Capítulo IX
El médico, impaciente, fue el primero en hablar.
—¿No ha regresado nuestro amigo?
—El mío, sí —contestó Rose con gracia—. Permita que le presente al señor Vidal.
El doctor Ramage sonrió a modo de saludo y la joven, con su discreta alegría, se dirigió a Dennis.
—El también me aprecia mucho.
—Oh, es una maravilla de mujer, siempre sabe lo que tiene que hacer. Pero ya lo verá usted mismo —dijo el médico.
—Temo que no apruebe mi presencia —contestó Dennis, preocupado—, y piense que estorbo a su paciente.
—No, seguro que la señorita Armiger no le dejaría —contestó el doctor Ramage con una carcajada. Después, tras consultar el reloj, preguntó a Rose—. ¿Bream sigue con ella?
—Se fue, pero ha vuelto.
—No debería haberlo hecho.
—Se lo aconsejé yo, y seguro que le parecerá bien —contestó Rose—. Pero envíenoslo aquí.
—Ahora mismo —dijo el médico y salió de la habitación andando con cuidado.
—No está nada tranquilo —señaló Dennis en cuanto se marchó.
—¿Cómo lo sabes? —objetó Rose.
—Basta con verlo. No soy tonto —añadió el visitante con cierto énfasis—, aunque tengo la sensación de que eso es lo que quieres que parezca.
Rose lo miró con franqueza.
—¿Que crees que yo...? —Durante unos instantes, la joven pareja se miró fijamente y ambos cambiaron de color—. Querido Dennis, ¿a qué te refieres?
Sin duda, Dennis era consciente de que había sido brusco, casi violento; pero cualquier testigo habría visto también que era hombre de temple.
—Me refiero, Rose, a que no sé qué te pasa. Es como si, de repente, en el momento mismo en que llego lleno de entusiasmo, me encontrara con que algo se interpone entre nosotros.
—Querido Dennis: claro que algo se interpone entre nosotros —dijo Rose, con aire de estar tremendamente aliviada—. La pobre Julia se interpone, y de qué manera. —Vaciló de nuevo y después, exclamó emocionada—, será mejor que te lo diga con franqueza: estoy preocupadísima. Santo cielo, ¿no te das cuenta? —añadió con impaciencia.
—Desde luego, me doy cuenta de que estás agitada y ausente, tal como te has apresurado a advertirme. Pero recuerda que me has negado la gravedad de la situación de la señora Bream.
La impaciencia de Rose se desbordó en un gesto.
—¡Sólo para engañarme a mí misma!
—Entiendo —dijo Dennis amablemente—. Sin embargo, tiene que ser una cosa u otra: la pobre señora se muere o no se muere —prosiguió con aire reflexivo.
Su amiga lo miró con un reproche demasiado sutil para expresarlo en palabras.
—¡Querido Dennis, qué brusco eres!
Este mostraba un semblante tan serio como inexpresivo.
—Soy bruto, incluso tosco. Es posible que lo sea sin proponérmelo.
—Piensa en lo que significa esta gente para mí.
Él permaneció en silencio unos instantes.
—¿Tanto? Ah, ya lo sé —prosiguió, como si temiera que ella lo acusara de nuevo de ser insensible—, los aprecio mucho, en todo lo que valen. Disfruto de su hospitalidad y debería ser consciente de todos sus méritos.
La carta que Rose había dejado seguía en la mesa; él la cogió y jugueteó con ella unos momentos.
—Lo que quiero decir es que no quiero que pases por alto que yo también soy algo para ti.
Rose escuchó con inmediata indulgencia.
—Ten un poco de paciencia conmigo —rogó amablemente y, antes de que pudiera replicar, añadió:
—Incluso a ti te ha impresionado la inquietud del médico. He estado intentando no pensar en ello, pero creo que tienes razón. Ésa es otra cosa que me inquieta.
