Capítulo XV
Paul Beever era alto y grueso, y, al igual que su madre, tenía los ojos muy pequeños; pero en grado mayor que a su madre la naturaleza lo había compensado de este defecto ampliando la extensión del resto del rostro. Tenía unas mejillas grandes e imberbes y una boca amplia, limpia y sincera, a la que el tamaño del lampiño labio superior daba un aire tan desprotegido como el de una calva. En torno al joven cuello desnudo se dibujaba un profundo pliegue y los pantalones blancos mostraban unas piernas de igual grosor en toda su longitud. Prometía convertirse pronto en un individuo muy robusto y alcanzar incluso una circunferencia notable. Sus aficiones favoritas eran los cigarrillos y el silencio; pero, a pesar de sus proporciones, no era tosco ni perezoso. Era tan indiferente a su figura como a su alimento y jugaba al cricket con sus conciudadanos jóvenes y bailaba con entusiasmo con sus esposas y hermanas. La población de Wilverley lo apreciaba y Tony Bream tenía de él un buen concepto: su madre era la única que todavía no se había formado una opinión.
Le había ido bien en Oxford, pues no había causado allí ningún daño, y después había dado la vuelta al mundo, siguiendo el surco trazado por su madre. Pero al satisfacer así sus deseos la decepcionaba un poco: la señora Beever había tomado tantas precauciones contra los peligros que le parecía un poco aburrido sentirse tan segura. En realidad, no se preguntaba hasta qué punto su hijo era inteligente, sino hasta dónde llegaba su estupidez. Tony había manifestado el parecer de que era un muchacho indiscutiblemente profundo, pero ésa bien podría ser una de las alambicadas maneras de Tony de indicar que también él lo era. A la señora Beever no le habría parecido conveniente verse obligada a dar al muchacho una explicación sobre el señor Vidal; pero ahora que, indiferente a sus propósitos y respetuoso con sus asuntos, estaba allí sentado sin hacer pregunta alguna, se sentía desconcertada por no tener la oportunidad de desairarlo. Sin embargo, en esta ocasión se tranquilizó con la posibilidad de que su hora todavía estuviera por llegar. El chico empezó a comer un bollo: el ejercicio del remo lo justificaba; y, entretanto, ella le sirvió el té. Mientras le tendía la taza, le desafió con cierta brusquedad:
—Dime, ¿cuándo vas a dárselo?
Él la miró sin dejar de masticar lentamente.
—¿Cuándo te parece mejor?
—Antes de la cena, sin duda. Uno nunca sabe lo que puede pasar.
—¿Crees que pasará algo? —preguntó con placidez.
Su madre esperó antes de contestar.
—Nada, sin duda, a menos que te lo propongas. —En vista de que el muchacho no entendía lo que le estaba diciendo, prosiguió—. No pareces darte cuenta de que he hecho por ti todo lo que he podido, pero que el resto depende de ti.
—Claro que me doy cuenta, madre —contestó sin irritación. Dio otro bocado al bollo y añadió:
—La señorita Armiger ha hecho que lo entendiera.
—¿La señorita Armiger? —La señora Beever lo miró fijamente; incluso tuvo la sensación de que se le presentaba una oportunidad muy esperada—. ¿Y qué demonios tiene que ver con este asunto?
—Bueno, he hablado mucho de esto con ella.
—Supongo que quieres decir que ella ha hablado mucho contigo de esto. Muy propio de ella.
—Es muy propio de mi querida mami, eso es lo que es —dijo Paul—. Tiene exactamente tu mismo punto de vista. Es decir, la idea de que tengo una gran oportunidad y debo hacer un gran esfuerzo.
—¿Y no lo ves por ti mismo? ¿Necesitas un par de mujeres que te lo digan? —preguntó la señora Beever.
Paul, con aire grave e imparcial, meditó sobre la pregunta mientras removía el té.
—No, no exactamente. Pero la señorita Armiger lo explica todo con mucha claridad.
—Sin duda, se expresa de maravilla. De todas maneras, me gustaría que pensaras en alguna razón mejor para que Jean te aceptara que la recomendación de otra joven, por brillante que sea.
El muchacho siguió rumiando y a su madre se le ocurrió pensar, y no era la primera vez, que aquella imperturbabilidad tal vez fuera una virtud.
—Ya pienso en eso —dijo finalmente—. Gracias a ella, tengo más claro lo que siento.
La señora Beever reflexionó, desconcertada.
—Te refieres a Jean, naturalmente.
—¡Claro que no! Me refiero a la señorita Armiger.
La señora de Eastmead soltó una carcajada de impaciencia.
—Me alegra oír que sientes algo. No siempre he tenido esa sensación.
—Siento que Jean es encantadora.
Ella se rió de nuevo viendo el modo en que lo había dicho.
—¿Y piensas decírselo en ese tono?
—Creo que ella me creerá en cualquier tono. Se ha comportado siempre conmigo con mucha amabilidad, somos muy buenos amigos y sabe lo que quiero.
—Pues ya sabe más que yo. Eso es exactamente lo que me dijiste hace seis meses, cuando le gustabas tanto que te pidió que la dejaras en paz.
—Me pidió que le dejara pensarlo durante seis meses antes de darme una respuesta definitiva, y me aprecia aún más porque accedí —dijo Paul—. El tiempo que he esperado no ha hecho más que mejorar nuestras relaciones.
—Bien, entonces habrán llegado ya a la perfección. Así pues, tendrás la respuesta definitiva esta misma tarde.
—¿Cuándo le regale el adorno?
