Capítulo XXXIII
—¿Me buscabas? —preguntó Tony rápidamente.
Paul, parpadeando ante la luz, mostró el abatido desierto de su rostro.
—Lo he visto a través del ventanal y se me ha ocurrido decirle...
—¿Qué alguien me necesita? —preguntó Tony, dispuesto.
—No lo ha dicho, pero me parece que si pudiera...
—Puedo hacer lo que haga falta —dijo Tony—. Pero ¿de quién estás hablando?
—De una de sus empleadas... la pobre señora Gorham.
—¿La niñera de Effie? ¿Ha venido?
—Está en el jardín —explicó Paul—. Estaba dando vueltas y me la he encontrado.
Tony se mostró sorprendido.
—Pero ¿qué está haciendo?
—Llora desconsoladamente... en silencio.
—¿Y no entra?
—Por discreción.
Tony pensó un momento.—¿Lo dices porque Jean y el doctor...?
—Se han ocupado de todo. Agacha la cabeza, pero está sentada en un banco...
—¿Llorando y gimiendo? —preguntó Tony—. Pobrecilla, voy a hablar con ella.
Estaba a punto de salir de la habitación del modo sumario que permitía el ventanal cuando Paul se lo impidió recordándole con tranquilidad:
—¿No debería ponerse el sombrero?
Tony miró a su alrededor: no lo había traído.
—¿Por qué, si la noche es cálida?
Paul se le acercó y le puso encima, como para retenerlo, una mano pesada pero amistosa.
—Nunca sale usted sin él; no se comporte de modo demasiado insólito.
—Ya te entiendo, iré a buscarlo —Y se dirigió a la puerta que llevaba al vestíbulo.
Pero Paul no había terminado.
—Es mejor que vaya a verla: sería poco natural hacer lo contrario. Y espero que no le importe que piense un poco por usted y le pregunte, por ejemplo, qué ha previsto decirle.
Tony pareció aceptar aquella amabilidad; pero respondió a la pregunta con su sinceridad habitual.
—Me parece que no tengo otra idea que hablar con ella de Effie.
Paul pareció sorprendido.
—¿Dando por hecho que está gravemente enferma? Eso es lo único que ella sabe.
Tony pensó en ello un instante.
—Sí, gravemente enferma... algo para lo que esté preparada.
—Pero usted, ¿para qué está preparado? ¿No teme...? —vaciló Paul—. Temer ¿qué cosa?
—Sospechas, salidas inoportunas; que haga ruido.
Tony negó lentamente con la cabeza.
—Me parece —dijo con gravedad— que no temo a la pobre Gorham.
Paul parecía tener la sensación de que la advertencia había caído en saco roto.
—Los demás sí la temen. Sentía una gran devoción por la niña.
—Sí, de eso estaba hablando.
Paul lo sondeó un momento.
—¿Eso significa que la siente también por usted?
Lo dijo con una ironía tan indulgente, y cualquier ironía por parte de aquel joven era tan rara, que es disculpable que Tony no la percibiera.
—Hará cualquier cosa. Somos excelentes amigos.
—Entonces, póngase el sombrero —dijo Paul.
—Es lo mejor que puedo hacer. Gracias por decírmelo. —Incluso en un momento trágico como aquél, Tony seguía siendo en gran medida el ingenuo que, siguiendo sus costumbres bondadosas, con la mano en la puerta se detiene para tranquilizar a un amigo—. Ella será un recurso, un cúmulo de recuerdos. Sabrá entenderme... Necesitaré a alguien. Así siempre podremos hablar.
—Entonces, está usted a salvo —prosiguió Paul.
Tony lo había comprendido ya.
—Tengo claro cómo debo tratarla.
—¡Yo también! —dijo Paul.
Tony se iluminó un poco a través de la tristeza.
—¡La conservaré! —y se marchó por la parte delantera.
