«Fue un niño muy bueno que dio poco trabajo»

KICHIRO WADA (64) Y SANAÉ WADA (60) (padres de Eiji Wada)

Kichiro y Sanaé Wada viven en Shioda-daira, en pleno campo a las afueras de Ueda, cerca del balneario de aguas termales de Bessho. Cuando fui a verlos, ya caían las hojas del otoño, las colinas estaban teñidas de carmesí y oro, los manzanos en los huertos se doblaban por el peso de la fruta madura. Una estampa idílica de la montañosa prefectura de Nagano en plena época de cosecha.

La zona fue durante un tiempo un importante centro de producción de seda, con vastas extensiones de moreras cuyas hojas servían para alimentar a los gusanos. Después de la segunda guerra mundial, se arrancaron los árboles para transformar el campo en arrozales, lo que provocó un súbito colapso de la industria local. Últimamente hay exceso de producción de arroz y no pueden cultivar tanto como antes.

«La forma de hacer las cosas del Gobierno no tiene ningún sentido en un pueblo tan pequeño como el nuestro», asegura el señor Wada, resignado. Es un hombre de pocas palabras a pesar de que tiene mucho que decir. Su mujer Sanaé, al contrario, es el prototipo de madre afable y habladora.

Los Wada tienen alrededor de una hectárea dedicada al arroz, además de verduras y manzanos. Cuando regresé a Tokio, me dieron una cesta repleta de deliciosas manzanas frescas de su huerto.

Después de casarse, los Wada pudieron vivir exclusivamente del campo, pero los tiempos se complicaron y al señor Wada no le quedó más remedio que entrar a trabajar en una fábrica para llegar a fin de mes. A partir de ese momento sólo pudo ocuparse del campo en sus días libres. La doble carga de trabajo llegó a pesarle mucho. Cuando su hijo murió en el atentado, no pudo superar la pérdida y dejó su trabajo en la fábrica.

Le pregunté cómo había sido de niño su hijo Eiji. «Yo no tuve mucho que ver con su educación», me respondió. «Mejor pregúntele a mi mujer.» Cargaba con demasiada responsabilidad sobre sus hombros para ocuparse de los niños. Sea como fuere, me dio la clara impresión de que la muerte de su hijo le resultaba demasiado dolorosa para hablar de ello. «Fue un niño muy bueno que dio poco trabajo», repitió varias veces a lo largo de la entrevista. Eiji fue un joven fornido e independiente que nunca quiso causar preocupación a sus padres. No hasta que enviaron su cuerpo de vuelta a casa sin una sola explicación…

PADRE: Nací en 1932, me casé en 1961, mi hijo mayor nació en 1963 y Eiji en 1965. Mi mujer es de cerca de Ueda y su familia también se dedicaba al campo.

Al principio vivíamos sólo de la agricultura, pero cuando tenía cerca de cuarenta años, no me quedó más remedio que trabajar en la industria de la seda. En esta zona siempre ha habido una gran industria textil. Tienen que funcionar las veinticuatro horas, porque si se paran las máquinas, se enfrían y, al volver a ponerlas en marcha, aparecen irregularidades en los hilos. De ahí que existan tres turnos, lo cual resulta muy conveniente para hacerlo compatible con la agricultura.

El primer turno va de las cinco de la mañana a la una y media de la tarde. El segundo, de una y media a diez de la noche, y el tercero, de diez a cinco de la mañana. Cuando me tocaba el tercer turno, volvía a casa y dormía. Por la tarde me dedicaba un rato al campo. El mejor momento es el mediodía, pero, a decir verdad, resultaba agotador, especialmente en la temporada de cosecha. La mayoría de los trabajadores eran también agricultores, así que no había forma de pedir un día libre.

Trabajé veintidós años en la fábrica. Estaba tan ocupado que nunca tuve tiempo para dedicárselo a mis hijos. Sobre su infancia, es mejor que le pregunte a mi mujer.

MADRE: Eiji nació la madrugada del 1 de abril. Me di cuenta de que no iba a aguantar hasta la mañana, así que nos fuimos a casa de la comadrona antes del amanecer. Unas horas después di a luz.

Fue un parto sencillo. Pesó dos kilos setecientos; mientras que el mayor, más de tres y medio. Eiji era mucho más pequeño. Fue un parto natural. No hubo necesidad de llamar al médico. En hora y media había terminado todo. Con su hermano mayor, al contrario, supuso un auténtico suplicio.

