comisario.
Por la puerta se asomó un agente uniformado.
—Señor, aquí tiene el informe que había pedido.
—¿Qué dice, Williamson?
—La división de las fincas, según los planos de la Oficina de Propiedades Urbanas, coincide con lo que hemos visto.
—¿Y sobre ese centro que la Hermandad del Templo tienen en la zona?
—Lo hemos confirmado, señor. Junto a la catedral de San Jorge, pero queda algo desplazado del lugar donde hemos rescatado a la joven italiana.
Natán golpeó en la mesa con la palma de la mano.
—¡Esos canallas la han drogado! ¡Esa muchacha cree haber vivido cosas que sólo existen en su mente!
—Me temo, señor, que, en estas condiciones, su declaración va a servirnos para muy poco —añadió Williamson.
—Todo está tan revuelto, tan confuso, tan embrollado que llegar al fondo de lo que aquí está pasando va a resultar poco menos que imposible.
—¿Lo dice por algo en concreto?
—Por algo no, Williamson, por casi todo. ¡Aquí nada encaja! ¡Todo se deshace entre las manos! ¿Es normal que ese taller lleve tres meses cerrado y no haya rastro de dicha empresa? ¿Que entre el vecindario no puedan aportarnos información? ¿Es normal que lleguemos al lugar donde la retienen secuestrada y no haya nadie, ni siquiera un puto vigilante?
—Desde luego resulta muy extraño, señor.
—¿Significa eso que sus secuestradores ya habían conseguido lo que pretendían?
—Lo ignoro, señor.
—¿Les había avisado alguien de nuestra llegada y…? —Natán no terminó la frase.
—¡Barlow! ¡Maldito cabrón! ¡Si me hubiese avisado antes…!
Williamson lo miró sorprendido.
—No entiendo que quiere decir, señor.
—¡Ni falta que hace!
El comisario se levantó, cogió su chaqueta que colgaba de una percha y salió del despacho como si se hubiese declarado un incendio. La barba ensombrecía cada vez más sus mejillas.
—¿Se marcha señor?
Natán no respondió, ya marcaba un número en su teléfono móvil.
—¡Miriam, tengo que verte! ¡Es muy urgente!
—Estoy en mi oficina.
—¿Podríamos vernos en un lugar más discreto?
—¿Qué ocurre?
—Necesito hablar contigo.
—¿Te vale mi apartamento?
—¡Eres un tesoro! Allí, dentro de media hora.
Miriam deseaba preguntarle por la liberación de Julia Strozzi, pero no pudo hacerlo. Moshe había cortado y gritaba:
—¡El coche! ¡Williamson, necesito el coche!
Mientras salía de la comisaría, donde la actividad era frenética, dando zancadas de un metro, se le acercó un inspector.
—¿Ha oído la radio?
—¡Eso lo dejo para los que no tienen otra cosa que hacer!
—Acaban de dar la noticia de que, según un diario italiano, se puede conocer el paradero del Arca de la Alianza.
—¿Qué dicen exactamente?
—Sólo eso, no dan más detalles.
—¿Señalan alguna fuente?
—Utilizan la muletilla de siempre: «Fuentes de toda solvencia».
—Esperemos que no nos compliquen la vida —pensó en Barlow. Si lo había escuchado podía estar furioso.
Miriam y Moshe coincidieron en la puerta del apartamento. En aquel momento, sonó el móvil del comisario.
—¿Dígame?
—Soy Ruth, señor.
—¿Ocurre algo?
—Julia Strozzi ha recobrado el conocimiento.
—¿Ha dicho algo?
—Sigue sosteniendo la misma versión. Afirma haber recorrido galerías subterráneas, haber visto una especie de templo, cruzado un patio, subido los treinta y dos escalones y que había un rabino que habló por un interfono con el tal Alessi.
—¡Está trastornada!
—Se equivoca, comisario.
—¿Cómo ha dicho?
