«¡No lo lograremos! Si nos quedamos aquí esperando a que vengan a atendernos, moriremos todos»

NAOYUKI OGATA (28)

El señor Ogata trabaja en el departamento de mantenimiento de una empresa informática. Mientras escribía este libro, apenas me he topado con gente que se dedicara a la informática. Según él: «Hay muchas empresas de soporte informático a lo largo del recorrido de la línea Hibiya». Desconozco las razones. ¿Mera coincidencia?

Por lo visto, algunas características comunes de la gente que trabaja en el sector informático son que todos están extremadamente ocupados y que cambian de trabajo con frecuencia. El señor Ogata, por el contrario, ha trabajado regularmente para la misma empresa desde que se graduó en la universidad. Es algo excepcional en su campo y por eso despierta admiración entre sus colegas. En lo que sí coincide es en que está tan ocupado como los demás. (La verdad es que nunca he hablado con un asalariado que me haya dicho: «Fíjese lo fácil que es el trabajo en mi empresa. Tenemos un montón de tiempo libre. Estamos en una calle tranquila».)

La gente que he tenido oportunidad de conocer que trabaja en el sector de la informática no suelen ser precisamente unos frívolos. El señor Ogata es la viva imagen de un hombre joven comedido y responsable que se expresa con corrección. Acababa de cumplir los treinta cuando nos conocimos, pero apenas los aparentaba.

Quizá por responsabilidad se quedó más tiempo del debido en la zona de riesgo. Ayudó a las víctimas del tren en el que viajaba cuando se detuvo en la estación de Kodenmacho. El resultado es que inhaló una considerable dosis de sarín y terminó tan mal como muchas de las personas a las que salvó. No le reprocha a los servicios de emergencia las carencias que mostraron en una situación como aquélla.

Nací en el municipio de Adachi, al norte de Tokio. Siempre he vivido en el mismo lugar. Oficialmente es Tokio, pero está más cerca de la prefectura de Saitama. Vivo con mis padres y mi hermana. Tengo otra hermana que está casada.

El trabajo ocupa casi todo mi tiempo. Tengo muchas responsabilidades; no me queda más remedio que esforzarme hasta reventar. Llevo mucho tiempo quejándome a mi jefe, pero no me escucha. Cuando se acumula trabajo, puedo llegar a estar en la oficina doce o trece horas diarias. Es lo que hay. Trabajo más de lo que debo, pero no puedo quejarme porque a mi jefe no le sienta bien. Si no hiciera todas esas horas extras, no acabaríamos nunca con las cosas pendientes.

¿Por qué estamos en esas condiciones? Competencia entre empresas, supongo. Últimamente, cuando voy a ver a algún cliente, me encuentro a otras dos empresas que ya están allí. Uno no puede quedarse sentado de brazos cruzados. Los fines de semana me limito a dormir, como mucho, voy a ver a algunos amigos. Tengo dos ordenadores en casa y trabajo desde allí. Tal como lo oye. Incluso en mis días libres. Preferiría no hacerlo, pero es que el trabajo no tiene fin. Siempre ha sido así. (Risas.) Mis padres ya se han resignado: «Ya está bien», me dicen. «Así sólo vas a conseguir matarte.» No importa lo que me digan. No me queda más remedio que hacerlo.

Si tienes más de treinta años en este sector, estás casi obsoleto. No dejan de llegar nuevos sistemas y normas. Es muy difícil que el agua no te llegue al cuello. Los mejores de nuestra empresa no tienen más de veintidós o veintitrés años. Cuando se enfrentan a la dura realidad, normalmente se marchan al cabo de un tiempo. Nadie resiste en este sector para siempre.

Mi oficina está en Roppongi. Tomo el autobús a eso de las 7 de la mañana hasta la estación de Gotanno. A las 7:42 o 7:47, como mucho, la línea Hibiya en dirección a Naka-meguro. El tren va increíblemente lleno. A veces ni siquiera puedes subir. A pesar de todo, en Kita-senju aún se monta gente. Te quedas aplastado como una sardina. Hablo de sufrimiento físico; tienes la sensación de que te van a espachurrar hasta morir, notas como si se te dislocaran las caderas. Te quedas ahí retorcido, fuera de ti, lo único que puedes pensar es: «¡Duele!». Pero hay que aguantar como sea. Sólo los pies parecen quedar al margen.