En cuanto se quedó solo, Paul cerró la puerta y se quedó ahí sin alzar la mano del pomo, sumido en reflexiones de las que, sin duda, él mismo era objeto. Exhaló un prolongado suspiro cargado con muchas cosas; después, mientras empezaba a moverse, sus ojos se detuvieron, como si acompañaran un vago impulso, en la puerta de la biblioteca. Tras unos momentos de indecisión, profundamente inquieto, fue a coger el sombrero que había dejado sobre una de las mesitas al entrar. Mientras estaba haciéndolo se abrió la puerta de la biblioteca y Rose Armiger apareció ante él. Desde la última vez que se habían visto se había cambiado de vestido y, preparada para un viaje, llevaba un sombrero y una capa larga y oscura. Tras la aparición, ninguno dijo una palabra durante un rato.
—¿Puede soportar mi presencia durante un minuto? —preguntó ella finalmente.
—Estaba dudando... Pensaba en ir a hablar con usted —contestó Paul—. Sabía que estaba ahí.
Al oír estas palabras, Rose entró en la sala.
—Yo sabía que estaba usted aquí. Ha pasado por delante del ventanal.
—He pasado y vuelto a pasar durante la última hora.
—También sabía eso, pero en esta ocasión he oído que se detenía. No hay luz en la biblioteca —prosiguió—, pero el ventanal de este lado está abierto. He podido deducir que había entrado.
Paul vaciló.
—Ha corrido usted el riesgo de no encontrarme solo.
—Ya sabía que me arriesgaba. Estaba asustada pero, a pesar de eso, no he visto a nadie. He subido a mi habitación y he vuelto a bajar. La costa estaba despejada.
—¿No ha visto al señor Vidal?
—Oh, sí. A él sí, pero él no es nadie. —Después, al reparar en lo raro que sonaba lo que acababa de decir, añadió:
—Nadie a quien temer, quiero decir.
Paul guardó silencio un momento.
—¿Ya qué puede usted tener miedo?
—¿Teniendo en cuenta las cosas... que usted conoce? Aquí, en este momento, a nada. En este sentido, estoy tranquila. Quizá ocurran muchas cosas horribles en el futuro; pero ahora lo que me preocupa es mi seguridad. Hay algo que... —se interrumpió; había más de lo que podía decir.
—¿Tan segura está de estar segura?
—Ya ve cuánto. Lo veo en su cara —dijo Rose—. Y su cara... con lo que dice... es terrible.
Lo que pudiera decir su rostro allí permaneció mientras Paul la miraba.
—¿Es tan terrible como la suya?
—¡Oh, la mía! La mía debe de ser horrible, indeciblemente horrible para siempre. La suya es hermosa. Aquí todo, todos son hermosos.
—No la entiendo —dijo Paul.
—¿Cómo iba a entenderme? No he venido para pedirle eso.
Él aguardó en su desolado asombro.
—¿Para qué ha venido?
—Entonces, ¿puede soportar mi presencia?
—¿No le he dicho ya que pensaba ir a verla?
—Sí, pero no lo ha hecho —contestó Rose—. Iba y venía como un centinela, y si era para vigilarme...
Paul la interrumpió.
—No era para vigilarla.
—Entonces, ¿para qué era?
—Era para tranquilizarme —contestó Paul.
—Pero no está usted tranquilo.
—No —reconoció Paul con desaliento—, no estoy tranquilo.
—Entonces, hay algo que tal vez pueda ayudarlo: es uno de los motivos de que haya venido a verlo. Y sólo le interesa a usted. Quizá le interese muy poco; tal vez le consuele un poco. Quizá le consuele pensar que he fracasado.
Paul, tras dirigirle una larga mirada, se volvió con un gesto vago y mudo; formaba parte de una dolorosa inquietud el que, en su fuerza inútil, no hubiera salida para la emoción ni canal alguno para el dolor. Ella advirtió aquella tristeza torpe y sólida.
—No... Usted no soporta mi presencia —dijo ella.
Paul no dijo nada durante un rato, dándole la espalda, como si en su interior luchara por manifestarse alguna violencia; después, con un esfuerzo, casi con un grito ahogado, se dio media vuelta con el reloj abierto en la mano.
—He visto al señor Vidal —fue lo único que dijo.
—¿Y le ha dicho que volvería a buscarme?
