«Yo soy de ciencias y en Aum había una numerosa élite científica. Debo reconocer que una parte de mí hace las cosas como si llevara anteojeras»

HIROSHI KATAYAMA (40)

Lleva un traje gris, camisa blanca, chaquetón oscuro y corbata elegante. Impoluto, sin un solo detalle de más. Si tuviera que poner calificativos a la primera impresión que produce, diría que parece un «hombre de ciencias brillante». De hecho, es de ciencias, pero no transmite esa hosca y ensimismada atmósfera de algunos de sus colegas entregados en cuerpo y alma a complicadas teorías.

Es de estatura media, tiene aspecto saludable y se le nota en la plenitud de su vida laboral. Sus modales son exquisitos, acompañados de una seguridad en sí mismo nada ostentosa. No es que sea muy locuaz, pero se expresa de manera correcta y directa. En la hora y media que duró nuestra entrevista me dio la impresión de ser una persona honrada y digna de confianza. Podría decirse de él que es un ciudadano ejemplar, un investigador entregado y hombre hogareño. Está casado y tiene tres hijas. Puede que no sean más que imaginaciones mías, pero estoy seguro de que goza de buena reputación entre las mujeres del vecindario.

Cuando estudiaba en el instituto, un profesor le contó la anécdota de un antiguo alumno que había decidido dedicarse a la investigación marina después de leer un libro dedicado al mar. A partir de ese momento se despertó en el señor Katayama el interés por los peces y se matriculó en la Universidad de Ciencias del Mar de Tokio. El destino es un misterio. Desde entonces vive exclusivamente por y para los peces. En la universidad se especializó en la elaboración de productos marítimos. Después de graduarse empezó a trabajar en una importante empresa de productos marinos. En el laboratorio investigó y desarrolló nuevos productos marítimos y ganaderos. Actualmente ya no trabaja en investigación. Es jefe del departamento de producción. Pasó de dedicarse de forma casi exclusiva a los peces a encargarse de las personas.

La mayoría de las empresas que se dedican a derivados marinos están cerca del gran mercado de pescado de Tsukiji. De ahí que él también resultase herido en el atentado con gas sarín cuando se dirigía al trabajo.

Salgo de casa a las siete de la mañana para coger el primer tren de la línea Tozai, que sale de la estación de Mitaka a las 7:25. Siempre lo mismo. Como es el primero, resulta muy cómodo porque hay sitios libres. Llego a la empresa aproximadamente a las 8:20. El trabajo empieza a las 9, así que dispongo de un margen de unos cuarenta minutos. Aprovecho para ordenar las cosas e incluso para empezar a trabajar. Para despachar con los jefes o preparar reuniones, es conveniente hacerlo lo más temprano posible. Una vez empieza la rutina diaria, resulta más difícil.

La hora de salida no es fija, aunque si la cosa se complica, me pueden dar fácilmente las diez de la noche. Como término medio, suelo salir sobre las ocho de la tarde y, muy de vez en cuando, más tarde de las diez. Procuro no hacerlo nunca, porque de esa manera ni siquiera puedo ver a mis hijas antes de que se acuesten.

Nos mudamos a Koganei cinco meses antes del atentado. Hasta entonces vivíamos en una casa propiedad de la empresa situada en Koenji. Era la primera vez que comprábamos un piso. Mi mujer y yo estábamos un tanto inquietos; iba a nacer nuestra tercera hija, debíamos realizar la mudanza y la mayor tenía el examen de ingreso a la escuela secundaria.

Koganei es una zona que me gustaba desde hacía tiempo. Es un lugar tranquilo para vivir. Además, la casa de mis suegros está cerca, en Tatekawa, y el hermano pequeño de mi mujer también había comprado una casa en el mismo barrio casi al mismo tiempo, por lo que todo nos resultaba muy conveniente. La casa de la empresa no estaba mal, no teníamos que preocuparnos por nada, aunque era un poco vieja. Con nuestro sueldo no resulta fácil comprar una vivienda plenamente satisfactoria, pero había cumplido los cuarenta y pensé que era el momento de tener una propia. También había estallado la burbuja, los precios y los intereses de las hipotecas bajaron. De todos modos, si hubiera esperado, habrían bajado aún más.

Los lunes solemos reunirnos a las 8:30 de la mañana. Aquel día, sin embargo, no había nada programado debido al puente. Algunos compañeros se habían tomado días libres. Para mí era imposible: era el mes de marzo, el cierre del año fiscal. Estaba muy ocupado y no era momento de descansar. Fui al trabajo a la misma hora de siempre. Llevaba la misma ropa que hoy, el mismo chaquetón, el mismo traje, la misma cartera. Todo igual. Después del atentado nos recomendaron que lo tirásemos todo, ya que podía estar impregnado de gas sarín. Luego rectificaron y dijeron que no era necesario si lo lavábamos bien. Por eso sigo utilizándolos. El chaquetón y la cartera eran casi nuevos. Lo llevé todo a la tintorería… No he notado nada especial desde entonces.

Cogí como de costumbre la línea Tozai e hice transbordo a la línea Hibiya en Kayabacho. A partir de ahí tengo que pasar por Hatchobori y finalmente Tsukiji. Esa línea suele ir bastante llena, especialmente a partir del transbordo de la línea Tozai. El primer vagón del tren de la línea Tozai queda cerca del vestíbulo de tránsito, pero cuando subes al de la línea Hibiya, al contrario, lo haces por el último. El vestíbulo tiene forma de L y siempre está atestado de gente.

Intento evitar el último vagón de la línea Hibiya en la medida de lo posible. En lugar de eso me dirijo a la parte de delante. Atrás siempre está abarrotado, tan lleno que casi no se puede entrar. Además, la salida en Tsukiji se encuentra delante, así que me resulta más cómodo dirigirme allí. Camino por el andén todo lo que puedo y, justo antes de que el tren se ponga en marcha, me subo. Si me da tiempo voy hasta delante del todo. Depende de cuándo llegue el tren, subo en un lugar u otro. Cuanto más adelante, más vacío. A fuerza de la rutina ya sé cuándo va a llegar. Normalmente me subo por la mitad.

Aquel día, el tren se retrasaba y pude acercarme a la parte delantera. Venía tan lleno como de costumbre, quizás un poco más de lo habitual. Como era puente me había hecho a la idea de que estaría prácticamente vacío, pero sucedió justo lo contrario. No recuerdo con exactitud en qué vagón subí, creo que en el cuarto.

La única cosa fuera de lo normal que noté fue que mucha gente tosía. Yo también. «Será que me he resfriado», pensé. En realidad, todos los pasajeros tosían. «¿Estamos todos resfriados?», me pregunté. No sé por qué, pero estaba muy sofocado. Tenía ganas de llegar a Tsukiji de una vez y respirar aire fresco. En cuanto el tren entró en la estación, bajé y fui derecho a la salida. Cuando pasaba junto al tercer vagón, vi fugazmente a unas personas caídas en el suelo. Una en el tren, las otras dos en el andén. Eran pasajeros.

No sólo se habían caído, sino que sufrían convulsiones. Estaban tendidos en el suelo con los brazos abiertos, agitándose sin parar. Me dio la impresión de que estaban muy graves. Otros pasajeros cuidaban de ellos. Me sentía mal y no tuve la calma suficiente para pararme a observar. Tan sólo eché un rápido vistazo y me fui. Cada vez me costaba más trabajo respirar.

Mucha gente se paró a observar la escena. Preguntaban: «¿Qué les ha pasado?». Otros fueron rápidamente a avisar a los encargados de la estación. Me crucé con uno de ellos en el andén.

Salí a la calle en Tsukiji, respiré aire fresco y me sentí aliviado. Por eso fui a la oficina. Al entrar me pareció que estaba muy oscuro. Miré al techo para confirmar que la luz estaba encendida. Parecía como si no iluminase bien. Mis compañeros, sin embargo, aseguraban que no había ningún problema y yo no entendía qué estaba pasando. Otro compañero se quejaba de dolor de cabeza. Hasta ese momento no tuve la verdadera impresión de que sucediera algo extraño.

Entretanto, oí el ruido de varios helicópteros que volaban muy cerca. Nuestra oficina se encuentra en un edificio muy alto y la ventana está orientada a Ginza. Era allí donde aterrizaban. Los que llegaron más tarde dijeron: «Ha pasado algo en el metro». Encendimos la tele, pero no daban ninguna información. La dejamos encendida por si acaso.