Representa un verdadero sufrimiento tener que desplazarse en esas condiciones todos los días. Cuando llega el lunes por la mañana, pienso: «Bueno, quizás hoy no vaya a trabajar». (Risas.) Pero ya sabe, aunque la cabeza se niegue a ir, el cuerpo se pone en marcha automáticamente.

Si todo el mundo tuviera los sistemas configurados de determinada manera, no haría falta desplazarse. No es algo imposible. Podríamos mantener videoconferencias. Podríamos ir a la oficina una vez por semana… Tal vez eso llegue algún día.

El 20 de marzo perdí varios trenes porque venían con retraso por la niebla que se forma en el río Tone. Al final subí en el de las 7:50. Iba bastante lleno. Era horroroso. El viernes anterior había tenido fiebre por un resfriado y me había tomado el día libre, pero el sábado estaba de vuelta en el trabajo. Tenía que hacer unos arreglos en el sistema de un cliente. El domingo lo tuve libre y me dediqué a dormir todo el día. El lunes aún estaba medio mal; quería tomarme el día libre, pero ya le había dicho a mi jefe que iría.

En la estación de Ueno se bajó mucha gente y, gracias a eso, al fin pude respirar. Me agarré a un pasamanos. ¿Qué hago en el metro normalmente? Nada. Pensar que me gustaría sentarme. (Risas.)

Aquel día el tren se detuvo en el túnel entre las estaciones de Akihabara y Kodenmacho. Anunciaron que había habido una explosión en Tsukiji. «El tren se detendrá en Kodenmacho», dijeron. «¡Mierda!», pensé, «primero la niebla, ahora este accidente. Obviamente no es mi día.» Me estaba retrasando mucho.

El tren se detuvo en Kodenmacho. Estaba convencido de que seguiría antes o después y me quedé dentro. Sin embargo, volvieron a anunciar: «Este tren no presta servicio. No se prevé que vuelva a ponerse en marcha próximamente». ¿Qué podía hacer aparte de bajarme? Decidí tomar un taxi para llegar a la oficina lo antes posible. Subí las escaleras, pasé por el torniquete y salí a la calle donde me topé con una escena asombrosa. La gente se caía por todas partes como si fueran moscas.

Yo me había subido en el tercer vagón por la parte trasera y no tenía la más mínima idea de lo que ocurría en la parte delantera del andén. Lo único que hice fue dirigirme a la salida y maldecir mi suerte, como todos los demás, supongo, y de pronto me encontré con toda aquella gente desplomándose, echando espumarajos por la boca, agitando brazos y piernas. «¿Qué diablos pasa aquí?», me pregunté.

Cerca de mí había un hombre que sufría fuertes temblores. Echaba espuma por la boca, parecía sufrir un ataque epiléptico. Al verlo me quedé boquiabierto. Me di cuenta de que estaba muy grave y me dirigí a él para preguntarle qué le pasaba. Era evidente que necesitaba ayuda inmediata. Alguien me dijo: «Es muy peligroso que eche espuma por la boca. Debería ponerle algo en la boca para que no se ahogue». Le ayudamos entre los dos. Aún salía mucha gente del metro con muy mal aspecto. Muchos se caían al suelo. Yo no era capaz de imaginar lo que había pasado. Se sentaban y al momento caían redondos.