—Julia Strozzi no ha sido «tratada» con ningún tipo de alucinógeno, ni le ha sido suministrada droga alguna.
—¿Está segura?
—Los análisis no suelen fallar.
—No se retire de su lado, iré lo antes posible —cortó la comunicación y soltó una maldición.
—Esperaba que estuvieses eufórico —ironizó Miriam mientras subían en el ascensor.
—Han dado por la radio noticia de que, según un diario italiano, se puede conocer el paradero del Arca de la Alianza. Algún hijo de puta se ha ido de la lengua y va a dinamitar mi compromiso de darle una exclusiva a Barlow. Estará hecho una furia, estoy esperando su llamada de un momento a otro.
—¿Qué sabes de ese Barlow? —le preguntó Miriam cuando salieron al rellano.
—Lo que te conté anoche.
La antigua agente del Mossad abrió el apartamento, dejó las llaves en un pequeño mueble y marchó directamente al salón.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Porque te ha engañado. Ese tipo no es periodista.
—¿Cómo has dicho? —la había sujetado por el brazo.
—Que no es periodista.
—Entonces, ¿qué es?
—No lo sé, pero no es el corresponsal de la BBC en Jerusalén, ni hace reportajes para el Jerusalem Post.
El comisario estaba pálido.
—¿Has llamado al periódico?
—Primero lo he hecho a la BBC, mientras venía en el taxi. Me han dicho que allí no trabaja nadie con ese nombre. Después he llamado al redactor jefe del Jerusalén Post, me debe algún favorcillo. Tampoco conocen a ningún Joseph Barlow.
—¡Maldito cabrón! Ha estado jugando conmigo todo este tiempo. ¡Eso explica que no me haya llamado exigiendo una explicación por la difusión de esa noticia!
—La pregunta es: ¿por qué ha hecho eso? ¿Qué hay detrás de su actuación?
—Necesito un trago.
Miriam le sirvió dos dedos de whisky que Moshe despachó como si fuese agua.
—¿Sabes por qué te ordenaron interrogar a Julia Strozzi?
Natán se encogió de hombros.
—Recibí una orden escueta, a través de una llamada del Ministerio del Interior.
—¿Qué te dijeron?
—No recuerdo las palabras exactas, pero fue algo así como que había de interrogar a una ciudadana italiana, llamada Julia Strozzi, acerca de un artículo escrito por su abuelo hacía ochenta años y que Il Corriere della Sera había reproducido. Me quedé pasmado e hice algún comentario, al parecer inoportuno. Fue entonces cuando me dijeron que la orden llegaba de arriba, que no me lo tomase a broma. En el artículo, me dijeron, se hablaba de un pergamino donde supuestamente se reproduce un mapa del lugar donde está oculta el Arca de la Alianza. ¡Te juro, Miriam, que no sabía si echarme a reír o a llorar! El tipo me dijo que me enviaba un correo electrónico adjuntando una copia del artículo y que a la misma dirección de correo le hiciese llegar el resultado del interrogatorio. Le pregunté por qué me habían escogido y dijo que no andan sobrados de comisarios que hablen italiano.
—El tuyo no es muy bueno —apuntó Miriam con picardía.
—Justo para defenderme.
—Un problema para hacerse con los matices de un interrogatorio.
—Por eso lo ha hecho uno de mis hombres.
—¿Comprobaste el origen de la llamada?
—Como comprenderás, fue lo primero que hice.
—¿Y?
—La llamada entraba por la red interna del Ministerio. Es un procedimiento que se contempla en nuestros protocolos de actuación. No satisfecho hice una llamada de comprobación. Todo estaba en orden.
—¿Qué es eso de una llamada de comprobación?
—En caso de duda, se hace una llamada al teléfono desde el que nos han hablado.
—¿Cuándo la hiciste?
—Nada más colgar.
—¿Y si llamases ahora a ese número para hacer una nueva comprobación?
—Puedo hacerlo.
—Hazlo, por favor.
Natán marcó un numero en su móvil.