Faltaba mucha gente por venir. Empecé a darme cuenta de lo inusual de la situación. A esas horas ya debíamos estar todos allí. Comenzó a sonar el teléfono sin parar: «Llego tarde». Sobre las 8:50 apareció un rótulo en la parte inferior de la pantalla del televisor en el que se informaba sobre el atentado. Fue así como nos enteramos de la gravedad del asunto.

Los del departamento de asuntos generales averiguaron que había algunas víctimas más aparte de mí y nos recomendaron ir al hospital. Creo que fuimos seis en total. Montamos en dos coches y nos dirigimos al Hospital Universitario de Showa. No me sentía especialmente mal. No me dolían los ojos ni tosía, el único síntoma era que lo veía todo oscuro.

Nada más ingresar me pusieron un gotero. Ya estaban al tanto de que se trataba de envenenamiento por sarín y habían recibido informes por fax sobre cómo actuar. Se comunicaban a través del fax: «Tiene tal síntoma», decían, «entonces hay que darle tal tratamiento», respondían. Me explicaron lo que ocurría con la contracción de mis pupilas. Me hicieron análisis de sangre, una uroscopia y una revisión de la vista. Nos instalaron a los seis en la misma habitación. Estuvimos dos horas con el gota a gota.

Los que padecían síntomas más graves se quedaron ingresados, pero mi caso era leve, así que me dieron el alta y volví a la oficina. El resto pudo ir a dormir a casa por la noche. Cuando llegué al trabajo, el jefe me dijo: «Hoy vete pronto a casa». Pensé que si me quedaba en la oficina, a lo mejor resultaba más una molestia para mis compañeros que otra cosa. Me marché sobre las cinco.

Creía que me recuperaría pronto, pero tardé más de lo previsto. No llegué a encontrarme bien durante una semana, me dolía la cabeza constantemente. Las pupilas ya no me molestaban gran cosa, era una especie de migraña. Pensé que después del puente estaría recuperado del todo, aunque la cosa no fue tan fácil.

Naturalmente que estoy furioso por culpa del atentado. De lo que no estoy seguro es de si se puede solucionar el fondo del problema acusando sólo a una persona. En mi época de instituto ya nos acusaban de lo que entonces llamaban san-mu-shugi, es decir, de inercia, falta de interés e irresponsabilidad. Ni siquiera nos entusiasmábamos por el deporte. Los que no pertenecíamos a ningún club nos juntábamos y hacíamos lo que nos daba la gana. Lo malo es que, al llevar una vida tan individualista, cuando pasa algo grave, en caso de necesidad no se puede contar con nadie. El ser humano es débil. Necesita algo con lo que contar. Si nos dan la solución en lugar de buscarla por nosotros mismos, resulta mucho más sencillo.

En el trabajo, por ejemplo, cuando dudo sobre cómo hacer algo y el jefe me dice: «Hazlo así», resulta mucho más fácil y sencillo. Si pasa algo, la responsabilidad es suya y yo estoy a salvo. Creo que es una característica específica de nuestra generación. Por eso comprendo en parte a los adeptos de Aum. Estaban sometidos a un estricto control mental. Yo soy de ciencias y en Aum había una numerosa élite científica. Debo reconocer que una parte de mí hace las cosas como si llevara anteojeras. Me gusta profundizar en lo que hago, llegar hasta el final, aunque no tenga nada que ver con mi investigación, aunque el objetivo sea construir armas. En ese sentido, quizá las personas como yo no tenemos un juicio lo bastante formado. Antes de valorar si es moralmente correcto o no, nos perdemos en teorías: «Me gustaría hacerlo así». «Si lo hacemos así, ¿qué pasará?» «Probemos otra cosa.» Siempre estamos en ésas. Así todo avanza más rápido.

La gente con mi formación trata con objetos y tiene relación con ellos. Por eso entendemos bien la teoría, pero cuando se trata de otro tipo de valoración, estamos perdidos. En mi trabajo me sucede lo mismo. Antes estaba en el departamento de investigación y desarrollo y ahora que he cambiado a administración no siempre entiendo las relaciones con la gente, por mucho que lo piense. Creo que no nos queda más remedio que escuchar las distintas opiniones para formarnos una idea general de la vida.

Underground
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