«Asahara quiso que me acostara con él»

HARUMI IWAKURA (nacida en 1965)

Iwakura nació en la prefectura de Kanagawa. Bella, esbelta, atractiva, baste decir que es una de las «bellezas de Aum» de las que tanto se ha hablado. Sonríe en todo momento, es atenta con su invitado y, aunque no es particularmente elocuente, contesta de buena gana a todas las preguntas que le hago. Se fija en pequeños detalles y da la impresión de ser, en el fondo, una persona muy fuerte.

Al acabar el instituto entró a trabajar en una oficina y empleaba casi todo su tiempo y dinero en divertirse. Poco a poco, sin embargo, se cansó de esa vida y empezó a sentirse atraída por Aum Shinrikyo, organización sobre la que le habían hablado. Dejó su trabajo y se hizo monja.

Durante mucho tiempo fue una de las personas especiales de Shoko Asahara, pero ocurrió algo, se le administraron electrochoques y perdió la memoria. Después de eso vivió mucho tiempo en un estado de casi completa desmemoria y no recuperó el sentido hasta poco antes del atentado con gas. Por eso sus recuerdos de Aum son fragmentarios. Su vida anterior y posterior a Aum la recuerda claramente, pero le resulta imposible dar cuenta cabal de los dos años que pasó en Aum.

Dice que no le quedan secuelas, pero no quiere volver a saber nada de Aum. Eso «se ha acabado». Tampoco tiene muchas ganas de recordar aquel periodo. Al principio, cuando leyó algunas de mis entrevistas con otros adeptos de Aum en la revista Bungei Shunju, pensó: «Conmigo no cuentes».

Ahora trabaja de esteticista y espera seguir formándose, ahorrar un poco de dinero y abrir su propio negocio. Vive con sencillez, en un apartamento que cuesta treinta mil yenes al mes. «En verano me abraso y en invierno me congelo», dice. «Pero gracias a Aum», añade con una sonrisa, «no me importa llevar una vida sencilla.»

Empecé a trabajar en 1985, cuando la economía aún iba bastante bien. Hacía viajes de empresa a balnearios y esas cosas. Lo único que me interesaba era pasármelo bien. Me gustaba salir a tomar algo con los amigos, aunque no era una gran bebedora. Cuando se me hacía tarde, me quedaba a dormir en casa de alguna amiga. La mitad de las noches dormía fuera.

En vacaciones lo mismo, quería divertirme e iba al Disneylandia de Tokio, al parque de atracciones de Toshimaen y a sitios así. A veces con amigas, otras con novios. También viajé al extranjero, a París y otras ciudades. Tuve unos cuantos novios, pero nunca pensé en casarme. No podía hacerme a la idea.

A la gente debía de parecerle que sólo pensabas en disfrutar de la vida.

Sí, seguramente. Pero también reflexionaba sobre muchas cosas. Por ejemplo, sobre que no estaba dotada para nada en especial, que nada me hacía destacar del montón. Ni siquiera me apetecía casarme…

A partir de los veinticinco años vi que cada vez más amigos míos se casaban, dejaban la empresa y se mudaban. Yo ya no era tan joven y empezaba a no verle sentido a la vida que llevaba.

¿Y fue entonces cuando te atrajo Aum Shinrikyo? ¿Qué es lo que te hizo unirte a la secta?

Un día quise cortarme el pelo y, como no tenía tiempo para ir a la peluquería de un amigo a la que iba siempre, fui a un salón de belleza del vecindario. Era bastante barato y volví varias veces más. Un día, el empleado me enseñó un folleto de Aum Shinrikyo y me dijo que estaba pensando en hacerse miembro. Pero a mí aquello no me dio buena espina.

Me explicó algunas técnicas purificadoras, como, por ejemplo, beber agua y vomitar, o meterse una cuerda por la nariz con el estómago vacío. Yo siempre he sido un poco débil. Me salen eccemas, ves (me enseña el brazo). Éstos acaban de salirme. Cuando se lo conté a aquel hombre, me dijo: «Oye, pues prueba estos ejercicios, a ver». Así que probé y el eccema disminuyó. Repetí y, al día siguiente, ¡zas!, había desaparecido.

