Capítulo XXIX
JERUSALÉN, julio de 2007
Acababan de llegar a la cafetería y Julia aprovechó que Daniel había ido al lavabo para llamar a Paola y decirle que no la esperasen a su regreso de la excursión al mar Muerto.
—¿Ha ocurrido algo?
—Voy a pasar todo el día con Daniel.
—Vaya, vaya, ¿y la noche? —preguntó la archivera con malicia.
—Ya veremos —Julia puso un tono de picardía en sus palabras.
Daniel, antes de regresar a la mesa, indicó al camarero que tomarían dos capuchinos y, guiñándole un ojo, le comentó:
—Dile a tu compañero que se esmere, mi amiga es italiana.
Se sentó, sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció a Julia. Los encendieron parsimoniosamente y aguardaron a que llegasen los cafés. Dos tazas grandes, rebosantes de blanca espuma y una mancha de chocolate espolvoreada en el centro.
—Bueno, estoy deseoso de conocer esa razón tan especial por la que muestras tanto interés por el Arca de la Alianza.
—Se trata de una vieja historia que se remonta a mi bisabuelo.
—¡No me digas!
—En serio, aunque yo no he sabido de ella hasta hace poco tiempo.
—¿Qué pasó? —Daniel dio un sorbo a su capuchino y se retrepó en el sillón dispuesto a escuchar.
—Mejor empiezo por el principio. Mi bisabuelo era natural de Bérgamo y, desde muy joven, su actividad estuvo siempre relacionada con el mundo del arte, en el que alcanzó una gran notoriedad. He oído decir muchas veces que era un excelente restaurador, pero donde destacó fue en la aplicación de una técnica que permitía despegar, sin dañarlas, pinturas al fresco que decoraban muros. Pese a ser una técnica antigua, no eran muchos los que la dominaban y él era de los mejores. Algunos restauradores poco experimentados se atrevían con el delicado trabajo y, a veces, se producían fallos con resultados catastróficos. La obra se perdía irremediablemente. Por lo que he oído decir en mi casa, mi bisabuelo jamás tuvo un percance. Lo llamaban de muchos lugares de Italia y también del extranjero, incluso pasó largas temporadas en Barcelona, porque en algunos pueblos de Cataluña había numerosos frescos en iglesias rurales, algunas de ellas medio abandonadas.
—¿Eran importantes esas pinturas?
—Eran muy antiguas, románicas. En aquella época, las paredes de las iglesias se llenaban con cristos, vírgenes y santos para mover la devoción de los fieles. Como la gente no sabía leer, era la forma que tenían de contarles las historias de la Biblia.
—Muy interesante. —Daniel no perdía detalle. Su actitud animaba a Julia cada vez más.
—¿De veras te parece interesante esta historia?
El joven tomó su mano y depositó en la palma un beso cálido y suave. Julia experimentó un agradable cosquilleo. Se sentía a gusto al lado de aquel atento desconocido. Lo miró a los ojos y supo que no le importaría compartir una cama con él.
—En una fecha que no recuerdo, pero que fue poco después de que terminase la Primera Guerra Mundial, a mi bisabuelo lo contrató una institución pública de Cataluña, muy interesada en recuperar su patrimonio histórico y artístico. Deseaban trasladar a Barcelona los frescos de dos iglesias pequeñitas que había en un pueblo perdido en un apartado valle al pie de los Pirineos. Eran unas figuras grandiosas, una representaba a la Virgen con el Niño en sus brazos y otra a Cristo sentado en un trono.
—¡Tu bisabuelo tuvo problemas con el traslado de las pinturas! —aventuró Daniel.
—¡No, qué va! El traslado se efectuó sin problemas, ya te he dicho que jamás los tuvo. Esas pinturas son hoy el principal atractivo del museo más importante de Barcelona. Cualquier estudioso del románico tiene allí una visita obligada.
Daniel dio otro sorbo a su capuchino.
—¿Dónde está la relación de esta historia de las andanzas de tu bisabuelo con tu interés por el Arca de la Alianza?