—Ha dicho que tenía que hacer algo, pero que iría preparándose. Que regresaría inmediatamente con un coche.
—Por eso he esperado —contestó Rose—. Ya estoy lista. Pero no vendrá.
—Vendrá —replicó Paul—. Pero ha pasado ya la hora.
Ella negó con un gesto de la cabeza y expresión sombría.
—No volverá, no volverá a este horror y esta vergüenza. Pensaba hacerlo, no me cabe duda de que lo ha intentado, pero es superior a sus fuerzas.
—¿Entonces, a qué espera?
Rose titubeó.
—Ahora ya a nada... Gracias —miró a su alrededor—. ¿Por dónde me voy?
Paul se dirigió al ventanal; escuchó durante un momento.
—Me había parecido oír unas ruedas.
Ella prestó atención, pero volvió a negar con la cabeza.
—No se oyen ruedas, pero puedo salir por aquí.
Paul se dio otra vez la vuelta, pesado e indeciso; se quedó vacilando, dudoso, en su camino.
—¿Qué será de usted? —preguntó.
—¿Cómo voy a saberlo y qué me importa?
—¿Qué será de usted, qué será de usted? —repitió, como si no la hubiera oído.
—Me compadece usted demasiado —contestó ella al cabo de un instante—. He fracasado, pero hice todo lo que pude. No veía nada más, no me quedaba nada más. Se apoderó de mí, me poseyó: era la última chispa, la última oportunidad.
Paul enrojeció como un enfermo bajo una nueva oleada de debilidad.
—¿Una oportunidad de qué?
—De conseguir que él la odiara. Dirá que mi cálculo era grotesco, mi estupidez tan innoble como mi crimen. Lo único que puedo contestar es que, sin embargo, podría haberlo conseguido. Algunas personas lo consiguen en peores condiciones. Pero no me defiendo, me enfrento a mi error, me enfrentaré siempre y así deseo que me vea. ¡Míreme bien!
—¡Yo habría hecho cualquier cosa por usted! —gimió Paul por lo bajo, como si toda conversación con ella fuera inútil.
Rose reflexionó sobre estas palabras; su terrible rostro se iluminó con la reacción que éstas encendieron.
—¿Haría cualquier cosa en este momento?
Paul no contestó; parecía perdido en la visión de lo que la sostenía.
—Lo vi como lo vi. Ahí estaba y aquí sigue —prosiguió Rose—. Allí estaba y aquí está. Aquí está, aquí está —repitió en un tono agudo y breve, debido a la tensión que se esforzaba en contener—. Ahora no tiene nada que ver con lo peor que hay en mí. Es una tormenta pasada, una deuda saldada. Podré, literalmente, estar mejor. —Ante la expresión que provocaron en él estas palabras, ella se interrumpió—. ¡No entiende usted ni una palabra de lo que le digo!
El la seguía —tal como ella mostraba que advertía— sólo a la luz de su emoción, pero no a la de cualquier sentimiento que ella le mostrara.
—¿Por qué no me dijo nada? ¿Por qué no me contó lo que estaba pensando? No había nada que no pudiera contarme, nada que hubiera impedido mi acercamiento. Si hubiera sabido de su humillación...
—¿Qué habría hecho? —preguntó Rose.
—La habría salvado.
—¿Qué habría hecho? —presionó Rose.
—Todo.
Ella se dirigió en silencio al ventanal.
—Sí, le he perdido, le he perdido —dijo finalmente Rose—. Y usted era lo que podría haber tenido. Él me lo dijo y yo ya lo sabía.
—¿Se lo dijo él? —preguntó Paul, dando media vuelta.
—Intentó quitárseme de encima y echarme sobre usted. Eso ha sido el fin para mí. Seguro que se casarán —continuó de repente.
—Sí, claro. Se casarán.
—Pero imagino que no muy pronto, ¿no?
—No, pero antes de lo que piensan.
Rose pareció sorprendida.
—¿Ya sabe lo que piensan?
—Sí; que eso no sucederá nunca.
—¿Nunca?
—Puesto que se debe a circunstancias tan horribles. Pero algún día... sucederá.