—Entonces, cuanto más te inquiete, más urgente es nuestro asunto —dijo Dennis con decisión cordial mientras Rose, alejándose de él, llegaba a la puerta por la que había salido el médico. Aguardó allí como si escuchara—. Ahora debes «replegarte» conmigo —insistió Dennis.
Rose había alzado la mano y había pedido silencio, y ahora miraba a su acompañante mientras intentaba captar algún sonido.
—El médico ha dicho que lo echaría de la habitación, pero no lo ha hecho.
—Mejor, así podrás leer esto —dijo Dennis, tendiéndole la carta.
Rose se alejó.
—Si le ha permitido quedarse, entonces es que sucede algo malo.
—Lo siento mucho por ellos. ¿No crees que es una declaración verdaderamente importante?
—Ah, tu carta. —Rose volvió a prestarle atención y, tomándola, se dejó caer otra vez en el sofá—. Voyons, voyons este gran asunto —dijo, como si intentara calmarse hablando.
Dennis se detuvo un momento delante de ella.
—Nos coloca en una situación que a mí me parece francamente sólida.
Rose había pasado la página para juzgar el tamaño del documento; eran tres páginas grandes, densas y pulcras.
—¡Es un poco prolijo, «el gran jefe»!
—Cuanto más, mejor, si es en este tono —dijo Dennis—. Léela, querida, con calma y tranquilidad; entérate de todo: es bastante sencillo.
Dennis lo dijo con voz tierna y tranquila y se alejó para darle tiempo y no presionarla. Anduvo despacio por el vestíbulo, silbando débilmente y mirando de nuevo los cuadros; ella lo siguió con los ojos durante un minuto. Después los desplazó hacia la puerta en donde acababa de estar escuchando; en lugar de leer, la contempló como si aguardara que se moviera. Si en aquel momento alguien hubiera observado su rostro, lo habría encontrado extraña y trágicamente convulso: parecía estar conteniendo con un esfuerzo extraordinario un grito o un sollozo apasionado, algún impulso de angustia. Cuando Dennis se dio media vuelta, al llegar al extremo de la habitación, ese aspecto se desvaneció milagrosamente y lo que vio, mientras el reloj grande y aparatoso hacía tic-tac en la perfumada quietud, fue a su amiga examinando atentamente lo que él le había puesto delante. Estudió el documento largo rato, lo estudió en silencio, un silencio ininterrumpido por preguntas o comentarios, de modo que, si bien no deseaba parecer que la apremiaba, Dennis se acercó a ella finalmente y se detuvo a su lado, como si esperara alguna señal.
—¿No dirías que eso es exactamente la respuesta a lo que esperaba?
—Tengo que volver a leerla —contestó Rose sin levantar la vista. Empezó de nuevo desde el principio y él se alejó con pasos lentos. Rose leyó hasta el final; tras lo cual, dijo tranquilamente mientras doblaba la carta—. Sí, muestra lo que piensan de ti. —La depositó donde la había dejado antes y se puso en pie mientras Dennis se acercaba—. Es buena no sólo por lo que dice, sino por cómo lo dice.
—Es muchísimo más de lo que esperaba —dijo Dennis, recogiendo la carta y, tras guardarla de nuevo en el sobre, la deslizó en un bolsillo casi amorosamente—. Me parece que muestra con claridad que no quieren perderme.
—¡No serán tan tontos! —Rose, a su vez, se había alejado, pero ahora lo miraba tan pálida que Dennis se sobresaltó visiblemente; tanto más en cuanto de este modo destacaba todavía más su blanca mueca—. Querido muchacho, tienes un espléndido futuro.
—¡Me alegro de que te lo parezca! —exclamó él riendo.
—Es una gran alegría, tienes razón. Como te dije antes, tienes el futuro garantizado.
—En ese caso, tú también lo tienes.
—Me alegro mucho por ti, muchísimo —admitió Rose alegremente—. Y lo mejor de todo es que es sólo el principio.