Era una visión muy extraña. En la parte de atrás de un edificio cercano había un hombre mayor, realmente viejo, que no respiraba, no tenía pulso. Estaba inmóvil. «¿Ha llamado alguien a una ambulancia?», le pregunté al hombre que estaba junto a mí. «Sí», me contestó, «pero ya ve que aquí no viene nadie.» Alguien gritó: «¡No lo lograremos! Si nos quedamos aquí esperando a que vengan a atendernos, moriremos todos». Empezamos a parar a los coches; pedíamos a los conductores que llevaran a la gente a los hospitales más cercanos. El semáforo se puso en rojo y no desaprovechamos la oportunidad. El hospital más cercano era el de San Lucas. Buscábamos furgonetas con la idea de meter a la mayor cantidad de gente posible. Los conductores se pararon y en cuanto les dijimos lo que pasaba, se hicieron cargo y nos ayudaron de buen grado.

Debí de estar así alrededor de una hora. Ayudé a que se llevaran a los que se encontraban en peores condiciones, los que se habían arrastrado desde el interior. Los pasamos de un sitio a otro como si fuera el testigo de una carrera de relevos. Nos dividimos en dos grupos, los que detenían los coches y los que transportaban a los heridos hasta esos coches.

Las ambulancias no aparecían. Al fin, media hora más tarde, llegó una. Venía de muy lejos porque, al parecer, todas las demás estaban ocupadas en Tsukiji. ¡Una sola ambulancia!

Fui al hospital en taxi. Había estado tanto tiempo ayudando a la gente que, al final, empecé a notar los síntomas. Creo que la razón principal es porque bajé de nuevo al andén. Nos habían dicho que uno de los empleados del metro se había desmayado. Fue un compañero suyo el que vino y nos preguntó: «¿Hay alguien que pueda echarme una mano?». Bajamos varios de inmediato. Fue en ese momento cuando debimos de inhalar el sarín. La estación estaba impregnada por el gas…

El encargado al que íbamos a socorrer apenas estaba consciente. No dejaba de murmurar: «No, no. Tengo que quedarme en la estación». Había logrado apoyarse contra el torniquete de salida. Repetía sin cesar que debía quedarse. Tuvimos que llevárnoslo a la fuerza. No se me pasó por la cabeza bajar allí de nuevo. No sé si estaba asustado, no era consciente de ello; estábamos todos demasiado nerviosos para pararnos a pensar en algo. Lo único que tenía claro era que debía ayudar. Sólo había unas cuantas personas capaces de mantenerse en pie. ¿Cómo no iba a ayudar? Al bajar noté un olor raro, como a pintura o disolvente. Me llamó la atención que hubieran bajado la intensidad de las luces. Tenía las pupilas contraídas.

Cuando nos hicimos cargo de los heridos y pudimos recuperar el aliento, busqué un taxi para ir al trabajo. Empezaba a sentirme mal. Me dolía la cabeza, tenía náuseas, me picaban los ojos. Me dijeron que, si me encontraba mal, me fuera al hospital. Compartimos un taxi entre tres. Uno de los chicos venía por negocios desde Osaka o Nagoya, no recuerdo bien. No dejaba de lamentarse: «¿Por qué ha tenido que pasar precisamente hoy?». Yo iba en el asiento delantero. Los dos de detrás estaban muy mareados. Fuimos todo el rato con las ventanillas bajadas. Había atascos por todas partes. La zona de Tsukiji estaba cerrada al tráfico. No había forma de acceder a ninguna de las calles adyacentes. No nos quedó más remedio que seguir por la avenida Harumi, que estaba prácticamente bloqueada. Un auténtico desastre.

En el hospital me hicieron pruebas en los ojos y me pusieron una vía intravenosa. Parecía un hospital de campaña: gente con vías a lo largo y ancho de todos los pasillos… Me pusieron dos vías. Cuando se dieron cuenta de que mi estado no era tan grave, me enviaron a casa. El médico me preguntó: «¿Prefiere usted quedarse o marcharse?». Me sentía muy agitado y nervioso, como si regresara de una zona de guerra. Ni siquiera sabía si estaba cansado o débil.

