«Es una clase de miedo que nunca se olvida»
YOKO IZUKA (24)
Nacida en Tokio, la señorita Izuka trabaja en uno de los principales bancos de la ciudad. Entusiasta del deporte, muchos de sus conocidos piensan que es una persona extrovertida, pero ella lo atribuye a su carácter relajado. No es de las que suelen tomar la delantera, parece muy educada.
Sin embargo, al escuchar el relato de lo que le sucedió, uno se da cuenta de que no es en absoluto tan relajada como declara. Da la impresión de poseer una gran fuerza de voluntad y una enérgica determinación, pero al mismo tiempo esconde una parte vulnerable y sensible.
Gracias a esta serie de entrevistas tuve la oportunidad de hablar con algunas mujeres jóvenes y me quedé admirado al descubrir sus distintas formas de pensar y los distintos enfoques que le dan a sus vidas. Sin duda, son chicas inteligentes con un carácter firme. Obviamente, sólo se trata de un número limitado, de una pequeña muestra. Quizá no sea más que una casualidad.
Soy consciente de que debió de resultarle duro contar lo ocurrido aquel día a un completo desconocido como yo. Sin duda, la obligué a recordar cosas que hubiera preferido olvidar. Mi esperanza es que esta entrevista le sirva para «trazar una línea respecto a todo aquello», como dice ella, para poder seguir adelante con su vida de la manera más positiva.
El 20 de marzo estaba acatarrada. Tuve fiebre durante unos diez días y llegó a subirme hasta los treinta y nueve grados. No había forma de que bajase. Creo que me tomé un día libre, no estoy segura. Lo que sí sé es que aquel día hice un verdadero esfuerzo para ir a trabajar. Si me tomo días libres, a mis compañeros les provoco serios problemas.
Aquel día sólo tenía treinta y siete grados, un poco de fiebre. En cualquier caso, mucho menos que los días anteriores, pero no dejaba de toser y me dolían las articulaciones a causa de la fiebre. Por si fuera poco, estaba tomando un montón de medicamentos, lo cual me dificultó mucho distinguir los síntomas del gas sarín…
A pesar de todo tenía mucha hambre. Normalmente desayuno bien. Si no lo hago, estoy como aturdida, no soy capaz de poner la cabeza en marcha. Me levanto a eso de las 5:30 de la mañana, lo cual me deja tiempo suficiente para hacer cosas. Salgo de casa antes de las 8, más de dos horas después. De esa manera puedo leer un poco, ver algún vídeo, cosas que no puedo hacer cuando vuelvo a casa porque estoy exhausta. Pero aquel día seguía con algo de fiebre y tenía claro que lo más importante era dormir lo máximo posible. Me levanté a las 6:30.
El 20 de marzo era un día importante para mí. Me iba a hacer cargo de mis nuevas responsabilidades en el trabajo. Estaba un poco nerviosa.
Tomé la línea Hibiya desde la estación de X, luego cambié a la línea Marunouchi en Kasumigaseki. Situarse delante de todo es lo más conveniente para hacer el transbordo, pero esa parte del tren suele ir siempre llena, por eso subo por la puerta de atrás del segundo vagón. El tren apareció en cuanto llegué al andén. Me apresuré. Entré por la puerta del medio. Una vez dentro, me fui hacia atrás y me quedé de pie, a mitad de camino entre la segunda y la tercera puerta.
Nunca me agarro a los pasamanos. Están sucios. No me sujeto a nada. Cuando era pequeña, mis padres siempre me decían: «No toques los pasamanos de los vagones porque están asquerosos».
Tal vez tengan razón. Nunca lo había pensado. En cualquier caso, ¿no se siente insegura si no se sujeta a algo?
Me siento segura sobre mis pies. Juego al tenis, tengo las piernas fuertes, estoy bien aunque no me sujete a nada. A pesar de que llevo tacones para ir al trabajo, tengo el paso firme.
Como siempre cojo el tren de las 8:03 con destino Tobu-dobutsukoen, suelo ver las mismas caras. En el trayecto hasta Roppongi, mucha gente tosía. Pasaba algo raro. «¡Oh, no! Justo lo que me faltaba para recaer y tener que volver a la cama», pensé. Saqué un pañuelo y me tapé la boca.