—Claro que sí, es sólo el principio —dijo Dennis mientras observaba su singular sonrisa—. Aguardo el resto con ansia.
—Sin duda, hay mucho tras esto, una actitud general. ¡Lee entre líneas!
—¿Acaso crees que no lo he hecho, señorita? No me atrevía a decírtelo.
—¿Es que necesito que me apunten y me dicten? —preguntó Rose—. No creo que te hayas dado cuenta de todo lo que quiero decir: hay insinuaciones y promesas tácitas, se vislumbra lo que puede llegar a suceder si les das tiempo.
—¡Oh, les daré tiempo! —declaró Dennis—. Pero el jefe es prudentísimo. Eres muy lista al haberte dado cuenta de todo lo que implica.
—Claro que soy muy lista. Dame otra vez la carta —añadió pasado un instante, tendiéndole la mano.
Dennis se la dio rápidamente, ella la cogió y la leyó otra vez en silencio. Él se alejó, como antes, para dejarla leer tranquila; canturreaba despacio, para sí, por la habitación y, una vez más, al cabo de unos minutos, le pareció que prolongaba excesivamente el examen. Pero cuando se acercó a ella otra vez había terminado de leerla y parecía satisfecha. Dobló la carta y se la devolvió.
—Oh, tendrás mucho éxito —proclamó Rose.
—¿De verdad estás satisfecha?
—Ahora mismo, del todo —contestó Rose tras una ligera vacilación. Tenía los ojos fijos en el precioso documento mientras él lo toqueteaba, y algo en el modo en que lo hacía la llenó de una alegría incongruente. Dennis la había abierto con delicadeza y había quedado atrapado por un párrafo.
—La manejas como si fuera un billete de mil libras —añadió Rose.
—Es mucho más que eso. Capitaliza la cifra que da —dijo él, mirándola rápidamente.
—¿Que capitalice qué cosa?
—Obtén la cantidad invertida.
Rose pensó un poco.
—Oh, haría cualquier cosa por ti, excepto calcular. Pero serán millones. —Después, mientras él devolvía la carta al bolsillo, añadió:
—Deberías enmarcarla entre dos cristales con un pequeño asidero.
—Sin duda, nada es lo bastante bueno para la carta que nos otorga la libertad, porque de eso se trata —dijo Dennis—. Pero ¿te haces cargo de por dónde van los tiros?
—¿Qué tiros?
Dennis volvió a mirarla fijamente.
—Querida, tienes las lagunas más extraordinarias. La cifra de que estamos hablando, esa pobre, pequeña, querida cifra: quinientas cuarenta —explicó con cierta acritud—; a eso equivale.
—Me parece una cantidad chiquita y encantadora —dijo la muchacha—. Para una joven como yo es algo estupendo. Y piensa en lo que vendrá más tarde.
—Sí, pero estoy hablando de lo que tú aportes.
Rose titubeó, juiciosa, como si intentara prestar toda la atención que él deseaba.
—Ya veo: sin eso. Pero yo tampoco me refería a eso —añadió.
—Oh, tú puedes tenerlo en cuenta, pero yo no pretendo tocarlo. Y lo de irse, ¿qué te parece? —preguntó Dennis.
—Sólo son dos años —contestó Rose con aire valiente.
Dennis se sonrojó repentinamente, como empujado por una marea de tranquilidad, y la estrechó entre sus brazos como si abrazara un sueño hecho realidad.
—¡Ah, mi muchacha!
Rose dejó que la abrazara de nuevo, pero cuando se desprendió de su abrazo se encontraban más cerca de la puerta que conducía hacia el lugar donde estaba Julia Bream. Se detuvo allí, como antes, mientras él todavía le sostenía una de las manos; después Rose dijo algo que delataba un distanciamiento extraordinario de todo lo precedente.
—¡No entiendo por qué no lo manda abajo de nuevo!