A Eiji le daba el pecho, pero yo no tenía suficiente leche. Debía darle un suplemento pero lo vomitaba todo. Sólo quería leche materna. Un verdadero problema, sinceramente. A mi hijo mayor lo amamanté sin más.

Nos veíamos obligados a criar cabras para subsistir. Lo bueno es que hay verde por todas partes. Las ordeñaba, me bebía la leche y así tenía suficiente para darle el pecho a Eiji. Por eso creció tan sano, aunque siempre estuvo delgado y nunca llegó a ganar mucho peso. Nunca tuvimos que llevarle al hospital.

De niño repartía periódicos. Los de la tienda que recibían la prensa vinieron a pedir la ayuda de nuestros hijos. En realidad pensaban en el mayor, pero fue Eiji el que se hizo cargo. Tendría doce o trece años. Estuvo cuatro con el reparto sin faltar un solo día. Se despertaba a las seis de mañana y repartía el Asahi y el Shinno en las cuarenta casas que hay en el pueblo. Los periódicos le entregaban todos los años un diploma de honor. Ganaba su propio dinero y se compraba aeromodelos teledirigidos para montar. Siempre le gustaron las máquinas. Era muy hábil. Nosotros estábamos demasiado ocupados con el trabajo, por lo que fueron sus abuelos quienes se hicieron cargo de ellos. Ellos mismos hacían con sus propias manos todos los trabajos de la casa, y quizá de tanto observarlos aprendió por sí mismo.

Fue un niño que no requirió demasiados cuidados. Se tratara de lo que se tratara, siempre lo resolvía por sí mismo. Cuando le tocó ir a hacer la entrevista con Tabacos de Japón, le preguntamos si quería que alguno de nosotros le acompañase. Ya la pregunta en sí pareció molestarle: «¿Para qué va a venir nadie conmigo? Iré yo solo», dijo todo orgulloso. (Risas.) Recuerdo que cuando vivía solo le pregunté en alguna ocasión: «¿Quieres que vaya a limpiar la casa?». «Limpiar la casa es algo que puedo hacer sin ayuda.» En los últimos diez años únicamente fui a verlo en tres ocasiones: cuando se comprometió, cuando se casó y para traer de vuelta a casa su cuerpo.

Mi hijo mayor es mucho más tranquilo, pero Eiji era muy activo, un hombre extraordinario, de esos que lo resuelven todo por sí mismos. Incluso cocinaba. Supongo que por eso nunca tuvimos ningún problema al criarle; él lo decidía todo por sí mismo.

Cuando terminó el instituto, le dijimos: «¿Por qué no vas a la universidad?». Él respondió: «Lo que me gusta es la electricidad. Iré a una escuela de formación profesional. No hace falta que apunte más alto». Los dos hermanos ya habían hablado del asunto. El mayor le dijo: «A mí me gustaría hacerme cargo del campo y quedarme aquí». Eiji le respondió: «Yo no espero nada de este lugar. Me organizaré por mi cuenta, no te preocupes». Entre los dos decidieron su futuro.

El mayor quiso estudiar en la Universidad de Tokio, pero decía que le resultaba insoportable vivir en un lugar tan confuso y enloquecido, así que regresó para continuar con sus estudios en una escuela agrícola de aquí. Pero Eiji no. Él podía arreglárselas en cualquier parte. Se adaptó a la vida de la ciudad sin ningún problema.

Los hermanos tenían un carácter completamente distinto. A lo mejor por eso se llevaban bien. No se peleaban nunca. Yo estaba tan ocupada que no tenía tiempo de hacerme cargo de ellos y había delegado toda mi responsabilidad en los abuelos. Los bañaba y les hacía la cena, eso sí, pero después de que se durmieran debía alimentar a los gusanos de seda. Tenía el primer turno en la fábrica. Salía de casa a las cuatro y media de la mañana, por lo que casi nunca me vieron dormida. En un trabajo de redacción que le pidieron en la escuela, Eiji escribió que yo trabajaba sin dormir. (Risas.)

Nunca les regañé; nunca hicieron nada malo ni me molestaron. Tampoco yo los molesté a ellos ni les obligué a que estudiaran. Ellos lo hacían por voluntad propia sin necesidad de que nadie les empujara. No quiero enorgullecerme en exceso de ellos, pero Eiji, por ejemplo, siempre sacaba buenas notas y en matemáticas tenía todo diez.

Después de terminar sus estudios en 1983 entró a trabajar en Tabacos de Japón.

¿Eiji eligió por sí mismo hacer el examen para entrar en esa empresa?

