«No se trata sólo del metro, sino del simple hecho de salir a dar un paseo»
TOMOKO TAKATSUKI (26)
La señora Takatsuki vive actualmente con su marido en la casa que su abuela tiene en el barrio de Shibuya, en la zona centro oeste de Tokio. En el momento del atentado, sin embargo, la pareja, recién casada, vivía al sur, en la distante periferia de Kawasaki.
Su apartamento de Shibuya se encuentra en la antigua casa familiar donde se crió su madre. La abuela dispone de varios pisos en la planta superior del inmueble y residen en uno de ellos. «Resulta mucho más conveniente vivir aquí, tan cerca del centro», asegura la señora Takatsuki. «Además, el alquiler no es muy alto.» Cuando su abuela la oye, se apresura a puntualizar: «Mis piernas ya no responden. Se han mudado aquí para cuidarme.»
En el momento del atentado, haría la siguiente ruta desde su casa al trabajo: en primer lugar tomaba la línea Nanbu hasta Noborito. Allí cambiaba a la línea Odakyu hasta Yoyogi-uehara. De nuevo otro transbordo, en este caso a la línea Chiyoda hasta la estación de Kasumigaseki, y de allí, con la línea Hibiya, hasta Kamiyacho.
La señora Takatsuki es una mujer delgada con un aspecto tan juvenil que bien podría pasar por una estudiante. Cuando rememora el trauma que supuso para ella el atentado —«¿por qué entrevistarme a mí si ni siquiera resulté herida?»—, no cabe duda de que aún le afecta a día de hoy. Es una mujer fuerte, sin embargo. No es de ese tipo de persona que se pone a hablar de algo sin que nadie le pregunte antes. De hecho, le lleva un tiempo liberar sus verdaderos sentimientos.
Su marido, un hombre alto y silencioso, abandona con sigilo la habitación mientras realizamos la entrevista. Ella explica que se conocieron en una fiesta a la que asistió obligada por una amiga.
Mi oficina está en Kamiyacho. Desde la casa de Kawasaki tardaba casi una hora en llegar, pero nunca me pareció un trayecto demasiado largo. Una hora es el tiempo medio de desplazamiento de cualquier asalariado. Me levantaba a las 5:30 de la madrugada, desayunaba y llegaba a eso de las 7:30. El trabajo no empezaba hasta las 9, así que disponía de una hora y media para leer el periódico o comer algo. Como los trenes van siempre atestados, salía de casa como muy tarde a las 6:30. No me gustan los vagones repletos de gente y la línea Odakyu está llena de bichos raros. (Risas.) Nunca he tenido problemas para levantarme pronto. Aquel día, sin embargo, iba algo retrasada.
Voy a cumplir cinco años en la empresa. Me licencié en economía política, pero desde que empecé con este trabajo he estado en el departamento de sistemas. Nada más entrar tuve que realizar una formación de tres meses… En la actualidad desarrollo un software de uso interno. Sólo en nuestro departamento hay ciento cincuenta personas, más hombres que mujeres.
El atentado cayó entre dos festivos. Aquel día sólo acudió al trabajo la mitad de la plantilla. Yo no tenía planes para ir a ninguna parte, así que fui. Normalmente salía de casa con mi marido, pero ya le he dicho que por alguna razón me retrasé. Solíamos tomar juntos la línea Odakyu porque su oficina está en Yotsuya. Yo me bajaba en Yoyogiuehara, él continuaba hasta Shinjuku.
Me bajé en Kasumigaseki para cambiar a la línea Hibiya. Los trenes iban llenos. Como tenía tiempo, decidí hacer a pie el resto del camino. Sólo es un trayecto de quince minutos. Me dirigí a la salida y fue entonces cuando vi a uno de los encargados de la estación tendido en el suelo del andén. Parecía sufrir enormemente. Había varios compañeros a su alrededor, pero ninguno hacía nada. Era muy extraño. Me aparté a un lado para contemplar la escena. En un día normal ya me habría precipitado escaleras arriba para no perder el siguiente transbordo, pero en esa ocasión pensé: «Voy a esperar un poco a ver qué pasa».
Llegó otro empleado de la estación. Pensé que venía de llamar a una ambulancia y me pareció el momento oportuno de marcharme. De repente empecé a sentirme mal. «Me he puesto enferma por quedarme aquí mirando», pensé. «Al final ha terminado por afectarme.» Quiero decir, que las mujeres somos más susceptibles, ¿no le parece? Decidí salir a la calle sin tardanza.