Además, nunca había tenido mucho apetito y apenas podía con medio cuenco pequeño de arroz, pero después de practicar aquellas técnicas me zampaba un cuenco enorme entero, para asombro de mi madre. También me desaparecieron los dolores de cabeza y, en general, mi salud mejoró.

«¡Esto sí que es bueno!», me dije. El esteticista me propuso que me hiciera miembro con él, pero yo estuve mucho tiempo dudando. Insistió y al final empecé a pensar que a lo mejor no era tan mala idea.

¿Sabías entonces que Aum Shinrikyo era una secta religiosa y no simplemente de yoga?

Sí, lo sabía. Fue cuando las elecciones y ellos llevaban aquellos gorros con forma de elefante. Pero a mí no me interesaba la religión, ni Shoko Asahara, ni nada. Lo único que pensaba era que, como mi salud había mejorado, quizá merecía la pena ver qué era aquello. La curiosidad también desempeñó su papel.

Al principio iba a un dojo cercano y hablaba con los practicantes iluminados que había allí. No recuerdo de qué hablábamos. La cosa no me impresionó de forma especial. Acudía sin esperar nada. Simplemente hablábamos y me apunté.

¿Y escuchabas lo que explicaban de la doctrina y demás?

(Ríe.) Sí.

Cuando dices que te «apuntaste», ¿quieres decir que rellenaste algún formulario allí mismo? O sea, que sin interesarte mucho lo que decían ni entender muy bien la doctrina que explicaban, te hiciste miembro. La gente a la que he entrevistado hasta ahora se unió después de debatirse durante mucho tiempo y de plantearse cuestiones de gran calado, pero, por lo que dices, tú te apuntaste sin pensártelo mucho.

Pues sí, fue muy rápido. Me dijeron que el ingreso costaba treinta mil yenes más medio año de cuotas dieciocho mil, o sea, cuarenta y ocho mil en total. «¡Caramba!», exclamé yo, «no tengo tanto dinero.» El peluquero, el que primero me propuso que me apuntara, dijo que él ponía la mitad. No era mi novio ni nada, aunque era muy amable, seguramente quería hacer méritos ayudándome a que me hiciera miembro. Bueno, me dije, si sólo tengo que pagar la mitad, vale.

Como miembros, teníamos deberes: ir al dojo y desempeñar una serie de tareas. Al principio no me apetecía. Te pedían que fueras, pero había gente que no quería ir y no iba. Sin embargo, el peluquero me insistía una y otra vez, y como estaba cerca, pues iba.

En el dojo había unos monjes en sudadera, todos muy tranquilos, incluso serenos, y me gustaba la manera que tenían de pasar el tiempo. Era un mundo a años luz del ruido y el ajetreo del trabajo y de la calle. Allí me relajaba. Me sentaba tranquilamente y doblaba folletos. Me gustaba hacerlo. Era muy fácil. Todo el mundo era amable y el ambiente muy plácido. A veces acudía directamente después del trabajo, me quedaba un rato doblando folletos y me iba a casa. Así estuve un tiempo. Como permanecía abierto las veinticuatro horas, podía ir cuando quisiera.

En el trabajo mucha gente tenía amoríos con otros de la empresa. Mi padre había tenido uno y yo no podía soportarlo. Ir al dojo al salir del trabajo era como cambiar de mundo. Allí todo era calma. Podía estar en paz, sin pensar en nada, simplemente doblando folletos. Me encantaba esa sensación.

Me hice monja después del seminario de Ishigakijima de abril de 1990, o sea, a los dos meses de ingresar como miembro.

En Ishigakijima hablaban mucho del Armagedón. Era lo que se enseñaba a la gente que llevaba mucho tiempo en Aum, pero a la gente como yo, miembros laicos que seguían viviendo en sus casas, no nos enseñaban lo mismo. Para éstos, eso dependía de la cantidad de dinero que pagaban. En mi caso, me pidieron que asistiera al seminario sin explicarme mucho más. Costaba cientos de miles de yenes. Saqué todos mis ahorros para pagarlo. Por entonces ya me preguntaba si podía seguir llevando la vida que llevaba. Para asistir al seminario tenía que sacar tiempo de donde fuera. Me inventaba pretextos para no ir al trabajo. Mis jefes estaban bastante mosqueados.

