«Cada persona tiene su propia idea del maestro»
MITSUHARU INABA (nacido en 1956)
Inaba sigue siendo un miembro activo de Aum Shinrikyo. Vive con otros miembros en un apartamento de dos plantas de Tokio. La gente es reacia a alquilarles algo a los miembros de Aum, pero este casero se mostró muy comprensivo: «Si no tenéis otro sitio donde estar mientras volvéis a la vida normal, podéis quedaros». Parece ser que las cucarachas acompañan a los adeptos de Aum allí adonde van, y durante la entrevista veo no pocas correteando por el tatami. Esto debe de preocupar al casero. Los vecinos saben que son de Aum y los tratan con frialdad.
Inaba nació en Hokkaido en 1956. Parece que tuvo una infancia normal, aunque él dice que siempre estaba discurriendo acerca del sentido de la vida. Esto, por lo visto, es una tendencia común a muchos adeptos de Aum. Sus inquietudes intelectuales lo llevaron de la filosofía al budismo, luego al budismo tibetano y, por último, a Aum Shinrikyo. Docente de primaria y secundaria, se hizo monje a los treinta y cuatro años. Cuando se produjo el atentado del metro, pertenecía al ministerio de defensa de la secta y trabajaba en el mantenimiento de las máquinas de limpieza Cosmo, las filtradoras de aire diseñadas por miembros de Aum para, entre otras cosas, protegerse de ataques con gases tóxicos.
Ahora va tirando con lo que saca de dar clases particulares una vez a la semana. La vida es dura. «¿No conoces a algún estudiante que necesite clases?», me pregunta sonriendo. Parece una persona tranquila y seria y supongo que es un buen profesor. Se acuerda con alegría de cuando les daba clases a los hijos de los monjes de Aum.
En su cuarto tiene un pequeño altar con una fotografía de Asahara y otra de «su santidad» Rinpoche, el nuevo líder de Aum.
Yo no quería ser maestro, pero, según mi madre, ésa era la única alternativa que tenía. (Risas.) Antes de entrar en la universidad estuve dos años estudiando para los exámenes de ingreso. Un año entero lo pasé enfermo. Padecía de una especie de conflicto filosófico interior y fue una época de gran desasosiego. Fui al hospital y resulta que tenía la presión arterial a ciento ochenta. Guardé reposo y empecé a tomar medicinas para la tensión. Yo era de esas personas que les dan muchas vueltas a las cosas y son muy sensibles a lo que las rodea. Por «conflicto filosófico» quiero decir que me di cuenta de que tenía que hacer una serie de cosas de una determinada manera, y como veía que era incapaz, me odiaba. Era joven y terco.
Estudié magisterio y me especialicé en educación primaria y psicología educacional. Elegí primaria porque me gustan los niños. Sin embargo, la cuestión de qué hacer con mi vida seguía atormentándome. Tenía la idea de que los niños podían enseñarme a mí, y de que, a la vez que les enseñaba, aprendería de ellos.
Cuando terminé la carrera, entré a trabajar en una escuela de enseñanza primaria de la prefectura de Kanagawa. No me resultó difícil dejar mi casa. Estaba acostumbrado a moverme y contaba con hacer amigos allí donde fuera.
Ya el primer año me encomendaron una clase. Eran cuarenta alumnos y al principio no me resultó fácil, te lo aseguro. Me tuvo completamente ocupado durante un tiempo. De hecho, era muy divertido. He ejercido de profesor diez años en total, y los cinco o seis que estuve en primaria fueron los mejores. Me llevaba bien con los padres. Nos reuníamos a cantar de vez en cuando, comíamos pasteles caseros y esas cosas. Nunca tuve una mala experiencia con mis colegas.
La gente me buscaba novia para que me casara. Mis padres incluso intentaron enredarme. Salí con unas cuantas mujeres. Pero yo sabía todo el tiempo que al final renunciaría al mundo.
O sea, ¿que ya entonces lo pensabas?
Sí. Eso fue antes de descubrir Aum, pero lo que yo tenía en mente era algo más parecido al monje tradicional. Yo pensaba en retirarme del mundo a los sesenta y llevar una vida sencilla.