—¿Williamson?
—¡A la orden, señor!
—Déme el número del Ministerio del Interior por el que llegó la orden de interrogatorio, también de código de llamada.
—¡Un momento, señor!
—¿Por qué quieres que haga esto? —le preguntó a Miriam mientras sacaba un ajado cuadernillo de tapas negras.
—Comprobación de rutina. A veces, donde menos se espera, salta la liebre.
—Diga, Williamson.
—El teléfono es 972-9-7408 421.
—¿Eh? ¡Williamson, quiero el reducido!
—Lo siento, señor, pero si no está en un teléfono de la red interior no le servirá. He hecho la conversión.
—¿Cuál es el código de llamada?
—1-4-6-0.
—Gracias, Williamson.
La comprobación fue correcta. Quien respondía al código mil cuatrocientos sesenta incluso preguntó al comisario, cuando éste se identificó convenientemente, que entendía el retraso en el envío del interrogatorio «dadas las circunstancias que concurrían en el caso».
—¿Qué pensabas, Miriam?
—Que alguien hubiese utilizado la línea y estuviese utilizándote para sus propios fines.
—Eso es prácticamente imposible.
—¿Imposible? —sonrió Miriam—. ¡Ah, si yo te contara!
Volvió a sonar el móvil de Natán. Tras comprobar la llamada, comentó:
—Creo que es Barlow —se llevó el dedo índice a los labios.
—¿Dígame?
—Soy Barlow. Tenemos que hablar.
Moshe tuvo que hacer un esfuerzo para no gritarle.
—Fije usted mismo las coordenadas.
—¿Le parece bien dentro de una hora en la cafetería que hay frente al aparcamiento de la plaza Tiferet, cerca de la Puerta de Sión?
Natán ya se había arrepentido de haberse mostrado tan generoso. Quería hablar con Julia Strozzi antes de acudir al encuentro con Barlow. Improvisó una excusa:
—¡Oh! ¡Son ya cerca de las doce! ¿Le importaría retrasarlo hasta las dos?
Barlow aceptó sin problemas.
—¿Para qué querías que nos viésemos? —preguntó Miriam.
—Me gustaría conocer tu opinión sobre las circunstancias del rescate.
—¿Hay algo extraño?
—¡Todo es extraño en este asunto!
—Te escucho.
Moshe se lo explicó, sin omitir detalle.
—Lo más llamativo es que allí no hubiera nadie. ¡Eso rompe todos los esquemas! —comentó Miriam.
—Estoy de acuerdo.
—¿Ese Barlow te explicó por qué sabía dónde estaba la secuestrada?
El comisario sacó de un bolsillo el papel que el periodista le había entregado.
—Ésta es la nota que dejó junto con el billete de cincuenta shekels. Es la dirección donde estaba Julia Strozzi. Como te he dicho, se marchó sin decir palabra.
Miriam se quedó mirando fijamente el papel, como si hubiese un largo texto en lugar de una dirección y tres palabras.
—Qué raro.
—¿El qué?
—Todo esto. Es… es… no sé. Es como si estuviese rozando algo con la punta de los dedos, pero no consiguiese tocarlo. ¿Qué piensas hacer?
—Lo primero ver a Julia Strozzi. La psicóloga y yo pensábamos que la habían drogado. Cuando la sacamos de su encierro no identificaba el lugar. Hablaba de galerías subterráneas, de una especie de capilla ritual y de que cruzó un patio y subió escaleras. Estábamos convencidos de que alucinaba por culpa de alguna droga, pero le han hecho un análisis y está limpia, no hay rastros de estupefacientes en su sangre. ¡Esto es un lío!
—Lamento no poder serte de más utilidad.
Natán miró el reloj.
—Si quiero pasar por el hospital y no llegar tarde a la cita, tengo que marcharme.
Miriam lo acompañó hasta la puerta, antes de que tomase el ascensor le pidió que la llamase por teléfono después de la reunión con Barlow.