Dennis Vidal soltó la mano de Rose; metió las suyas en los bolsillos y dio una patada a la esquina levantada de una alfombra.
—¿El señor Bream? ¿El médico? Bueno, ya saben lo que hacen.
—El médico no quiere que esté allí en ningún caso. Ha sucedido algo —declaró Rose, mientras se alejaba de la puerta.
Su acompañante no dijo nada durante unos instantes.
—¿Quieres decir que la pobre señora se ha ido? —preguntó finalmente.
—¿Qué se ha ido? —repitió Rose, como un eco.
—¿Quieres decir que la señora Bream ha muerto?
La pregunta resonó de tal manera que Rose retrocedió horrorizada.
—¡Dios no lo quiera, Dennis!
—Lo mismo digo, pero no hay manera de saber lo que piensas: es demasiado difícil seguirte. En cualquier caso, está claro que tienes una idea en la cabeza: debemos aceptar la posibilidad de que se produzca. Basta para que resulte muy oportuno recordarte el gran cambio que tendría lugar en tu situación si ella llegara a morir.
—¿Y en qué estoy pensando si no es en ese cambio? —preguntó Rose.
—Quizá no pienses en ello desde el punto de vista que yo digo. Si la señora Bream desaparece, tu «punto de anclaje» desaparece.
—Entiendo lo que quieres decir —contestó con voz suave; tenía lágrimas en los ojos y apartó la vista para esconderlas.
—Se puede tener la mejor opinión posible del marido y, sin embargo, considerar inadecuado que sigas aquí igual que antes, pero con él.
Rose permaneció en silencio con cierta dignidad.
—No, la verdad —dijo con la misma suavidad.
—Sin embargo, la manera de impedirlo, como te he dicho hace un rato, es fijar conmigo el día, lo más cercano posible, en que nuestra unión se haga realidad.
Rose alzó hacia él lentamente unos ojos inquietos.
—¿El día en que me case contigo?
—El día en que te cases conmigo, naturalmente —soltó una risa breve y forzada—. ¿Qué otra cosa iba a ser?
Rose aguardó de nuevo y su rostro mostró un profundo temor.
—¿Debo decidirlo ahora mismo?
Dennis la miró fijamente.
—Querida niña, ¿cuándo, si no ahora?
—¿No puedes darme un poco más de tiempo? —preguntó.
—¿Más tiempo? —La estupefacción acumulada estalló—. ¿Más tiempo, después de darte años?
—Pero ahora... esta noticia... estas prisas me parecen repentinas.
—¡Repentinas! —repitió Dennis—. ¿Es que no sabías que venía y no sabías cuál era el motivo?
Ella lo miró con un esfuerzo por decidirse en el que Dennis vio cómo su rostro blanco se endurecía; como si debido al movimiento de algún mecanismo interno hubiera sucedido algo terrible. Después Rose se expresó con un doloroso temblor que ningún intento de ser natural pudo aplacar.
—Permite que te recuerde, Dennis, que no has venido por petición mía. Has venido, sí; pero porque has querido. Has venido a pesar de mi voluntad.
Dennis se quedó sin aliento y ante el tono de Rose se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¿No querías que viniera?
—Estoy encantada de verte.
—Entonces, en nombre de Dios, ¿de qué estás hablando? ¿En dónde estamos y qué es lo que me cuentas ahora?
—Sólo te pido, como te he pedido antes, que tengas paciencia conmigo; que me dejes, en un momento tan crítico, dar media vuelta. Sólo te pido que lo soportes conmigo, sólo te pido que esperes.
—¿Que espere a qué? —preguntó Dennis, arrancándole las palabras de la boca—. Estoy aquí porque he esperado. Sólo deseo que digas dos palabras y para eso sólo necesitas dos segundos. —Dennis miró a su alrededor, abatido e impotente, como si tomara por testigos a los ausentes—. Y me miras como si fueras de piedra. Abres un abismo. No me das nada, nada.
