«En mi última vida fui hombre»
MIYUKI KANDA (nacida en 1973)
A Kanda ya la atraía lo místico desde niña. A los dieciséis años leyó un libro de Shoko Asahara y quedó tan impresionada que se adhirió a la secta con sus dos hermanos mayores. A fin de concentrarse en su formación mística, dejó el instituto y se metió a monja.
Hablando con ella se entiende hasta qué punto Aum Shinrikyo parecía un lugar ideal. Descubrió que la vida ascética era mucho más plena que la vida en el mundo, donde no encontraba nada que tuviera valor espiritual. Aum era una especie de paraíso.
Por supuesto, uno puede ver su caso —el de una chica de dieciséis años educada en Aum— como una especie de secuestro o de lavado de cerebro, pero yo cada vez tiendo más a pensar que casos como el suyo no son algo tan malo. No todo el mundo tiene que pensar igual, ir codo con codo, luchar por abrirse paso en «el mundo». ¿Por qué no puede haber gente que profundice más en cosas que para la sociedad no son relevantes? El problema yace en el hecho de que Aum Shinrikyo era uno de los pocos refugios que se ofrecían a esa gente y resultó ser un refugio falso. El paraíso era una quimera.
Cuando nos despedimos, le pregunto si hablar con alguien del «mundo» durante tanto rato supondrá alguna mácula que tendrá que lavar. Se queda desconcertada un momento y me contesta: «Pues sí, claro». Es una persona muy seria. Me ofreció pan que había hecho ella misma y que estaba delicioso.
Desde que era niña he tenido experiencias místicas. Por ejemplo, mis sueños se parecían mucho a la realidad. Yo no los llamaba sueños, de hecho, sino historias, porque eran largos y claros y cuando me despertaba los recordaba con todo detalle. En mis sueños visitaba toda clase de mundos y emprendía viajes astrales. Estas experiencias se repetían todos los días. En los viajes astrales, el cuerpo se queda quieto, dejamos de respirar y podemos volar. Me ocurría sobre todo cuando estaba cansada.
No era lo que normalmente se entiende por sueños. Todo era muy real. Habría sido más fácil si uno pudiera hacer una distinción clara y decir: «Vale, esto es un sueño y no es lo mismo que la realidad», pero en mis sueños aparecían cosas muy similares a las de la realidad que me confundían. «¿Es esto real? ¿O no lo es?» Al final no distinguía entre sueño y realidad, o quizá sea mejor decir que mis sueños fueron más reales que la realidad. Esto me turbaba. «¿Qué es lo real?», me preguntaba. «¿Cuál es mi verdadera conciencia?»
Estas experiencias me influyeron mucho. Hablaba con mis padres de ellas, pero no entendían lo que quería decirles. Soy más bien introvertida, pero tenía amigos e iba a la escuela como todo el mundo. La escuela no me gustaba especialmente, aunque me aplicaba en las asignaturas que me divertían. Me gustaba leer, sobre todo ciencia ficción y relatos fantásticos. Leía muchos tebeos y veía dibujos animados. Era malísima en matemáticas y el deporte no me gustaba mucho.
Mi madre me repetía: «¡Estudia! Si te aplicas, irás a una buena escuela y encontrarás un buen trabajo». Lo que los padres suelen decir a los hijos. Pero, la verdad, a mí los estudios no me interesaban tanto. No les veía sentido. Mis sueños continuaban. Tenía toda clase de experiencias y visitaba diferentes mundos. Era divertido, pero nunca duraba. Al final todo se desvanecía. Viví guerras en las que morían montones de personas. Sentía el miedo a la muerte y una profunda tristeza porque los que me rodeaban morían. Vi lo pasajero que es el mundo, que nada dura para siempre y que esta transitoriedad causa sufrimiento.
O sea, que podría decirse que vivías «otra vida» y llegaste a esa conclusión después de tener experiencias emocionalmente intensas en un mundo paralelo.
