«Pregunté a un joven que estaba a mi lado: “¿No huele a algo raro?”»
TETSUJI UCHIUMI (61)
La imprenta para la que trabaja el señor Uchiumi está en una zona conocida como la «ciudad de la imprenta» (de hecho, en la estación de metro ponía «Print City»), una amplia zona que se extiende frente a esa estación de la línea Keiyo. Es un terreno ganado al mar de reciente construcción donde se concentra la mayor parte de las empresas del sector. Hasta ese momento, yo no tenía ni idea de que existiera una zona específica dedicada a ese mundo.
Es un paisaje muy distinto al de cualquier otro lugar de la ciudad. En realidad, no se trata de la ciudad en sentido estricto. No huele a vida. No hay tiendas, ni restaurantes, ni paradas de autobús. Sólo hay una máquina expendedora de bebidas perdida en una esquina. Ni siquiera se ve el rastro de la gente. En la calle huele ligeramente a disolvente, a algo relacionado con el material de imprenta. Es un lugar extraño. De pie, uno llega a perder el sentido de la realidad. Supongo que es cuestión de costumbre y que con el tiempo esa primera impresión se transforma en algo cotidiano, aburrido…
El señor Uchiumi ya tiene más de sesenta años, pero aparenta muchos menos. Es delgado. Según él «su cuerpo no engorda nunca por mucho que coma». Sus movimientos y su forma de hablar son precisos. Da la impresión de ser ágil, independiente, un poco obstinado, como todas las personas delgadas de pequeña estatura.
En su época de estudiante se dedicó con ahínco a la prueba de los diez mil metros. En la escuela secundaria llegó a ganar una importante prueba de relevos que disputó en Onomichi, en la prefectura de Hiroshima. Ahora ya no corre, pero está pensando en retomarlo poco a poco para no dejarse vencer por la experiencia del atentado. Al mover su cuerpo le gustaría demostrarse a sí mismo que no padece ninguna secuela.
Lo entrevisté en una sala de visitas de su oficina. Escuché su historia durante su hora de descanso de mediodía. Su ira hacia los criminales de Aum era evidente.
Casi todas las empresas relacionadas con la imprenta se trasladaron desde el centro hasta aquí. Y no solamente a esta zona, sino también a la prefectura de Saitama, cerca de donde vivo. Hay muchas grandes imprentas que han empezado a establecerse allí. Esto en concreto es un terreno ganado al mar. Seguramente el gobierno metropolitano de Tokio lo diseñó para crear una zona industrial y por eso vinieron todas.
No creo que tuviera que ver con la subida del precio del suelo por la burbuja. Las imprentas necesitan grandes maquinarias, y cuando hace falta ampliar la fábrica, no es fácil hacerlo en el centro. Además, la circulación es muy densa, las calles estrechas; los camiones lo tienen muy difícil. Aquí, sin embargo, no existe ese tipo de problemas. Resulta muy conveniente, por otra parte, que empresas del mismo sector estén reunidas en un mismo lugar.
La empresa para la que trabajo se dedica a todo lo relacionado con la imprenta excepto los papeles. Nuestro principal producto son los materiales fotosensibles, un material imprescindible para la impresión. Debido a la revolución tecnológica en el mundo de la imprenta, las máquinas han mejorado mucho últimamente. Suelen salir de fábrica con todo lo necesario, por lo que nuestro negocio ha caído considerablemente y nos dedicamos a poca cosa.
Ya antes del estallido de la burbuja había poca gente joven que quisiera dedicarse a esto. La verdad es que es un trabajo monótono. Me pregunto si tan poco atractivo resulta.
La empresa se fundó en 1946 en plena posguerra. Yo trabajo aquí desde 1961, hace ya treinta y cinco años. Nací en Hiroshima, pero por recomendación de un conocido acepté el trabajo y me mudé a Tokio. Hasta ese momento había ayudado a mi hermana mayor y a mi cuñado, que eran mayoristas de alimentación en Osaka. Pero yo era joven, tenía ganas de venir a Tokio.
En aquella época, la empresa estaba en Kanda, en el distrito de Chiyoda, cerca de Matsuzakaya en Ueno. Durante un año viví en un pequeño apartamento que había en el tercer piso de las oficinas. Luego me mudé al edificio de viviendas para empleados que tenían en Ichikawa, en la prefectura de Chiba. Allí estuve seis años. Me casé con treinta y dos y creo recordar que fue en 1973 cuando nos construimos una casa en la prefectura de Saitama. Allí seguimos. Tengo dos hijos.