Cuando estaba en la universidad leía a Nietzsche y a Kierkegaard, pero poco a poco fue interesándome el pensamiento oriental, sobre todo el zen. Leí todo tipo de libros zen y practiqué por mi cuenta lo que se llama «zen del lobo solitario». Pero no acababa de animarme a seguir la disciplina ascética. Luego —fue cuando empecé a trabajar— me interesé por el budismo esotérico Shingon, sobre todo el Kukai. Subí al monte Koya, hacía peregrinajes a Shikoku en las vacaciones de verano, visitaba el templo de Toji cuando iba a Tokio, cosas así.
La gente dice que el budismo japonés es un budismo funerario, porque sólo versa sobre ceremonias funerarias, pero creo que deberíamos mirarlo con ojos más positivos y ver que se ha mantenido vivo durante muchos siglos. Estoy seguro de que dentro de esas tradiciones hay un lugar en el que se practica budismo de verdad. No hice mucho caso de las llamadas nuevas religiones. Por maravillosas que parezcan, pensaba, tienen como mucho treinta o cuarenta años de historia. Me ceñí al budismo Shingon.
Después de cuatro años enseñando en primaria me propusieron que pasara a secundaria. Acepté, y unos cuatro años después leí unos libros de Aum. En la librería vendían una revistilla llamada Mahayana, me la compré y la leí. Acababa de salir, sería el cuarto o quinto número. Había una sección especial dedicada al yoga esotérico, sobre el que yo no sabía mucho. Quise conocerlo mejor.
Un domingo, un colega y yo fuimos a Shinjuku a comprar material docente. Para volver cogimos la línea de Odakyu. Cerca de la estación de Gokokuji, en Setagaya, había un dojo de Aum. Como teníamos tiempo, fuimos a ver. Resultó que Joyu estaba dando una charla sobre el po-a, es decir, lo que llaman «elevación del nivel espiritual».
Lo que decía me impresionó mucho. Hablaba con gran claridad y usaba metáforas elocuentes. Resultaba muy atractivo, sobre todo para los jóvenes. Acabado el sermón le hicieron preguntas, y él las contestó con extraordinaria precisión y ajustándose al perfil de la persona que se las hacía.
Al mes ingresé en la secta. Dejé bien claro que sería por tres meses o medio año, para probar. Costaba unos tres mil yenes, con una cuota anual de diez mil, barato. Los miembros reciben todas las publicaciones y pueden asistir a todos los sermones. Había sermones para el público en general, para adeptos laicos y para los que habían hecho votos. Yo iba al dojo una o dos veces al mes.
Me adherí, pero no porque tuviera problemas personales ni nada parecido. Era simplemente que sentía un vacío en mi interior. Nunca estaba satisfecho. Desde fuera, nadie diría que tuviera problemas. Cuando me hice monje, la gente me preguntaba: «¿Qué problemas puedes tener tú? ¿Qué te preocupa?».
En la vida de todo el mundo hay momentos en que se siente dolor, tristeza. ¿Nunca tuviste momentos así?
Momentos extremos no, que yo recuerde.
Ese verano pasé tres días en el recién construido centro del monte Fuji, pero hasta el otoño de 1989 no empecé a asistir con regularidad al dojo. Iba el sábado por la noche y me volvía el domingo. Entre semana practicaba en casa, sobre todo cuando empecé a recibir saktipat, porque para eso había que estar en forma. La introducción de energía es algo muy delicado y hay que estar preparado. Hacía asana [yoga], ejercicios de respiración, meditación; eran sesiones de tres horas y había veinte lecciones. Poco a poco noté que me transformaba. Me volvía más optimista, más positivo. Era otra persona.
Los miembros del dojo eran gente seria y aplicada. Los maestros y los instructores eran sinceros y carismáticos. Sin embargo, trataban a la gente de fuera…, ¿cómo lo diría…? Podrían haberlo hecho mejor. Era como cuando un estudiante se licencia y consigue su primer trabajo: se lo toma demasiado en serio. Aún no tiene experiencia social. Aum daba la misma impresión de inmadurez…, como si fueran estudiantes que no saben nada del mundo.
Para hacerme monje tenía que dejar la docencia. Hablé con mi jefe y le dije que quería abandonar en marzo, al final del año escolar. También hablé del tema con mi «hermano mayor» de Aum. Me dijo que no había prisa y que, si quería, podía trabajar un año más y luego hacer los votos. Me lo pensé y al final decidí que trabajaría otro año.
Sin embargo, conforme seguía con mi aprendizaje, fui sumiéndome en el mundo astral, mi subconsciente empezó a aflorar y poco a poco perdí la noción de la realidad.