Sí. No había tenido la experiencia de que un ser querido muriera, pero en la tele veía a gente enferma que moría y me decía: «Ah, pues el mundo real también es pasajero. También aquí existe el mismo sufrimiento». Ése era el nexo entre mis sueños y el mundo real.
Fui a un instituto de Kanagawa. Todo el mundo hablaba de chicos, amor, moda, dónde estaban los mejores karaokes y demás. Yo no le veía ningún valor a aquello y me sentía desplazada.
Casi siempre estaba sola, leyendo. También escribía. Como mis sueños eran como cuentos, pensaba que podía escribir un libro. ¿No hacen eso algunos escritores, tomar una idea de sus sueños y desarrollarla luego en un relato?
No quería echarme novio. Cuando mis compañeras salían con algún chico, a mí no me daban envidia. No le veía sentido.
Cuando tenía dieciséis años, mi hermano me pasó algunos libros de Aum que según él estaban muy bien. Creo que los primeros fueron Más allá de la vida y de la muerte, Iniciación y Mahayana Sutra. Cuando los leí pensé: «¡Esto es exactamente lo que buscaba!». Y corrí a apuntarme.
Los libros explicaban que la vía de la verdadera felicidad consistía en liberarse. Cuando uno se libera, consigue la felicidad eterna. Por ejemplo, aunque en mi vida pueda sentirme feliz, no durará; pero ¡qué bonito sería que la felicidad durara para siempre! No sólo para mí, sino para todo el mundo. Por eso me sedujo tanto la palabra «liberación».
¿Qué entiendes exactamente por felicidad?
Por ejemplo, es lo que sentimos cuando hablamos con los amigos o con tu familia de toda clase de cosas. Para mí, la conversación es muy importante.
Si me preguntas lo que liberación, o iluminación, significan para mí, te contestaré que son simplemente el fin del sufrimiento. Cuando uno alcanza la liberación, se ve libre de los sufrimientos del mundo pasajero. Los libros describían algunas prácticas ascéticas que uno podía hacer para liberarse, así que, antes de unirme a Aum, lo intenté por mi cuenta. Leía los libros en mi casa y hacía asana [yoga] y ejercicios respiratorios todos los días.
A mis dos hermanos los atraía Aum y querían hacerse miembros. Los tres pensábamos más o menos lo mismo. Mi hermano mayor tenía sueños como los míos, aunque menos intensos.
Así que un día fuimos al dojo de Setagaya y pedimos en recepción los formularios de inscripción. Como estábamos decididos a unirnos, pusimos nuestro nombre y dirección, pero entonces nos dijeron que primero querían hablar con nosotros. Nos llevaron adentro y hablamos con el maestro del dojo. Cuando nos preguntó por qué queríamos inscribirnos, dijimos: «Porque buscamos la iluminación y la liberación». El hombre se quedó sorprendido. Al parecer, la mayoría decía que se unían para mejorar su situación en el mundo, adquirir poderes sobrenaturales y demás.
El maestro habló con nosotros sobre muchas cosas, pero yo, lo que sentía sobre todo era…, ¿cómo lo diría?…, una gran sensación de calma, como si se respirase paz. Los tres nos hicimos miembros ese día. La tarifa de ingreso más las cuotas de los seis primeros meses eran treinta mil yenes cada uno. Yo no llevaba bastante y les pedí prestado a mis hermanos.
¿No dijeron vuestros padres nada de que los tres os hicierais miembros de Aum Shinrikyo?
Sí, pero por entonces no se hablaba mucho de Aum y les explicamos que era como un centro de yoga. Los problemas surgieron luego, cuando empezaron a correr rumores.
Al principio nos dedicamos a doblar folletos y a repartirlos. Era muy divertido. Cuando terminaba me sentía realizada. Y, no sé por qué, más alegre. Estas actividades daban mérito. Cuanto más mérito acumulaba uno, más energía tendría para ascender de nivel. Esto es lo que siempre nos decían en Aum.