El marido de mi hermana trabajaba allí. Cuando estaba a punto de jubilarse, nos dijo: «¿Por qué no viene Eiji a trabajar con nosotros?». Era la época en la que lo estaban automatizando todo. En la entrevista, Eiji les dijo: «Me gustaría trabajar aquí para aprender a manejar todos esos sistemas informáticos». Quizá por eso le dieron el trabajo, aunque le costó trabajo aprobar. Durante el periodo de formación en Nagaoka, se encontró con que el resto de sus compañeros eran casi todos licenciados universitarios. Sólo dos de los doce acababan de terminar el instituto.

Nos contó que en invierno, en Nagaoka, se acumulaba un metro de nieve y que le gustaría aprender a esquiar, pero necesitaba el equipo. Me preguntó si podía enviarle dinero. Lo hice. Fue así como se aficionó al esquí. Se pasaba el día esquiando. Fue precisamente en una pista de esquí donde conoció a Yoshiko.

Nagaoka quedaba lejos de casa, empezaba una nueva vida para él, pero no parecía sentirse solo. Tenía muchos amigos, ganaba dinero y podía disponer de él como quisiera. Por aquel entonces vivían con nosotros los abuelos, que ya estaban muy mayores. Vivieron muchos años, hasta los noventa y cinco y noventa y tres. Ocuparnos de ellos no nos dejaba mucho tiempo libre para estar tristes por nuestros hijos. Teníamos que ir a trabajar a la fábrica, dedicarnos al campo y hacernos cargo de los abuelos. Fue una época de mucho trabajo, pero nunca quisimos llevarlos a una residencia.

Cuando nos dijeron que había muerto, me quedé en blanco. Se oyen cosas sobre la gente que se queda en blanco y una no sabe qué pensar, pero realmente sucede. Hasta ese momento no tenía ni idea de en qué consistía. Cuando nos llamaron, no había nadie en casa. Llamaron de la empresa y de la comisaría de policía, pero todo el mundo se encontraba fuera. Yo estaba preparando el miso. Siempre lo hago en el mes de abril, pero como tenía que ir a ayudar para el nacimiento del niño de Eiji, lo adelanté todo un mes. Estaba muy ocupada. El 20 de abril estaba despejado. Hice la colada que tenía amontonada de varios días y salí a llevar a cabo varios recados. Mi marido había ido a terciar los manzanos del huerto. Como tenía la presión un poco alta, fui a la clínica a por unas medicinas. Por eso no había nadie en casa.

Fue mi hermana mayor quien me localizó. «Te he llamado mil veces. ¿No has visto la televisión?», me preguntó. A la vuelta de la clínica me paré a comprar unas flores. Era Higan, la fiesta del equinoccio de primavera y antes de ir a hacer la ofrenda al templo pasé un momento por casa. Fue entonces cuando sonó el teléfono. «¿Con este buen tiempo? ¿Por qué se supone que debería estar viendo la televisión? Si lloviera quizá, pero ahora estoy muy ocupada.» Ella me dijo: «Escucha atentamente y no te alarmes. Siéntate». Yo le contesté: «¿Que me siente? ¿Puedo saber qué pasa?». «En la televisión acaban de decir que Eiji ha muerto.» Fue en ese preciso instante cuando me quedé en blanco. Así es como sucedió. No puedo recordar nada más. Fue tan espantoso… Un golpe que borró de un plumazo todo lo demás.

Últimamente puedo recordar cosas del pasado. Mi suegra llevaba un diario. Ayer mismo lo sacamos y lo leímos. Nos trajo a la memoria otros tiempos. De repente, nos pareció que habíamos hecho bien conservándolo.

Un año antes de casarse, Eiji trajo a Yoshiko a casa para presentarla. Era pleno invierno. Eiji sólo volvía dos veces al año, para Obon, el día budista de difuntos, y en Año Nuevo. En esa ocasión, sin embargo, lo hizo en pleno invierno. Lo recuerdo bien porque acabábamos de terminar con los preparativos para la estación. Yoshiko no se quedó. Regresó a casa aquel mismo día.

Le pregunté si no sería mejor casarse con una chica de campo. «Si los dos fuerais de aquí, sería más fácil volver de vez en cuando.» Eiji se limitó a responder: «No. Una chica de campo no sería más que una molestia. Sé lo que hago. No te preocupes, madre, sé ocuparme de mí mismo».

No quería que viniera cada dos por tres con una nueva novia y lo vieran todos los vecinos. Lo único que le pedí es que si venía con una mujer, fuera con la que estaba seguro de querer casarse. Antes de que viniera con Yoshiko, me llamó para decirme que quería venir con la mujer con la que pretendía casarse. Me contó que era hija única. Eso me preocupó y le pregunté si no sería mejor una mujer con hermanos. Él dijo que mejor así para que no hubiera complicaciones. Después de todo, él la había elegido y yo no tenía nada que decir.