Cuando llegué a casa, los ojos me dolían de verdad. No pude dormir durante una semana. Cerraba los ojos, pero no dejaban de dolerme, así toda la noche, desde que me acostaba hasta que me levantaba… Estaba extenuado. Volví al hospital para hacerme más pruebas. Me dijeron que el nivel de colinesterasa era bajo, que tenía síntomas de envenenamiento por sarín. ¡Ojalá me lo hubieran dicho antes! Conocían los síntomas desde el incidente Matsumoto. Deberían haber tenido protocolos de actuación. Se supone que el Hospital San Lucas es uno de los mejores de Tokio. Los demás estaban tan pobremente equipados que parecía una broma.

Las pruebas demostraron que el funcionamiento de mis riñones era pésimo. «Corre usted un grave riesgo», dijeron. Y no era sólo yo. Había muchas más personas que estaban en la misma situación. Al parecer, tenía algo que ver con el disolvente a base de alcohol que habían utilizado para reducir el sarín. Los riñones son lo que llaman «órganos silenciosos», es decir, resulta imposible predecir con exactitud lo que puede pasar con ellos. No me dolía nada, sin embargo. Me dijeron que tenía que eliminar el alcohol de mi sistema y que debía beber mucha agua.

Me tomé una semana libre en el trabajo y no hice horas extras durante los tres meses siguientes. Mi jefe se hizo cargo de la situación. Resultó de gran ayuda.

Si le soy sincero, tengo mis dudas sobre el trabajo de la policía y de los bomberos. De acuerdo, se pusieron en marcha nada más ocurrir lo de Tsukiji, pero tardaron demasiado en acudir a Kodenmacho para hacerse cargo de la gente. Ya habíamos renunciado y nos habíamos marchado de allí cuando llegaron. Me pregunto qué habría sido de nosotros si no hubiéramos tomado la decisión de actuar por nuestra cuenta. Es posible que la policía no tenga experiencia en ese tipo de casos, pero la realidad es que no sirvieron de nada. Les preguntabas a qué hospital dirigirte y no sabían qué responder. Se pasaban diez minutos pegados a la radio, a la espera de una respuesta que no llegaba. Era una simple pregunta: ¿a qué hospital?

La policía apareció después de que la operación de rescate estuviera prácticamente finalizada. Se pusieron a organizar el tráfico para dar paso a las ambulancias que llegaban. No sé qué es lo que no funciona bien en el protocolo japonés para situaciones de emergencia. Después del incidente Matsumoto, deberían haber aprendido la lección. Tenían que haber reconocido de inmediato la conexión entre Aum y el atentado del metro. De haberlo hecho, es probable que ni siquiera se hubiera producido el atentado, al menos los daños habrían sido infinitamente menores.

En el hospital nos encontramos algunas de las personas que habíamos ayudado a atender a las víctimas. Algunos estaban postrados en cama. Todos habíamos inhalado sarín. No quiero callarme al respecto. Guardar silencio es una costumbre muy japonesa. Me doy cuenta de que la gente empieza a olvidar el asunto, pero yo me resisto a que lo hagan y voy a seguir planteando mis objeciones: ¿Por qué no se han tomado medidas para ayudar a los afectados por estrés postraumático? ¿Por qué no ha llevado a cabo el Gobierno un programa para evaluar el estado de salud de las víctimas? Voy a seguir luchando por eso.

Underground
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
mapa.xhtml
Primeraparte.xhtml
Prologo_0002_0001.htm
Linea_Chiyoda_Tren_A725K_0002_0002.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Linea_Marunouchi_destino_a_Ogikubo_0002_0013.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Linea_Marunouchi_destino_a_Ikebukuro_Tren_B801__A801__B901_0002_0022.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Linea_Hibiya_procedente_de_Nakameguro_Tren_B711T_0002_0026.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Linea_Hibiya_procedente_de_Kitasenju_destino_a_Nakameguro_Tren_A720S_0002_0035.xhtml
Section0030.xhtml
Linea_Hibiya_Tren_A738S_0002_0037.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Tren_A738S_procedente_de_Takenozuka_0002_0056.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Epilogo_0002_0072.xhtml
Section0064.xhtml
Segunda_parte_El_lugar_que_nos_prometieron_0003_0000.xhtml
Section0065.xhtml
Prologo_0003_0001.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Epilogo_0003_0010.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml