«Después de salir del hospital no pude dormir durante un mes»
AKIHISA KANEKO (32)
El señor Kaneko nació en Koshigaya, en la prefectura de Saitama. Hace cuatro años se casó y se mudo a Soka. Su nueva residencia supone para él ahorrarse cinco estaciones de metro en su desplazamiento diario a Tokio. En la época del atentado tenía la oficina en Ningyomachi. Trabaja en una empresa de ofimática. Es técnico de mantenimiento de máquinas fotocopiadoras y está a cargo de la zona de Kodenmacho y Bakurocho, donde se concentran un gran número de oficinas. Tiene a su cargo un total de unas ciento cincuenta máquinas, las suficientes para estar siempre de un sitio para otro sin posibilidad de relajarse ni de soltar el móvil. Un trabajo que casi no le deja un minuto libre. En un momento de la entrevista se rascó la cabeza y me confesó: «Le he asegurado a un cliente que iría esta misma tarde, pero aún no he tenido tiempo de aparecer por allí». Le agradezco mucho el esfuerzo de buscarme un hueco. «Hay avisos que son un verdadero fastidio. Me llaman, por ejemplo, porque no se enciende la fotocopiadora y resulta que lo único que pasa es que ha saltado el diferencial o que no han limpiado el cristal.» Reconozco que yo mismo podría ser uno de esos clientes que llaman por nada, así que a partir de ahora tendré que estar más atento.
En los rasgos de su cara se aprecia su carácter sociable. Él mismo asegura: «Soy más bien optimista por naturaleza, no suelo tomarme las cosas por su lado negativo». Su amabilidad natural lo obligó a quedarse hasta el último momento a cargo de un viajero que se había desplomado en el andén de la estación de Kodenmacho. Como consecuencia de ello, él mismo sufrió graves secuelas. Durante un mes casi no pudo conciliar el sueño. Para colmo, lo consideraron sospechoso y su nombre apareció publicado en la prensa. Fue víctima de un desagradable infortunio. Sin embargo, él prefiere verlo de otra manera: «Fui muy afortunado porque estoy aquí a salvo».
El día del atentado cayó en lunes, ¿verdad? La semana anterior estuve de vacaciones con mi mujer en la isla de Guam. La empresa en la que trabajo tiene la política de dar cinco días de vacaciones cada diez años a sus empleados con una paga extra de cien mil yenes. Había regresado justo el sábado anterior.
Parece una buena empresa.
Bueno, normalmente tenemos tanto trabajo que ni siquiera podemos pensar en las vacaciones. Tampoco pagan las horas extras, no se crea. Pero al menos disfrutamos de esos días en Guam. Nos levantábamos muy pronto para ir de compras, así que tampoco llegamos a descansar de verdad.
Volvimos el sábado. Descansé el domingo y el lunes vuelta al trabajo. Me gustaría decir que la semana de vacaciones me había infundido nuevos ánimos, pero la verdad es que no. (Risas.) Lo único que pensaba era: «¡Vaya! ¡Ya se han terminado las vacaciones!».
El 20 de marzo salí de casa por la mañana veinte minutos antes de lo normal. Creo recordar que hice el transbordo en Kita-senju pasadas las 7:50. Fui a trabajar antes porque llevaba algunos regalos para mis compañeros. Subirme a un tren en plena hora punta cargado de regalos me pareció una pésima idea, por eso decidí ir antes. El tren de la línea Hibiya a partir de la estación de Kita-senju va tan lleno que resulta indescriptible.
¿Los regalos? No eran más que pequeños detalles, de esos que se compran cuando uno va de viaje al extranjero. ¡Ah! Y carne seca. Al final, por culpa del atentado, la policía se quedó con todo. Lo llevaba metido en una bolsa. En la otra mano llevaba la cartera.
El tren se detuvo entre Akihabara y Kodenmacho. Anunciaron por megafonía que se había producido una explosión en la estación de Tsukiji, y que el servicio quedaba suspendido a partir de la estación de Kodenmacho. Poco después, el tren entró en la estación. Yo iba en el tercer vagón.
Cuando se abrió la puerta y bajé, vi justo delante de mí a una mujer sentada en uno de los asientos del andén. Estaba inclinada hacia delante. No pude ver su cara, pero era una chica joven. Había otra mujer a su lado que se hacía cargo de ella. Imaginé que había sufrido una lipotimia o algo por el estilo.
Caminé por el andén y vi a un hombre de mediana edad tumbado boca arriba. Tenía el mismo aspecto que la mayor parte de los trabajadores que viajan en metro a esas horas de la mañana. Pensé que había sufrido un ataque epiléptico. Había mucha gente a su alrededor. Alguien dijo que era un ataque. Si hubiera continuado sin más, no me habría pasado nada, pero el caso es que me detuve a observar. Había un bolígrafo y se lo coloqué en la boca para que no se tragara la lengua. También mi pañuelo.