Cuando esto ocurre, uno se siente ajeno al mundo. No habría sido un problema si mi subconsciente hubiera aflorado durante las vacaciones de verano, pero ocurrió antes. Un día estaba dando una clase de ciencia y no tuve manera de recordar si ya había mezclado los productos químicos del experimento o no. Había perdido por completo la noción de la realidad. Mi memoria se volvió confusa y no sabía si había hecho algo de verdad o lo había soñado.
Mi conciencia se había desdoblado. Los escritos budistas hablan del tema, y de que hay un momento en el proceso de aprendizaje en el que empiezan a aparecer estos elementos esquizofrénicos. En mi interior no había nada de lo que pudiera fiarme. Por suerte, aún conservaba cierta conciencia de mi identidad; si la cosa hubiera seguido así, quizás habría acabado esquizofrénico. Me entró miedo. Tenía que poner remedio a aquel desdoblamiento de personalidad, pero ir a un psiquiatra no me ayudaría. La solución estaba en el aprendizaje mismo. Así que me hice monje. Si no podía fiarme de mí mismo, sólo me quedaba entregarme a Aum. Además, siempre había pensado que algún día renunciaría al mundo.
Volví a hablar con mi jefe y le dije que quería dejarlo ya. Que un profesor renuncie a su puesto en medio del curso escolar es un problema. Mi superior se mostró muy comprensivo y me dijo que me daría de baja por enfermedad hasta las vacaciones. Pero yo insistí y al final tuvieron que aceptar mi renuncia. Me fui sin despedirme de mis colegas. Estoy seguro de que le causé bastantes problemas a la escuela. Pensarían que era un irresponsable total.
Me hice monje el 7 de julio. Llamé a mis padres y vinieron a verme mientras permanecí de baja. Estaban furiosos. Hice todo lo que pude por convencerlos pero no hubo manera. A ellos no les importaba que me interesara el budismo, pero Aum Shinrikyo les parecía inaceptable. Les expliqué que no era lo que parecía, y que Aum se basaba en genuinas enseñanzas budistas. Pero entiendo que, viéndolo desde fuera, reaccionaran así.
«Vuelve a casa ahora mismo», me dijeron. «Tienes que elegir entre nosotros y ellos.» Me costó mucho decidirme. Si volvía a mi casa de Hokkaido seguiría haciendo lo mismo que había hecho hasta entonces y no solucionaría nada. Pensaba que la única salida era seguir profundizando en el budismo. Así que me hice monje, como digo. Pero me costó mucho decidirme.
Uno de mis colegas profesores era muy amigo mío y se pasaba a verme casi todos los días con unas cervezas. «¿No te harás monje de verdad?», me preguntaba. Quería disuadirme y lloraba. Pero yo iba a embarcarme en algo que llevaba buscando desde niño y lo único que podía decirle era: «Lo siento, pero tengo que hacerlo».
Hice mis votos y me fui a Naminomura, en Aso, a trabajar en la construcción. Había que terminar el techo de la sede de Aum. Era un trabajo duro, pero estimulante y completamente diferente de lo que yo había hecho hasta entonces. Era tonificante, como si usara otra parte de la mente. Luego volví al centro del monte Fuji, donde desempeñé diversas labores, y luego fui a trabajar en la construcción del Satyam número 2, en Kamikuishiki. Al principio, los monjes tienen que hacer lo que se llama «méritos espirituales», que consiste sobre todo en realizar trabajos poco cualificados combinados con un poco de ejercicio ascético. A diferencia de cuando era profesor, no tenía que preocuparme por mis relaciones humanas ni por las responsabilidades. Era como si uno acabara de entrar en una empresa e hiciera lo que los superiores le mandaban. Psicológicamente era un alivio.
Con todo, no me sentía tranquilo. «Si esto no funciona», me decía, «¿qué hago?» Después de todo, ya tenía más de treinta años. No había vuelta atrás y debía aplicarme hasta el final. No podía encomendarme a nadie. Había elegido aquella vida y, si no sacaba nada en limpio, retirarme del mundo sólo me llevaría a la ruina.
En septiembre del año siguiente [1991] volví a Aso, esta vez para enseñar a los hijos de los monjes. En total eran unos ochenta niños. Yo me encargaba de las ciencias. Otros enseñaban japonés, inglés, varias asignaturas más. La mayoría habían sido también profesores. Desarrollamos un programa de estudios y funcionábamos como una escuela de verdad.