En general, nos jubilamos con sesenta años. Hasta ese momento siempre estuve en el departamento comercial. Después de la jubilación oficial, sigo trabajando para la misma empresa. Me dedico a los envíos, al suministro de mercancías. Después de treinta años dedicado a los materiales, conozco perfectamente todo lo relacionado con las mercancías.
Camino quince minutos hasta la estación de Soka. Allí tomo la línea Tobu Isezaki. En Kita-senju hago transbordo a la línea Hibiya hasta Hatchobori y allí cambio de nuevo a la línea Keiyo. De Kitasenju a Hatchobori tardo unos veintitrés minutos. El tren siempre va repleto, especialmente por la mañana. No se puede mover ni un dedo, por eso espero al tren que viene de Kita-senju. Si dejo pasar cinco o seis trenes, al final encuentro algún asiento libre. Si no esperase, tardaría en llegar a Hatchobori el tiempo que espero en Kita-senju, pero prefiero esperar y tardar más que subirme a un tren atestado de gente.
Poco antes de llegar a Kodenmacho anunciaron que en Tsukiji se había producido una explosión. Nada más llegar abrieron las puertas, pero no dijeron si el tren iba a continuar o se quedaba allí parado. Esperé al siguiente anuncio. En caso de que no prestase servicio, continuaría a pie hasta otra estación…
Al abrir las puertas entró un olor en el vagón. Era el olor del sarín. No soy capaz de explicarle cómo es. Después del atentado me lo preguntaron muchas veces, pero no hay forma de describirlo. Hablé de ello con otra víctima que conocí en el hospital y me dijo que era como pintura al pastel fundida. Lo único que le puedo decir es que no era especialmente desagradable ni fuerte. Era algo ligero, lo bastante notorio para inquietarle a uno. Eso es, un ligero olor.
Quizá no sea una pregunta apropiada. ¿Si lo huele otra vez, sería capaz de reconocerlo?
Sí, quizás. No es un olor fuerte, es más bien suave, un poco dulce, no molesta. Sin embargo, había un ambiente extraño que afectaba a los nervios.
Pregunté a un joven que estaba a mi lado: «¿No huele a algo raro?». Me contestó: «Sí, huele mal». Nadie se movió del vagón. Todo el mundo se quedó dentro. Por alguna razón, no pude quedarme allí sentado. Me levanté y salí al andén. Miré a derecha e izquierda. No había nadie, no había movimiento, estaba desierto. La estación de Kodenmacho siempre está vacía. La gente no forcejea para subir al tren como en otras. Aun así, era una escena un poco extraña.
Me dirigí hacia la salida. Quería salir de allí como fuera. Tomé la decisión muy rápido. Mi mujer me preguntó más tarde: «¿Por qué te decidiste a salir tan pronto si no había nadie en el andén?». No sé por qué, la verdad. Quizá sea especialmente sensible a los olores. Creo que si hubiera sido más fuerte, todos habrían huido en estampida. Sin embargo, al ser un poco dulzón decidieron quedarse. Uno de los encargados de la estación estaba en el andén tranquilamente sentado.
Al salir del vagón noté que me temblaba todo el cuerpo. Subí la escalera y, cuando llegué a la calle, me sorprendió descubrir lo oscuro que estaba todo. Caminé un poco más. «¿Por qué está tan oscuro?», me pregunté. Me senté frente a un edificio.
Me quedé allí agachado durante unos minutos. Pasó mucha gente a mi lado y nadie se detuvo a preguntarme qué me pasaba. Tampoco yo dije nada. Todavía no se había organizado el jaleo de después, era una escena habitual de la ciudad. Debieron de tomarme por un borracho. «¿Será ese olor lo que hace que me sienta tan mal?», me pregunté.
Me levanté y caminé de nuevo. Me acerqué a una oficina de Correos donde una mujer limpiaba los cristales. Aún estaba cerrada. Le dije: «¡Llame a una ambulancia, por favor!». Añadí: «Si no viene ninguna, llame a un taxi por favor…». Sólo recuerdo hasta ese momento. A partir de ahí perdí el conocimiento.
Cuando me dieron el alta en el hospital, volví allí para rememorar lo sucedido. Desde el cruce de Kodenmacho hasta la oficina de Correos caminé unos cien metros. A pesar de la poca distancia llegué a duras penas, tambaleándome.