Cuando el tren llegó a Roppongi, cinco personas salieron a toda prisa del primer vagón para decirle algo al encargado de la estación que se encontraba junto al conductor. En la estación de Roppongi, los empleados del metro están siempre a la cabeza del convoy. La gente salió del tren como si se muriera de ganas de hacerlo. Al verlos pensé: «¡Qué extraño! ¿Qué estará pasando?». Parecían quejarse de algo. El tumulto provocó que el tren saliera de Roppongi con algo de retraso.
Justo antes de entrar en la estación de Kamiyacho, la persona que estaba sentada junto a mí dijo que no podía ver. Al momento alguien se desmayó. A partir de entonces, el caos se apoderó del tren. Un hombre se puso a gritar: «¡Abran las ventanas! ¡Ábranlas o aquí no se salva nadie!». Todo el mundo se puso a abrirlas, desde la parte de delante a la de atrás.
En cuanto se detuvo el tren en la estación, mucha gente gritó que había que salir de allí: «¡Salgamos! ¡Salgamos!», decían. Yo no tenía ni idea de lo que pasaba, pero decidí salir por si acaso. El hombre que había perdido la vista se levantó también y, nada más salir, se desplomó en el andén. Otro se dirigió a la cabina del conductor y empezó a aporrear el cristal. Había un encargado de la estación al final del andén. Se acercó a toda prisa y le dijo al conductor que algo iba mal.
Habían derramado el sarín junto a la tercera puerta del primer vagón, la puerta por la que normalmente me subo. Lo vi cuando salió todo el mundo del tren y se quedó vacío. Era un paquete cuadrado. El líquido se derramaba y formaba un charco. Recuerdo que pensé: «Eso debe de ser la causa de todo». Había demasiada gente en el vagón para verlo antes de que se despejara.
Me enteré más tarde de que el hombre mayor sentado justo a la derecha del paquete murió. Cuando el tren llegó a Kamiyacho, echaba espuma por la boca. Parecía inconsciente. Lo levantaron entre varios para sacarlo del vagón. Hubo otras personas que se desplomaron en el andén. Algunos, incluso, se cayeron de bruces. La mayor parte se agachó y se apoyó contra la pared. Le pregunté al hombre que no podía ver si se encontraba bien.
Sabía que se trataba de una emergencia, pero, si le soy sincera, no se me ocurrió que fuese nada serio. En realidad, ¿qué podía pasar? Japón es un país muy seguro, ¿no es así? No hay armas, no hay terroristas, nada de ese estilo. No pensé en ningún momento que estuviera en peligro, que tuviera que escapar de allí. Quiero decir, si uno camina por la calle y se cruza con gente que parece enferma, sencillamente les pregunta si se encuentran bien. Los pasajeros nos ayudábamos unos a otros.
Supe que sucedía algo raro nada más subir al vagón. Olía a disolvente, a quitaesmalte de uñas, no sé, algo parecido. Uno de esos olores que te golpea al respirarlo, aunque a mí no me molestó especialmente ni en Roppongi ni en Kamiyacho. No me quité el pañuelo de la boca en ningún momento, quizá fue eso lo que evitó que respirase el gas mientras me hallaba allí dentro. Me dirigí hacia dos personas que se habían desplomado para tratar de hablar con ellas. Quise ayudarlas a que se incorporasen y, al hacerlo, me restregué contra su ropa, que estaba impregnada de gas. Quizá fue entonces cuando me afectó a los ojos.
El tren que venía detrás del nuestro se aproximaba. No me quedó más remedio que salir a toda prisa del primer vagón. Por megafonía dijeron: «El tren continúa recorrido hasta Kasumigaseki. Por favor, no suban al primer vagón. Pueden hacerlo en los demás». Mi mayor preocupación en aquel momento era no retrasarme. Por supuesto que me sentía mal por dejar a toda aquella gente allí abandonada, pero era un día importante para mí, no podía permitirme el lujo de llegar tarde.