¿El bolígrafo era suyo?
No. Recuerdo que me lo dio alguien. Se lo coloqué transversalmente para evitar que lo mordiera. Lo que no recuerdo bien es si primero le puse el pañuelo… En un principio había cinco personas a su alrededor, pero se fueron marchando y me quedé sólo con él. Se acercó un empleado de la estación para ver qué ocurría. Alguien le había pedido que llamase a una ambulancia, pero me contestó que no había disponibles. Lo dijo tan tranquilo, sin perder la calma en ningún momento por lo que estaba pasando. Se limitó a decir que no había. Nada más. No comprendí por qué actuaba así, ya que no sabía lo que estaba pasando. Nos quedamos junto a aquel hombre al menos diez minutos.
Cuando me quise dar cuenta, estaba yo solo. Era la hora de empezar a trabajar y, por si fuera poco, tenía que caminar hasta Ningyomachi. No me quedó más remedio que dejar allí al hombre. Sí, lo dejé tal cual estaba. El empleado del metro no había vuelto a aparecer.
No quedaba nadie en el andén, estaba completamente vacío. Al caminar tuve la impresión de que olía de forma extraña, algo raro que se adhería a la garganta y provocaba un picor en la nariz. Me pregunté: «¿Qué será eso?». Parecía desinfectante, lo recuerdo bien. Estoy seguro de que aún sería capaz de reconocerlo sin ningún problema. Sin embargo, no vi nada parecido a un paquete ni me percaté de que el suelo estuviera mojado. Cuando estaba a punto de atravesar el torniquete de la salida, me mareé. Por poco me desmayo, no fui capaz de sacar del bolsillo el billete del metro. Salí como pude sin preocuparme de nada más. Me sentía tan mal que lo único que quería era llegar a la calle lo antes posible. Me pregunto si me vio algún empleado del metro… No lo sé, la verdad.
La escalera estaba vacía, pero cerca del exterior me crucé con otras personas. Corrí cuanto pude, pero me tambaleaba y terminé por chocar con una mujer. «¡Eh, tenga más cuidado! ¡No empuje!», me recriminó.
Miré hacia arriba y al fin pude ver la luz del día. «¡Por fin, el cielo!» A partir de ahí, mi memoria se queda en blanco. La mujer que se quejó, el cielo azul, eso lo recuerdo bien pero nada más. Me llevaron al Hospital Universitario de Mujeres. Recuperé el conocimiento antes del mediodía, aunque mi estado era penoso. No entendía nada de lo que sucedía a mi alrededor. Mi mujer vino rápidamente. Al llegar me encontró grave y sin conocimiento. Me intubaron para que pudiera respirar.
Poco a poco recuperé la vista. Aun así, no entendía lo que pasaba. No sé por qué, pero creía que estaba en la aduana, supongo que porque acababa de regresar de Guam. Me sentía muy mal y no dejaban de preguntarme qué tal estaba. Pensé que me habían puesto en cuarentena. (Risas.)
Recuperé el conocimiento en la UCI. Miré a mi alrededor y no entendí lo que pasaba. Me habían colocado todo tipo de instrumentos en el cuerpo: suero, un tubo para respirar, sensores para un electrocardiograma… Nada más despertarme, mi mujer entró en la sala. Al tratarse de la UCI no queda más remedio que ponerse una bata, una máscara y un gorro. Yo estaba postrado en la cama y a ella se la veía muy saludable. ¿Qué había pasado? No entendía nada. Llegué a pensar que el avión que nos traía de Guam se había estrellado, que mi mujer había salido ilesa y yo no.
¿Quiere decir que todo lo ocurrido entre el viaje y el hospital se ha borrado de su memoria?
Exactamente. Los recuerdos de nuestro regreso a Japón, de cómo tomé el metro al lunes siguiente para ir al trabajo, todo ha desaparecido por completo. No me acordaba de nada, por eso lo primero que hice fue preguntarle a mi mujer: «¿Te encuentras bien?». Ella puso cara de extrañeza, no entendía mi reacción. (Risas.)
Estuve cuatro días en la UCI. Me sentía muy débil. No podía mover las manos ni las piernas. Tampoco veía gran cosa; todo estaba borroso. He oído que muchas víctimas empezaron a verlo todo oscuro debido a la contracción de las pupilas, pero en mi caso simplemente veía borroso.