También hice amigos. Una de mis amigas del instituto se unió y salíamos juntas a repartir los folletos. No la convencí de que se apuntara, simplemente le hablé del grupo.
Continué mi aprendizaje ascético y pronto experimenté lo que se llama dhartri siddhi, que es el estado previo a la levitación, en el que nuestro cuerpo empieza a ascender y descender en el aire. Esto me ocurrió un día en casa practicando ejercicios respiratorios. Después casi podía hacerlo a voluntad. Al principio uno no se da cuenta de que está subiendo y bajando en el aire, pero luego consigue controlarlo hasta cierto punto.
Al principio suponía un serio problema. ¡Salía disparada hacia arriba! (Risas.) No lo dominas. Mi familia se quedaba pasmada viéndome. Ya me habían dicho que llegaría a este estadio muy pronto. Creo que, como soy menuda, he avanzado mucho espiritualmente.
Seguí yendo al instituto como siempre, a la vez que participaba en las actividades de Aum, pero con el tiempo dejé de verle sentido a los estudios…, los odiaba, vamos. Lo que yo hacía era exactamente lo contrario de lo que hacían todos los demás. Por ponerte un ejemplo, mis compañeros de clase criticaban a los profesores, pero Aum nos enseñaba a no hablar mal de nadie. Yo veía en esto una gran contradicción. Otro ejemplo: parecía que los estudiantes sólo sabían hablar de cómo pasárselo bien, pero Aum predicaba que no debemos perseguir el placer. O sea, lo contrario.
La liberación se alcanza más rápidamente si renunciamos al mundo y practicamos todo el tiempo, así que pensé que lo mejor era hacerme monja.
La renunciación significa abandonar todos los apegos. ¿Había alguno al que te costara especialmente renunciar?
La cosa me creó mucha confusión y muchos conflictos. Hasta ese momento había vivido con mi familia, pero en adelante no podría verlos. Eso era lo peor. Luego estaba la comida: los monjes sólo pueden comer determinados alimentos.
Mi hermano mayor ya había dejado la universidad para hacerse monje. Mis padres trataron de convencerlo para que al menos terminara la carrera, pero no hubo manera. Mi otro hermano seguía en casa sin mostrar deseos de hacerse monje.
Mis padres lloraron. Hicieron todo lo posible por disuadirme. Pero yo estaba segura de que si me quedaba en casa nunca sería una fuerza positiva en sus vidas. Lo que yo buscaba no era el amor normal y corriente, sino un amor más amplio. Si me cambiaba a mí misma, sería una buena influencia para mis padres. Fue duro decirles adiós, claro, pero di el paso y renuncié al mundo.
Primero me enviaron a Seiryu-Shoja, en la prefectura de Yamanashi, y luego al dojo de Setagaya en Tokio, donde me destinaron a tareas secundarias como encargarme de los adeptos laicos, que vivían en sus casas. También colaboré en imprimir octavillas, que llevábamos a las casas de los adeptos para que ellos las repartieran. Me sentía bastante sola en mi nueva vida, pero no lamentaba mi decisión. Hice nuevos amigos en Aum. Muchas chicas de mi edad también se habían hecho monjas y lo pasábamos bien en el dojo. Teníamos muchas cosas en común. Después de todo, ellas también se unieron a Aum porque el mundo exterior no les gustaba. En el dojo de Setagaya estuve un año y luego me trasladaron a la sede del monte Fuji, donde hice trabajos de oficina. Allí estuve un año y medio, y luego fui al Satyam número 6 de Kamikuishiki, donde preparé «ofrendas», que era comida que se ofrecía a los dioses. Una vez hecha la ofrenda, los samana [monjes] nos la comíamos en una ceremonia.
¿Qué clase de alimentos comíais?