—Cuando le regales el adorno. Lo tendrás bien guardado, espero.
Paul vaciló; tomó otro bollo.
—Imagino que sí.
—¿Sólo lo «imaginas»? ¿Una cosa de ese valor? ¿Qué has hecho con ella?
De nuevo, el muchacho titubeó.
—Se la he dado a la señorita Armiger; ella temía que lo perdiera.
—¿Y tú no temías que lo perdiera ella? —exclamó su madre.
—Claro que no. Me lo devolverá aquí mismo. Tiene muchas ganas de que salga airoso.
La señora Beever guardó un breve silencio.
—¿Y tú también tienes muchas ganas de que ella salga airosa?
—¿En qué? —preguntó Paul con aire de estar perdido.
—En hacerte quedar como un tonto. —La señora Beever hizo acopio de energía—. Paul, ¿estás enamorado de Rose Armiger?
Paul sopesó la pregunta juiciosamente.
—Ni por asomo. Con ella no hablo de nada ni de nadie que no sea Jean.
—¿Y con Jean no hablas de nada ni nadie que no sea Rose?
Paul pareció hacer un esfuerzo para recordar.
—Apenas hablo con ella. Somos tan viejos amigos que no tenemos casi nada que contamos.
—¡Es decir, hijo mío, que das demasiado por hecho!
—Eso es justo lo que me dice la señorita Armiger. Ponme un poco más de té, por favor.
Su madre tomó la taza, pero lo examinó con expresión atenta y penetrante. Paul soportó el examen sin mirarla a los ojos y se limitó a contemplar las distintas exquisiteces de la mesa.
—Si doy demasiado por hecho —prosiguió—, debes recordar que así es como me has educado.
La señora Beever tardó un instante en dar con una réplica; cuando lo hizo, la pronunció con aire triunfal.
—¡Tal vez te haya educado a ti, pero no a Jean!
—Bueno, pero no estoy hablando de ella —replicó alegremente el joven—, aunque podría recordarte que ha estado aquí una u otra vez, mes tras mes, y le has enseñado, en la medida de lo posible, a contemplarme como su destino inevitable. ¿Te cabe alguna duda —prosiguió— de que vaya a aceptar convenientemente que ha llegado el momento?
La señora Beever trasladó el escrutinio al interior de la tetera.
—¡No! —exclamó al cabo de un momento.
—Entonces, ¿dónde está el problema?
—El problema está en que tu impasibilidad me pone nerviosa. Quiero que te comportes conmigo como si te importara y quisiera todavía más que te comportaras también así con ella. —Paul se agitó en el asiento; su interlocutora creyó ver en ello cierta sensación de opresión, y sus mayores temores estallaron de golpe—. No me digas que te da lo mismo, porque si es así, ¡no sé lo que voy a hacerte!
La miró con una expresión que adoptaba de vez en cuando y que siempre acentuaba la impaciencia de su madre: un aire de sorpresa divertida, cercano a la curiosidad, por el hecho de que hubiera en el mundo organismos capaces de generar calor. A lo largo de su vida, la señora Beever había dado gracias a Dios por tener la sangre fría, pero ahora le parecía una Némesis ser un volcán comparada con su hijo. Eso trasladaba a su hijo la ventaja —que ella había monopolizado durante tanto tiempo— de ser capaz de ver en cualquier trato o conversación a la otra parte como un espectáculo mientras ella, sentada en una butaca de platea, permanecía como espectadora o incluso crítica. Le desagradaba profundamente actuar para Paul del mismo modo que había conseguido que otros actuaran para ella; pero decidió en aquel mismo momento que, puesto que se veía condenada a hacerlo, sería con un objetivo concreto. Saltaría por el aro, pero aterrizaría en los lomos del caballo. Transcurrido apenas un instante, Paul la miró mientras ella le agitaba los banderines.
—Mira, hijo, te aseguro una cosa: si lo que te paraliza, lo que te impide actuar es, por casualidad, el sueño de lo que se te podría ofrecer en otro lugar, cuanto antes descartes ese sueño, mejor, no sólo para tu felicidad, sino también para tu dignidad. Si albergas la vana esperanza, aunque sea con mala conciencia, de que tienes la menor oportunidad de causar la menor impresión en otra mujer, lo único que puedo decirte es que te prepares para sufrir tantas inquietudes como disgustos darás a tu madre. —La señora Beever hizo una pausa; ante la afable expresión boquiabierta de su hijo se sentía como una trapecista con mallas de color de rosa—. Desearía saber en qué medida la señorita Armiger es sensible a tus grandes encantos.
Paul le mostró cierto respeto, pero no aplaudió; es decir, no sonrió. Sin embargo, se le achicaron los ojos, lo que solía indicar algún tipo de sentimiento: en algunas ocasiones se contraían, en su rostro grande y pálido, hasta quedar reducidos a meros puntitos conscientes. En aquel momento dirigía los puntitos hacia la zona donde se alzaba la casa.
—Bien, madre —contestó con voz tranquila—; si quieres saberlo, ¿no es mejor que se lo preguntes directamente?
Rose Armiger había aparecido ante su vista; la señora Beever se dio media vuelta y la vio acercarse, descubierta, con un fresco vestido blanco bajo una llamativa sombrilla roja. Mientras se acercaba, Paul se levantó de la silla y se dirigió despacio hacia la hamaca, en la que se desplomó de inmediato. Tendido allí, mientras la gran red se hinchaba y los soportes crujían bajo su peso, dijo con el mismo tono de paciencia inalterable:
—Ha venido a darme el adorno.