—Sucederá —repitió Rose—. Y lo habré hecho yo por él. Eso es más de lo que usted habría hecho nunca por mí.
Unas lágrimas extrañas se abrieron paso entre los párpados cerrados de Paul.
—Es usted demasiado horrible —jadeó—. Es demasiado horrible.
—Oh, estoy hablando sólo para usted; todo esto es sólo para usted. Haga el favor de recordar que nunca volveré a hablar. Ya ve que el señor Vidal no se atreve a volver —prosiguió.
Paul miró de nuevo el reloj.
—Me voy con usted.
Rose vaciló.
—¿Hasta dónde?
—Me voy con usted —se limitó a repetir.
Ella lo miró fijamente; también él tenía lágrimas en los ojos.
—¡Mi seguridad, mi seguridad! —murmuró como si estuviera atemorizada.
Paul dio media vuelta para coger el sombrero que había dejado al entrar.
—Me voy con usted —repitió una vez más.
Sin embargo, ella vacilaba.
—¿El no le necesita?
—¿Tony? ¿Para qué?
—Para que lo ayude.
Paul tardó un momento en entenderlo.
—No necesita ninguna ayuda.
—¿No tiene nada que temer?
—¿De alguna sospecha? Nada.
—Ésa es la ventaja que tiene —dijo Rose—. Gusta demasiado a la gente.
—Gusta demasiado a la gente —repitió Paul. Y exclamó:
—¡Señor Vidal!
Rose respondió con un gemido grave y profundo tras una mirada en aquella dirección.
Dennis había aparecido en el ventanal; hizo una señal con un ademán breve y brusco y se quedó inmóvil en la penumbra de la terraza. Paul dejó el sombrero y dio media vuelta para dejar el paso libre a Rose. Ella se aproximó a él mientras Dennis aguardaba; Rose se entretuvo desesperadamente, vaciló, como si tuviera que decir una última palabra. Puesto que Paul se limitaba a permanecer rígido, Rose dudó, refrenando su impulso y dando a su palabra la forma de una mirada. La mirada la retuvo un momento, un momento tan largo que Dennis dijo desde la oscuridad:
—¡Ven!
Al oírlo, durante un intervalo similar, Rose clavó los ojos en él; después, mientras los dos hombres seguían sin moverse, se decidió y se acercó al ventanal. Él extendió la mano y la cogió, y ambos avanzaron rápidamente hacia la noche. Paul, una vez solo, exhaló un largo suspiro; en esta ocasión era el largo aliento de un hombre que acaba de esquivar un gran peligro. Apenas se había extinguido cuando regresó Tony Bream. Venía del vestíbulo y entró tan ansioso como había salido; al ver a Paul, le comunicó las últimas noticias.
—Bueno, la he llevado a casa.
Paul necesitó un minuto para encaminar de nuevo sus pensamientos hacia Gorham.
—¡Oh! ¿Se ha ido tranquila?
—Balando como un corderito. Está muy contenta de poder quedarse.
Paul reflexionó sobre esto; pero, como si su confianza se asentara ya en bases más sólidas, no hizo ninguna pregunta.
—Bueno, usted está bien —se limitó a decir.
Tony se acercó a la puerta por donde Jean había salido de la habitación; se detuvo allí sorprendido por aquella expresión incongruente. Sin embargo, la repitió con aire distraído.
—¿Bien?
—Quiero decir que tiene usted mucho gancho. No encontrará otra cosa que comprensión.
Tony pareció indiferente e inseguro; pero su optimismo terminó por asentir.
—Me parece que saldré adelante. Quizá la gente no se meta conmigo.
—Gusta usted mucho a la gente.
Tony, con la mano en la puerta, pareció afectado por aquellas palabras; pero éstas amargaron aún más el sabor de su tragedia. Recordó con nitidez el modo en que había «gustado» y agachó la cabeza con cansancio.
—¡Demasiado, Paul! —suspiró mientras salía.
Fin
Título original: The Other House
© de la traducción: Carmen Frangí
© de esta edición: Alba Editorial
© Diseño: PEPE MOLL
Primera edición: marzo de 2003
ISBN: 84-8428-179-5