Pan, galletas, cosas así… Luego una especie de hamburguesa, arroz, konbu, fritos. El menú iba cambiando; en cierto momento empezamos a cocinar ramen. Yo era vegetariana y comía hamburguesas de soja.
El número de personas que preparaban las comidas también variaba. Al final sólo quedamos tres mujeres, elegidas especialmente para trabajar allí porque eran ofrendas sagradas.
O sea, ¿que decidieron que estabas capacitada para esa clase de trabajo?
Sí, supongo. Era un trabajo físicamente muy exigente. Cocinábamos de la mañana a la noche, y a veces acabábamos tan rendidas que nos desplomábamos. En una ocasión hubo tantos samana que no hacíamos más que cocinar y cocinar sin descanso.
Por ejemplo, para cien samana servíamos cien raciones que había que ofrecer en el altar. No sólo las cocinábamos, sino que teníamos que llevarlas al cuarto donde estaba el altar, ponerlas perfectamente en fila y luego repartírselas a los monjes.
El menú lo confeccionaban nuestros superiores. Creo que se basaban en las necesidades nutricionales medias del japonés actual. ¿Estaba bueno? A veces servíamos a gente de fuera y todos decían que estaba más bien insípido. Si estuviera muy bueno, existiría el peligro de aumentar los deseos, aunque tampoco era una regla estricta. Digamos que eran comidas que no estimulaban las papilas gustativas. La idea era alimentar a la gente para que desarrollara sus actividades, no hacer nada especialmente delicioso.
En realidad no recibimos ninguna formación para ser cocineras ni nada. El fundador nos decía a menudo que «hiciéramos nuestro trabajo con el corazón». Cuando terminábamos de cocinar, había que limpiar y nos decía que limpiáramos «como si estuviéramos limpiando nuestros corazones». Yo trataba de entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo. Antes de hacerme monja, cuando vivía en mi casa, no me gustaba mucho cocinar, pero durante los cuatro años que pasé en Kamikuishiki cociné casi todos los días en el Satyam número 6.
¿No vivía Shoko Asahara en el Satyam número 6?
Sí, tenía varias residencias, pero ésta era la principal, aunque no vivía con nosotros. A veces lo veía. Había días que comía lo que nosotros preparábamos, aunque eran pocos. Tenía cocinero propio.
Además de trabajar, yo seguía con mis prácticas ascéticas y veía que mis conocimientos aumentaban. Sabía claramente la condición de mis apegos y mi nivel energético. Y podía adaptar mis ejercicios a esas circunstancias. Tardé cuatro años en alcanzar la liberación.
Cuando dices que alcanzaste la liberación, ¿fue porque lo decidió el maestro, porque te dijo: «Muy bien, la has alcanzado»?
Sí, puede decirse que eso es lo que pasó. Había muchas condiciones que había que cumplir para alcanzar la liberación, y luego el maestro decidía si la habías alcanzado. En general, la gente se libera cuando se concentra intensamente en los ejercicios. Había una especie de práctica extrema cuyo finalidad era la liberación. Cuando uno se dedicaba a ella, vivía muchas experiencias místicas, y cuando esto ocurría, más un poco de algo suplementario, y la mente de uno se iluminaba, se alcanzaba la liberación.
Sólo entonces se te imponía un nombre sagrado.
En tu caso, dices que ya de muy niña tenías sueños y emprendías viajes astrales. ¿Qué pasó cuando te hiciste monja y entraste en Aum?
Mi espiritualidad se elevó todavía más y tuve experiencias aún más extrañas. Y podía controlarlas mucho mejor. Podía recordar mis vidas anteriores y ver en qué mundo renacería la gente que me rodeaba. Se me aparecían como en una visión: «¡Ésta fue mi vida anterior!».
Por ejemplo, en mi última vida fui hombre. Cuando recuerdo cosas que me ocurrían de pequeña, son como piezas de un rompecabezas que encajan. Siempre me confundían con un niño y no me explicaba por qué; ahora lo sé: porque en mi vida anterior fui varón.