Me ingresaron en el Hospital Tajima, frente a la estación Ryogoku. Me trasladaron en ambulancia. Allí llegaron a muchas víctimas. Yo era el que estaba más grave. Recobré el conocimiento alrededor del mediodía. Me habían puesto suero. El presidente de la empresa se había acercado al hospital para interesarse por mi estado, pero ni siquiera fui capaz de reconocerlo. A mi hijo mayor lo reconocí por la voz.
No sé si fue el médico o un policía, pero alguien me preguntó mi nombre y dirección para comprobar si había recuperado el conocimiento. Dije mi nombre. No fui capaz de recordar mi dirección ni el número de teléfono. Estaba tan despistado que ni era consciente del dolor o el sufrimiento. Pasado el mediodía, me trasladaron al Hospital Central de las Fuerzas de Autodefensa de Japón en Setagaya. Allí me iban a proporcionar un tratamiento más específico. Mis hijos vinieron conmigo.
Estuve una semana ingresado. El Hospital Central de las Fuerzas de Autodefensa de Japón lleva a cabo investigaciones sobre armas químicas, por lo que resultó de lo más apropiado. Los primeros días me inyectaron un antídoto y me pusieron suero. Durante el tiempo que permanecí allí soñé mucho, la mayor parte de las veces con lo que habría pasado si me hubiese quedado más tiempo en el tren.
Salí del hospital a finales del mes marzo. El dolor de cabeza no me abandonó hasta junio, era constante. En el hospital me dolía todo el tiempo. Después de que me dieran el alta se alivió un poco, sólo me dolía por las tardes. Comenzaba siempre después del mediodía. No era un sufrimiento insoportable, pero tenía fiebre y me sentía mal. Los mismos síntomas de los que hablaban las víctimas del gas sarín en la televisión.
No era fiebre alta, poco más de treinta y siete, y a pesar de que me sentía mal, no era tan grave como para no poder trabajar. Era una sensación desagradable que no se me iba. Sobre las seis de la tarde desaparecía, como si bajara la marea. Algo extraño, sin duda.
El doctor del hospital me dijo: «Señor Uchiumi, tenga paciencia y resista medio año. Transcurrido ese tiempo se curará». Las Fuerzas de Autodefensa de Japón ya tenían experiencia en ese asunto por el incidente de Matsumoto. Lo cierto es que el dolor desapareció al cabo de ese tiempo. Los ojos, sin embargo, no se me curaron con tanta facilidad y tuve que ir al médico regularmente hasta octubre.
También ahora pierdo la vista de vez en cuando. Sucede de repente, mientras escribo algo, por ejemplo. Hay un momento en el que no veo nada. Descanso un poco y me recupero. Es muy raro. Antes usaba gafas a causa de la miopía y por suerte no ha empeorado. Lo único es que, en ocasiones, no veo nada. Me ha ocurrido varias veces desde que salí del hospital.
Después del atentado traté de salir antes del trabajo, más o menos sobre las cuatro o cuatro y media. Los sábados y domingos me encontraba tan agotado que casi siempre me quedaba tumbado en la cama. Así estuve hasta el mes de julio.
Durante un tiempo no pude dormir bien. No me quedaba más remedio que beber alcohol, y al final me dormía como un borracho. El insomnio no desapareció hasta agosto, hasta que terminé el tratamiento médico. Me gusta acostarme pronto y levantarme temprano, así que, imagínese, para mí fue muy duro.
Estuve ingresado una semana y el domingo volví a casa. A partir del lunes empecé a trabajar. Aquel primer día fue el único que no pude resistir el viaje en el metro. Me daba mucho miedo. Me subí en Kitasenju y antes de llegar a Naka-okachimachi pensé que me quería bajar. La línea Hibiya circula por la superficie hasta Minami-senju y a partir de Minowa, lo hace bajo tierra. En cuanto entró en el túnel, me sentí fatal. No lo resistí. Me bajé en Naka-okachimachi y cambié a la JR. Desde allí continué hasta la estación de Tokio para volver a tomar la línea Keiyo.
Fue el único día que me pasó. Desde entonces hago el trayecto de siempre. Obviamente, no me siento bien del todo, pero me resulta mucho más conveniente para ir al trabajo.
Aún no han detenido a uno de los autores materiales del crimen, Yasuo Hayashi. Acudo a las reuniones de la Asociación de Víctimas del Atentado del metro. Cada vez que oigo a los familiares de las víctimas o al padre de un chico que continúa en coma, deseo con todo mi corazón que condenen a la pena máxima a esos asesinos. Nunca podré perdonar al Asahara ese ni a ninguno de sus compinches. Nunca desaparecerá el odio que siento hacia ellos. Jamás olvidaré quiénes han sido los responsables de ese crimen.