¿Tenía que ver la enseñanza que impartíais con la religión?
Bueno, en las clases de japonés se usaban escritos budistas, pero las ciencias tienen poco que ver con las doctrinas religiosas. Siendo un monje de Aum, no sabía muy bien cómo enseñarlas, así que le pregunté al fundador [Asahara]. «Dado que las ciencias y el mundo laico son lo mismo», me contestó, «haz lo que quieras.» «¿Lo dices en serio?», le pregunté. (Risas.)
Así que me resultó fácil. Grababa programas de la tele y los usaba como libros de texto. Era divertido. También daba clases a los hijos del fundador, quien siempre me decía lo contentos que estaban con la escuela. Enseñé durante un año más o menos antes de emprender el aprendizaje ascético.
Religiosamente hablando, el maestro era, sin duda, un hombre de mucho carisma. De eso estoy convencido. Tenía una capacidad excepcional para adaptar el sermón al auditorio y poseía muchísima energía. Mucho después me trasladaron a lo que se llamaba ministerio de defensa, donde trabajé instalando y manteniendo aparatos de filtración de aire y limpieza Cosmo. Por esta razón visitaba al maestro dos veces por semana y también me encargaba de mantener el aparato de su coche. Tuve, pues, muchas ocasiones de hablar con él en persona, y decía cosas que hacían pensar. Yo veía que se preocupaba mucho por lo que más me convenía y era mejor para mi desarrollo y crecimiento. Esta imagen difiere mucho de la que se da en el juicio.
En el juicio la gente dice: «Las órdenes del maestro había que obedecerlas sin rechistar». Mi experiencia personal no es así, y muchas veces, cuando no estaba de acuerdo con una orden suya, sugería una alternativa y él cambiaba de idea y decía: «Vale, hagámoslo como dices». Si dabas tu opinión, él se adaptaba para contentarte. Por lo menos ése era mi caso; a mí no me obligaba a hacer nada.
A lo mejor actuaba de manera diferente según la orden que daba y la clase de personas a la que se la daba.
No lo sé. Es un misterio. Cada persona tiene su propia idea del maestro.
¿Qué significó el maestro, Asahara, para ti desde un punto de vista personal? Unos lo llaman gurú, otros mentor; parece que cada creyente tiene una idea distinta.
Para mí el maestro era un líder espiritual. No un profeta ni nada, sino la persona que me daría la última respuesta a la enseñanza budista y que la interpretaría para mí. Uno puede leerse todos los escritos budistas originales, pero no dejan de ser papel. Por muy profundamente que uno los estudie por su cuenta, siempre acaba haciendo una interpretación sesgada. Lo importante es progresar paso a paso mediante el debido aprendizaje y llegar a una comprensión correcta. Cuando has avanzado un paso, te detienes y asimilas el progreso que has hecho. Luego das otro paso y lo mismo. Pero necesitas un maestro que te guíe en la buena dirección. Es como cuando aprendemos matemáticas. Para llegar a cierto nivel tenemos que fiarnos del maestro y hacer lo que nos dice. Aprendemos una fórmula, luego otra. Y así.
Pero a veces llega un momento en que te entran dudas y te preguntas si el maestro tiene razón. Por ejemplo, ¿tú crees en cosas como el Armagedón o la masonería?
Pienso que parte de lo que se dice de los masones es verdad, pero no me lo creo todo.
Hubo un momento en que el carácter de Aum Shinrikyo empezó a cambiar. Aparecieron usos violentos, empezaron a fabricar armas, gas tóxico, a torturar a gente. ¿Tú sabías que pasaban estas cosas?
No, ni idea. Lo supe más tarde. Mientras estuve dentro no supe nada. Aunque sí notaba que había más y más presión del exterior. Y había más gente que caía enferma o cuya salud decaía. A lo mejor no debería decir esto, pero había espías infiltrados.
¿Sabías quiénes eran esos espías?
No, pero nos vigilaban policías de paisano y sé a ciencia cierta que había gente infiltrada, aunque no pueda demostrarlo. La sociedad está convencida de que el atentado fue obra de Aum desde el principio hasta el fin, pero yo no lo tengo tan claro. Es evidente que el principal culpable es Aum, pero, al parecer, había otra gente, otros grupos implicados. Aunque si esto se supiera traería mucha cola y hay gente que no quiere que se destape. Naturalmente, no es fácil demostrarlo.