Aparte del género, ¿qué pasa con lo demás? Por ejemplo, si en una vida anterior cometiste un crimen, ¿cómo te afectaría ahora?
De niña tuve experiencias felices, pero también dolorosas. Creo que éstas se debían a cosas malas que debía expiar.
No quisiera parecer demasiado crítico, pero ¿no somos todos un poco así? Aparte de la espiritualidad, el renacimiento y demás, ¿no tenemos todos malas experiencias?
Sí, supongo. Pero creo que si se tienen, como yo, cuando se es pequeño —cuando el entorno aún no es un factor importante—, es que debe de haber algo de una vida anterior que nos afecta.
Pienso que incluso cuando uno no tiene experiencia de la realidad puede sufrir experiencias infelices, ¿no crees? Tenemos hambre y nadie nos alimenta, queremos que nuestra madre nos tome en brazos pero no lo hace. Eso no tiene nada que ver con vidas anteriores. Depende de la edad que uno tenga, pero creo que es cuestión del dolor que la gente experimenta en su lucha con la realidad.
Sí, pero sólo en determinadas circunstancias somos conscientes de ello.
Cuando se produjo el atentado con gas, yo estaba, como de costumbre, cocinando ofrendas en el Satyam número 6. Se lo oí comentar a otros miembros de Aum. «Ha ocurrido algo», me dijeron, «y parece que echan la culpa a Aum.» Yo no creía que Aum estuviera implicado.
Antes del atentado se dijo que habían echado gas sarín dentro de las dependencias de Kamikuishiki y que estábamos siendo atacados. Yo pensé que podía ser verdad, porque veía que mucha gente caía enferma, como yo misma: me salía sangre de los pulmones y de la boca y en alguna ocasión me sentí tan mal que tuve que guardar cama. Luego expulsaba flema, me dolía la cabeza, tenía náuseas y me cansaba muy pronto. O sea, que me convencí de que habían propagado gas tóxico. Si no, no se explica que tanta gente enfermara al mismo tiempo. Nunca había ocurrido nada parecido.
Me sorprendió mucho que la policía viniera a hacer una redada. No habíamos hecho nada malo… Tacharnos de malvados era demasiado parcial. Registraron el Satyam número 6. Todos los lugares en los que preparábamos las ofrendas fueron inspeccionados y nos impidieron seguir cocinando. No pudimos servir a los monjes y estuvimos un tiempo haciendo ayuno forzoso. La policía daba miedo. Vi que golpeaban a algunos compañeros. Los tiraban al suelo y los descalabraban.
Tú estabas en el Satyam número 6 cuando se produjo el atentado. ¿Notabas que estaba ocurriendo algo anormal?
No. Empleaba todo mi tiempo en preparar ofrendas. No vi ni oí nada raro. El trabajo nos mantenía ocupadas y no salíamos mucho, no sabíamos lo que pasaba fuera. Las personas con las que más hablaba eran mis compañeras de trabajo.
Los que cometieron el atentado han sido detenidos y están empezando a confesar. Ya está claro que Aum está implicado. ¿Qué piensas?
Yo no me enteré de nada. Vivíamos en un remoto pueblo de montaña, sin televisión ni prensa, así que apenas me enteraba de lo que pasaba.
Si uno quería oír las noticias, podía oírlas. Era que a mí no me interesaba. No creía que Aum tuviera nada que ver.
Al año siguiente, sin embargo, empecé a tener mis dudas cuando empezaron a hablar de introducir una ley contra actividades subversivas. Si la ley se aplicaba, dispersarían a todos mis colegas, yo no podría continuar con mi aprendizaje y sería el fin del refugio en el que había vivido. Tendría que volver al mundo y mantenerme por mí misma. Eso me daba miedo.
¿Un año y medio después del atentado seguías sin saber que había sido Aum?