Cuando estaba a punto de alcanzar el final de la escalera, sentí como si un gran vacío se apoderase de mi cabeza. Moqueaba por la nariz, los ojos me lloraban. Pensé: «¡Vaya! He pillado un resfriado». Salí a la calle y todo estaba oscuro. Pensé que me había subido la fiebre. Me refiero a que, cuando tienes fiebre, parece que te falta el espacio, estás como aturdido. Caminé un poco, pero me atenazaba un dolor cada vez más intenso. Me lo reproché: «No tendría que haberme quedado contemplando a ese pobre hombre tirado en el suelo».
Ya en la oficina, los ojos aún me dolían y no conseguía dejar de llorar. Traté de sobreponerme, pero me resultaba imposible. Me puse a gritar: «¡Me duelen los ojos, me duelen los ojos!». Organicé un buen alboroto, la verdad. El dolor era tan insoportable que no podía trabajar. Lo veía todo oscuro. Miré a mi alrededor para comprobar si las luces estaban encendidas. «¡Qué extraño!», pensé. «¿Cómo es posible que esté todo tan oscuro?» Tenía la impresión de que llevaba puestas unas gafas de sol. Mis compañeros me juraban que todo estaba en orden. Me sentía como si estuviera volviéndome loca.
Vino el director general para preguntar si alguien se encontraba mal. Le expliqué que me dolían los ojos. Me dijo que habían hablado de esos síntomas en la televisión y me ordenó que fuera urgentemente al hospital. Aún no se sabía que se trataba de gas venenoso, sólo se hablaba de algún tipo de explosión… No habían dado más información. Había otro compañero en la empresa en mucho peor estado que yo. Tengo entendido que permaneció hospitalizado una semana.
En mi tren no había gas sarín. Lo inhalé en la estación. Nunca lo habría imaginado, pero el paquete estaba en el tren que entró por la vía de enfrente. Yo estaba en el último vagón y el gas sarín en el primero del otro tren, por eso cuando me bajé… Cuestión de mala suerte. El encargado de la estación murió, ya lo sabe.
Al salir de la estación me sorprendió comprobar que no había ninguna ambulancia. La gente caminaba a mi alrededor como si nada. No resultaba fácil darse cuenta de que había sucedido algo grave o fuera de lo normal. Tan sólo aquel hombre tirado en el suelo… Lo atribuí a que había sufrido un ataque al corazón o algo por el estilo. De no haber estado allí tendido, habría pasado de largo sin darme cuenta de nada.
Me dolían los ojos. Tenía que ir al médico, pero no sabía adónde acudir. Al final fui a una clínica oftalmológica que estaba cerca de la oficina. El médico me examinó: «No hay nada de que preocuparse. Sólo tiene las pupilas contraídas. Eso es todo», concluyó. «Pero me duelen mucho», repliqué yo, claramente insatisfecha con su diagnóstico. Vino otro médico que parecía más experimentado y aseguró que aquello no tenía buen aspecto. Lo mejor era acudir a un hospital con más medios. Tomé un taxi hasta el Hospital de Toranomon, pero estaba colapsado y me derivaron al de Jikei. De camino, oí en la radio del taxi que estaba igual de atestado. «De acuerdo, entonces iré al de San Lucas», le dije al taxista. Allí ocurría lo mismo. ¿Adónde se suponía que debía ir?
La compañera que venía conmigo había trabajado antes en la NTT, la compañía nacional de teléfono de Japón, y me sugirió que probase suerte en el de Teishin. El hospital se encuentra en Gotanda y está adscrito al Ministerio de Comunicación. Es probable que allí las cosas estuvieran más tranquilas. Fue al llegar cuando me enteré de que había sido un atentado con gas sarín. ¿Qué quería decir eso? ¿Cómo debían tratarme? El médico que me atendió reconoció que no sabía qué hacer conmigo. (Risas.) En la clínica oftalmológica me habían lavado los ojos por precaución, lo cual resultó de gran ayuda. Le sugerí al médico que hiciese lo mismo con el resto de los pacientes. (Risas.) No le quedó más remedio que admitir: «En realidad, no sabemos cómo actuar en un caso así. Merece la pena intentarlo». Otro acierto inesperado fue cambiarme de ropa nada más llegar a la oficina porque en la empresa llevamos uniforme.
