«Por fortuna estaba dormida»
AYA KAZAGUCHI (23)
La señorita Kazaguchi nació en Machiya, en el distrito de Arakawa, al nordeste de Tokio. Nunca ha vivido en otro lugar. Le gusta Machiya y no ha considerado en ningún momento la posibilidad de mudarse. Vive con sus padres y una hermana catorce años menor que ella. Es una mujer adulta y trabajadora en todos los sentidos, y aunque de vez en cuando se plantea vivir por su cuenta, todavía se «aprovecha» de sus padres, como ella misma reconoce.
Después de terminar el instituto, se matriculó en una escuela de negocios donde estudió procesamiento de datos y contabilidad. Más tarde empezó a trabajar para un fabricante de ropa. En la actualidad está a cargo de una de las marcas de la empresa. No conozco en detalle el mundo de la moda femenina, pero, al parecer, se trata de una línea exclusiva cuyo público objetivo lo constituyen chicas «monas y sofisticadas», recién casadas o de familias acomodadas. Su padre también trabaja en la industria textil. Gracias a él consiguió el empleo. A la señorita Kazaguchi no le interesa especialmente el negocio, pero está satisfecha porque puede poner en práctica sus conocimientos y habilidades informáticas.
Le gusta la música reggae y entre sus deportes favoritos están el snowboard, el skateboard y el surf. «Lo admito, soy una frívola», bromea. Le gusta salir con amigos, muchos de los cuales conserva desde la escuela. La mayor parte de ellos también se ha quedado a vivir en Machiya.
Está en forma y tiene un carácter tenaz; asegura que hace cuanto puede para aprovechar al máximo sus años de libertad y soltería. No parece presumida en absoluto y hace gala de una mentalidad abierta. Imagino que con su pelo liso hasta los hombros tiene un considerable éxito entre los chicos. Para quienes alberguen pensamientos maliciosos, diré que su madre es de mi edad, así que podría ser mi hija.
Trabajo en la misma empresa desde hace cuatro años como adjunta de ventas. Entre mis responsabilidades están la de hacer inventario, organizar los artículos devueltos, atender a clientes por teléfono, realizar balances… En resumen, trabajo de oficina en el departamento de ventas.
En este momento del año, de finales de febrero a mediados de marzo, estamos muy ocupados con la presentación de la nueva temporada. Es ahora cuando se decide todo para el próximo otoño-invierno. Como somos mayoristas, exponemos en el almacén para los minoristas, que son quienes nos hacen los pedidos provisionales. Representa mucho trabajo y en este momento las cosas están muy mal. Si no vendemos bien esta temporada, las cosas se van a poner muy feas… (Risas.)
Desde casa tardo unos cuarenta minutos en llegar al trabajo. Tomo la línea Chiyoda, en la estación de Machiya, hasta Nijubashi-mae. Salgo del metro y camino hasta la estación de Yurakucho, donde tomo esa misma línea hasta la estación de Shintomicho. Normalmente llego al trabajo a las 8:55. El trabajo empieza a las 10, así que tengo un rato de margen. Nunca he llegado tarde. Tomo el mismo tren todos los días. Siempre va lleno. La línea Chiyoda entre Machiya y Otemachi es insoportable. Ni siquiera puedes mover los brazos; te empujan desde atrás hasta quedar de cualquier manera. Por si fuera poco, a veces hay sobones. No es muy agradable, la verdad.
En Otemachi hay muchas conexiones, así que la cosa se despeja un poco, pero hasta Nijubashi-mae, donde yo me bajo, el tren no deja de estar abarrotado en ningún momento. De Machiya a Nishi-nippori, a Sendagi, Nezu, Yushima, Shin-ochanomizu, Otemachi… no hay nada que hacer. Simplemente estás atrapado. Yo entro en el vagón y me quedo junto a la puerta, aplastada por una sólida masa de gente. A veces me duermo. Sí, sí. Puedo quedarme dormida de pie. Casi todo el mundo lo hace. Cierro los ojos y trato de permanecer tranquila. Aunque quisiera moverme no podría, así al menos resulta más llevadero. Las caras de las otras personas están tan cerca… Así… ¿No es verdad? Prefiero cerrar los ojos y quedarme dormida, dejarme mecer por el traqueteo del tren.