No lo es. Pero volvamos a la vida dentro de Aum: ¿era tan plácida?
No, había problemas. Por ejemplo, la primera vez que fui a Aso no daba crédito a lo ineficaz que era todo. Construíamos un edificio solamente para derribarlo. Lo que construíamos no era lo que necesitábamos. Parecía una fiesta escolar. Uno trabaja duramente para hacer un modelo y luego, cuando termina la fiesta, lo rompe. ¿Por qué lo haces, entonces? Porque en el proceso de trabajar juntos se aprende mucho: a relacionarse con otros, habilidades técnicas, muchas cosas que no se ven. Por eso se trabaja tan duro y luego se destruye lo hecho. En medio de la labor comunal aprendes a entender mejor tu mente.
A lo mejor los planos no estaban bien hechos.
Sí, puede ser. (Risas.) Pero ¿qué se le va a hacer? Hay que resignarse. Así se hacen los negocios en Japón, ¿no?
Pero no es ningún negocio construir algo para cambiar de idea y destruirlo.
No, supongo que no.
¿Se quejaba alguien de esa ineficacia?
Algunos, otros no.
Durante un tiempo trabajé en el grupo científico que dirigía Murai desarrollando la máquina Cosmo, un aparato enorme para limpiar el aire. Me destinaron al recién creado ministerio de defensa en 1994. Imponente el nombre, ¿no? (Ríe.) De la construcción al ministerio de defensa. Yo no me lo tomaba muy en serio. Nunca pensé que estuviéramos creando nuestro propio Estado ni nada parecido.
Fabricamos unos sesenta aparatos grandes que se instalaban junto a los edificios. Luego desarrollamos aparatos más pequeños para el interior. Yo me encargaba del mantenimiento. Y, a decir verdad, mantenerlos costaba más que fabricarlos. Siempre daban problemas: escape de líquidos, averías del motor.
En el Satyam número 7, donde estaba la planta de gas sarín, se usaron aparatos Cosmo, ¿verdad?
A mí no me permitían entrar allí. Si hubiera podido entrar, ahora no estaría aquí sentado. El día del ataque yo estaba en el Satyam número 2, en Kamikuishiki, esperando la redada de la policía. A aquellas alturas ya sabíamos que entrarían para investigar. También había gente de la prensa, creo. Pero como a eso de las nueve de la mañana la policía no había entrado, me dije: «Pues no es hoy», y fui a trabajar. Encendí la radio y oí que había ocurrido algo en el metro de Tokio. Teníamos prohibido oír la radio, pero yo la oía. (Risas.) Se lo conté al colega que tenía al lado. «Seguro que culpan también a Aum», nos dijimos. La policía se presentó dos días después.
¿Admites ahora que un grupo de Aum cometió el atentado?
Sí. Hay varios detalles que aún no comprendo, pero visto que los implicados han confesado y están siendo juzgados, creo que fueron ellos.
¿Hasta qué punto crees que Asahara es responsable?
Si es responsable, debe ser juzgado según la ley. Pero como dije antes, hay una gran diferencia entre la idea que yo tengo de Asahara y el Asahara que veo en el juicio… Como gurú, como figura religiosa, tenía algo realmente genuino. Por eso me reservo mi opinión.
Yo recibí muchas cosas preciosas de Aum. Pero, dejando eso aparte, lo que está mal deber ser considerado como tal y es lo que ahora estoy tratando de hacer. Y, para serle sincero, no sé lo que ocurrirá ni qué me tiene reservado el futuro.
La gente piensa que Aum no tiene nada que ver con el budismo, incluso hay quien acusa a Aum de controlar las mentes, pero eso es demasiado simplista. Para mí es algo a lo que dediqué mi vida desde los veinte hasta casi lo cuarenta.
La práctica ascética tibetana consiste en una relación muy estrecha entre el gurú y el discípulo y exige una devoción absoluta, ¿no es eso? Pero qué pasa cuando lo que empezó siendo una disciplina maravillosa deja de serlo… Es, por usar una metáfora informática, como si un virus infecta un ordenador y altera sus funciones. No hay un tercero que pueda parar el proceso.
No lo sé.
Quiero decir que hay un peligro inherente porque se exige una devoción absoluta. En este caso, tú no has estado implicado en el ataque, pero, siguiendo la lógica, si tu gurú te ordena que cometas po-a, tienes que obedecer, ¿no?