En Ishigakijima, al principio, me sentía rara, pero al poco me convencí de que aquella gente le hacía a uno la vida más fácil: nos daban una orden y teníamos que cumplirla. No teníamos que pensar por nosotros mismos ni preocuparnos por nada: sólo llevar a cabo lo que se nos decía. Hacíamos cosas como practicar ejercicios de respiración en grupo en la playa.

Se sobrentendía que todos íbamos porque queríamos hacernos monjes, y así fue en la mayoría de los casos, incluido el mío. Cuando haces votos, debes dejar tu casa, tu trabajo y donar todo tu dinero. Si hubiera tenido veinte años no creo que me hubiera metido en aquello, pero tenía veinticinco y me dije: ya está bien.

¿Influyó en tu decisión el hecho de estar en un entorno particular como Ishigakijima?

Pues… Ésa no era la única razón. Creo que tarde o temprano me habría hecho monja igualmente. Aunque no hubiera sido allí, yo me sentía inclinada a eso. No tener que pensar por mí misma ni tomar decisiones era un factor muy importante. Que lo hicieran ellos por mí. Y como las órdenes venían de Asahara, que estaba iluminado, seguro que estaban bien dadas.

La doctrina misma me interesaba poco, quiero decir que no me parecía algo fantástico ni nada de eso. Sólo encontraba genial la idea de eliminar todos los apegos. Elimínalos y la vida será más fácil. Apegos, por ejemplo, como el que se tiene por los padres, el deseo de ir a la moda, el odio a la gente.

Por lo demás, Aum no me parecía distinto de la sociedad de fuera. Que allí dentro dijeran de alguien que «tenía mucho odio dentro de sí» no lo hacía diferente del que da una puñalada por la espalda en el exterior. Sólo había cambiado el vocabulario. «Aquí todo es igual», pensaba.

En cualquier caso, dejé el trabajo. Obligué a mi empresa a aceptar mi despido. Me inventé una excusa, que me iba a estudiar al extranjero o algo así. Intentaron convencerme de que no me fuera, pero yo estaba decidida.

Mi madre nunca ve programas de entretenimiento en la tele y no sabía nada de Aum. Cuando le dije que hacerme monja significaba que no volveríamos a vernos, lloró un poco. No entendía nada. Aunque le había parecido extraño que mi salud y mi apetito mejoraran tanto. «Supongo que es hora de que abandones el nido», me dijo.

Parece que seguía sin entender. (Risas.) ¿Cómo era la vida de monja?

Había gente que quería ver a sus padres o irse a casa, pero a mí eso me daba igual. Tampoco pensaba: «¡Oh, esto es maravilloso!» ni nada, simplemente me parecía que la vida allí no estaba mal.

Fui a Naminomura, en Aso, y trabajé en el departamento de economía doméstica. Cocinaba, hacía la colada. Allí fue donde vi por primera vez a Asahara. Al verme me dijo: «Ven». «¿Qué querrá?», me pregunté, y fui. Me llevó a un prefabricado y hablamos a solas unos veinte minutos.

Lo que sentí fue asombroso. Decía cosas de mí y siempre acertaba. No sé, era… Por ejemplo, decía: «En el mundo secular hacías esto o lo otro», o: «En el mundo secular te divertiste demasiado y derrochaste tus méritos», o: «Has salido con muchos chicos», cosas así. La gente me había dicho que hablar con él en persona de aquella manera era algo muy especial.

Si hubiera investigado tu pasado, sabría mucho de ti, ¿no? Como lo que hacías en la vida y demás.

Sí, lo sé, pero es que era el «último liberado», y estar en aquella atmósfera especial y él diciéndome aquello… En fin, que pensaba: «¡Qué pasada!». Y lo era. Eso sí, al principio me dio un poco de miedo. «A este hombre no lo engañas», me decía. La vida en Aso era dura. Todo era muy frío y todos eran unos bichos raros. No pensaban más que en sí mismos. Eran unos egoístas. Había algunos que habían trabajado en lo mismo que yo y eran más normales, y me juntaba con ellos. Una vez le confesé a Asahara lo que pensaba. «¿No crees que aquí hay mucha gente rara?», le pregunté. «No es verdad», me contestó.