El 20 de marzo era lunes, ¿no? Sí. Por aquel entonces mi sección solía reunirse los lunes sobre las 8:30 de la mañana. Salí de casa antes de lo normal, a las 7:50. Tomé un tren anterior al que acostumbro. No iba tan lleno como siempre. De hecho, encontré un poco de espacio libre. Me instalé en mi rincón favorito, entre los asientos y la puerta. El sitio perfecto para echar una cabezadita.
Siempre me subo en el primer vagón por la segunda puerta. Me voy a mi rincón, me refugio allí y ya no me muevo. Lo malo es que en la estación de Nijubashi-mae las puertas se abren por el lado contrario, así que no queda más remedio que cambiar de lado.
El tren llegaba a Otemachi y tenía que moverme. Abrí los ojos. No puedo desplazarme con los ojos cerrados… (Risas.) Respiraba con dificultad, como si algo me presionara el pecho. Por mucho que me esforzaba, no conseguía meter suficiente aire en los pulmones. «Esto es muy raro», pensé, «será que he madrugado demasiado.» (Risas.) No le di demasiada importancia porque me sienta mal madrugar, pero, de todos modos, el ambiente resultaba asfixiante.
Mientras las puertas estuvieron abiertas en Otemachi y entró aire del exterior, la cosa no fue mal, pero cuando se cerraron, el ambiente se enrareció aún más. ¿Cómo podría describirlo? Era como si el aire hubiera desaparecido, como si el tiempo se hubiera detenido… Puede parecer exagerado, pero no lo es.
«¡Qué extraño!», pensé. La gente que iba sujeta a los pasamanos no dejaba de toser. El vagón no estaba lleno ni mucho menos; no habría más de tres o cuatro personas de pie. A pesar de todo, no conseguía respirar, quería salir de allí lo antes posible. Me preguntaba por qué no iba más deprisa. De Otemachi a Nijubashi-mae apenas se tarda dos o tres minutos. Todo ese tiempo me desesperé por un poco de aire. Era como cuando te caes al suelo y te golpeas fuerte en el pecho. No puedes respirar, inhalas pero tienes la impresión de que no puedes expulsar el aire. Sentía algo así.
Miré hacia la puerta de enfrente. Había algo en el suelo envuelto en papel de periódico. Llevaba en pie todo el trayecto, pero no lo descubrí hasta ese momento. Era un paquete más o menos del tamaño de una fiambrera. Los papeles con los que estaba envuelto chorreaban. Parecía agua, no sé; el líquido se desparramaba por todas partes. Me fijé atentamente. No se movía gran cosa, pero me di cuenta de que no era algo denso, sino más bien flácido.
Soy una chica de barrio. Sé que si vas a la pescadería te envuelven la compra en papel de periódico. Pensé que era eso: alguien había comprado pescado y se lo había olvidado allí. Por otra parte, ¿quién iba a salir a comprar pescado en el primer metro de la mañana? Cerca había un hombre de mediana edad con el mismo gesto de extrañeza que yo. Se acercó para inspeccionar. Tendría unos cuarenta años, aspecto de trabajar en una oficina. No llegó a tocar el bulto; se quedó mirando como si se preguntase: «¿Qué demonios es esto?».
El tren llegó finalmente a Nijubashi-mae. Me bajé. Todos tosíamos sin parar. Seríamos unas diez personas en total. Al menos yo no era la única que se sentía mal. Tenía que darme prisa si quería llegar a tiempo a la oficina. El corazón me latía a toda velocidad. Corrí por el andén para dirigirme a la salida. Traté de respirar profundamente. Caminé más despacio y me sentí mucho mejor. Como mínimo el corazón había recuperado su ritmo normal. Moqueaba. No me preocupé porque lo achaqué al frío.
Cuando nos reunimos en la oficina, me sentía muy mal. Tenía ganas de vomitar. En las noticias dijeron que había ocurrido algo en el metro. «¡Vaya! Por eso estoy así», me dije. Pensé que me iba a desmayar… Soy una auténtica hipocondriaca, lo reconozco. Me fui corriendo al Hospital San Lucas.
Estuve dos horas con suero, me hicieron análisis de sangre y me dijeron que podía irme a casa. No habían descubierto nada extraño: no tenía las pupilas contraídas, sólo la impresión de estar enferma.
Justo delante de sus ojos estaba el paquete que contenía el gas sarín y, sin embargo, no resultó herida de gravedad.
En ese momento lo pasé bastante mal, pero me recuperé. Por fortuna estaba dormida. Al menos eso es lo que me dijo la policía. Tenía los ojos cerrados y mi respiración era más lenta que si hubiera estado despierta. Supongo que tuve mucha suerte.