«El día después del atentado le pedí el divorcio a mi mujer»
MITSUTERU IZUTSU (38)
El señor Izutsu importa langostinos para una gran empresa alimentaria con sede en Tokio. Antes era marino. Después de graduarse en la Escuela de la Marina Mercante navegó por distintas rutas comerciales, hasta que la profunda crisis que afectó al sector naval puso fin a su vida en la mar con tan sólo treinta años. A partir de ese momento buscó trabajo en el sector de la importación y, tras siete años en distintas empresas, terminó por especializarse en el langostino.
La importación de marisco implica precios mucho más elevados que los de la carne. Además, el mercado fluctúa muchísimo, hasta el punto de que puede significar el hundimiento o la salvación de un negocio. Es un oficio que exige una buena dosis de experiencia en el exterior. El señor Izutsu confiesa que nunca se sintió especialmente atraído por ese negocio, pero su interés por todo lo relacionado con el extranjero le abrió las puertas de la industria pesquera. Hace dos años, después de dejar su último trabajo, quiso montar su propia empresa. Acudió a donde trabaja en la actualidad para buscar capital. «No debería ser usted muy optimista ahora que ha estallado la burbuja en Japón», le dijeron, «pero quizá le interese trabajar con nosotros una temporada.» Se convirtió así en un oficinista con una trayectoria bastante singular. De ahí que sus impresiones difieran respecto a las del común de la gente, que, por norma general, trata de cimentar su carrera hasta lograr un puesto de cierta responsabilidad. Al hablar con él, enseguida se da uno cuenta de su actitud marcadamente independiente. Dice lo que piensa sin resultar categórico, simplemente tiene su propia forma de ver las cosas, le gusta reflexionar sobre ellas hasta sus últimas consecuencias.
En la escuela practicaba judo. Aún se mantiene en forma y practica ese deporte de vez en cuando. De aspecto juvenil, viste con esmero y muestra cierta inclinación por las corbatas elegantes. ¿Cómo afrontó él el atentado que le sobrevino de repente cuando se dirigía al trabajo en el metro?
De joven, mi objetivo fundamental era ir al extranjero. Por eso me matriculé en la Escuela de la Marina Mercante de Tokio. Gracias a eso navegué por todo el mundo, excepto África. Era muy joven y no sabía gran cosa de la vida, así que lo disfruté mucho. Al pensar en ello ahora, me doy cuenta de la suerte que tuve de cambiar pronto de profesión. (Risas.)
En la actualidad vivo en Shin-Maruko, pero cuando tuvo lugar el atentado vivía en Yokohama, en Sakuragicho. La oficina estaba en Kokkaigijidomae, justo en el centro de Tokio, por lo que tenía que tomar la línea de tren de Toyoko que conecta con el metro. El trabajo empezaba a las 9:15 de la mañana, pero trataba de llegar sobre las 8. A esas horas los trenes no van tan llenos y, como aún había poca gente en la oficina, podía trabajar en paz. Me despierto siempre a las 6; se me abren los ojos automáticamente. Soy un hombre diurno, nada trasnochador. A menos que suceda algo excepcional, a las 10 de la noche estoy en la cama, aunque, en realidad, hay muy pocas noches en las que no pase algo excepcional: las horas extras, las cenas de empresa… También suelo ir a tomar algo con los compañeros del trabajo.
Aquel día fui a trabajar un poco más tarde que de costumbre. Tomé el tren justo antes de las 7. Llegué a Naka-meguro alrededor de las 7:15, cambié a la línea Hibiya hasta Kasumigaseki y allí volví a cambiar a la de Chiyoda. Respiré el gas sarín en la estación que queda entre Kasumigaseki y Kokkai-gijidomae.
En el cambio de Kasumigaseki, solía subir al primer vagón porque paraba junto a la salida que quedaba más cerca de la oficina. Llegué al andén de la línea Chiyoda y sonó la señal que anunciaba que el tren estaba a punto de partir. Apreté el paso, pero el tren no se movió. Había dos empleados del metro que se afanaban por limpiar algo derramado en el suelo del vagón. De una especie de caja cubierta con papel de periódico salía un líquido que parecía agua… Obviamente, no sabía que era sarín. El tren no se movió hasta que terminaron de limpiar. Gracias a ese retraso imprevisto pude alcanzarlo.
No, no limpiaban con fregonas. Usaban el periódico que envolvía una de las cajas. El tren debía continuar lo antes posible y seguramente no tuvieron tiempo de ir a buscar algo más apropiado. Uno de los empleados sacó la caja del vagón. El tren arrancó. Más tarde me enteré de que había muerto. Su compañero falleció un día después. En total estuvimos parados unos cinco minutos. El tren no iba demasiado lleno, pero no quedaban asientos libres. Me quedé en pie y observé cómo limpiaban. Ahora pienso en ello y me doy cuenta de que es posible que oliera a algo. En el momento no lo noté, no aprecié nada extraordinario, pero en el vagón todo el mundo tosía, como si les picase la garganta por algún tipo de producto que se evaporaba. Nadie se movió ni se cambió de sitio. El tren se puso en marcha. Me fijé en el suelo y vi que seguía sucio. Me alejé unos metros.
No noté nada hasta que cambié de línea en Kokkai-gijidomae. La gente tosía, eso es todo. No presté demasiada atención y seguí mi camino. En la oficina siempre tenemos la tele encendida para estar al tanto de las fluctuaciones de los cambios de divisa. No hacía mucho caso de las noticias, pero de pronto vi algo extraño: una gran conmoción en la estación de Tsukiji y en sus alrededores.
El día anterior había regresado de un viaje de diez días por Sudamérica, y al siguiente se celebraba la fiesta del equinoccio de primavera. En realidad no tenía ninguna razón especial para ir a trabajar, pero como había estado fuera un tiempo quería acercarme para echar un vistazo a las cosas pendientes. La oficina estaba a oscuras. «¿Qué pasa aquí?», me pregunté. «¿Siempre está así de oscuro?» A pesar de las noticias, en ningún momento relacioné aquella información con el tren en el que había viajado yo. Empecé a sentirme mal. Las pupilas contraídas eran un síntoma evidente de que algo no marchaba bien. Mis compañeros de trabajo insistieron en que debía ir al hospital.
Fui en primer lugar a una clínica oftalmológica cercana para que me examinasen. Me acercaron y alejaron una luz a los ojos, pero las pupilas no se movían, no lograban estimular el iris. Unos policías habían ido allí con los mismos síntomas. Nos enviaron a todos al Hospital de Akasaka. Nos hicieron una serie de pruebas diagnósticas, nos tomaron la presión sanguínea, ese tipo de cosas. El hospital no tenía ningún antídoto. Me pusieron suero. Media hora más tarde les dijeron a los que se encontraban bien que regresaran a sus casas. No nos hicieron análisis de sangre ni nada parecido. Eso sí, nos dijeron que volviéramos al día siguiente. Ahora me doy cuenta de que no nos trataron como era debido.
No me cabe ninguna duda de que sabían que se trataba de envenenamiento por gas sarín. Yo, al menos, lo tenía claro. Ya lo habían dicho por televisión. Sucedió en el mismo tren, en el mismo vagón… Lo cierto es que en el hospital apenas me atendieron. Pensé que me enviaban de vuelta a casa a morir. (Risas.) Resultó que al moverme hacia la parte de atrás del vagón, hacia la parte más segura, no me afectó tanto como a quienes no se movieron del sitio. Esa gente estuvo hospitalizada más tiempo. Me lo explicó un detective que vino a hacerme unas preguntas unos días más tarde. Recopilaba información sobre lo sucedido.
La contracción de mis pupilas no mejoraba. Fui al oculista del hospital de Akasaka durante diez días seguidos. No me prescribió tratamiento alguno. El día del atentado trabajé hasta las 5:30 de la tarde. Como no me encontraba bien, no almorcé. Tampoco tenía hambre. Empecé a sufrir sudores fríos, temblores; todos me decían que estaba pálido. Si me hubiera desmayado lo habría dejado todo y me habría marchado a casa, pero como eso no ocurrió… Mis compañeros estaban convencidos de que tenía fiebre. Acababa de regresar de Sudamérica y podía ser algún tipo de reacción alérgica a algo. Eso dijeron. No lograba enfocar la vista, me dolía la cabeza. Por fortuna, mi trabajo consiste principalmente en hablar por teléfono, de manera que le di todo lo que tenía que leer a una de mis compañeras.
El día siguiente fue festivo. Me pasé todo el día tumbado. Quería descansar. Todo continuaba sumido en la oscuridad, pero al menos no tenía que levantarme para ir a ninguna parte. No logré dormir bien. Al parecer me quejé mucho, soñaba, me despertaba en plena noche. Me aterrorizaba quedarme dormido y no volver a despertarme nunca más.
Ahora vivo solo, pero entonces vivía con mi mujer y mis hijos. Lamento no extenderme en los detalles más sórdidos (risas), pero, en fin, le diré que estaba con mi familia, aunque bien podía haber estado solo…
Al llegar a casa colgué la ropa en el armario. Acto seguido, los niños empezaron a quejarse de que les picaban los ojos. Tengo dos. El más pequeño era el que peor estaba. Yo no sabía qué estaba sucediendo, pero por alguna razón pensé que tenía que tirar el traje. Lo metí todo en una bolsa de basura, excepto los zapatos.
Algunas personas murieron, otras sufrieron terribles secuelas. Por supuesto que hay que castigar a los criminales por sus actos, pero, de algún modo, yo me siento en un plano distinto al de esa gente. ¿Enfadado? Sí, cómo no. Sin embargo, mis heridas no fueron tan graves. Puedo decir que el mío es un enfado objetivo. No es algo personal.
Tal vez suene extraño, pero en parte comprendo lo que sucede con todo ese asunto del fanatismo religioso. Siento cierta atracción por esos movimientos. No creo que haya que rechazarlos de plano, sin más. De niño disfrutaba mucho con la contemplación de las constelaciones, con las historias mitológicas. Por eso me hice marino. Lo que sucede es que cuando empiezan a formarse y organizarse grupos, pierdo el interés. No llego a los extremos de otra gente. No me interesan las sectas ni los grupos religiosos, pero no creo que tomarse esas cosas en serio sea malo por principio. Puedo llegar a entenderlo.
Resulta extraño, sabe. Cuando estaba de viaje en Sudamérica, unas personas de la embajada japonesa en Colombia me invitaron a un karaoke. Íbamos a volver al día siguiente, pero en el último momento les propuse cambiar de lugar. Ese mismo día una bomba hizo saltar el local por los aires. Cuando volví a casa, respiré aliviado: «Al menos Japón es un país seguro», pensé. Al día siguiente ocurrió el atentado. (Risas.) ¡Qué ironía! No, hablando en serio, en Sudamérica, en el sudeste asiático, la muerte siempre anda cerca. Para ellos es algo cotidiano, no como en Japón.
Le digo honestamente que el día después del atentado le pedí el divorcio a mi mujer. Estábamos mal desde hacía tiempo y durante el viaje le había ido dando vueltas al asunto. Había tomado la decisión de decírselo nada más regresar a casa y, justo en ese momento, me pilló el atentado. A pesar de la gravedad de lo sucedido, ella apenas me hablaba. Llamé a casa desde la oficina para explicarle lo ocurrido, cómo me encontraba, en fin, todos los detalles. Casi no reaccionó. Es posible que no lograse hacerse una idea exacta de lo que había pasado, pero en ese momento me di cuenta de que habíamos llegado a un punto de no retorno. O quizás el estado en el que yo me encontraba me hacía verlo así. Sí, es probable que más bien se tratara de eso. Abordé el asunto sin más dilación y le pedí el divorcio. Si no hubiera ocurrido el atentado, no lo habría hecho tan de improviso. Puede incluso que no le hubiera dicho nada. Fue un gran impacto que desencadenó muchas cosas.
La difícil situación familiar que vivía tenía como efecto que me olvidara de mí mismo, que no me diera importancia. Podía haber muerto aquel día y, de haberlo hecho, supongo que lo habría aceptado sin más: «Ha sido un accidente; no había nada que hacer».
No sé si lo puedo considerar una afición, pero he empezado a pintar y a hacer grabados. Un vecino mío es pintor profesional y voy de vez en cuando a su casa para que me enseñe. Si tengo tiempo, pinto por la noche. También los fines de semana. Me gusta la acuarela, los paisajes, los bodegones… Me relajo, me sirve para estar tranquilo. Me divierte hablar con otra gente a la que le gusta pintar. No me gusta nada hablar de langostinos.