Sí. Ni yo ni ninguna de las personas a las que conocía sospechábamos nada. En el Satyam número 6 casi todos vivíamos aislados del mundo exterior. No entraba información.
Al final, el número de samana se había reducido drásticamente. Se iban uno tras otro. Aun así, si uno se iba y no disponía de medios de subsistencia, ¿cómo iba a vivir? Había que tener algo, un trabajo a tiempo parcial al menos, si no, ¿cómo se podía pagar un alquiler? Los monjes sólo percibían un poco de dinero todos los meses. La gente se marchaba y yo iba quedándome sola, como la púa de un peine viejo. El 1 de noviembre de 1996 nos ordenaron evacuar el centro de Kamikuishiki.
Me trasladé a Saitama, donde vivían unos diez miembros de Aum. El casero era una persona muy abierta a la que no le importaba alquilar a gente de Aum. La verdad es que lo que nos alquilaba, una especie de edificio de oficinas, estaba a medio terminar y nadie lo había querido. Todos trabajábamos a tiempo parcial, con lo que ganábamos lo bastante para ir tirando y mantener a los niños y a los ancianos.
Pensé que podía aprovechar lo que había aprendido preparando ofrendas en el Satyam número 6 y abrir una panadería en la primera planta del edificio. Mis padres pusieron el dinero.
Unos padres muy comprensivos.
Sí, lo son. (Risas.) Y así es como me vi llevando una panadería. Le pusimos un nombre bonito, Los Panaderos Volantes. Pero los medios de comunicación lo descubrieron. Seguramente, el ayuntamiento filtró la información. El caso es que empezaron a aparecer periodistas y la tienda salió por televisión. Nuestros clientes dejaron de venir a comprar. «Es la panadería de los adeptos de Aum», decían.
Tampoco los clientes ocasionales nos compraban. Tratamos de vender por Internet, pero como el nombre del negocio se conocía, cancelaban los pedidos. Cambiamos de nombre, pero la cosa no mejoró. La policía paraba a nuestros proveedores y les decía: «¿Adónde vais? ¿No sabéis que ese negocio es de adeptos de Aum?». Intentamos vender en otros sitios, pero sabíamos que la policía nos seguiría e intervendría, así que no había modo de ganarse la vida con aquello.
Ahora sólo vendemos pan a monjes y a otros adeptos. Cocemos dos veces por semana y lo repartimos nosotros mismos. Así vamos llegando a final de mes. La gente de fuera no nos compra.
La policía sigue vigilando la panadería. Cuando ve que va a entrar gente, la paran y les piden el carnet de identidad, y luego les avisan de que somos de Aum. Imagino que tienen que demostrar que hacen algo. Algunos días nos piden pan y se lo damos. Pero si piden más, les decimos que lo paguen.
A veces les llevamos pasteles a los vecinos y hablamos con ellos. Nos dicen cosas como: «Pensábamos que no hacíais nada bueno, pero parece que es verdad que cocéis pan y galletas». Ahí se ve la influencia de los medios de comunicación.
Ahora que has dejado el satyam y vives integrada en la sociedad, ¿qué piensas del atentado, del caso del abogado Sakamoto y demás? Parece que todo el mundo piensa que Aum Shinrikyo estaba implicado.
Me resulta muy difícil hacerme una idea clara, porque hay una gran diferencia entre el Aum que yo viví y la imagen que la gente de fuera tiene de Aum. He empezado a creer que lo que la gente dice de los hechos es verdad, pero los testimonios del juicio parecen variar constantemente. Sigo sin saber lo que es verdad y lo que no.
Los testimonios difieren en detalles, como quién dijo qué a quién y cuándo, pero el hecho es que esos cinco líderes de Aum soltaron gas sarín en el metro para matar a los viajeros. Lo que quiero es que me digas tu opinión sobre el atentado mismo. No estoy criticándote personalmente, sólo te pregunto lo que piensas.