Pero lo mismo pasa con todas las religiones. A mí, si me lo hubieran ordenado, no creo que lo hubiera hecho… lo cual significa que, a lo mejor, no era lo bastante devoto. (Risas.) Yo no había entregado mi yo por completo. O, por decirlo de otra manera, seguía siendo débil. Y soy de esos que tienen que estar convencidos de las cosas antes de hacer nada. Será que tengo demasiado sentido común.
O sea, ¿que si hubieras estado convencido, lo habrías hecho? Si te hubieran dicho: «Inaba, así son las cosas y por eso tenemos que cometer po-a», si te hubieran convencido, ¿qué?
Pues… no lo sé. La verdad, no sé qué habría hecho.
Lo que quiero saber es qué papel se le otorga al yo en la doctrina de Aum Shinrikyo. En tu aprendizaje, ¿qué parte dejabas a tu gurú y qué parte decidías por ti mismo? Aún no tengo claro este punto.
En realidad, el yo nunca es completamente independiente. Siempre hay algún tipo de influencia del exterior. Se ve afectado por factores ambientales, experiencias, pautas de pensamiento. Luego no está claro qué puede ser el yo puro. El budismo empieza por la conciencia de que lo que uno cree que es su yo no es el yo verdadero. Por eso el budismo es lo más alejado que hay del control de la mente. Se parece a la idea socrática de que el hombre más sabio es el que sabe que no sabe nada.
Podemos considerar que el yo se divide entre lo que hay en la superficie y lo que hay en el fondo. Algunos creen que su misión es penetrar hasta ese fondo en busca de la verdad. Esto podría parecerse a lo del mundo astral que decías.
La meditación es un método para llegar a lo más profundo del yo. Desde el punto de vista del budismo, en el fondo del subconsciente de cada individuo yace una especie de distorsión esencial. Y eso es lo que cura.
Creo que el ser humano tiene que llegar a este fondo y aceptarlo como es, porque en otro caso puede ser peligroso. Cuando oigo lo que dicen los detenidos, tengo la impresión de que eran incapaces de hacer algo así. Sólo analizaban las cosas y dejaban la parte intuitiva para otros. Su modo de ver la vida era demasiado pasivo. Por eso, cuando alguien muy dinámico, un Asahara, por ejemplo, les dice: «Haced esto», no pueden negarse.
No sé si entiendo exactamente lo que dices, pero creo que sé a lo que te refieres. Se trata, en el fondo, de la diferencia entre sabiduría y conocimiento.
Pero has de entender que hay personas que no tuvieron nada que ver con el atentado y están trabajando duro por desarrollarse personalmente y alcanzar la salvación. Está claro que Aum hizo cosas terribles, eso es innegable, pero hay gente detenida por delitos menores que está siendo intimidada y no se lo merece. Por ejemplo, si saliera a dar un paseo, la policía me seguiría. Si buscara trabajo, me hostigarían. La gente que deja los centros de Aum ni siquiera encuentra un sitio donde vivir. Los medios de comunicación tratan el tema desde un único punto de vista. No es de extrañar que desconfiemos cada vez más del mundo secular.
Nos dicen que si abandonamos nuestras creencias nos aceptarán, pero la gente que hizo sus votos tenía motivos serios, era, en cierto sentido, emocionalmente débil. Si se quedaran en casa, trabajaran como todo el mundo y procuraran ser mejores, nadie diría nada. Pero no pueden, y por eso aceptaron durante un tiempo un estado de aislamiento que se llama renunciación. Esa gente tiene problemas para enfrentarse a los obstáculos de la vida real.
La estructura de Aum ha cambiado mucho en una serie de aspectos fundamentales. Puede parecer que no ha cambiado nada, pero se ha producido una transformación interna. Hubo una tendencia a volver a los orígenes, cuando empezó con el yoga. Aunque como ahora hemos nombrado nuevo líder al hijo del fundador, la gente dirá que es imperdonable y que no hemos aprendido nada.
No digo eso, pero si no reflexionáis públicamente sobre lo ocurrido y no os mostráis arrepentidos, si seguís como si nada hubiera pasado, nadie creerá en vosotros. Dudo que la cuestión pueda despacharse diciendo: «Lo hicieron otros. Las enseñanzas fundamentales de Aum son correctas. Nosotros también somos víctimas». En la esencia de Aum, en vuestra doctrina, hay elementos peligrosos. Aum tiene el deber de expresarlo así públicamente. Hacedlo y a nadie le importará que sigáis con vuestras actividades religiosas.