Por el contrario, la gente de niveles superiores, los líderes, no era nada rara. Eran muy majos. Podía hablar libremente con maestros que eran mis amigos. A lo mejor no está bien lo que voy a decir, pero para mí Eriko Iida, Tomomitsu Niimi y Hideo Murai eran buena gente. La gente de abajo, en cambio, era rarísima. No hacíamos buenas migas.

De Aso me mandaron a la sede principal de Tokio, donde hice tareas de oficina. Asahara me llamaba casi todos los días, me preguntaba cómo estaba y me daba consejos sobre los ejercicios que podía hacer en el tiempo libre. Nada más. No era gran cosa. Pero a mí me alegraba mucho que me dijera aquello. Él no llamaba a cualquiera. La gente me decía que lo hacía por el mérito que yo había acumulado en el mundo anterior, pero a veces dejaba de llamarme y yo pensaba: «¿Por qué no me llama?». Me sentía triste y dolida. Ahora me extraña, pero yo me sentía así entonces.

Una vez, Asahara quiso que me acostara con él. Fue en Fuji, estando yo en el departamento de doblaje, donde había una máquina que medía los metros de cinta magnetofónica y hacíamos copias de los sermones. En la sede de Tokio había tanto trabajo de oficina que tenía suerte si podía dormir tres horas, yo quería un trabajo más relajado, y por eso le pedí a Asahara que me cambiara. Quería una vida relajada, medio día haciendo mis ejercicios y el resto copiando cintas.

Pude salir del apuro sin acostarme con él. Me alegro de que acabara así. Asahara me pidió que fuera a su habitación. Ya antes se me había insinuado un par de veces. Un día, por ejemplo, me llamó y me preguntó cuándo había tenido la última regla. «¡Pero bueno!», exclamé. Y la verdad es que no lo recordaba. «Pronto te someterás a una ceremonia de iniciación especial», me dijo. Le pregunté a uno de los maestros veteranos y me dijo: «Eso es que vas a acostarte con Asahara».

Asahara me buscaba, pero yo me ponía muy tirante. Así. (Encoge los hombres y tensa el cuerpo.) Él no veía muy bien, pero tenía mucha intuición. Así que debió de adivinar que aquello me asustaba. Cuando me tocaba, yo me ponía rígida. Al final desistió. «¡Uf, qué descanso!», me dije. Para la mayoría de los adeptos, en cambio, tener una relación sexual con él era casi una bendición.

¿Pero no para ti?

No. Me parecía odioso. Entiéndeme: yo lo respetaba como gurú. Dependiendo de las circunstancias, podía cambiar diametralmente su manera de hablar, y eso atraía a mucha gente. Y era muy cuidadoso con el lenguaje. Pero admirarlo como gurú era una cosa y acostarme con él otra. Me parecía mentira que existiera aquel tipo de iniciación, y que Asahara participara me repugnaba. No sé cómo decirlo… No era la idea que tenía de él.

Los líderes de Aum debían de conocer que Asahara mantenía relaciones sexuales con las mujeres samana, ¿no?

Una maestra veterana me dijo que la señora Iida y la señora [Hisako] Ishii se habían acostado con él, lo mismo que ella. No pensé si aquello era bueno o malo, sólo me impresionó lo profundo que era el tantra.

¿Hubo alguna reacción por tu negativa a tener trato sexual con Asahara?

No lo sé. Después de eso, perdí la memoria. Me sometieron a electrochoques. Aún tengo las cicatrices que me dejaron, aquí. (Se retira el pelo y me enseña el cuello, donde se ve una serie de cicatrices blancas.) Recuerdo cosas hasta el momento en que entré en el departamento de doblaje, pero después nada. No sé en qué momento ni por qué borraron mi memoria. Le pregunté a la gente pero nadie me contaba nada. Sólo me decían: «Parece que tú y cierta persona estabais llegando a un punto peligroso». Como no recordaba nada, les pedía que me dijeran más. «Eso fue borrado y no podemos hablar», contestaban.

Pero entre la persona a la que se refieren y tú no había nada especial, ¿verdad?

No recuerdo nada. Había una persona que me gustaba mucho y a la que Asahara había avisado, pero no era el hombre al que la gente se refería. Por eso no me explicaba nada. «¿Por qué él?», pensaba.