PADRE: A mí me pareció bien. Teníamos que dejar que eligiera por sí mismo, que viviera con ella si eso era lo que quería. Lo demás no importaba. Nadie tiene derecho a interferir en el matrimonio de nadie. Había que dejarlos a ellos dos solos. Eso es lo que dije.

MADRE: La boda se celebró en una iglesia de Aoyama. Fue una ceremonia sencilla. «No cabe mucha gente», nos advirtieron. Invitamos sólo a la familia más cercana. «Organizaremos otra ceremonia cuando volváis al campo», le propuse. Él me contestó: «Soy el segundo hijo. Mi hermano es quien va a conservar el apellido de la familia. Yo no sé si volveré aquí o no. No hay ninguna necesidad de organizar nada especial».

Nos enteramos de que Yoshiko estaba embarazada cuando vinieron en Año Nuevo. Ya había intuido algo cuando estuvieron a finales de agosto, porque sus mejillas no lucían tan saludables entonces. Se lo pregunté y ella me respondió: «Supongo. Podría ser».

PADRE: El 20 de marzo, como ya le ha dicho antes mi mujer, estaba terciando los manzanos desde por la mañana. Debía terminar antes de finales de marzo. Tenemos cuarenta en total.

Nuestro hijo mayor vive con nosotros, pero bajo otro techo. Las comidas y demás lo hacemos cada uno por nuestro lado. Él ya tiene a su mujer y a sus hijos. Si suena nuestro teléfono, es imposible oírlo desde allí. En esa época su mujer estaba embarazada y debía de haber ido a consulta por alguna razón.

Nuestro hijo mayor escuchaba por pura casualidad la radio en el trabajo cuando dijeron el nombre de Eiji Wada. Vino corriendo a casa. Había llamado un montón de veces, pero nadie atendía el teléfono. Se imaginó que estábamos en el campo. Mi mujer volvió antes que él.

También llamaron de la policía. La comisaría central se había puesto en contacto con la de nuestro pueblo para decirles que fueran a buscarnos. Así es como sucedieron las cosas. Justo cuando mi mujer estaba al teléfono apareció la policía.

MADRE: No quería que mi marido se enterase de lo que había sucedido y se derrumbase en el campo. Me acerqué al huerto y le dije que viniera a casa un segundo. Le dejé que contestara a la llamada de la comisaría central de policía. Puso cara de no entender nada. Me dijo: «Han llamado de la comisaría central de Tokio, pero no sé qué dicen. No sé si tengo que apuntar algo o no. Escribe tú adónde tenemos que ir». Al final, fue la policía local la que nos dijo adónde debíamos ir.

Un policía del pueblo nos contó que había ocurrido algo en el metro y Eiji se había desmayado, y que luego había muerto. Aún no sabían nada del sarín. Por mucho que nos dijeran, no podíamos hacernos una idea de lo que había pasado a menos que lo viéramos con nuestros propios ojos. Siempre cabía la posibilidad de que fuera una persona que tuviera su mismo nombre. Decidimos ir a Tokio.

Fuimos cuatro a Tokio. Mi marido, mi hijo mayor, el marido de mi hermana, el mismo que le había conseguido a Eiji el trabajo en Tabacos de Japón, y yo. Tomamos el tren que salía de Ueda a las dos de la tarde y llegamos a la estación de Ueno a las cinco. Aún era de día. Fue a recogernos una persona de la empresa de Eiji y nos llevó en taxi a la comisaría central. Nadie dijo una sola palabra en todo el trayecto, el silencio era absoluto. Nos metimos en el coche y permanecimos callados hasta que nos dijeron que habíamos llegado.

Su cuerpo ya no estaba en la comisaría. Lo habían mandado al Instituto Anatómico Forense de la Universidad de Tokio. Después de todo, no pudimos ver a nuestro Eiji aquel día. Nos alojaron en una casa de huéspedes propiedad de Tabacos de Japón. No pegué ojo en toda la noche. A las nueve de la mañana del día siguiente fuimos a la universidad y al fin pudimos verlo. Lo toqué sin pensar en nada más. Todos me gritaron.

¿Por qué razón tenía que saber yo que no podía tocarlo? No pude evitarlo. Era mi hijo. Yoshiko también lo había tocado y le habían gritado que no lo hiciera. Yo era su madre y estaba obligada a hacerlo para comprobar por mí misma que su cuerpo estaba frío antes de admitir que ya era demasiado tarde. Si no lo hubiera hecho, nunca me habría convencido plenamente.