Se detuvo como si deseara permitirle que lo contradijera, pero ella no lo hizo; Rose había bajado los ojos y, apoyada en una mesa, estaba rígida y pasiva. Dennis se hundió en una silla con las vanas manos sobre las rodillas.
—¿Qué quieres decir con eso de que he venido a tu pesar? Nunca me dijiste que no viniera; hasta ahora, siempre me has tratado bien. Es cierto que la idea fue mía, pero tú la aceptaste.
Dennis le dio tiempo para que afirmara o negara, pero Rose no dijo nada, y él prosiguió:
—¿No comprendes cuál es el único sentimiento que me ha poseído y sostenido? ¿No entiendes que no he pensado en otra cosa durante todas las horas pasadas? He llegado aquí deseando estar contigo más de lo que puedo expresar; y ahora me doy cuenta, aunque no lo he advertido de entrada, de que has estado tensa y poco natural desde el principio.
Mientras hablaba, Rose había alzado de nuevo los ojos; éstos parecían seguir sus palabras con sumisión sombría.
—Sí, debo de haberte parecido muy extraña.
—¡Y no digas otra vez que es porque estás inquieta! —exclamó Dennis con tono de advertencia—. Precisamente este nerviosismo me da la razón.
Su compañera negó con la cabeza lentamente, con expresión ambigua.
—Me alegro de que hayas venido.
—¿Para tener el placer de no recibirme?
—Te he recibido —contestó Rose—. Todas las palabras que te he dicho y todas las satisfacciones que he expresado son ciertas y profundas. De veras te admiro, te respeto, estoy orgullosa de haber sido amiga tuya. ¿No te he asegurado mi sincera alegría por tu ascenso y tus perspectivas profesionales?
—¿A qué llamas tú «asegurar»? Durante unos momentos me has confundido por completo; me has engañado; creo que podría decir que has jugado conmigo. Lo único que me aseguraría algo es que pusieras tu mano en la mía, como mi mujer. Por Dios —dijo el joven, sin aliento—, ¿qué te ha sucedido y qué te ha cambiado?
—Te lo diré mañana —dijo Rose.
—¿Me dirás lo que insisto en preguntarte?
Rose miró a su alrededor.
—Te diré cosas que ahora no puedo decirte.
Dennis la examinó con visible desesperación.
—No eres sincera, no eres justa. No tienes nada que decirme y tienes miedo. Sólo estás ganando tiempo y llevas haciéndolo desde el principio. No sé por qué, no alcanzo a entenderte; pero si es para echarte atrás, te aseguro que no pienso concederte ni un segundo.
Al oír esto, el pálido rostro de Rose se sonrojó débilmente; a Dennis le pareció como si hubiera envejecido cinco años desde el momento de su llegada.
—¡Con tus crueles acusaciones, tomas un extraño camino para conservarme! —exclamó la muchacha—. Pero no quiero hablar contigo con amargura. Pasará en un par de días —dijo en un tono distinto. Después, con un movimiento rápido de impaciencia, añadió:
—Quieras o no, me tomaré el tiempo que necesite.
Dennis estaba ya enfadado, como si ella no sólo se hubiera mostrado evasiva, sino también casi insolente; y su irritación se hizo mayor cuando Rose insistió en algo que para él carecía de sentido.
—No, no, tienes que escoger —declaró con pasión—. Y si eres verdaderamente sincera, lo harás. He venido a buscarte con toda mi alma, pero se trata de ahora o nunca.
—¡Dennis! —murmuró ella débilmente.
—¿Te echas atrás?
—Adiós —dijo ella, tendiéndole la mano.
Él la miró como si los separara un río crecido; después se echó la mano a la espalda y buscó con la vista el sombrero. Se movió a tientas, como un hombre que se recupera de una violenta caída, como si lo hubiera lanzado un vehículo a toda velocidad.
—Adiós.