—Porque al despegar aquellas pinturas, encontró, oculto bajo el Cristo, un viejo pergamino que contenía un mapa con una leyenda titulada: La Ruta de los Sacerdotes. Con el pergamino había una carta.
—¡¿Qué me estás diciendo?!
—Es cierto, Daniel.
—¿Se conserva en vuestra familia ese pergamino y la carta?
—Sí.
En aquel momento, en el bolso de mano de Daniel sonó su teléfono.
—Disculpa —sacó su teléfono móvil y miró la pantalla—. Disculpa un momento.
Se levantó malhumorado y se alejó hasta un rincón donde nadie pudiese escuchar sus palabras. Julia probó su capuchino. Daniel tenía razón: era excelente. Al dejar la taza, sus ojos se quedaron fijos en un papel, cuyo extremo asomaba por la cremallera del bolso que había quedado abierto. Le llamó la atención ver el rótulo: Il Corriere della Sera. Miró hacia el rincón donde Daniel continuaba su conversación. En aquel momento estaba de espaldas. Julia no pudo resistir la tentación. Sacó el papel, lo desdobló y comprobó que se trataba de la fotocopia de una página del diario correspondiente al martes 9 de julio. Al ver el titular de la columna, se llevó instintivamente la mano a la boca, como si desease contener la exclamación de sorpresa que había asomado a sus labios. Nerviosa, miró hacia el rincón, Daniel continuaba de espaldas, pero podía volverse en cualquier momento. No paraba de gesticular. ¿Qué hacía aquella fotocopia de una página de II Corriere de hacía cinco días en el bolso de Daniel?
Le invadió una sensación de miedo, pensó en salir corriendo, pero supo que era una tontería. La fotocopia indicaba que lo ocurrido en las últimas horas en torno a ella no era fruto de la casualidad. Respondía a un plan perfectamente orquestado.
Nerviosa, colocó de nuevo la fotocopia en su sitio. Para disimular sacó su lápiz de labios y un pequeño espejo por el que espió todos los movimientos de Daniel mientras mantuvo el teléfono pegado a su oreja. Cuando lo vio acercarse de nuevo, mientras plegaba la tapa del móvil, Julia sintió un escalofrío en su espalda. ¿Quién era en realidad aquel individuo y cuál su verdadero propósito? El rostro de Daniel estaba contraído. La llamada lo había puesto tenso.
—¿Algún problema? —Julia trataba de disimular su turbación.
—Cosas del trabajo. —Daniel guardó el teléfono y cerró la cremallera de su bolso. De forma ostensible, Julia miró su reloj y dejó escapar una exclamación, como si se sorprendiese de la hora:
—¡Qué barbaridad! Mis amigos habrán vuelto ya de su excursión. Creo que debería marcharme al hotel.
—¿Dejándome con la miel en los labios? Cuando sonó el maldito teléfono me decías que tu bisabuelo había encontrado un pergamino que tenía dibujado un mapa, titulado La Ruta de los Sacerdotes y que también había una carta. ¿Qué decía esa carta?
Julia improvisó una respuesta:
—Era una traducción del texto que aparecía en el pergamino, estaba en griego.
—¿Qué decía ese texto?
—Aludía a ciertos pasajes del Antiguo Testamento, referidos al profeta Jeremías y a su decisión de sacar el Arca del templo, ante la amenaza de los babilonios —sus palabras sonaron poco convincentes.
—¿Y el mapa, señalaba algún lugar?
—No lo sé.
—¿Qué ha sido de ese pergamino y de la carta?
—Lo ignoro, tal vez esté en poder de alguien de mi familia o tal vez se haya perdido. —Julia miró de nuevo el reloj.
—Pero antes me has dicho que el pergamino…
—Lo lamento, pero se ha hecho demasiado tarde y tengo que regresar.
Se puso de pie y a Daniel no le quedó más remedio que dejar sobre la mesa un billete de veinte shekels. La acompañó hasta la puerta y cuando ella tomó un taxi, rechazando la posibilidad de que él la acompañase, sacó otra vez su teléfono y fue entonces cuando reparó en la fotocopia de Il Corriere della Sera.