Quise alejarme lo máximo posible de aquel paquete. Me dirigí hacia el final del tren, al cuarto vagón. Estuve allí el resto del trayecto hasta Kasumigaseki. Cuando me cambié a la línea Marunouchi, todo se oscureció. Me sentía muy débil. Lo atribuí a la medicina que tomaba para la gripe, por eso no le presté demasiada atención. A partir de la estación de X el tren salió un rato a la superficie y, por alguna razón que no entendía, el cielo estaba oscuro, como en blanco y negro o color sepia, no sé; igual que esas fotografías antiguas. «Qué extraño», pensé, «creía que hoy era un día soleado.»
Llegué al banco justo en el último minuto. Fui a cambiarme y empecé a trabajar de inmediato, pero sucedió algo extraño. A las 9:30 empecé a sentirme rara: no era capaz de enfocar la vista, no podía leer. Más tarde me sentí enferma de verdad, tenía ganas de vomitar. Era un día importante y sabía que debía aguantar como fuera, pero todo lo que oía me entraba por un oído y me salía por el otro, no me enteraba de nada. Decía a todo que sí, como si realmente escuchara. Tenía sudores fríos, cada vez me sentía peor, las náuseas eran horribles. No supe diferenciarlo de los síntomas de la gripe. Al final no vomité, sólo estaba mareada.
A las 11 mis compañeros se fueron a almorzar. Yo no estaba en condiciones de comer nada. Me excusé y me fui al servicio médico de la empresa. Fue entonces cuando descubrí que lo que me sucedía se debía al gas sarín. Algo muy grave, según me dijeron. De allí me mandaron directamente al hospital.[12]
No me gusta salir mucho. Últimamente, los fines de semana paso mucho tiempo en casa. Si salgo, me canso enseguida. Ir al trabajo a diario, trabajar, volver a casa, es todo cuanto puedo hacer. Sólo eso ya me agota. A las tres de la tarde ya estoy muy cansada, cosa que no me ocurría antes del atentado.
Quizá sea algo psicológico. He tratado de superar todo aquello, dejarlo atrás, pero es una clase de miedo que nunca se olvida por mucho que uno lo intente. No creo que el recuerdo de lo que pasó vaya a dejarme tranquila mientras viva. Cuanto más me esfuerzo por olvidar, más revivo las cosas. Ésa es, al menos, la sensación que tengo. Por otro lado, últimamente me siento más capaz de controlarlo a un nivel psicológico. Depende de mi estado de ánimo, pero en general me resulta difícil.
Es posible que el control psicológico de uno mismo sea algo complicado de conseguir.
Hay ocasiones en las que logro ver las cosas con objetividad; en otras, desfallezco si me enfrento directamente a ellas. Va por rachas, lo noto. Si de pronto hay un desencadenante, toda la secuencia del atentado se presenta de nuevo. Cuando sucede eso, tiendo a encerrarme en mí misma.
Sueño a menudo. No tanto como después del atentado, pero el recuerdo es tan vívido que me despierto sobresaltada en mitad de la noche. Es algo que me aterroriza.
Aunque no sueñe, a veces me siento como si estuviera confinada en un espacio muy pequeño. Me paro, especialmente si me encuentro en el metro o en la entrada de algún centro comercial. Si me pasa en el tren, me siento incapaz de mover las piernas. Desde el mes de febrero me sucede cada vez más a menudo, es decir, casi un año después del atentado. Tengo la sensación de que nadie me entiende. En el trabajo todo el mundo es muy considerado, mi familia también, pero nadie puede entender realmente lo que significa ese miedo.
En cualquier caso, para mí significa mucho la consideración que mi jefe tiene conmigo, el apoyo de mi familia y mis amigos. Al margen de eso, están todas esas personas que padecen secuelas mucho más graves que las mías.
Mis padres no querían que concediera esta entrevista. No es momento de recordar las cosas que llevo tanto tiempo tratando de olvidar. En condiciones normales, ya me cuesta mucho hacerlo, pero me mentalicé y acepté para que fuera una especie de punto y aparte. No puedo arrastrar ni evitar ese recuerdo eternamente.