Cuando estaba en el metro, no sentí ningún dolor. Simplemente me quedé dormido y me derrumbé. Si hubiera muerto, no me habría enterado de nada. Aun así, no llegué a experimentar ese momento previo a la muerte del que hablan. Me desplomé y basta. Dicen que cuando uno está a punto de morirse es capaz de verse a sí mismo desde fuera. Yo creo que no es verdad. Me dijeron que tenía convulsiones, que parecía sufrir mucho, pero como estaba inconsciente, no me di cuenta de nada.
Por casualidad en ese hospital tenían el antídoto para del sarín. Eso me salvó la vida. Mis valores de colinesterasa eran extremadamente bajos, aunque me recuperé bien gracias al tratamiento. Fue una suerte desmayarme cuando ya estaba a punto de salir a la calle. De haberlo hecho en el andén o dentro del recinto de la estación, es posible que no me hubieran trasladado al hospital tan rápido.
Después de dejar la UCI me trasladaron a otro hospital donde permanecí otros cuatro días. En total estuve ocho ingresado. En todo ese tiempo apenas dormí. Era incapaz de conciliar el sueño. Me quedaba adormilado y, de repente, sentía como si me cayera al vacío. Tenía mucho miedo, creía que el corazón se me iba a parar. A partir de ese momento me desvelaba. Me dolía mucho el pecho. Observaba el monitor del electro y veía las subidas y bajadas de la aguja. También me dolía la cabeza, pero, aparte de eso, nada más.
Recuperé la memoria poco a poco. Ese mismo día por la noche me acordé de que había salido de casa por la mañana con el abrigo puesto. Eran imágenes fragmentadas.
Después de salir del hospital no pude dormir durante un mes. En el hospital no lograba relajarme. Pensé que podría hacerlo cuando estuviera de vuelta en casa con mi familia, pero no fue tan fácil.
¿No pudo dormir durante un mes?
No, nada. Me metía en la cama y, a pesar de todos mis esfuerzos, no lo lograba. Padecí un insomnio terrible. Cada noche se repetía el mismo proceso: me obsesionaba la idea de no dormir y, cuando quería darme cuenta, ya era por la mañana. Aunque me quedase tumbado era incapaz de hacerlo. Pensaba que a la mañana siguiente iba a estar destrozado, pero no era así. Creo que ésa fue la principal diferencia con un insomnio normal. No tenía sueño en absoluto. Además, en el trabajo estaba tan liado que ni me quedaba tiempo para pensar en ello. Estuve así un mes entero. Puedo decir sin temor a exagerar que no pegué ojo en todo ese tiempo.
No había malestar físico, sólo me inquietaba no poder dormir. Al margen de eso, nada más. En mi caso, la única secuela evidente fue la falta de sueño. Es probable que después de todo fuera afortunado teniendo en cuenta lo mucho que me afectó el gas.
Quizá lo peor de todo fue el miedo. Cuando vuelvo a casa, la calle que queda enfrente está muy oscura. Me aterrorizaba pasar por allí. También me daba pánico la gente de Aum. Pensaba que me había convertido en su objetivo. Incluso me compré una porra de acero extensible, como las que usa la policía. La llevé conmigo durante un mes, pero terminé por dejarla en casa porque pesaba una barbaridad. (Risas.)
Si lo comparo con antes del atentado, soy consciente de que me agoto con facilidad, se me olvidan las cosas. Hay quien dice que es debido a la edad. No lo sé. En cualquier caso, no supone un verdadero impedimento para la vida cotidiana.
Lo que más me sorprendió fue que me citasen en la primera página del periódico. Decían que era sospechoso. La policía había llegado a esa conclusión porque subí la escalera a toda prisa, le di un empujón a una mujer y al final me desplomé. El titular decía: «Un sospechoso se derrumba en la estación de Kodenmacho». En un primer momento no caí en la cuenta, pero se referían a mí. También publicaban un comentario de mi madre que se mostraba muy enfadada: «Ha estado de vacaciones en el extranjero. Acababa de regresar y se dirigía al trabajo. Aun así le consideran sospechoso. ¡Es el colmo!». Cuando lo leí, supe que se trataba de mí.
Escribieron que llevaba gafas de sol. Cuando volví al trabajo, mis compañeros me preguntaron: «¿No traes las gafas?». ¿Quién sube al metro por la mañana con gafas de sol? (Risas.) El mundo está plagado de falsos rumores.
Comprendí que deberíamos haber disfrutado de las vacaciones un día más; tendría que haberlo planeado. Al fin y al cabo, era un domingo, y, de haberlo hecho, no habría sido víctima del sarín. Todo el mundo insiste que estoy sano y salvo, que fue una experiencia fuera de lo común, pero no se trata de eso.
De vez en cuando me da por pensar que, en realidad, ya he muerto una vez. Por eso creo que no tengo que dejarme ir, sino hacer las cosas con ánimo positivo.