Asahara estaba siempre al tanto de lo que se decía sobre relaciones entre hombres y mujeres, y si veía que una pareja intimaba mucho, trataba de separarla. A mí también me llamó por teléfono para preguntarme si estaba violando los mandamientos con Fulano. Parecía saber lo que decía, pero yo no tenía nada que ver con aquella persona. «No he hecho nada», le contesté. «¿De veras? Ya veo», y colgó. Era muy raro.

Sea como fuere, borraron mi memoria, y cuando la recobré, era a principios del año del atentado con gas [1995]. Había entrado en el departamento de doblaje en 1993 y los dos años siguientes son como un vacío. Bueno, a veces me venía un recuerdo y me veía trabajando en un supermercado de Aum en Kioto. Es verano, llevo una camiseta y estoy pegando etiquetas con el precio a unos paquetes de ramen. En un estante hay unas cajas de detergentes. Era horrible. No sé ni dónde estaba ni cómo había acabado allí.

Un día me desperté y me encontré en un cuarto sellado de Kamikuishiki. Esos cuartos sellados eran para que los maestros hicieran sus ejercicios, pero en mi caso parecía más una celda. Medía menos de un metro por dos y la cerradura de la puerta ni siquiera tenía agujero. Menos mal que era invierno, porque en verano hubiera sido insoportable. La habitación estaba cerrada por fuera y sólo me dejaban salir para ir al baño o darme una ducha.

Una persona que se hizo monja después que yo estaba a mi cargo y le pregunté qué pasaba, porque no entendía nada; pero no pudo decirme nada. Vi a una maestra y le pregunté por qué estaba allí. «Es el karma de la ignorancia», me dijo. «El karma animal ha aflorado.» Pero yo pensé que era mentira. No podía ser la razón de que me trataran como lo hacían.

Mi maleta estaba en la escalera y, mientras sacaba unas cosas que necesitaba, pasó Murai. «¿Qué haces aquí?», me preguntó. «No sé qué está pasando», le contesté. Me dijo el número de su cuarto. «Les pediré que no cierren tu puerta con llave esta noche. Ven y hablamos.» Pero la persona que se encargaba de mí me dijo que no se toleraban reuniones.

Decidí que cuando fuera al baño me escaparía y buscaría a Murai. Lo hice, pero la guardia me atrapó, forcejeamos, mi camiseta se rasgó. Fue terrible. Si me llevaban a la celda, pensé, era el final, y me puse a gritar con todas mis fuerzas. Todo el mundo se asomó, incluido Murai, que me dijo que entrara en su cuarto, y eso hice.

Murai había sido siempre muy buena persona, pero por entonces había cambiado. Estaba muy frío. Sólo me dijo: «Ya basta, contrólate».

Eso fue poco antes de las redadas policiales y no podían mantener a la gente encerrada en celdas así como así. Me trasladaron al Satyam número 6 y luego a las oficinas de Fuji. Estaban a punto de detener a Asahara y no había mucho trabajo que hacer.

El atentado con gas se produjo por entonces, con la consiguiente conmoción. ¿Pensaste que podía haber sido Aum?

No, no lo pensé. Lo que creí fue que la policía lo había montado todo para tener una excusa y seguir secuestrando información sobre los adeptos. Había tenido experiencias horribles, pero no había perdido mi fe en Aum. Naturalmente, me pregunté qué estaba pasando y por qué Murai había cambiado tanto. Sabía que algo raro ocurría.

Dejé Kamikuishiki porque todos los maestros iluminados habían sido detenidos y los demás empezaron a dar órdenes sin ton ni son. Viendo el panorama, me dije: «Se acabó. Ya estoy harta». Ahora que no estaba Asahara, aquello había llegado a su fin. Pensé que era hora de irme y me fui.

¿Te asustaba volver al mundo? ¿Temías no ser capaz de adaptarte?

No, no me asustaba. Sabía que me adaptaría. Volví a casa de mi madre y me quedé un mes. Mi madre estaba muy preocupada por mí. El asunto salía todos los días en la tele y ella tenía el alma en vilo. Yo veía las noticias sobre el ataque con gas y al principio decía a todo el mundo que no lo creyeran. Pero luego, viendo que todos los que lo habían dejado testificaban lo mismo, empecé a pensar: «Pues sí parece que lo hizo Aum».