Aunque poco a poco, estamos tratando de elaborar un informe provisional. No lo recoge todo, pero seguro que los medios de comunicación tampoco lo publican. Si cometimos errores, queremos que se nos señalen. Pero el establishment budista no quiere cuentas con nosotros y guarda silencio.
¿No se debe eso a que siempre usáis vuestro propio vocabulario, vuestro modo de decir la cosas? Tenéis que hablar con palabras comunes, con argumentos comunes, como si estuvierais manteniendo una conversación normal. Si habláis con aire de superioridad, nadie os escuchará.
Sí, es complicado. Pero ¿qué pasaría si habláramos normalmente? (Risas.) Ahora que los medios de comunicación nos han atacado con tanta parcialidad, nadie nos creería, o reaccionarían con repulsa. Digamos lo que digamos, los medios de comunicación lo tergiversan. No hay un solo medio de comunicación que quiera transmitir lo que pensamos de verdad. Nadie viene a escucharnos de verdad, como has hecho tú.
Sin embargo, la cuestión se reduce a saber el grado de responsabilidad del fundador [Asahara], pero no conocemos sus motivos reales. En cuanto al atentado, todo depende de eso. Que expliquemos lo ocurrido de una manera que la gente lo comprenda es pedirnos demasiado.
Sigo siendo miembro de Aum, pero la gente que ha dejado Aum no cree que la organización sea mala del todo. Por lo mismo, los que se han quedado tampoco creen que sea completamente buena. Hay mucha gente que duda. O sea, no es como lo han presentado los medios de comunicación: que los miembros que permanecen son unos fanáticos. La mayoría de los devotos fanáticos de Asahara se han salido.
Todos los miembros estamos profundamente afectados. Algunos que lo han dejado vienen a pedirme consejo y a hablar. Ahora estoy más adaptado, pero hubo un tiempo en que no sabía si sería capaz de vivir en el exterior.
Me gano la vida dando clases particulares a domicilio. Aquí vivimos en comunidad y nos ayudamos. Los compañeros con los que vivo están trabajando ahora en la construcción. Cuando se enteraron de que venías, quisieron conocerte, pero no podían escaquearse del trabajo. (Risas.) Todos trabajamos en lo que podemos. Nuestro vecino de puerta, por ejemplo, trabaja de camionero. Ya lleva bastante tiempo. Pero claro, si en su empresa se enteraran de que fue miembro de Aum, lo despedirían; así que se calla.
Aparte del alquiler, apenas gasto nada. No veo la tele. La comida nos la dan. No tenemos lujos. De luz, agua y demás gastamos poco. Con unos sesenta mil yenes nos apañamos. Los estudiantes pasan con cien mil, ¿no? Pues así vivimos nosotros, tirando como podemos.
Los medios de comunicación dicen que Aum tiene un montón de negocios, pero no es verdad. Es cierto que la compañía Aleph, relacionada con Aum, sigue funcionando, pero la policía les pone muchos obstáculos. Algunos monjes son gente mayor que sólo pueden trabajar en casa, y los hay que están enfermos. Tenemos que ocuparnos de ellos. Tenemos que trabajar para alimentarlos y alojarlos. O sea, que no estamos para tirar el dinero.
¿Cómo están los niños de Aum a los que enseñabas?
Todos han vuelto a la vida secular y asisten a escuelas normales. Como resulta imposible criar a los hijos con trabajos a tiempo parcial, los padres han dejado de ser monjes y trabajan a tiempo completo. Me imagino que ha debido de costarles encontrar empleo. Pero no sé muy bien cómo se encuentran los niños. A muchos los separaron de sus padres.
Nuestra enseñanza no contempla pegar al alumno ni ninguna clase de violencia. Nosotros hablamos y usamos la lógica para persuadir. Como monjes, tenemos que seguir estrictamente los preceptos, porque si no, lo que decimos resultaría poco convincente. Es como si le dices a alguien que no fume y tú fumas. ¿Quién va a hacerte caso? Los niños observan con mucha atención cómo se comportan los adultos. A algunos de los niños de Aum los llevaron a centros para jóvenes y seguro que el personal debe de andar de cabeza. (Risas.)