—¡Maldita sea! —exclamó al darse cuenta de la causa que había provocado aquel repentino cambio de actitud en la italiana. Marcó un número y sólo tuvo que aguardar un par de tonos.
—¿Sí?
—¡Has sido de lo más inoportuno, la palomita ha volado!
—¿Qué quieres decir?
—¡Que todo iba sobre ruedas hasta tu llamada! Mientras hablábamos ha debido de sospechar algo porque cuando me he acercado hasta ella su actitud había cambiado.
—¿Por qué?
—No lo sé. —Daniel se guardó mucho de explicar que la causa de todo estaba en la fotocopia de Il Corriere della Sera.
—¿Adonde ha ido?
—A su hotel, acaba de tomar un taxi.
—A Aaron no le va a gustar. Daba por hecho que para esta tarde ya contaríamos con la información.
—¡No me siento culpable!
—Lo que tú sientas o dejes de sentir, le importa un bledo. Ya lo conoces. Lo que quiere son resultados. Haz un informe de lo que hayas averiguado, yo me encargo de que tu italiana esté bajo control.
Al enfilar la calle del hotel el taxista soltó una exclamación. Julia no entendió lo que dijo, pero el gesto indicaba que se había puesto de malhumor. Dos coches de la policía con las alarmas luminosas encendidas controlaban todos los vehículos.
—¡Malditos palestinos! —murmuró el taxista en inglés.
—¿Ocurre algo? —preguntó Julia nerviosa.
—Habrá alguna amenaza de bomba, aunque es raro que no se vea ningún vehículo del ejército. Estas cosas suelen controlarlas los militares.
Un centenar de metros más adelante, justo a pocos pasos de la puerta del hotel, una mujer policía ordenó al taxi que se detuviera. Uno de sus compañeros daba paso a otros dos vehículos. La agente, con la mano en la empuñadura de la metralleta que colgaba de su cuello, se acercó hasta Julia, la miró detenidamente y le pidió la documentación. Julia rebuscó en su bolso hasta encontrar el pasaporte. La policía no le quitaba la vista de encima.
—Tome —le entregó por la ventanilla con la mano temblorosa el documento de color corinto que indicaba el origen comunitario de su propietaria. La agente lo ojeó detenidamente.
—Espere un momento, por favor. —Se acercó al sargento que mandaba la patrulla, que no paraba de hablar por la radio de su vehículo. Intercambiaron unas palabras y la agente regresó al taxi.
—¿Se aloja en el hotel?
—Sí.
—Todo en orden, gracias.
Julia pagó al taxista, descendió rápidamente del coche, cruzó la calle y entró en el hotel como si fuese un refugio donde estaba su salvación. En el vestíbulo buscó la zona de fumadores y, nerviosa, encendió un cigarrillo. Se sentó en un sillón tan bajo que quedó hundida entre sus brazos, sacó su teléfono y marcó un número. Los segundos hasta que se estableció la conexión se le antojaron una eternidad; los tonos caían lentamente sin que la respuesta llegase, pensó que iban a agotarse sin obtener respuesta cuando escuchó la voz cantarina de la tía Margherita.
Aaron Dinart estaba algo más calmado después de haber gritado durante largo rato.
—En realidad, lo único que hemos podido confirmar —agitaba el papel donde estaba el escueto informe de Daniel— es que esa tal Julia conoce la existencia del pergamino y que además su bisabuelo encontró también una carta.
—No es poca cosa —farfulló Daniel.
—¡Es poca cosa cuando todas las expectativas apuntaban a que podríamos tener la información completa!
—No sé exactamente qué le pudo ocurrir, pero su actitud cambió radicalmente mientras hablaba por teléfono con Benjamín. ¡Su llamada no pudo ser más inoportuna!
—Yo no podía saber…
—¡Basta ya! —gritó Aarón golpeando con fuerza la mesa—. ¡No es momento para disculpas, sino para soluciones! —Recolocó sus redondas gafas de carey sobre el puente de su nariz, miró fijamente a Daniel y le preguntó—: ¿Existe alguna posibilidad de recomponer tu relación con la italiana?
—Me temo que no. Su actitud señala que sospecha que mi único deseo es sonsacarle información relativa a los documentos de su bisabuelo. Antes de la llamada, me explicó que los había encontrado ocultos tras los frescos de una vieja iglesia románica, cuando procedía a despegarlos para trasladarlos a Barcelona.
—¿Te dijo cuándo fue eso?
—No me lo supo precisar, pero indicó que su bisabuelo realizó esos trabajos poco después de la Primera Guerra Mundial.
—¿Estás seguro de que dijo que el pergamino contenía un mapa?
—Seguro.
—Sin embargo, no obtuviste más detalles.
—Simplemente aludió a él. También me dijo que lo conservaban junto a la carta que explicaba el contenido del mapa. Luego, después de la interrupción, se escabulló con vaguedades.
Aaron cogió el ejemplar de Il Corriere della Sera que había sobre su mesa y miró el artículo que bajo el título de La Ruta de los Sacerdotes llenaba la columna exterior de la página.
—Al menos no hay contradicción entre lo que te ha contado y lo que aquí se afirma. —Se recolocó las gafas que resbalaban fácilmente sobre su aquilina nariz—. ¿Qué te dijo exactamente?
—Que había tenido conocimiento de su existencia en fecha reciente y que conservaban el pergamino. Luego, muy nerviosa, dijo que no sabía dónde estaba.
—Bien, se ha acabado el tiempo de las contemplaciones.
Unos suaves toques en la puerta sobresaltaron a Julia que fumaba un cigarrillo tendida en la cama.
—¿Quién es?
—Servicio de recepción.
Julia saltó de la cama y abrió la puerta.
La joven, vestida con un traje de chaqueta gris azulado demasiado formal para sus dieciocho años, llevaba un sobre en la mano.
—¿Señora Strozzi? —preguntó con una sonrisa.
—Soy yo.
—El e-mail que esperaba.
—¡Oh, gracias, muchas gracias!
Julia cerró la puerta y la joven quedó aguardando una propina que nunca llegó. Rasgó el sobre y sacó un folio impecablemente reproducido. Su tía Margherita había cumplido el encargo a la perfección. Había conseguido un ejemplar del diario milanos, lo había escaneado y se lo había enviado por correo electrónico a la dirección que su sobrina le había facilitado. A Julia le hubiese gustado recibirlo en su propia cuenta de correo —el hotel disponía de internet para los clientes— pero estaba fuera de servicio y no se sentía con ánimo para salir a la calle en busca de un ciber-café.
La columna titulada La Ruta de los Sacerdotes estaba firmada por Franco Steffanoni, su bisabuelo materno. Desde hacía muchos años Il Corriere della Sera, como muchos otros diarios, tenía una sección de nostalgia: «Hace ochenta años Il Corriere decía…». El martes día nueve habían rescatado una columna escrita por el profesor Steffanoni el 9 de julio de 1927.
Julia leyó atentamente la columna.
LA RUTA DE LOS SACERDOTES
Por Franco Steffanoni
El Arca de la Alianza es uno de los objetos sagrados que mayor interés ha despertado a través de los siglos. Hoy las opiniones de los eruditos están divididas acerca de su posible permanencia en un lugar oculto. Hay quien sostiene que el Arca, un objeto cuyas medidas y forma fue explicada detalladamente por Yavéh, no existe; sin embargo, no hay unanimidad a la hora de fijar el momento de su pérdida. Hay quien opina que fue en tiempos del mismísimo Salomón, robada por su propio hijo, nacido de sus amores con la legendaria reina de Saba, Otros sostienen que fue robada o destruida por los babilonios, cuando Nabucodonosor se apoderó de Jerusalén y arrasó la ciudad en el año 586. Algunos piensan que el Arca recibió culto en el templo hasta fechas mucho más recientes y que desapareció cuando las legiones de Tito arrasaron nuevamente la Ciudad Santa.
Descartada la leyenda que señala su desaparición en tiempos de Salomón porque hay referencias que no dejan margen para la duda en fechas muy posteriores, hemos de centrar nuestra atención en los momentos en que Jerusalén fue destruida por ejércitos extranjeros; los babilonios primero y los romanos después. En ambas ocasiones circulan dos versiones acerca del destino del Arca: una que fue ocultada antes de la catástrofe, otra que fue a parar a manos de los enemigos del pueblo judío. En lo que se refiere a la segunda opción, que fuera objeto de botín, carezco de argumentos en el caso de los babilonios, pero descarto que fuese a parar a manos de los romanos, que si se hubiesen apoderado de ella, como ocurrió con otros objetos de culto, caso del famoso Candelabro de los Siete Brazos, el Arca habría aparecido representada en el Arco de Tito, levantado en honor del emperador cerca del Coliseo.
El principal argumento utilizado por los partidarios de la desaparición del Arca señala que después de la llamada cautividad de Babilonia cayó un espeso manto de silencio sobre el sagrado objeto, lo que es interpretado como señal inequívoca de su desaparición. Manifiesto mi más rotunda discrepancia. Por la misma razón habría que entender que el mencionado Candelabro de los Siete Brazos, conocido en la tradición rabínica como «Menorah», también habría desaparecido después de ese doloroso momento para el pueblo judío porque también sobre este objeto desaparecen las referencias y, sin embargo, la «Menorah» fue traída a Roma por las legiones de Tito, según consta en su arco de triunfo.
Acerquémonos ahora a las hipótesis de quienes defienden su ocultamiento para ponerla a salvo. La primera se refiere al profeta jeremías; se dice que, preocupado por la amenaza de los babilonios, ordenó sacar el Arca y esconderla en lugar seguro. Hay quienes afirman que ese lugar es una gruta del monte Nebo. Residía extraño, sin embargo, que finalizada la cautividad de Babilonia, nadie acudiese a buscarla a su escondite. La otra opción de ocultamiento se sitúa en los meses anteriores a la conquista romana, es decir, poco antes del año 70. Si alguien la puso a buen recaudo, tampoco ha aparecido.
Llegados a este extremo hay que preguntarse si quienes la ocultaron, tanto en tiempos de la amenaza babilónica como romana, dejaron alguna referencia del lugar donde el Arca fue escondida. Los sacerdotes eran famosos por su detallismo y precisión, por su control minucioso de todo lo relacionado con el templo y su culto. ¿Es posible que no dejasen una señal? ¿Una referencia del paradero del Arca?
Estoy en condiciones de afirmar que quedó constancia del lugar en uno de los tímeles que horadan el subsuelo de Jerusalén. Allí los sacerdotes grabaron en piedra un detallado mapa del lugar donde se oculta el Arca de la Alianza. Ese mapa fue destruido, pero quedó copiado en una delicada vitela de pergamino en el año 1123, mientras los caballeros templarios escudriñaban en las entrañas de la Ciudad Santa buscando el Arca. Dicho pergamino ha permanecido oculto durante ochocientos años en un apartado lugar del Occidente europeo.
El corazón de Julia latía con tal intensidad que podía notar su ritmo cardíaco, le zumbaban los oídos y hasta sus sienes llegaban los latidos de su corazón. Más abajo había una nota donde se decía que el artículo del señor Steffanoni había levantado una gran polvareda. Julia releyó un par de párrafos:
Hasta nuestra redacción llegaron centenares de cartas a favor y en contra de las afirmaciones del autor. Estaba previsto un segundo artículo del señor Steffanoni, donde desvelaría, con todo lujo de detalles, las pruebas que le permitían realizar tan contundentes afirmaciones, pero el repentino fallecimiento del profesor, nos privó de tal posibilidad.
Más abajo podía leerse.
La inesperada muerte de Franco Steffanoni ha levantado toda clase de rumores, algunos de ellos verdaderamente extraordinarios, que van desde el suicidio al asesinato, pasando por un fallo cardíaco.
Se había puesto pálida y comenzado a sudar. Un ruido en la puerta la sobresaltó, alguien estaba hurgando en la cerradura.