Me hicieron análisis de sangre, me pusieron un gotero. Finalmente, decidieron ingresarme. Tenía náuseas y, como mi intestino nunca ha funcionado demasiado bien, pensé que se había colapsado. Poco después desaparecieron las náuseas, pero no el dolor de ojos. Tenía fiebre. Pasé un día en el hospital. Mi marido vino a verme muy preocupado. Yo no tenía ni idea de lo que me pasaba, no podía ver la televisión, tampoco salir de la habitación. Estaba fuera de juego, aunque en ese momento no me preocupaba mucho.
El día 21 era festivo. El siguiente, el 22, fui a trabajar. Me resultó imposible aguantar más de diez minutos sentada frente al ordenador. «Me voy», dije. Me marché a casa. En la oficina no sabían si creerme o no. Me dio la impresión de que pensaron: «Lo que tú digas». Les reproché su escepticismo, que no me pareció lo más oportuno. «¿Cómo quieres que sepamos lo que te pasa si ni siquiera tú lo sabes?», me respondió un compañero. De acuerdo, no presentaba síntomas evidentes y nadie podía saber a ciencia cierta hasta qué punto era verdad lo que decía, pero a pesar de todo…
Estuve así una semana entera, incapaz de hacer nada de provecho en el trabajo. Fijaba la mirada, pero era incapaz de enfocar. Lo veía todo como un borrón. Trataba de explicarlo y la única respuesta que encontraba era que mis ojos quizá nunca habían funcionado bien del todo.
Volví al hospital en varias ocasiones. Tardé un mes en recuperarme. Aún hoy tengo los ojos muy sensibles. Estoy preocupada, la verdad. No porque mi vista se haya deteriorado, en realidad no está tan mal, sino porque afecta a mi trabajo. Es un verdadero suplicio.
La mayor parte de las víctimas del atentado tienen pánico de volver a subir al metro. Lo he leído en la prensa, pero le aseguro que no es mi caso. Probablemente se deba a que no había sarín en mi vagón. Dos días después del atentado hice el mismo recorrido para ir al trabajo; no tomé ninguna precaución especial. En el vagón había otras personas a mi lado y… ¿cómo explicarlo? No parecía real. Una persona había muerto en el andén justo delante de mí y, a pesar de todo, seguía sin parecerme real.
Sufro jaquecas. Supongo que se debe al gas sarín, pero lo cierto es que siempre las he tenido… Quién sabe. Sólo ha aumentado su frecuencia. Además de eso, cuando se me cansa la vista tengo náuseas. Eso es lo más inquietante de todo. Si me pongo a pensar en ello, no puedo dejar de darle vueltas. En determinado momento me digo: «No, no tiene nada que ver». Un médico explicó por televisión que los síntomas desaparecerían con el tiempo, que no había que temer posibles efectos secundarios. ¿Quién lo sabe a ciencia cierta? Sólo espero que no me encuentren nada más adelante.
Por supuesto que me enfurece lo que pasó. No veo por qué razón deberíamos perdonar a esos criminales. Me gustaría saber qué se proponían en realidad, que lo explicasen, que pidiesen disculpas. A menudo pienso que podía haber muerto y aún me inquieta salir sola. No se trata sólo del metro, sino del simple hecho de salir a dar un paseo. Intento ir siempre con mi marido. ¿Se puede considerar eso un efecto secundario psicológico…? Me pregunto muchas veces si me voy a morir. Siempre he sido nerviosa, y pensar semejantes cosas no ayuda precisamente; se me hace un nudo en el estómago.
Mi marido está muy preocupado, quizá más que yo. Tiene la impresión de que en el hospital me dieron el alta demasiado pronto, que debería haber estado ingresada más tiempo. Cada vez que sucede algo fuera de lo normal, le echa la culpa al gas sarín. Me reconforta que esté junto a mí. Sólo deseo poder pasar más tiempo con él. Por las mañanas, cuando nos separamos en la estación, pienso: «No, no quiero ir sola». Desde aquel día no hemos vuelto a pelearnos. Antes solíamos hacerlo por cualquier nimiedad. Últimamente me pregunto qué sería de mí si nos peleamos y después de separarnos ocurre algo.