Al mes decidí independizarme. Sabía que eso le dolería a mi madre y lo sentía por ella. Me dio cien mil yenes. Encontré trabajo de camarera en un balneario. Me preguntaba cómo iba a vivir si tenía que pagar la cuantiosa fianza que piden en Japón por alquilar un piso, y se me ocurrió pedir trabajo en un balneario, donde podría trabajar y vivir sin tener que pagar por el alojamiento.

En la entrevista de trabajo me callé mi pasado en Aum y me contrataron, pero poco después se presentó un agente y se supo todo. El jefe de personal me dijo que no me preocupara, que no diría nada y que podía seguir con el trabajo, aunque yo me sentía fatal. Trabajé allí unos siete meses. La paga no era muy buena, unos doscientos mil yenes mensuales, pero las propinas ayudaban. Trabajaba mucho para conseguir más propinas. A veces, el mismo huésped me daba tres veces al día, y a menudo me las daban cuando llegaban y cuando se iban. Ahorré dinero, me saqué el carnet de conducir y me compré un coche.

Pareces una persona muy optimista y muy activa.

Es que no me queda elección. Tuve que moverme. Ahora que lo pienso, creo que fui una buena camarera.

En la actualidad trabajo en un salón de belleza. La policía también vino aquí una vez. Me dio mucha rabia. O sea, me habían borrado la memoria y me sentía también una víctima. Pero con el tiempo empecé a pensar que no era ninguna víctima, sino más bien culpable. Así que dejé de enfadarme con la policía y empecé a contarles lo que sabía.

Ahora estoy muy bien de salud, aunque sigo sin recordar nada. No mantengo contacto con ningún miembro de Aum, ni siento ninguna nostalgia.

Dices que eras muy amiga de algunos de los maestros iluminados. ¿Crees que pudieron estar implicados en el atentado?

Creo que si les ordenaron que lo cometieran, es probable que lo hicieran. Niimi, por ejemplo, lo habría hecho seguro. Kenichi Hirose, con quien hablaba ocasionalmente, era una persona muy simple. Pero ¿qué puedo decir? Los comprendo. No era un mundo en el que se pudiera desobedecer una orden. Se trataba más de la sensación de estar encantado de hacerlo.

En el juicio, muchos de los acusados declararon que no querían cumplir las órdenes, pero que temían que los mataran si no obedecían, y que lo hicieron contra su voluntad. Pero ¿dices que no era así?

Pues… No sé… En aquellas circunstancias, creo que si los eligieron es porque estaban dispuestos a hacerlo.

Ahora has vuelto al mundo secular y trabajas. Antes decías que dudabas y creías que no destacabas en nada. ¿Cómo te sientes ahora?

Simplemente acepto el hecho de que no tengo ningún talento especial. Antes de entrar en Aum no era capaz de hablar de mis sentimientos ni siquiera con personas muy cercanas. Ahora me abro mucho más.

Mis parientes han intentado buscarme novio para que me case. «Ya es hora», me dicen, pero creo que los que hemos estado en Aum, una secta que ha cometido unos crímenes tan atroces, no deberíamos casarnos. Naturalmente, yo no cometí ninguno, yo sólo vivía y dejaba vivir.

Aunque a veces me siento triste. Salgo a cenar con amigos y a divertirme, pero muchos días no me apetece y me vengo a casa sola. Este verano, viendo los fuegos artificiales, sola entre una multitud que disfrutaba del espectáculo, me eché a llorar. Ahora lo llevo mejor.

En Aum había mucha gente muy interesante, muy distinta de la que había conocido fuera. Las relaciones sociales son siempre tan… superficiales, pero en Aum todos vivíamos en el mismo sitio, como una familia.

Me gustan los niños. Los hijos de mi hermana menor son una ricura, pero yo, que he sido miembro de Aum, no puedo hacerme a la idea de casarme, tener familia, hijos… No me imagino contándole mi pasado a un novio… Seguro que tiene mucho que ver el hecho de que mi familia haya sido problemática. Las personas que se han criado en una familia feliz no se meten en una secta.

Underground
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