—¿Quién es? —preguntó con la voz descompuesta.
La puerta se abrió y apareció Paola, que se quedó clavada en el umbral.
—¿Qué te ocurre? ¡Ni que hubieras visto un fantasma!
Julia, después de tres horas de tensión, no pudo contener el llanto. Paola dejó el bolso en una silla y abrazó a su amiga. Durante varios minutos no dejó de susurrarle palabras de sosiego, mientras Julia se desahogaba.
—Toma léelo, tengo que ir al baño.
Paola leyó atentamente aquel texto sobre el Arca de la Alianza y cuando Julia regresó, le preguntó:
—¿Franco Steffanoni era tu bisabuelo?
—Sí.
—¿El de la caja fuerte del desván?
—Sí.
—¿Cómo lo has conseguido?
—Me lo ha enviado mi tía Margherita.
—¿Por qué?
—La he llamado por teléfono para pedirle que me lo hiciera llegar por internet.
—¿Cómo sabías que II Corriere había publicado en sus efemérides este artículo?
—Daniel Alessi tenía una copia en su bolso de mano. ¡Ha sido horrible, Paola, horrible! —Julia rompió a llorar de nuevo.
—¡Estoy hecha un lío! ¿Por qué estás tan alterada? ¿Qué es lo que ha sido horrible?
—¡Daniel buscaba sonsacarme información, Paola! ¡Todo lo de la cartera, la cita, su interés por contarnos cosas relacionadas con el Arca de la Alianza era un montaje!
—¿Por qué lo dices?
—¡Porque sólo deseaba obtener información! Como conocía el artículo de mi bisabuelo utilizaba las mismas palabras de su título: La Ruta de los Sacerdotes.
—¿Estás segura?
—Completamente.
Paola, que había sido muy reticente a aquella relación, no lo tenía claro.
—¿Cómo lo descubriste?
—Cuando estaba contándole que mi bisabuelo había encontrado, tras unos frescos medievales, un viejo pergamino rotulado con la leyenda de La Ruta de los Sacerdotes en el que había dibujado un mapa y también una carta, lo llamaron por teléfono…
Paola no la dejó terminar.
—¿Quieres repetir eso? —la archivera la miraba fijamente, sin pestañear.
—Mi bisabuelo era restaurador, un verdadero experto en la técnica del strappo…
—¿Strappo? ¿Qué es eso?
—Una técnica para despegar los frescos de la pared y poder colocarlos en otro lugar. Mi bisabuelo trabajaba —prosiguió Julia— en una pequeña iglesia de Cataluña y al levantar las pinturas se encontró en un hueco camuflado un viejo pergamino y una carta.
—¿Eso es lo que descubriste en la caja fuerte?
—Sí.
—¿Por qué se lo has contado?
Las lágrimas estaban a punto de desbordar de nuevo los ojos de Julia.
—¡Porque soy una imbécil!
Paola acarició la mano de su amiga, tratando de sosegarla.
—¿Qué pasó cuando lo llamaron por teléfono?
—En su bolso de mano asomaba un papel que llamó mi atención.
—¿Qué era?
—Una fotocopia de Il Corriere della Sera. No pude resistir la curiosidad, la miré y leí el titular. ¡Daniel sabía quién soy desde el primer momento!
—¿Qué hiciste?
—Cuando volvió le dije que era muy tarde y que tenía que marcharme.
—¿Cómo reaccionó?
—Extrañado, no comprendía mi cambio de actitud. Salí a toda prisa, cogí un taxi y me vine al hotel. Llamé a mi tía Margherita y le dije que me localizase la página en cuestión y me la enviase por e-mail.
Paola se quedó con la mirada perdida. Al cabo de un rato Julia le preguntó:
—¿En qué piensas?
—En cómo podía conocer ese Daniel Alessi, o como se llame ese tío, que tú eres la bisnieta de Franco Steffanoni. No llevas su apellido. No soy capaz de entender cómo ha podido establecer la conexión, ni tampoco cómo podía saber que estabas en Jerusalén.
—No tengo ni idea.