Todo lo que tenía en mi mente desapareció. Era incapaz de comprender nada, pero me contuve, no lloré. Simplemente quedé reducida al estado de un pelele; mi cuerpo se movía pero nada más. Teníamos que enviarlo a encontrarse con Buda, ofrecerle un funeral. Cuando la cabeza se vacía, ni siquiera quedan lágrimas.

Es extraño. Sólo podía pensar en que teníamos que preparar los campos de arroz. Dos niños…, un nieto de camino, plantar el arroz, hacer esto y lo otro; mi mente funcionaba sin descanso, como si necesitara mantenerse ocupada.

Cuando me preparaba para trasplantar los plantones del arroz, apareció un equipo de la televisión…

PADRE: Yo no contesté a ninguna de las preguntas de los periodistas. Me enfurecí con ellos. Llegaron a seguirnos hasta el crematorio, hicieron fotos de la maternidad donde iba a dar a luz Yoshiko. Les rogué que se marcharan, pero daba igual lo que les dijera. No se iban de ninguna manera. Presionaron a los vecinos y éstos nos preguntaron qué debían hacer. Yo les pedí que no dijeran nada.

Sólo en una ocasión, mientras conducía el tractor y me pusieron un micrófono delante para preguntarme si quería hacer algún comentario, les dije: «Me gustaría que condenasen a la pena de muerte a esos asesinos por su crimen. Deberían enmendar la Constitución japonesa. Eso es todo. Ahora les ruego, por favor, que vuelvan a sus casas». No quería tener nada más que ver con esa gente y volví al campo. Una cadena de televisión instaló una cámara frente a nuestra casa y esperó a que regresara. Di media vuelta y entré por detrás. Había demasiada gente interesada por nosotros. Decían que escribían para revistas, periódicos, yo qué sé, para cualquier cosa.

Aguanté porque tenía que hacerme cargo del arroz y las demás cosas del campo, pero cuando todo estuvo terminado, me derrumbé. No podía dejar de pensar, no podía controlar mis pensamientos. Daba igual lo que hiciera: mi hijo había muerto y no iba a volver.

Sabía que no podía seguir así para siempre, pero no hay forma de olvidar. Cada vez que pienso en ello, la tristeza aflora de nuevo.

No soy un gran bebedor, pero me gusta el sake que hago. Cuando Eiji regresaba a casa, bebíamos juntos, el padre con sus dos hijos. Es un sake estupendo, mejor que ningún otro. Bebes un poco y la conversación se anima. A veces llegábamos a bebernos los casi dos litros de una botella de un sho en una tarde. Siempre hemos sido una familia unida y nunca discutíamos.

MADRE: Siempre fue un chico cariñoso. Cuando le dieron su primer salario nos regaló un par de relojes. Siempre que volvía a casa traía algo para los hijos de su hermano mayor. Le gustaban mucho los niños. Cuando se marchó a Estados Unidos y a Canadá por trabajo, volvió con regalos para todos. También para su hija a pesar de que aún no había nacido. Hace poco, Yoshiko vino con la niña. Asuka llevaba los pantalones que Eiji le había comprado en Estados Unidos. Se preocupaba por su hija antes de nacer. Quiero decir, estaba tan ilusionado con ella, y entonces… Pienso en cómo lo mataron esos desgraciados y me resulta insoportable.

PADRE: ¿Por qué no se empleó la policía a fondo para investigar el incidente Matsumoto? Si lo hubieran hecho, no habría ocurrido lo de Tokio. Sólo con que hubieran prestado más atención al caso…

MADRE: Su mujer y la niña están bien. Nos ha dado una nieta maravillosa. Intento pensar sólo en eso. Si me hubiera quedado aquí lamentándome, no la habría podido ayudar después del parto. Tuve que obligarme a mantener la cabeza erguida.

PADRE: Hay mucho trabajo por hacer en el campo, como siempre. Gracias a eso salimos adelante. En cuanto los plantones del arroz están listos es el momento de trasplantarlos. Una vez terminado, hay que injertar los manzanos para que polinicen… No nos queda tiempo para descansar. El trabajo no termina nunca. Al menos nos distrae y nos da ánimo para seguir. Trabajar así te agota físicamente, y cuando estás cansado te vas a la cama y duermes como un tronco. No tenemos tiempo para neurosis ni tranquilizantes. Así son las cosas para los campesinos.

Underground
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