Pues me parece mentira, no me cabe en la cabeza. Cuando vivía como monja, nunca maté a ningún ser vivo, ni a una cucaracha ni a un mosquito. No lo hice yo ni lo hizo ninguno de los que vivían conmigo. Era parte de nuestro aprendizaje. Por tanto, me cuesta creer que haya ocurrido.
Supe del budismo Vajrayana por sermones, pero nunca pensé que pudiera ser realidad. Nunca basé mis acciones en eso.
Para mí, mi gurú era alguien que me ayudaba cuando tenía problemas en mi aprendizaje. Así es como yo lo entiendo, y, en este sentido, un gurú era alguien importante para mí.
¿Era para ti una especie de ser supremo, al que venerabas?
¿Ser supremo? Pues… Es cierto que el fundador me pedía a veces que hiciera cosas, pero yo usaba mi propio juicio y a veces le contestaba que no me veía capaz. No le decía sí a todo, y lo mismo les ocurría a otros compañeros. O sea, mi impresión es que no era un ser supremo, aunque ésa es la imagen a la que se han agarrado los medios de comunicación.
Todo depende de la persona. Seguro que había gente obediente que hacía todo lo que les decían, pero había muchos otros con ideas y criterios propios.
¿Qué harías si consideraras al maestro un gurú supremo, creyeras que es el único que puede guiarte y te dijera: «Hazlo»?
Incluso la gente que cometió el atentado, y lo he visto con mis propios ojos, era gente con un fuerte sentido del yo. Son personas que tienen sus propias opiniones y no vacilan en manifestarlas en público. Por eso no puedo aceptar lo que planteas. Cuando pienso cómo era esa gente cuando yo los trataba, sencillamente no puedo imaginármelos cometiendo el atentado. Si lo viera con mis propios ojos, entonces seguramente me lo creería, pero como he visto y oído tantas cosas que contradicen lo que la gente afirma, no puedo convencerme de que en verdad lo hicieran ellos.
Cuando veo el juicio al fundador, encuentro demasiados puntos oscuros, así que prefiero esperar. En este momento no me siento capaz de juzgar nada hasta que él se explique. Como dice su abogado, sigue sin haber pruebas de que lo ordenara.
Entonces, ¿te reservas tu opinión hasta que todo acabe?
No digo que él no sea culpable, pero en este momento es prematuro concluir nada. No me convenceré hasta que se conozcan todos los hechos.
Has dicho que tus padres aportaron el dinero para la panadería. ¿Sigues tratándolos?
Cuando alcancé la liberación, fui a visitarlos y los llamé unas cuantas veces. Nunca han hablado de repudiarme. Me dijeron que volviera cuando quisiera. Me resulta imposible volver a la vida secular. Si viera algo maravilloso en ella, algo edificante, podría cambiar, pero de momento no. Eso sólo lo encuentro en Aum Shinrikyo.
A veces, durante los siete u ocho años que viví en Aum mi voluntad flaqueaba. Cuando empecé mi aprendizaje, era como si las impurezas que llevaba dentro salieran a la superficie. Conforme uno avanza, profundiza más en su ser y se enfrenta a sus propios pecados, a sus propias pasiones, que afloran. La mayoría de la gente normal lo evita bebiendo o pasándoselo bien, pero para nosotros eso es imposible. Tenemos que enfrentarnos a ellos y superarlos. Cuesta. A veces uno vacila, pero cuando las dudas se desvanecen, siempre hay un momento de afirmación en que se dice: «Sigue practicando». Ni una sola vez pensé en volver a la vida secular.
La amiga del instituto que entró al mismo tiempo que yo sigue en Aum y continúa con su aprendizaje. Mi hermano mayor, que también se hizo monje, volvió a casa después del atentado y decidió empezar otra vez las prácticas en casa. A lo mejor es que no consiguió superar las impurezas que aparecen cuando se hacen los ejercicios. Si no las vencemos, jamás alcanzaremos la liberación.